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índex català      enero - febrero 2006   n° 51
Las fosas
Esteban Lijalad


Enterrar diariamente cuatro o cinco cuerpos no es lo malo. Lo peor viene cuando hay que aguantar ese sol de trópico, a las tres de la tarde; las moscas verdes pegoteadas a la piel, volando de cuerpo en cuerpo, traspasando sudores de uno a otro, de muertos a vivos y tú ahí, chico, sin poder darles su merecido, firmes; aguante, soldado, el sargento tieso escrutándote las intenciones. Ese cabrón sabía leer el pensamiento, o peor, lo que está antes del pensamiento: te sabía leer el dolor de estómago, las palpitaciones del ánimo, las ganas de largar todo, escapar, dejar esa locura.

No me pregunten qué hago aquí, en el peor lugar de la tierra a mis dieciocho años. Voluntario enganchado al Ejército, convencido de la causa nacional. Desocupado, quería salvarme de una muerte segura a manos de la Mara, o de algún policía loco, de esos que abundan. Así que me conchabé en la milicia. Quizás haya cosas peores,   pero al poco tiempo supe que debería escapar de allí,   irme al mismo infierno que seguro es mejor que éste.

Solo, sin cumpas para entretener las horas de la tarde, en un barracón abandonado -el sargento Díaz duerme en sus propias habitaciones- escuchando los gritos de animales para mí ignorados, las horas no pasan nunca. Soy bicho de ciudad —si a San Javier se le puede decir ciudad— y me gusta la salsa, la cerveza y el ron, las mujeronas, sobre todo las de más de treinta, expertas y seguras, y el merengue; pero mi vieja pide pan desde que murió el Papi y acá estoy aguantando todo por la paga que le envío mes a mes a la pobre.

Tuve que aprender mucho acá: afilar machetes, aceitar y cuidar los rifles, lavar la ropa, plancharla con un fierro a las brasas, cocinarme unos guisos horribles, casi   sin especias.
Y a enterrar cuerpos. No me pregunten cómo, pero aprendí.

Al primero lo enterramos una mañana de marzo. Entrecerrando los ojos, apenas viendo tras las pestañas, lo arrojé con la ayuda del sargento a la fosa. Quedó quieto, desarmado como un muñeco vencido y con una sonrisa en la cara. Yo apenas miraba por terror a que me guiñara un ojo, me saludara desde el más allá o, peor, me invitara a acompañarlo.

- Me dan miedo los muertos, mi sargento -le dije a Díaz en cuanto pude.
- Pendejo desgraciado, te puedes ir acostumbrando a ellos porque a partir de ahora los
verás de a docenas, todos los días, de ahora hasta el dos mil diez, ja!
Se fue riendo. Y ahí le grite:
- Y usté, mi sargento, cómo aguanta.
Me miró como a un mosquito molesto.
-Y a usté qué le importa, pendejo insolente. ¿Quiere que lo mande al calabozo, soldado? Me limpia ya mismo el cobertizo.

Lo peor, insisto, son las moscas: verdes, grandes, moscardones pesados o chiquitos, como los de la fruta. Se meten por las fosas o la boca entreabierta, descienden al abismo de la muerte y, según supe, dejan su carga de huevos de los que emergen miles de larvas blancas que devoran la carne de adentro afuera. Las muy sucias suben después a lavarse sus patas entre tus pelos, a dejar sus cagarronas en tu piel y, si te descuidas, alguna larva lista para devorarte de adentro afuera.

Me contó el sargento que rocían la carne con un ácido para hacerla papilla, así sus malditos hijitos gusanitos la mastican con facilidad. Se hace una sopa olorosa, chorreante que deleita a las guarras y ese olor las atrae por millares desde todas partes. En pocas horas esos cuerpos hasta ayer vivos, se hinchan de esa sopa pútrida, de larvas, huevos y moscas y ofrecen el espectáculo más inquietante de la naturaleza.

Ahora soy experto. Puedo relatar lo que sucede hora a hora con esos cuerpos, como avanza el proceso, como van llegando ansiosas las mamás moscas a depositar sus crías, como a las pocas horas comienza a hincharse el cuerpo y a moverse, temblando casi con vida, por efecto de millones de gusanos devorando la carne muerta.

Sé cómo la muerte no es nada en comparación con la indignidad que sobreviene a las pocas horas.

Sigo. Quiero, necesito irme de Las Fosas, como se llama este pozo. Para conseguir un traslado le escribo a la vieja cartas relatando esto con todo detalle. Si consigo horrorizarla puede que cambie de idea y prefiera para mí otro oficio. Por ahora no consigo más que quejas: “José, no vuelvas a escribirme otra de las tuyas, que me da palpitaciones y casi me matas de la impresión.”

Esto me confirma que voy por el buen camino: si logro convencerla de que este es el peor lugar de la tierra, de que aquí la muerte se me ha metido por los ojos y las narices, seguramente intentará que me cambien de destino, a una oficina o un taller militar.


Hace dos días decidí escribirle mi obra de arte.

Cómo los caballos que enterramos acá en Las Fosas se nos han terminado, hacía tiempo que extrañaba un poco de acción para relatarle a la vieja. Por eso maté al sargento con un certero golpe de machete —estaba muy bien afilado— mientras dormía en su habitación. Esperé un par de días antes de arrojarlo a la fosa. Quería que su olor recorriera el bosque, a fin de atraer a decenas de miles de cabronas moscas.
Ninguna faltó a la cita.

Dieron un espectáculo magnífico, que supe relatarle a la vieja en la carta que acabo de enviarle. Sé que conseguiré, ahora, el traslado.


©Esteban Lijalad, 2006

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

Carné:

Esteban Lijalad (Buenos Aires, 1950) es sociólogo. Han aparecido cuentos suyos en badosa.com , Revista Letralia, en Parnaso.com y en Tumbaabierta.com. Ha ganado, además, algunos premios (Mis Escritos 2003, Audiolibro 2005). Su blog personal es: www.cuentosemanal.blogspot.com

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