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índex català     septiembre - octubre  n° 50

Larga duración
Gabriela Izcovich



      —Ahora a Elizabeth se le dio por cambiar los artefactos de luz. Y bue... Allá ella. Cambió todas las luces de la casa. No sé qué le pasa, tal vez quiera renovar nuestra vida.
      —Mejor que le agarre por ahí a que quiera hacerse una cirugía estética.
      —Y sí, en eso tenés razón.

Toman un sorbo de café. Son Alberto y Enrique, dos viejitos elegantes. Desde hace años que se juntan todos los miércoles en el mismo bar a tomar un café. Una vez invita uno y a la semana siguiente el otro. Cuando se acuerdan de pagar.

      —Y así es..., además también ahora se le dio por pagar todo en cuotas.
      —Uy, uy, uy...
      —Sí, como si eso significara que es gratis o más barato.
      —Es una lástima que tengan tarjeta de crédito. A Antonia también se le dio por...
      —¿Y pero cómo hacés, Enrique, para negárselas? Elizabeth trabajó toda su vida, tiene su jubilación... no podés negársela.
      —Y no, claro. Con Antonia pasa lo mismo.

Sorben café. Alberto se seca la boca con una servilleta.

      —Enrique, ¿te acordás la primera vez que viste a Elizabeth en malla?
      —¿Cómo?
      —Si te acordás de la primera vez que viste a mi mujer en traje de baño. Estábamos en la playa, en Mar del Plata.
      —Uy, sí.
      —Quisiste cambiar a tu mujer por la mía.
      —Casi me muero. Qué cuerpo tenía. ¿A dónde habrá ido a parar todo aquello?
      —Y... queda todo archivado en la memoria, Enrique.
      —Sí, el problema es que cada vez tengo menos.
      —¿Qué cosa?
      —Memoria.
      —Yo creo que también. Hablando de eso, no me tengo que olvidar de comprarle las pilas a Elizabeth. Me volvió loco con las pilas. Me llego a olvidar y me mata. "Que sean larga duración, Alberto, no me traigas las comunes".
      —Y bué... Peor yo que ahora tengo que ir a comprar perejil para la ensalada de papas. A mí no me gusta el perejil, pero ella insiste en el sabor y qué se yo... Y yo no le siento sabor al perejil.
      —Sí, el perejil tiene sabor, ¿cómo que no? ¿Viste el partido el domingo?
      —¿Podés creer que no? Esperé todo el día a que llegara la hora para verlo y media hora antes me quedé dormido.
      —No lo puedo creer.
      —Yo lo atribuyo a que Antonia preparó una salsa un poco pesada para el almuerzo. No sé, se le dio por innovar en todo ahora.
      —¿A ella también?
      —Sí. No sé qué le pasa.
      —Deben estar aburridas.
      —Y sí, tal vez. Che, qué frío que está haciendo, ¿no?
      —Sí, está fresco.
      —Mucho. Y bué... es lógico, ¿no? Estamos en julio.
      —Y claro. Cómo pasa, ¿no?
      —¿Qué cosa?
      —El tiempo.
      —Y sí. ¿Te acordás cuando nos escapamos a Miramar?
      —Sí. ¿Se lo contaste a Elizabeth alguna vez?
      —Jamás.
      —Yo a Antonia tampoco. No me lo perdonaría. Qué lindo fue. Qué arriesgados éramos.
      —Así es.

Sorben café.

      —Enrique, ¿vos llamaste el jueves a la noche a casa?
      —¿El jueves...? No, ¿por?
      —No, por nada. Llegué a casa tarde, porque venía del urólogo, que siempre te tiene horas esperando, y cuando volví Elizabeth estaba hablando por teléfono. Pero cuando me vio entrar cortó. Le pregunté con quién había hablado y me dijo que con nadie.
      —Mirá vos...
      —¿Raro, no?
      —No sé, por ahí estaba limpiando el teléfono.
      —No, no estaba limpiando nada.
      —Y así son...raras.
      —¿Otro cortado?
      —No, viejo. No puedo más de uno por día.
      —Sí, mejor yo tampoco.

Pausa.

      —¿No llamaste vos la otra noche? Porque llegué del urólogo y...
      —No, Alberto, ya me lo preguntaste.
      —¿Ah, sí?
      —Sí, recién.
      —No, lo que pasa es que me preocupa un poco. Está tan rara. Ahora se tiñó el pelo de colorado. Parece una gallina. Y ella está de contenta con su pelo...
      —Dejala, Alberto. Tiene ochenta años, está en su derecho a esta altura de su vida a hacer lo que quiera.
      —No sé, no sé...
      —¿Y no le queda bien?
      —¿No la viste últimamente?
      —¿A quién?
      —A Elizabeth, mi esposa.
      —No.
      —¿No?
      —No. ¿Qué hora es?
      —Las seis menos diez.
      —Uy, voy a tener que ir yendo porque Antonia me pidió que pase por la verdulería a comprar perejil. Ahora le pone perejil a todo. No sé por qué.
      —¿Ah, sí?
      —Sí. Y yo no le siento el gusto al perejil y encima se te queda pegado a los dientes, ¿viste?
      —¿Qué dientes?

Les agarra un ataque de risa y tosen. El mozo se acerca con dos vasos de agua. "Calma, muchachos, calma", les dice. Apoya los vasos de agua sobre la mesa y se va.
Toman el agua.

      —Es de la canilla, ¿te diste cuenta?
      —No, tenía una sed...
      —¿Y si en vez de volver a casa nos vamos a algún otro lado?, pregunta Alberto mientras se levantan de sus sillas con dificultad.
      —¿A dónde? No me vas a hacer ir hasta Miramar.
      —No, Miramar no, pero tal vez... No sé... A ver... pensemos...

Uno ayuda al otro a pasarse los brazos por las mangas de sus sobretodos.

      —¿El zoológico estará abierto?
      —¿El zoológico? No creo. Además en el zoológico hay un olor a mierda... ¿Qué hora es?
      —Las seis menos cinco.
      —¿Las seis menos cinco ya? Uy, Antonia me va a matar. Tengo que pasar por la verdulería a comprar albaca.
      —¿Albahaca? ¿No me dijiste que tenías que comprar perejil?
      —¿Perejil? Uy, ahora me confundiste, Alberto.
      —Comprá las dos cosas por las dudas. Yo sé lo que te digo.
      —Este sobretodo que tengo puesto, ¿no es el tuyo, Enrique?
      —Uy, sí. Y yo tengo puesto el tuyo.
      —¿Sabés que te queda mejor que a mí?
      —¿En serio?
      —¿Y a mí qué tal me queda el tuyo?
      —Genial. Un poco largo de mangas, pero genial.
      —¿Nos vamos así? Por ahí a tu Antonia le gusta.
      —Yo creo que no se va a dar cuenta. Últimamente ya ni me mira.
      —Y bue.. Te quería preguntar una cosita, Enrique..., ¿no eras vos el que llamaste el jueves?
      —¿Sabés que ahora me hacés entrar en duda, Alberto?—dice Enrique mientras salen del bar.

El bar queda semivacío. En una de las mesas una mujer fuma un cigarrillo sin dejar caer la ceniza. Tiene una expresión de dolor en el rostro. El cajero que está en la barra del bar prende la radio y se escucha un tango: "Volver". En otra mesa hay un hombre que lee la sección deportiva del diario Clarín.

      —Los viejitos se olvidaron de pagar—le dice el mozo al cajero mientras se acerca a la mesa vacía.
      —¿Otra vez?
      —Y también se olvidaron estas dos pilas sueltas. Son larga duración.
      —Tal vez ya están usadas y son para tirar  —dice el cajero del bar.
© Gabriela Izcovich 2005

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
IzcovichCarné: Gabriela Izcovich es argentina y tiene una larga trayectoria en el mundo del teatro. Se desempeña entre Buenos Aires y España. Además de actuar en ellos, adapta y dirige sus espectáculos, entre los que destacan "Nocturno Hindú", (de la novela homónima de Antonio Tabucchi), "Terapia" (de la novela homónima de David Lodge) e "Intimidad" y "Cuando la Noche Comienza" (de las novelas homónimas de Hanif Kureishi). Próximamente estrenará en Buenos Aires su nuevo espectáculo "El Mar", trabajo que realizó junto a la escritora argentina María Fasce. Dicha obra se estrenará a su vez en enero de 2006 en Barcelona. En abril de 2006 se estrenará también su versión teatral de La Venda de Siri Hustvedt.

Véase en el número 49 el relato de la misma autora, "Aquí, allá, en todas partes"

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septiembre - octubre  n° 50

Narrativa

Rafael E. Saumell: Mi padre, que es una persona importante
Hernán Ortiz: Hay una bomba en el cielo
Hernán Ortiz: Aura en mi nariz
Enrique Vásquez Valladares: ¡Cómo te quiero, manito…!
José Luis Torres Vitolas: El retrato
Gabriela Izcovich: Larga duración
David Vergara: Glenda y Martina

Ensayo

La cirugía estética aplicada a la sociedad por Begoña Matilla

Notas de actualidad

VI Encuentro Internacional de Mujeres en
el Arte México-Italia 2006

XVII Concurso Navideño de Literatura en Euskera

Reseñas

Leyendo, escribiendo Julien Gracq
Cuentos sanfermineros Patxi Irurzun
El vano ayer Isaac Rosa
Mujeres difíciles, hombres benditos Fernando Ampuero

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