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índex català  septiembre - octubre 2007 no. 60

La persistencia de la nocheimagen Juan Mattio: La persistencia de la noche

Juan Mattio

“Está mi risa de niñocon
la abuelita ciega de la noche obscura.”
Jacobo Fijman – Poema III de Hechos de Estampas

 

Lo llamé una semana después del accidente. Yo quería creer que el asunto no sería tan grave, bien pudo ser un susto nada más, pero los médicos me advirtieron que posiblemente no volviera a moverse y que no podría hablar ni valerse por sí misma si acaso salía del coma. Las lesiones en la región cerebral son severas, no sabemos cuáles serán las secuelas pero no podemos ser optimistas. Los médicos son unos imbéciles y suponen que una es como ellos, pero a mí me alcanzaba con verla, conectada a cables y tubos, apenas sostenida en la vida por esos aparatos, para saber que aquello era el final para la abuela, así que lo llamé y le conté lo que había pasado.
      Por teléfono no dijo casi nada, me dejó hablar y cuando terminé de contarle simplemente me avisó que salía para acá. En esas treinta horas que tardó en llegar los recuerdos invadieron la casa como si fueran un anticipo de su presencia, después de veinte años, entre nosotras.
      Llegó de mañana, muy temprano, cuando todavía el sol no terminaba de entibiar las calles. Imaginé o supe luego que caminó por el pueblo antes de llegar, que se quedó un rato largo sentado en la plaza por no molestarme el sueño. Era un muchacho alto, con un mechón rubio cayéndole sobre el ojo que me hizo acordar a papá cuando era joven, los ojos claros los había sacado de mamá, en seguida noté que había heredado el silencio que es el legado de toda la familia. Me costó reconocerlo, se quedó parado frente a la casa, desde la vereda de enfrente y me miró baldear el piso por un rato, sin decirme nada, quizá también a él le costó encontrar a su hermana mayor en esta mujer que soy ahora. Yo estaba distraída, pensando en mis cosas y al vérmelo venir, cruzando la calle, así, tan hombre, pensé que veinte años era toda la vida.
      Preparé unos mates que tomamos entre palabras de nada en la cocina. Algunos comentarios tímidos sobre nuestra vida de ahora. Me contó de Susana, de los chicos, del trabajo. Yo hablé de la abuela, repetí los partes médicos sin saber por qué no me salían frente a él mis propias palabras, tal vez sentí pudor en esos primeros momentos, como si todavía no quisiera mostrarme del todo. Manuel me escuchaba muy serio, mirándome por detrás del humo del cigarrillo. A todo tenía una pregunta, algún detalle, como si quisiera reponer su ausencia de la última semana. Me pareció que esa era una forma de reprocharme el retraso de la llamada a último momento. Después se pegó una ducha y se acostó. No había podido dormir en todo el viaje, me explicó, y ni falta que hacía porque se le notaba el cansancio en la cara. Hasta ese momento yo no había reparado en el cuarto de Manuel, me acordé de la abuela entrando cada tanto para dejar todo preparado, como si lo esperara. Nunca hablaba de él y yo, para no llevarle la contra, tampoco lo nombraba, pero sin embargo su ausencia estaba ahí, con nosotras, en una estufa que se rompe, en una pared que se despinta con el tiempo. Su ausencia, como la de mamá, era una disposición de la casa que nos obligaba a recordarlos, a saberlos afuera, muy lejos.
        Como decía, no hubo necesidad de preparar nada, excepto sacudir un poco el polvo de los muebles y cambiarle el juego de cama. La habitación era todavía la de un adolescente, por eso me dio una sensación rara verlo entrar ahí, como si se contradijeran su gesto de hombre con la cama chica, el acolchado de antes, el celeste clarito de las paredes. A él también le debe haber resultado raro eso de dormir en esa cama suya después de tanto tiempo, como si hubiera que acostumbrar el cuerpo otra vez. Yo no sé nada de eso porque siempre viví acá, pero en los viajes siempre duermo mal la primera noche, extraño mis cosas, el olor de mis cosas sobre todo. Lo dejé dormir para despertarlo sobre el almuerzo, como me pidió.  Mientras comíamos en la cocina, cambiando algún que otro comentario, empecé a intuir que ya no estaba de visita.
       Decidimos que él iría por las tardes, que es cuando los médicos dan el informe, y a mi me quedaban las mañanas. Quiso darme algo de plata por el gasto de los remedios pero no le acepté, me dio un poco de cosa verlo guardar nuevamente los billetes, como si sintiera que de esa forma yo lo seguía manteniendo afuera del asunto. El mes que viene voy a estar un poco corta de plata, Manuel, tal vez te puedas ocupar vos de los gastos, le dije.
       La casa de a poco me empezó a resultar menos pesada, no estoy acostumbrada a vivir sola, y por lo menos ahora tenía con quién conversar. No las aburridas charlas que podía tener con la abuela, esas palabras que vienen del planchado, de la limpieza o de los mandados; una conversación linda, de cosas del mundo. Sentí así que se había terminado mi larga custodia. Arreglamos nuestros horarios para cenar juntos y aunque no siempre quería hablar, y había noches en que dejaba la radio de fondo y se ocupaba de sus cosas, con su compañía ya se me calmaba la soledad, era una muchacho muy reservado en todo pero ya dije que el silencio es la huella de la familia. Así fue que a pesar de que a veces todavía me resultaba raro encontrarme viviendo de nuevo con él, empecé a sentir que lo había extrañado y recién ahora lo sabía, que lo había extrañado como sin darme cuenta, y que me gustaba tenerlo de vuelta. Todas las noches, después de comer, mientras tomaba el café, me hablaba de la abuela, de lo que habían dicho los médicos ese día, y apenas lo que a él le parecía. Cada vez un poco peor, porque a la edad de la abuela decir que está estable es decir que no mejora, que sólo le quedan fuerzas para mantenerse así, aferrada a la vida de una forma tan precaria que ni hablar ni moverse podía. Yo me decía con tristeza que ese era el mecanismo de la enfermedad, que al final las personas siempre se terminan pareciendo a lo que les sucede, me daba pena pensarlo de la abuela, pero los parecidos son algo que aprendí de muy chica, la gente se parece a su nombre, los hombres a su trabajo, las enfermedades a los hospitales. Una sola vez intentamos hablar de antes, de cuando éramos chicos y la abuela nos leía de noche, o rezábamos los tres juntos con la luz apagada hasta que a Manuel y a mí nos encontraba el sueño. Me dio tristeza recordar con él, como si el pasado fuera algo para mirar cada uno a su modo, sin la interferencia de las palabras del otro. Sentí que mi memoria se resistía un poco a los detalles de Manuel, a su forma de describir la voz de la abuela, su paso cansado arrastrado por la casa, su meterse en nuestra habitación. Los dos estuvimos de acuerdo, sin decirnos nada, en no volver sobre aquello, mantener cada uno como podía sus recuerdos.
      Como yo siempre confié más en las enfermeras que en los médicos, porque en definitiva son ellas las que andan siempre alrededor de los pacientes, las que les saben las mañas y los cuentos, las que les hablan de cualquier cosa para hacerlos olvidar la  enfermedad, me hice compinche de una salteña que estaba en cuidados intensivos. Prometió cuidarme a la abuela, fijarse que nadie hiciera ninguna macana con los remedios, mantenerla limpia y asegurarse de que le cambiaran la ropa por lo menos una vez al día. Ella sola, sin que yo le dijera nada, me habló de Manuel. Yo nunca hubiese imaginado que un extraño lo pudiera ver de ese modo. Es como un ángel, me decía, viene temprano y se sienta al lado de la abuelita y le lee la Biblia. Se pasa todo el rato leyendo y leyendo. Acá todo el mundo le tomó aprecio, no se ve mucho que un nieto se preocupe tanto. Por lo demás no me asombré, yo sabía que él había venido a acompañarla, que no iba a dejarla irse sola. Le pregunté a la salteña si ella pensaba que la abuela podía escucharlo en el estado que estaba, me dijo que sí, que aunque muchos después no se acuerdan, se escucha todo, se sabe perfectamente lo que está pasando y por eso ella siempre les recomienda a los familiares que les hablen, que les digan todo lo que quieran decirles, es la única forma de traerlos de vuelta. Me alegré por él, entonces, porque de alguna forma todavía estaba a tiempo, no había llegado tarde.
      Entre mis cosas cotidianas noté que la llegada de mi hermano marcaba el final de algo para mí, tal vez más definitivo, o debería decir más alejado, de los embrollos que dependen de la salud de la abuela. Sentí, con un poco de culpa primero, y luego dominada por cierta vergüenza, que él había venido a reemplazarme, a tomar mi lugar después de tantos años y que ahora yo podía hacer mi vida como él había hecho la suya. Claro que no pensé ni pienso en casarme y tener hijos, no, yo ya estoy grande para esas cosas y me voy a quedar así nomás, pero al menos me queda viajar un poco, salir de este pueblo, tal vez vender la casa y mudarme a una ciudad más grande, con gente en las calles los sábados por la noche y cine doble función los miércoles. Me dirán que no es la gran cosa, que no son grandes ambiciones las mías, pero a mí me alcanza, me es suficiente eso: dejar la casa y el pueblo, mezclarme entre gente que no conozco y mirar un poco al mundo como si fuese una cosa de los otros.
      Acá en el pueblo todo se sabe y los vecinos no paraban de hablar de la vuelta de mi hermano. Claro, nadie se iba a imaginar después de veinte años que Manuel volviera por la abuela, y en un pueblo como el nuestro cualquier detalle es noticia. Todos los días me hacían comentarios cuando salía para hacer las compras, cosas insignificantes, que se lo habían cruzado por la calle y él los había reconocido, que los había saludado, que estaba más hombre, como si yo necesitara que ellos me lo contaran. Aunque nadie me lo dijo en la cara, supe que algunos también hablaban de su tristeza, de que se lo notaba golpeado, un poco venido a menos y que seguramente sería porque la salud de la abuela no mejoraba. Tengo para mí que pensaban así porque era callado, como todos nosotros. De cualquier forma a la gente de acá le gusta hablar, decir macanas, traer y llevar chismes, pero si lo hubiesen conocido más hubieran sabido que estaba fuerte y macizo como una piedra.
       Dos meses después, cuando ya empezábamos a habituarnos a esa soledad de hermanos grandes, la abuela se nos fue. Volvió Manuel con la noticia al mediodía y nos fuimos a la sala velatoria a empezar con los trámites y los preparativos. Sobre las cuatro de la tarde dejamos abiertas las puertas para que el pueblo pudiera mirar nuestra despedida. Nadie, ninguno de todos los que vinieron a presentar sus condolencias, nos apreciaba a nosotros o a la abuela. Éramos simplemente la noticia del momento y en una semana o dos nadie se acordaría de nosotros. Con esa resignación recibimos todas las palabras y todos los gestos durante esa tarde y la noche. Manuel me pareció más sereno que nunca, fumando en un rincón, estrechando suavemente las manos que lo buscaban, asintiendo a las palabras inútiles, fingiendo creer que los otros estaban ahí porque algo de todo aquello les importaba. Sentí que mi hermano menor con el paso de los años se había convertido en una fiera mansa, capaz de soportar manoseos y provocaciones hasta que sintiera que el momento se hacía inevitable. Así somos, me dije, está en nuestra sangre. Y pensé que de esa forma todo se resolvía en nosotros, que no había continuadores posibles, que los hijos de Manuel nada sabían de la casa o el pueblo o la abuela. Viven en el mundo de su madre, pensé, el refugio que mi hermano les encontró y que tal vez a él también lo ayudó a olvidarse de nosotras. Nuestra familia se diluyó como la lluvia en el río, sin dejar rastros ni huellas para nadie, todo se reduce a nuestro silencio y a esa forma dócil de sabernos peligrosos. No sé por qué, pero mientras me despedía de la abuela, hablándole bajito al oído, mientras confirmaba de qué estaba hecho mi hermano con solo verlo estrechar la mano de un desconocido, mientras yo misma repartía café entre los que iban llegando, me entristeció un poco saber que al fin de cuentas nos vamos a extinguir, como si fuésemos parte de una raza mal hecha que se lleva sus pocas virtudes sin haberlas hecho valer en el mundo.
       Tres días me acompañó para no devolverme de inmediato a la soledad de la casa que ya hacía un buen tiempo me había empezado a parecer grande. Le comenté mi idea de vender para comprarme algo mas chico, en alguna ciudad, le dije, una ciudad grande donde nadie me conozca. Él estuvo de acuerdo en todo. Me aseguró que no le hacía falta la plata que sacáramos de la venta, que contara con él para el papeleo y que lo mantuviera al tanto de cómo iban las cosas.
       Sacó pasaje para el domingo en el tren de las cuatro de la tarde. Yo le hice el bolso, con la ropa limpia, para que Susana no tuviera trabajo de más. Le pedí que me escribiera seguido, que me mandara fotos de los chicos que deberían estar tan grandes. Prometí que los visitaría en las fiestas, o unos días del verano al menos. Lo acompañé a la estación y nos quedamos esperando esa última media hora de su regreso. Pensé en esos meses, si alguien nos viera ahora diría que hemos vívido juntos toda la vida y sin embargo hubo que acostumbrarse a volver a tener hermano. Lo miré orgullosa de encontrarme en él a papá y a mamá. Manuel no habló hasta último momento, fumando miraba el cielo del pueblo como si lo estuviera fijando para llevárselo con él. Yo hubiese querido retenerlo ahí, quedármelo de ese modo, tan tranquilo y tan hombre. Después escuché que el tren llegaba y vi a la gente empezar a despedirse, los solos a prepararse y Manuel también se paró y me miró, sonriendo, de una manera triste, me dijo que él lo había hecho, que le había leído a la vieja una larga lista de sus iniquidades hasta que el corazón no le dio más. Yo le dije que ya sabía, que se fuera en paz. Después nos abrazamos, y me sentí segura en sus brazos, segura como hacía mucho que no me sentía.

© Juan Mattio 2007

Bio: Juan Mattio nació, hacia 1983, al oeste de la provincia de Buenos Aires y, dicen, ya entonces era hincha del Racing Club de Avellaneda, lo cual explica cierto don para soportar las reiteradas y caprichosas adversidades. Desde el 2005 es co-editor de la revista literaria Juguetes Rabiosos donde se han publicado varios de sus artículos dedicados a Raymond Carver, Franz Kafka y Witold Gombrowicz, entre otros. Cuando el tiempo se lo permite trabaja sobre su primer libro de cuentos que reunirá, si todo sale como espera, bajo el título de La persistencia de la noche. Por lo pronto lee, bebe, cultiva el amor de su mujer y la amistad de sus amigos.

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tbr septiembre - octubre 2007 no. 60

Editorial: Paradojas del destino

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Mathias Énard: Manual del perfecto terrorista
Juan Trejo: Emboscada (II parte)
Juan Mattio: La persistencia de la noche

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Jesús Nieves Montero: “Bolañitos, borgecitos y otros párvulos literarios”

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Concha García: Ya nada es rito y otros poemas

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Ningún dios a la vista Altaf Tyrewala
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Casa de luciérnagas. Antología de poetas hispanoamericanas de hoy Mario Campaña

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