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índex català      enero - febrero 2006   n° 51

Una Palabra
Uriel Garza

 

Una palabra lo envuelve todo. Con este pensamiento me lamento y mendigo, en mi sufrimiento, durante mis noches de soledad.   Mis recuerdos me llevan a definir mi vida en una palabra. ¡Pero esta noche…! Es diferente.   Esta noche vi el relato de mi vida en un filme imaginario.   Es así como logro concebir que mi destino gire alrededor de una palabra.  

Desde aquella ocasión, en la que mi padre me extirpó de su vida. ¡Fuera y no vuelvas más por aquí!”. Qué error tan absurdo fue confesarle mi secreto. Pensar que por la gran relación lo aceptarían fue una idiotez.   Desde hace nueve meses, tras una dolorosa despedida, no lo he vuelto a ver. Alcanzada la mayoría de edad, me encontraba ante el mundo sin haber terminado el último año de bachillerato. Sin padre ni madre.   La soledad se transformó en mi protectora. Sin tener lugar o alguien a quién acudir, por mi mente sólo deslumbraba su recuerdo…   Sebastián ¿Dónde estás? ¿Qué será de ti? ¿Te irá bien? ¿Mal?

Sebastián era más que mi amigo. Desde la niñez fuimos inseparables. Lo compartíamos todo, éramos dos almas gemelas. Recuerdo que en una ocasión, en la primaria, correteando por el patio del colegio, cayó. El pobrecito estaba tan cortado que lloré. Yo lo curé y lo limpié. Sentía tanto gozo al cuidarle. Con el paso del tiempo, ya en la preparatoria, descubrí que todo aquel cariño y la necesidad de protegerlo se encerraban en un sólo sentimiento, un sentimiento que me abrumaba. Era amor. Aquel amor se convirtió en una obsesión. Claro que él no lo sabía. Cada día, a su lado, lo amaba y deseaba más. Yo deseaba estar con él, unirnos, ser uno mismo. Mi deseo me atormentaba. Tenerlo tan cerca y no poder expresar mi amor era tan difícil.   El deseo por él lo transpiraba por el cuerpo como el sudor. Un día, en nuestro último año del bachillerato, me presentó a su novia.   Ese día recibí la primera puñalada de mi vida. Los celos se apoderaron de mí, me sentí con derecho a reclamarle. Pero, cómo lo haría si yo nunca me expresé, nunca le dije lo que sentía. Desde entonces me encargué de separarlo de su novia. Convencí a Sebastián de que le era infiel. Organicé una fiesta en mi casa, drogué a su novia y la puse a merced de todos los chicos. Él me juró que nunca la perdonaría, a pesar de que la amaba. Oyendo la repugnancia con la que se expresaba de su ex, me alegré. Que Dios me perdone; pero haber quebrantado esa relación me empapó de gozo y esperanza. Me llené de valor y decidí expresarle todo mi amor.

Lo cité en el café donde comíamos todos los días.   En medio de la comida, empecé mi declaración. Hice una insinuación de la gran amistad que nos unía. Después le confesé que el cariño, dentro de mí, ya tenía tiempo que no era de amistad. Con un gesto de confusión me pidió que me explicara. Entonces decidí confesarle mi amor.  

—Sebastián te amo— dije.  
Lo recuerdo como si fuera ayer. Al decir esto, fue como si un cristal se quebrara bruscamente, y me contestó:
—Qué locura dices, ¿Qué te pasa?

Después dijo que mi propuesta era imposible y que él había valorado más nuestra amistad. Todo esto cambiaría.   Entonces se levantó:

— ¡No te quiero volver a ver!

Sus palabras me dejaron inmóvil. Todo se vino abajo.   Decidí huir.   Desaparecer por completo, empezar de nuevo.

Así el filme prosiguió con mi huida.   Encontré refugio en un pueblo de California, donde no había prejuicios y la gente se preocupaba sólo de sus vidas.   Debido a que no terminé el bachillerato, me resigné con un trabajo en un restaurante. Limpiaba platos y atendía mesas. No era feliz, pero poco a poco mi dolor se esfumaba. Desarrollé la ambición por el dinero y decidí dejar los platos y las mesas. Empecé a prostituirme. Con la esperanza de darle un cambio a mi vida, ahorré. Todo transcurría a la perfección. Mi nuevo oficio era degradante, pero era el dinero más seguro y próspero que podía recibir. Pasados los años en la prostitución y debido a mi gran esfuerzo, logré mi objetivo. Tomé un giro drástico en mi vida: cambié de aspecto. Cambié todo, desde mi apariencia hasta mis sentimientos. El proceso me costó años y una gran inversión económica. Terminé bailando en El Rincón de Polo. Este trabajo no era tan repugnante y se ganaba igual o más que en las calles. Aquí termina el filme, en este momento; conmigo acostado en la cama, esta noche. Puedo definir mi vida, a través del filme, en una palabra: condena.   Sí, una condena por ser lo que soy.   

¡Pero si ya es tardísimo! Mañana tengo que trabajar. Pero esta noche es diferente; vi las amarguras de mi vida, pero también lo vi a él. Una nueva esperanza alumbra el final del túnel. Por la tarde, en el supermercado, tan galán y guapo como siempre. Se me acercó, me preguntó cómo me llamaba. No me reconoció, gracias a las maravillas de la tecnología. Le contesté que me llamaba Rubí.   Sí, le dije, Rubí, porque dejé de ser Rubén, el joven acomplejado que se no atrevía a ser lo que realmente quería. ¡Ya! A dormir, que mañana hay que trabajar. Hoy nació un motivo para continuar… ¡Sebastián!

© Uriel Garza , 2006


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Carné: Uriel Garza (Brownsville, Texas, Estados Unidos de América). Actualmente estudia la licenciatura en Letras Hispanas en la Universidad de Texas, en Brownsville. Es un aficionado a la escritura de narrativa breve y poesía.     

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 enero - febrero 2006   n° 51

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