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índex català     septiembre - octubre  n° 50

Glenda y Martina
David Vergara

 

Fue Armando Salas el que corrió la bola de que mi prima y yo éramos novios. Armando me odiaba. Durante una época fuimos buenos amigos, pero cuando le quité a Martina Facciuto jamás me lo perdonó. Martina llegó de Suecia. Imagínense, de pronto una estudiante sueca en clase y tú con catorce años y todas las hormonas pidiendo guerra. Tampoco se la quité. Lo que pasó fue que Armando nunca se lanzó. Ni siquiera reconoció que le gustaba. Pero se moría por ella. Lo vi más de una vez observándola. Al pobre se le caía la baba. Un día casi lo atropelló un carro por seguirla, a la salida del colegio. Yo lo vi, compró dos helados al carretillero y salió detrás de ella. Pero nunca la alcanzó. Una camioneta Volkswagen llenecita de escolares casi lo mata. Se llevó un susto horrible. Yo también. Poco tiempo después le metí la boca a Martina, en una fiesta de una compañera de clase, Sabina Málaga. Además de ser una niña lindísima, Martina también era una especie de bicho raro. Nos había vuelto locos a todos en la escuela, poco acostumbrados a las chicas rubias y de ojos turquesas. Su padre era un diplomático argentino casado con una sueca, la niña era la mezcla más exótica que podía dar la sabia naturaleza. Pero además de eso, era rara. Hablaba un español extraño, con faltas de concordancia y encima con acento argentino y sueco, trufado con palabras francesas y del inglés. Miraba a las niñas de su edad como si fueran marcianos. En general a todos nos miraba como a marcianos y nosotros la mirábamos como marciana a ella. Esto la convirtió en un ser algo marginal, acorazado por su singularidad y su belleza. Yo no me enamoré de ella solo porque fue bien directa conmigo, como ninguna mujer lo ha vuelto a ser jamás: "no me gustas, tenía curiosidad por darte un beso, nada más, eso es todo, si quieres podemos ser amigos". A los catorce años yo estaba dispuesto a perder la cabeza por ella pero esa frase me previno de cualquier nueva tentativa. Yo era de este planeta. De esta ciudad. De aquel colegio. Me gustaba molestar en clase, jugar fútbol y pelearme de vez en cuando. Un extraterrestre no tenía lugar en mi vida. Poco a poco Martina se fue socializando pero al cabo de un año la cambiaron de colegio y al año siguiente nos enteramos de que andaba en Singapur. Armando Salas supo lo que pasó entre ella y yo en aquella fiesta, no fue difícil porque yo se lo conté a todo el mundo, a todos mis amigos, que me envidiaron sanamente, excepto él. Desde entonces aprovechó todas las oportunidades que tuvo para difamarme. Corrió la bola de que fumaba marihuana. Nadie podía confirmar que había sido él pero yo lo sabía. El último año de colegio, cuando Martina ya no estaba con nosotros, me hizo una zancadilla en un partido en el patio del colegio. Acabaron separándonos. Un año después, para mi mala suerte me lo encontré en la universidad. Habíamos entrado a estudiar periodismo. Yo quería hacer periodismo deportivo, por supuesto. El fútbol era mi pasión. Hasta ese momento tenía más de doscientos videos de fútbol de todo el mundo. Mis casetes de VHS tenían títulos muy sugerentes: Goles de México 70, Maradona versus Pelé, Los mejores goles de Cubillas, Fútbol Brasileño, Especial Johan Cruyff, etc. Lo raro era que no era hincha de ningún equipo, mi equipo era el buen fútbol. Salas quería hacer periodismo político. Eso me lo comentó Glenda, mi prima, que estaba en su clase. Glenda era la más guapa de todas mis primas y Armando se enamoró de ella. Glenda por supuesto no le hizo ningún caso. Armando era un tipo nervioso y torpe con las mujeres. Y feo. Muy feo. La había invitado a salir varias veces pero ella nunca había aceptado. Extrañamente se lo había encontrado también en diversas fiestas y eventos, Armando parecía tener espías que le pasaban los datos de sus movimientos. Nada sirvió. El tercer ciclo de carrera de pronto mi prima desapareció. Había realizado unas prácticas en televisión y gracias a ellos fue contratada como modelo para un anuncio de cervezas. Lo típico, chicas en bikini en la playa. Un anuncio la llevó a otro y a otro y a otro y finalmente la llamaron para un casting como conductora de un programa infantil. Le pusieron una minifalda, la pintaron de colores pastel y le enseñaron a cantar y bailar. El problema era que a mi prima nunca le gustaron los niños. De hecho todo se fue al garete cuando un niñito malcriado le jaló los pelos y Glenda le dijo "esa mano te la metes al culo". El director del programa pensó que podía valer en otras áreas así que la recomendó. De una recomendación pasó a otra y acabó haciendo una prueba para las noticias. Al arrancar las clases la teníamos en el noticiero de la mañana en el Canal 2. Al público le encantó. Poco después Armando Salas corrió la bola de que se la había agarrado en la fiesta de Halloween del Jockey Club. Nadie le creyó. Para entonces Glenda comenzó a aparecer en todas las portadas. Al terminar aquel año fue catalogada como la mujer más deseada del país. Todo aquello me había convertido a mí en el primo de Glenda Vergara. Yo no era nadie. Al principio me pareció divertido ver a mi prima en la tele y que luego me preguntaran por ella. Pero después se convirtió en una pesadilla. Me preguntaban por ella individuos que yo no conocía de nada, por lo general el infalible borrachín de turno. Y la cosa siempre acababa en golpes, con mis amigos separándome. "David, cálmate, tranquilo." Pero el colmo llegó el día que Armando Salas metió su cabezota por la ventana en plena clase de Medios Audivisuales, más de cuarenta alumnos en el aula, para gritar, a voz en cuello: "¡David Vergara hace el amor con su prima!" Salí corriendo y lo perseguí hasta el estacionamiento. Lo que quiere decir que lo perseguí como diez minutos. Bajamos cinco pisos de escaleras, cruzamos el patio de Comunicaciones, el comedor universitario, el patio de Administración, el patio de Estudios Generales, salimos a la calle Ferré y doblamos en la calle Soza, entramos al estacionamiento y lo agarré del pescuezo antes de que abriera la puerta de su Toyota Excel de mierda. Pero no le pegué. Lo amenacé. Le dije que era la última vez que se metía conmigo, que la próxima era hombre muerto. Se asustó. Me pidió perdón. Entró en su carro y salió disparado, haciendo patinar las llantas. En el fondo, no le hice nada porque me dio pena. Sentí lástima por él. En una de sus pupilas de pronto vi el rostro bello y singular de Martina Facciuto, y en la otra, el de mi prima.

Al día siguiente quedé con Glenda. Pensaba que la mejor manera de vengarme era contándole la cara de idiota que se le había quedado a Salas. Pero no le dije nada. Glenda había traído un periódico, Salas había chocado contra una oficina de Telefónica el día anterior. No había muerto. Pero estaba grave. Se nos quitaron las ganas. Bajamos al primer piso y tomamos un café. Luego abandonamos el motel cada uno en su auto, con las gafas oscuras y las gorras bien puestas. Aquella vez, estábamos seguros, nadie nos vio.

© David Vergara 2005

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David VergaraCarné: David Vergara (1971). Es editor y profesor de lengua española. Asimismo trabaja en la creación de materiales didácticos. Ha colaborado para diferentes revistas de literatura escribiendo reseñas y ensayos, así como cuentos de ficción. Prepara una novela y una recopilación de sus relatos.

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septiembre - octubre  n° 50

Narrativa

Rafael E. Saumell: Mi padre, que es una persona importante
Hernán Ortiz: Hay una bomba en el cielo
Hernán Ortiz: Aura en mi nariz
Enrique Vásquez Valladares: ¡Cómo te quiero, manito…!
José Luis Torres Vitolas: El retrato
Gabriela Izcovich: Larga duración
David Vergara: Glenda y Martina

Ensayo

La cirugía estética aplicada a la sociedad por Begoña Matilla

Notas de actualidad

VI Encuentro Internacional de Mujeres en
el Arte México-Italia 2006

XVII Concurso Navideño de Literatura en Euskera

Reseñas

Leyendo, escribiendo Julien Gracq
Cuentos sanfermineros Patxi Irurzun
El vano ayer Isaac Rosa
Mujeres difíciles, hombres benditos Fernando Ampuero

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