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índex català    abril -mayo 2007   n° 58

imageAMNESIA


Víctor Vegas



      

Acabo de cumplir treinta y nueve años y estoy a punto de morir.
      
Apenas cuatro días atrás me consideraba un hombre de éxito, con una docena de libros publicados y varios cientos de admiradores diseminados por todo el planeta. Ahora me encuentro en la habitación veintidós de un motel de enésima categoría, intoxicado por los sedantes, en algún perdido rincón de la provincia; con una Glock .40 entre las manos —todavía humeante— y la aciaga certidumbre de haber vivido la vida de otro.
       Esta pesadilla comenzó hace una semana, la noche del jueves, al ponerme al teléfono y escuchar al otro lado del hilo la voz de Cristina:
       — Revisando los trastos que dejó mamá encontré una caja de cartón con tu nombre. Creo que contiene cosas de cuando eras niño. Me preguntaba si te interesaría conservarla, así que decidí llamarte.
       No contesté de inmediato. Estaba a punto de iniciar un artículo que me había encargado una revista española y no podía evitar el enorme fastidio que me producía aquella interrupción. Pero me controlé. Respiré largo. Porque a pesar de todo reconocía el esfuerzo que estaba haciendo mi hermana al realizar esa llamada; superando la larga distancia y nuestra incómoda relación de los últimos tiempos.
             — ¿Estás ahí, Julio?
       — Sí, sí, aquí estoy.
       — ¿Entonces?
       — Guárdala. Este fin de semana iré por ella.
              — ¿En serio vendrás a buscarla?
       — Sí, por supuesto; con eso aprovecho y me acerco hasta el cementerio para llevar flores a la tumba de mamá. ¿Podrías acompañarme?
       — No. No lo creo. No puedo. Salgo de viaje con la familia durante el fin de semana. De vacaciones, ¿sabes? De hecho pienso dejar la caja en casa de Isabella. No te molestaría pasar a recogerla por allí, ¿no es cierto?
       — Como quieras, Cristina.
       — Cuídate, Julio. Chao.
       Colgó y colgué.
       Sin duda no me había perdonado aún que, dos años antes, no hubiera asistido al funeral de mamá. En aquel entonces yo tenía una conferencia en Guadalajara que  era imposible cancelar. Iba camino al aeropuerto cuando ella me telefoneó para darme la noticia. Mamá ha muerto, dijo, la enterraremos mañana a las dos de la tarde. Pero era demasiado tarde para mí. Le pedí que entendiera, que no podía suspender mi viaje. Sin embargo, por toda respuesta obtuve un yo he cumplido con mi parte, Julio, el resto depende de ti... y el tono libre del móvil.
       Desde aquel impasse nuestra relación se había tornado más parca, más tirante.
       Llegado a este punto creo conveniente confesar que, cuando niño (tendría once o doce años, tal vez menos), padecí de una rara enfermedad de los nervios que  había borrado parte de mis recuerdos. Una especie de amnesia. Los médicos, por las limitaciones de entonces y mi corta edad, prefirieron que mi familia se enfocara en mi reeducación, en lugar de probar terapias novedosas para la rehabilitación total de mi memoria, de mi pasado. Al fin y al cabo, se trataba de unos pocos años por ser yo tan sólo un chiquillo. Y aunque logré adaptarme, reinsertarme en mi vida cotidiana con relativa facilidad, hubo recuerdos que jamás recuperé.  Por tanto, rescatar de las fauces del olvido una caja con objetos de mi infancia era de suma importancia para mí. ¿Por qué mamá nunca me habló de ella?
       El sábado inicié el viaje después del almuerzo. Conduje sin parar hasta la ciudad de mis padres. Una vez allí me hospedé en el hostal donde solía llegar cuando venía de visita o de trabajo desde que, veinte años atrás, me había mudado a la capital. Solicité la misma habitación de siempre. Había quedado con Isabella en vernos en el lobby, a las ocho, porque no quería revolver algunos recuerdos de mi adolescencia (recuerdos que dormían el sueño de los justos) transitando las calles de nuestra urbanización.
       Cenaríamos en el restaurante del hostal. Ella traería la caja.
       Tan pronto desempaqué las cuatro cosas que había llevado conmigo y me di una ducha, encendí mi portátil y traté de retomar el artículo que escribía sobre la importancia del inconsciente en el proceso creador.
       A las ocho y diez sonó el teléfono. Del otro lado estaba Isabella, la voz de Isabella.
       — Tengo casi quince minutos esperándote en el lobby, pensé que me habías dejado embarcada —dijo.
       — Lo siento, Isabella; estaba abstraído en lo que hacía y no me percaté de la hora. En cinco minutos estoy contigo.
       Isabella estaba radiante. Tal como la recordaban mis ojos en una de las pocas oportunidades en que habíamos coincidido en casa de un amigo común, cinco o seis años atrás, durante una de mis escasas visitas. Me abrazó y besó con enorme calidez, como si el tiempo no hubiese pasado.
       — Los años te han tratado bien —me halagó luego de separarse un poco sin soltarme los hombros y pasear su mirada sobre mi humanidad. De arriba a bajo.
       — Lo mismo digo. Aunque me atrevería a más y decir que te ves realmente divina.
       Se sonrojó un poco y me sorprendió que a estas alturas conservara la sensibilidad para ruborizarse, después de tres matrimonios y un par de amantes mucho menor que ella. La invité a pasar al restaurante porque me moría de hambre. Sentados y con algún aperitivo entre manos y boca, seguramente, los chismes fluirían de forma espontánea, natural. Conversaríamos sin duda mejor.  
       — ¿Cuándo tienes planificado regresar a Caracas?
       — Mañana mismo.
       — ¿Tanto te incomoda esta ciudad?
       — No es eso. El martes próximo cumplo años y unos amigos me han preparado una pequeña recepción. No quisiera quedarles mal.
       Mentía. Sí, era eso y ella lo sabía.
       — ¿Todavía sigues empeñado en vivir solo, en no tener pareja? —preguntó en algún momento de nuestra conversación frívola, con la intención de darle un giro más serio, más íntimo. Empecé a prepararme para lo que vendría.
       — No me veo en otra condición —repliqué sin levantar la mirada de mi plato.
       — O sea, que lo que se difundió en aquella famosa entrevista, y que tanto perturbó a tu familia y a algunos de tus amigos, entre los que me incluyo, claro, ¿no era una estrategia de tu agente para aumentar las ventas de tus libros?
       — Si te refieres a aquélla donde el entrevistador me preguntó sobre mi sexualidad y respondí que aún no estaba definido, que en realidad no sabía ni me importaba ni me interesaba saber por cuál de los géneros me inclinaba, es totalmente cierto: no me interesa el sexo en lo más mínimo.
       — Supongo que eres consciente de que para los que no somos como tú nos cuesta un mundo entenderte, ¿no es verdad?
       — A veces el cariño debe ir por delante de la comprensión, Isabella, sobre todo si se trata de gente allegada, de tus amigos y familiares.
       — ¿No te parece un poco injusto pedir algo que nunca has dado?
       — No empecemos, por favor.
       — Quizás por no empezar es que esto nunca ha terminado, Julio; ni para ti ni para los que te queremos.
       No le respondo, sólo porque imagino que está por venir la peor parte, a lo que siempre he rehuido, lo que hacía tan incómodas, tan insoportables mis visitas a la tierra de mis padres. 
       — Es hora de que lo enfrentes, por Dios. De que alguien te lo diga directo a la cara, sin rodeos ni cortapisas: eres un enorme egoísta, Julio Rodríguez, y ni te has enterado del daño que le has causado a los tuyos.
       Iba a decir algo pero preferí dejar que ella terminara de desahogarse.
       — No puedo entender cómo pudiste cambiar tanto. Cómo aquel niño cariñoso y tierno del que me enamoré por primera vez, por quien quizás llegué a ser lo que soy, sea ahora el asco de persona que representas.
       (Según ella, había estudiado psiquiatría debido a una promesa que se había hecho a sí misma después de mi enfermedad, con la finalidad de curarme, de traer de vuelta  a su amiguito del alma, a su primer amor.)
       — No tienes que ser tan directa, Isabella. Podrías dosificar tu veneno.
       — ¡Ja! Mira quien lo dice —destiló casi con ira.
       — Sólo soy lo que soy. No podría ser otro. Nadie tiene derecho de pedirme que sea otro. Entiéndelo.
       Ella me mira a los ojos. Yo le sostengo la mirada. De pronto sus pupilas comienzan a humedecerse y decide bajar la cabeza, volver a su plato. Por largo rato cada cual se dedica a terminar sus respectivos servicios, en silencio, sin mirarnos, como si el de enfrente no estuviera ahí, no existiera.
       — Lo siento —susurra hacia el final. No hablaremos más del asunto en lo que resta de nuestro encuentro.
       Al salir del restaurante la acompañé hasta su auto para despedirme y recoger la caja.
       — Espero que encuentres en ella algo que te ayude a recuperar parte de tu pasado.
       Aunque lo dijo sin sorna y más bien con cierta ternura, preferí ignorar sus palabras. Se despidió con el mismo afecto que me había dispensado al inicio de nuestra cita. Yo traté de ser lo más cálido que pude en el abrazo.
       — No dudes en llamarme si llegaras a necesitar algo, acudiré enseguida —dijo, ya dentro de su Lexus y frente al volante.
       — Gracias —alcancé a responder antes de que el vidrio ahumado la borrara de mi vista.
       Regresé a la habitación y no pude evitar el impulso de abrir la caja. De saber qué contenía. Como si dentro, en lugar de parte de mi pasado estuviera todo mi futuro. Me eché sobre la cama y puse la caja entre mis piernas. Estaba demasiado nervioso.  Las manos me sudaban y, de tanto en tanto, un estremecimiento de excitación involuntario me sacudía todo el cuerpo.
       Vacilé un instante con el cortapapeles en el aire... Por fin la abrí.
       Un enmarañado ejército de traslúcidos tentáculos me dio la bienvenida. Las tiras de plástico para embalar me hicieron pensar en miles de cuerpos de medusas inertes y putrefactas. Las aparté y fueron apareciendo objetos que me eran totalmente extraños: una pelota, una gorra y un guante de baseball (¿jugué alguna vez baseball?); media docena de soldaditos de plástico y un camión de bomberos; una caja a medio usar de creyones de cera y un block abarrotado de dibujos pueriles; un álbum fotográfico que coloqué a un lado para revisar más tarde con  detenimiento; un diploma con mi nombre y, finalmente, un libro o catálogo de reproducciones de cuadros de grandes pintores universales.
       Eso era todo.
       La emoción, la excitación que sentí antes de abrir aquella caja de cartón se había evaporado, se había convertido en desencanto, en un terrible aburrimiento por encontrar aquellas cosas tan ajenas a lo que sabía era mi naturaleza. Una decepción aplastante. Como cuando se compra con afán un libro o los boletos para una función de teatro o de cine que no llegan a cubrir nuestras expectativas.
       Con desgano retomé el diploma y lo escruté con minuciosidad esperando encontrar algo en él, y lo hallé: no se trataba de un simple diploma sino de un reconocimiento por haber alcanzado el primer lugar en un concurso de cuentos. La emoción volvió a embargarme. No podía creerlo. En los más de veinte años que llevaba escribiendo nunca había ganado un concurso, nunca una institución acreditada me había otorgado un reconocimiento. Tanta era mi frustración que había dejado de enviar material a los certámenes literarios y me bastaba la aceptación de los lectores y la opinión favorable de unos pocos críticos (muy pocos en realidad). Me reí del asunto. Casi a carcajadas. Tal vez tenía en mis manos el primer y último premio de mi brillante carrera de escritor. ¡Qué ironía! De repente me invadió una rara sensación y la risa se me quebró en espanto: ¿sería realmente mío? Y si así era, ¿dónde estaba el texto con el que había ganado tal concurso? Lo busqué en vano entre las cosas que había sacado de la caja. Luego volví al diploma. Leí. Reconocimiento que se otorga a Julio Rodríguez por haber alcanzado el primer lugar en el I Concurso de cuentos de la Fundación Autónoma de Ferrocarriles del Estado. Por más que lo intenté no logré extraer alguna imagen de mis recuerdos que se relacionara con aquel trozo de papel amarillo que temblaba impenetrable entre mis manos. Decidí entonces revisar el álbum. Sin embargo, allí tampoco hallé nada. Era como estar viendo el álbum fotográfico de un amigo o allegado a quien  reconocemos en unas pocas fotos, mas nos es imposible descifrar el contexto en que fueron tomadas.
       Sólo hubo una fotografía que me produjo una sensación extraña, un vacío, un susto inesperado e irracional que me hizo cerrar el álbum violentamente: en ella aparecía yo abrazado a otro niño, mirando y saludando sonrientes a la cámara, montados sobre los estribos de un viejo vagón de tren.
       A mitad de la noche desperté asustado y empapado en sudor. Traté de recordar lo que había soñado pero sólo me vino a la mente un sueño recurrente que me perseguía desde la adolescencia: un niño en una habitación oscura, maniatado, aterrorizado, llorando sin poder gritar.
       Hacia las nueve me levanté con la firme disposición de terminar mi artículo. Pediría que me trajeran la prensa y el desayuno a la habitación y comenzaría de inmediato a escribir. Descorrí las cortinas y me asomé por la ventana. El cielo parecía sacado de una película de algún realizador hiperrealista. A pesar del sol incandescente, la mañana estaba fresca. Alrededor de la piscina, dos niños correteaban bajo la mirada protectora de sus madres. La escena me entusiasmó y decidí cambiar de opinión: tomaría el desayuno y leería la prensa en una de las mesas que rodeaban la piscina.
       Cuando subí eran cerca de las tres de la tarde. Me duché y esta vez tomé el almuerzo en la habitación. Después de comer estuve haciendo zapping en la tele. No encontré nada que me enganchara y preferí dormir la siesta. Tan pronto como desperté, tres horas más tarde, encendí mi portátil y retomé el artículo. No obstante, pasado un rato, la página continuaba en blanco. No conseguía escribir nada. O al menos nada que me satisficiera. Además, me perturbaba el diploma que permanecía en la caja junto con el resto de objetos de mi no recuperada infancia. Pensé que no podía seguir así. Que mañana sería necesario salir de la duda: antes de regresar a Caracas iría a la estación de ferrocarril y trataría de averiguar la autenticidad de aquel trozo de cartón.
       Al día siguiente me levanté temprano. Antes de las nueve, y con el diploma bajo el brazo, salí con rumbo a la estación de trenes. Cuando la fachada de la estación comenzó a materializarse al final de la larga avenida sucedió algo terrible. La cabina del auto, repentina e inexplicablemente, empezó a ablandarse, a derretirse como si estuviera hecha de plastilina y los rayos del sol hubieran conseguido licuarla. Pisé el pedal de los frenos con violencia y luego busqué aparcar el auto a un lado de la avenida. Sudaba a borbotones. Apenas podía respirar. Aunque tampoco me atrevía a salir,  a dejar el auto. Entonces una enorme mano invisible tironeó bruscamente de mi pecho hacia adentro y la cabina giró como un tíovivo a mí alrededor, al tiempo que sentía que tres ratas gordas corrían despavoridas por mis intestinos. A estas alturas las ganas de orinar y defecar eran casi incontenibles. Cerré los ojos y me quebré en dos sobre mí mismo. Entre múltiples y violentas sacudidas. Creí que me moría. Que en cualquier momento mi corazón dejaría de latir y que sentiría cómo la sangre se iría deteniendo poco a poco en mis venas hasta dejar de irrigar mi cerebro. 
       Con ambos brazos rodeé mis piernas y adopté la forma de un caracol. Así permanecí cerca de una hora. Después, paulatinamente, fui recuperando la compostura. Cuando volví en mí di la vuelta en “u” y regresé al hostal.
       Desde la habitación llamé a Isabella.
       Tal como lo había prometido, no tardó en acudir en mi auxilio. Le conté lo que había vivido momentos atrás, sin mezquinarle detalles, y rematando que sentía pavor de sólo pensar que una situación igual pudiera repetirse en mi vida. Trató de tranquilizarme y pedía una y otra vez que le reiterara lo que había hecho desde la noche que nos habíamos visto. Le hablé desde mi falta de concentración para escribir, hasta del temor irracional que me había causado una foto del álbum que encontré en la caja que me había entregado dos noches atrás.
       Ella fue por el álbum y buscó la foto. Preguntó si reconocía al otro niño que aparecía retratado conmigo. Le respondí que no, que no sabía de quien se trataba.
       — Es Alberto Vargas —dijo—, o Beto, como todos le llamábamos cariñosamente, uno de tus mejores amigos de la primaria.
       También agregó que lo recordaba como un niño taciturno, triste y a quien le costaba hacer amistades. Que tal vez yo había sido su único amigo. Le pregunté que qué había sido de él, porque no lo recordaba de la adolescencia.
       — Porque nunca llegó a ser adolescente —dijo—. Desapareció antes de cumplir los trece y no se supo nada más de él. Entre los vecinos corrió el rumor de que su padre, un alcohólico que lo maltrataba frecuentemente, durante unas de sus tantas borracheras lo había matado y había ocultado su cadáver. El hombre estuvo algunos días detenido, pero al concluir las investigaciones y no podérsele comprobar culpabilidad en el hecho, fue liberado. A los pocos días lo encontraron colgando de una soga en su casa. La gente dijo que bastaba con aquello para ratificar lo que se había rumoreado. Que no había soportado vivir con el remordimiento de haber matado a su propio hijo y terminó quitándose la vida. Tiempo después fue lo de tu enfermedad. Algunos dijeron que fue a causa de la desaparición de  Beto. Que él había venido por ti y te había llevado para siempre, porque después de ese trastorno no volviste a ser el mismo.
       Nada de aquello lo sabía. Supuse que mis padres habían tratado de protegerme por miedo a una recaída, incluso decidieron cambiar de residencia y no fue sino hasta la muerte de papá, años más tarde, que regresamos a aquella urbanización. Ya para entonces yo tenía quince o dieciséis años y unas ganas enormes de largarme de casa. Cristina era apenas una niña de siete. Pasarían tres años antes que, con un puñado de billetes robados del cofrecito de ahorros de mamá, y con la romántica ilusión de convertirme en escritor, terminara por marcharme de la ciudad.  
       Isabella me acercó el álbum con la fotografía de Beto y yo sentí que los malestares que me habían atormentado momentos antes regresaban. Aunque no con la misma intensidad. Observó por un minuto cómo mi cuerpo temblaba y se llenaba de sudor. Cerró el álbum y dijo que me prescribiría algunos calmantes y que mañana ambos iríamos a la estación del ferrocarril.
       En la noche volví a soñar con el niño maniatado y aterrorizado en una habitación oscura. Desperté y me hallé en uno de los pasillos del hostal, aturdido y bastante desorientado. Aunque aquello no fue tan desagradable como el percatarme de que estaba en cueros, absolutamente desnudo. Aterrado, corrí buscando mi habitación, tratando de guiarme por los números en las chapas de las puertas. No tardé en ser interceptado por un par de agentes de seguridad que  pidió que me identificara. Aplastado por la vergüenza, les expliqué que estaba hospedado allí y que todo aquello se trataba de una penosa confusión. Un desafortunado malentendido. Uno de ellos llamó a través de su radio al front desk y confirmó lo que decía. Me escoltaron hasta la habitación y al abrir la puerta me pidieron que aquello no se repitiera o de lo contrario tendrían que solicitarme que abandonara el hostal. Hundido en el bochorno, entré a la habitación sin decir una palabra. Ni siquiera les di las gracias.
       El resto de la noche me fue imposible pegar un ojo.
       Más tarde dejaba el hostal. Tenía la certeza de que nunca más volvería a poner un pie allí, ni en esta ciudad, que tanto malestar y disgusto me habían ocasionado. Dejé una nota para Isabella en la recepción agradeciéndole su interés y gran ayuda. Pero pocas horas después la estaba llamando a su celular, desesperado, al borde de la locura:
       — Lo primero que tienes que hacer es tratar de tranquilizarte, Julio —dijo— ¿Has seguido mis indicaciones? ¿Has usado los calmantes?
       — Ya eso no funciona, Isabella. Sólo quiero que vengas por mí.
       — ¿Dónde estás?
       — En un motel en las afueras de la ciudad.
       — Dame el nombre y la dirección. Intentaré llegar hasta allá tan pronto como sea posible.
       Hice lo que me pedía y luego me tomé otro par de calmantes. Traté de pensar en cosas menos desagradables, pese a que era imposible dejar de tener miedo, evitar imaginar que en cualquier momento perdería el control y me convertiría en una manada salvaje y desbocada y entonces ya nadie podría hacer nada por mí.
       En media hora, que para mí fue una eternidad, Isabella se reunió conmigo. Cuando la vi me abalancé sobre ella. Era mi salvación, mi única esperanza. Casi entre sollozos le expliqué que me disponía a dejar para siempre esta ciudad; que no pensaba regresar jamás, pero de improviso la sensación de otro inminente ataque de ansiedad me había hecho desviarme de la autopista y refugiarme en este motel. Que algo desde muy adentro me decía que no volvería a salir de allí, que correría un grave peligro si dejaba la habitación.
       Ella notó, por las cajas vacías desperdigadas por el piso, que había tomado más pastillas de lo debido. Dijo que todo por lo que estaba pasando, que todo lo que estaba sintiendo estaba sucediendo sólo en mi cabeza. Que con un tratamiento de fármacos y una buena terapia podría superar mis miedos. Ella me ayudaría. Ella no me dejaría solo. Comencé a tranquilizarme. No sé porque me sentía tan seguro entre sus brazos. Isabella revolvía mi cabello, era inmensamente dulce con sus palabras y sus caricias. Hubo un momento en que tomó mi cabeza con ambas manos y me obligó a que la mirara a los ojos. De pronto me besó. De pronto sentí su lengua húmeda y ligeramente áspera deslizarse dentro de mi boca. Tocar mi paladar y encías. Reaccioné separándola con violencia de mi lado.
       Lo que vino enseguida me paralizó: delante de mí está un niño, el mismo de la foto. Llueve y quizás por eso no sé si él llora mientras dice que me quiere, que le gustaría vivir conmigo el resto de su vida, junto a mi familia que es tan hermosa y noble. Yo siento rabia. Rabia y asco por el beso que acaba de darme (como el beso de Isabella) y lo empujo sin decir nada. Entretanto él  habla y no se defiende, sólo dice que quiere tanto a mi familia, que me quiere tanto a mí, que haría cualquier cosa por estar con nosotros. Me ruega que lo entienda, que deseaba decírmelo desde hacía tiempo pero no se atrevía. Sigo empujándolo con mayor fuerza y rabia porque pienso ahora en Isabella, la pequeña Isabella, en el anillo que me ha regalado unos días atrás... Un grito hace que me detenga en el acto. Limpio un poco la humedad de mi cara para mirar mejor y veo a menos de un metro una fosa profunda con agua en el fondo. Beto ha caído en ella, desapareciendo sin dejar rastro.
       Corro hacia el lugar donde hemos dejado nuestros morrales. Abro el suyo y busco en sus cuadernos el cuento sobre trenes que me había leído minutos atrás y con el que pensaba concursar en el certamen al que, como parte de los actos de reinauguración de la estación donde estamos (y donde solíamos venir a jugar por las tardes, a la salida de la escuela), convocaba la Fundación Autónoma de Ferrocarriles del Estado. Arranco las hojas y las guardo en mi mochila. Devuelvo el cuaderno a la suya y corro con ella de nuevo al pie de la fosa. La lanzo y después de un ruido asqueroso la veo desaparecer bajo el agua, arrastrada por la corriente, como a Beto.
       La lluvia sigue cayendo. Levanto la mirada hacia el cielo y veo las enormes gotas. Cierro los ojos y las siento reventar contra mi cara. Extiendo los brazos en cruz y espero a que, como a la tierra que hay bajo mis pies, la lluvia me convierta en lodo.
       Abro los ojos y enfrente encuentro un espejo. Adentro está mi rostro. Un rostro desencajado, empapado, ya no por la lluvia sino por el llanto; ya no un rostro de niño sino el  del hombre adulto que soy o que he creído ser. No sé. Más atrás veo la silueta de Isabella, pálida como papel, desolada por el horror, y comprendo que no sólo yo he dado finalmente con mi pasado perdido, que ella también ha sido testigo de la brutalidad que escondía una vieja caja de cartón, una foto, un diploma amarillo y en apariencia inofensivo. Sin saber por qué, descorro la gaveta de la cómoda que tengo frente a mí. No me sorprende lo que hallo adentro. Tomo el arma. Me vuelvo hacia Isabella y le hago un disparo certero en la frente sin mediar palabra. Ella se desploma en silencio, sin gritar, sin producir el menor gemido. Tal vez sin saber siquiera que ha caído y que no volverá a levantarse jamás.
       Sin embargo, ahora mi mayor angustia es no saber si el próximo disparo lo haré yo o Beto.


  © Víctor Vegas 2007
      

Este cuento obtuvo uno de los nueve accésit del IV Premio Nacional de Cuentos SACVEN, convocado por la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela, Caracas, 2003.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

Carné:

Victor VegasVíctor Vegas. Barquisimeto, 1967. Narrador y dramaturgo venezolano. Ingeniero en Informática por la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA). Ha obtenido numerosos reconocimientos nacionales e internacionales entre los que destacan: primer premio en el V Concurso de Relatos No Sexistas del Ayuntamiento de Santurtzi (España, 2004); primer premio en el VII Certamen de Textos Teatrales de Torreperogil (España, 2004); segundo premio en el II Concurso Internacional de Cuento Revista Hybrido (EEUU, 2004); V Concurso Nacional de Literatura "José Joaquín Burgos” del Instituto de Cultura del Estado Portuguesa, ICEP (2005); primer premio del IX Concurso de Dramaturgia Infantil de la Universidad Central de Venezuela (2006). Ha publicado el plaquette de microrrelatos “Infortunio de los objetos” (UCLA, 1991); las obras de teatro “Pieza para dos actores” (Ayuntamiento de Torreperogil, 2005) y “Cuando seamos grandes” (Fondo Editorial Pío Tamayo, 2006); el relato largo “Mensajes en la pared” (ICEP, 2006) y la colección de relatos “Mensajes en la pared” (Monte Ávila Editores, 2006).
      
       El autor ha publicado en The Barcelona Review los relatos: “Montaña rusa” (TBR 49) y “Signos de puntuación” (TBR 40)

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