índice | índex | navegación

septiembre -octubre 2000  num 20

biografía  |  versión en inglés

extracto de la  novela
La
intimidad
Nuria Amat

Mi habitación, situada en la primera planta de la casa de Pedralbes en que vivíamos, daba a la verja de una calle que aún hoy lleva el patronímico de una abuela mía cuyo padre fue fundador y editor de una enciclopedia española de renombre. La ventana de mi cuarto era privilegiada. Desde ella se veía la calle, las pocas pero interesantísimas cosas que pasaban en mi desierta calle, y yo espiaba todo lo que podía ocurrir, y muchas veces ocurría, en el edificio de enfrente, un sanatorio mental o casa de reposo para enfermos de familias acomodadas, aunque no por ello menos afectados por el delirio y la melancolía.
      Seguramente mi dormitorio era la habitación más fría de la casa, un edificio de ladrillo rojo y techos colgantes de pizarra mandado construir por expreso deseo de mis padres en el solar que había sido huerto de la casa grande, de líneas neoclásicas, de mis abuelos maternos. Mi madre, huérfana a su vez, nunca pudo vivir junto con mi padre en esa nueva casa que, según decían, era su sueño más querido después de nosotros tres, sus pequeñísimos y malogrados hijos. La ventana de mi cuarto estaba orientada al norte, al contrario que las balaustradas de piedra con las correspondientes terrazas que daban al jardín de las habitaciones soleadas de mis hermanos, de mi padre o el cuarto de juegos de los niños. El sol no parecía hacerme falta, entonces, pero sí en cambio consideraba imprescindible poder oír cada mañana los diferentes ruidos de la calle, de la verja que daba a la calle y de todo cuanto por allí aparecería y desaparecería sin saber que unos ojos infantiles, los míos, darían perfecta cuenta en el cuaderno vital de mi existencia.
      Todo mi mundo formaba parte de ese pequeño cuadrilátero llamado mi ventana. Para empezar, el silencio que reinaba en esa calle durante las primeras horas de la mañana del domingo.
      Las mañanas de domingo eran especiales. En primer lugar, el chirrido metálico de la verja al abrirse no se oía hasta bien entrada la mañana, cuando el mozo de la pastelería Foix de Sarriá pulsaba el timbre para traernos los cruasanes del desayuno. Ese timbre, tan distinto del enojoso despertador de cada mañana, me avisaba que era domingo y todo lo que ese día representaba para mí, por lo g5eneral cosas buenas y agradables como, por ejemplo, quedarse a retozar entre las sábanas largos minutos, que se extendían como horas interminables. En mi familia todos éramos bastante dormilones. En una casa sin madre los niños o no duermen o nunca tienen prisa por levantarse. Durante esa eternidad en la cama jugaba a engañarme con una realidad distinta. Y yo la aprovechaba glotonamente. El mozo de Casa Foix, sin embargo, estaba ahí con su delantal a rayas azules y blancas y ese bonete acolchado tan característico que le permitía caminar como si tal cosa por el barrio de Sarná y Pedralbes con la caja enorme de los dulces sobre la cabeza. Recuerdo que era sordomudo y que Carmen, Antonia o quien fuera de las múltiples chicas de servicio que atravesaron nuestra infancia, no le daban conversación. Por no hablar, ni siquiera debían de darle los buenos días. También se oía algún que otro repicar de las campanas del monasterio de Pedralbes. La misa de las monjas, tal vez. La nuestra de domingo tenía que sonar más tarde, cuando estuviéramos lavados, vestidos y preparados para salir rumbo a la iglesia. Antes había que darse prisa para conseguir el cruasán más apetecible. Los tres hermanos teníamos preferencias distintas sobre el color y el tamaño del cruasán. El primero en bajar al comedor ejercía su derecho de selección. No esperaba a los otros. Desayunaba y subía corriendo a su cuarto para estirar otro poco más la pereza de las sábanas o lo que también he dado por suponer la vaga idea de encontrar a mi madre y, a lo peor, ocultarse debajo de la almohada ante la imposibilidad de verla. Mi padre hacía lo que buenamente podía para sustituirla. No tanto con mis hermanos, porque eran chicos, pero sí conmigo que, a decir verdad, manifestaba esa necesidad de una forma más abierta de lo que sabían expresar mis dos hermanos varones.
      Muchas mañanas de domingo, y ése era el castigo que debía pagar si me quedaba en cama más tiempo del debido, mi padre venía en pijama a regalarme su cariño o a requerir el mío, según se viera, y se introducía en mi cama y me abrazaba y mimaba con intensidad y detenimiento excesivos. Eso no me gustaba. Yo era una niña bastante cariñosa con mi padre, sólo con él, y eran muchas las noches de insomnio en que tenía que ir a buscar refugio en su cama y acostarme a su lado hasta conciliar el sueño. Esta precaución nocturna, según yo lo entendía, era una cosa muy distinta de las visitas matinales de mi padre. Si dormir en su cama por las noches me parecía una solución lógica y hasta obligada para apaciguar mi sueño, dormitar junto a él por la mañana en ese espacio limpio y traslúcido de mi habitación me resultaba molesto y sumamente embarazoso. Como yo quería a mi padre con todo el amor que una niña puede entregar a una persona adulta y entristecida, aquellas mañanas de domingo intentaba ser lo menos brusca posible y optaba por una pasividad insegura y un tierno y huraño enfurruñamiento muy característico de mi personalidad adulta. Estaba convencida de que durante esas mañanas peligrosas de domingo mi padre me besaba de un modo inhabitual, con la melosidad y el amaneramiento de las parejas de enamorados. Y como yo quería a mi padre por encima de todas las cosas y sentía, además, una compasión inmensa por su tristeza de hombre viudo, aprendí a soportar ese suplicio con bastante destreza. Tampoco podía durar demasiado. La hora de la misa era pauta sagrada y ésta siempre estaba al caer. Había que despabilar a mis hermanos y bajar corriendo por las escaleras y subirse al coche cuando estaba decidido que iríamos a misa de diez a la iglesia de Sarriá, o bien ponerse a caminar con marcha atlética cuando, por las razones que sólo mi padre conocía, decidía ir a misa de once al monasterio de Pedralbes. En ese caso yo caminaba a su lado mientras me sujetaba por el brazo. Mis dos hermanos daban vueltas alrededor de nosotros distraídos con todo el material urbano y forestal que les salía al paso.
      Por entonces, el monasterio de Pedralbes, la plaza y la escalinata de piedra que lo rodea, era un rincón de Barcelona lo suficientemente poco visitado para conservar su magia estatuaria. Éste ha sido el marco de mi infancia. Allí jugábamos casi a diario. Íbamos en bicicleta. Merendábamos. Improvisábamos guerras. Hacíamos excursiones a la montaña de San Pedro Mártir, cuya falda roza el monasterio. Incluso llevábamos a las monjas clarisas la ropa blanca de casa para que la plancharan a conciencia, y ellas nos la entregaban a través del negro agujero del torno, envuelta en papel de seda. Mi padre, que tenía una curiosidad intelectual hiera de lo corriente, solía recordarnos el marco histórico por el cual nos movíamos, y siempre que hablaba de este entorno espectacular y privilegiado que considerábamos nuestra casa recalcaba de una manera u otra que ocupábamos ese lugar por accidente, como algo temporal, y que en el fondo no nos correspondía, como si fuéramos excluidos de esa clase privilegiada de la cual, pese a sus advertencias en contra, también formábamos parte.
     --Esta casa la heredó tu madre, y si vivimos aquí es solamente porque la herencia de tu abuelo lo hizo posible --nos prevenía--. Nunca tuve una posición económica que me permitiera por mí mismo construir y mantener esta casa, así que ya veremos qué nos depara el futuro.
      Éstas eran algunas de las explicaciones formativas de mi padre.
      De niña creía a rajatabla en todo lo que mi padre decía. Y siempre he pensado que, tal y como él solía repetir, vivíamos en un ambiente que ni era el propio de personas como nosotros ni el que yo debía procurar para mis años posteriores. Vivir en una casa con jardín y piscina en relación con las otras niñas que yo frecuentaba en el colegio de religiosas suponía, también, una cierta anormalidad. Y ya tenía suficiente con mi propia situación anómala de niña huérfana como para añadir a este dolor silencioso esa torre en Pedralbes, nuestra isla, que nos diferenciaba del resto.
      Tanta era la insistencia de mi padre en que comprendiéramos el escaso valor de cosas materiales tales como el escenario encantado en el cual vivíamos que finalmente debo hacer un esfuerzo para darme cuenta de que éste ha sido el lugar predilecto, y tal vez único, de mi vida limitada.

© Nuria Amat
Ver entrevista con Nuria Amat (de número 12) y su cuenta 'Casa de verano'

Este extracto de la  novela  La intimidad es una publicación de The Barcelona Review con el permiso de la autora.
Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
navegación:            barcelona review número 20                 septiembre -octobre 2000 
-Relatos

George Saunders: Robles de Mar
Anne Donovan: Jeroglíficos
Clara Sánchez: Últimas noticias del paraíso
Flavia Company: Melalcor
Nuria Amat: La intimidad
Yvonne Vera: Mariposa en llamas
Guillaume Dustan: En mi cuarto

-Ensayos
-Poesía

Jorge Zenter
Jonathan Monroe

-Entrevista Clara Sánchez
-Reseñas  Guillaume Dustan, Eduardo Mallea , José Marmol
-Secciones fijas Breves críticas (en inglés)
Ediciones anteriores
Audio
Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalan | francés | audio | e-m@il