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índex català     julio - agosto  n° 49

Palabras del oficio

TEneR EsTiLO

Por Rodrigo Fresán
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El reconocido novelista argentino, ganador del I Premio Lateral de Narrativa, nos habla en este ensayo sobre la digresión como elemento fundamental de su estilo y reflexiona sobre las correspondencias entre los actos de leer y escribir.
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Una vez, en un reportaje, me obligaron a definir lo que hago. Difícil pensar en lo que uno hace cuando no lo está haciendo más allá de que la práctica de la literatura sea un trabajo de 24 horas al día sin vacaciones ni feriados ni fines de semana. Entonces, sólo se me ocurrieron dos cosas que ya he repetido varias veces y que, tal vez, marquen de algún modo todo lo que hago: el irrealismo lógico y la teoría del glaciar.

El irrealismo lógico es la contraparte complementaria del realismo mágico. Mientras el realismo mágico propone una realidad pública puntuada por reflejos fantásticos, mi irrealismo lógico apuesta por una irrealidad privada en la que, de tanto en tanto, es bombardeada por las esquirlas de lo verdadero.

La teoría del glaciar es mi respuesta a la hemingwayana y un tanto peligrosa teoría del iceberg; y es muy sencilla: de acuerdo, que haya mucho escondido bajo la línea de flotación; pero que también haya mucho arriba, sobre la superficie de las aguas.

Y piénsenlo: un lector deviene en escritor que conecta con otro lector y así el ojo y el cerebro y la mano y otra vez el ojo y el cerebro y la maravilla de conseguir que todo un mundo físico y sensorial sea construido y destruido con la fuerza eléctrica de las neuronas hechas memoria. Y, en ocasiones, ese lector —contagiado para siempre— decide escribir.

Esa misma fuerza es la que, a su vez, ayuda a la evolución de quien lee y escribe. Y una pequeña digresión sobre esto: tal vez —como en esos gráficos en los que se muestra cómo el simio va enderezándose hasta alcanzar la vertical del hombre— el ser que lee y escribe también pase y pasea por varios estadios. Al leer y al escribir —con el correr de los años y de los libros— primero nos absorbe la figura del héroe; después nos intriga la trama; más tarde nos interesamos por el escritor; y, finalmente, si somos verdaderamente audaces, arribamos a la gloria de la preocupación por el estilo, que no es otra cosa que la digresión de la acción.

Y en más de una oportunidad, ciertas ausencias claves marcan el estilo tanto o más que ciertas presencias recurrentes y asimiladas. Voy a ir más lejos: tal vez el estilo finalmente sea eso. Tal vez, ahora que lo pienso, el estilo de un escritor no sea otra cosa que el fantasma de sus carencias más que la realidad de sus virtudes. A ver si me explico: uno acaba resignándose a lo que sabe hacer, va arrojando por la borda aquello que nunca hará bien, y así los demás perciben como logros lo que en realidad es el sedimento aprovechable y, con suerte, cada vez más ennoblecido y depurado y perfecto de los fracasos. Lo que a un escritor hizo cuando en realidad quería hacer otra cosa y que, con el paso del tiempo, se va solidificando en lo único que éste puede hacer bien, en aquello que hace como nadie. Así, el estilo sería como la antimateria y quizá, quién sabe, en otra dimensión, al otro lado de un agujero negro, hay un Rodrigo Fresán que se dedica a escribir novelas que transcurren en la guerra civil española.

Y tal vez mi estilo sea, sí, el de la digresión. Eso que está más cerca —salvando las enormes, inconmensurables distancias, claro— del Quijote o Moby-Dick o de 2666 que de historias lineales que van de A a B prohibiéndose pasar antes por ‘X’. A mí la ‘X’ es una letra que me gusta mucho. Y cómo es que uno —que se inició entre las seguras e incontestables márgenes del Había una vez… y del y vivieron felices y comieron perdices— acaba eligiendo hacer esto y no aquello. Sólo puedo contestar a título personal, intentar una suerte de breve historia de cómo y por qué yo me convertí en digresivo a la hora de escribir y advertir —como Kurt Vonnegut en el inicio de Matadero 5, otra novela digresiva— que "Todo esto sucedió, más o menos". Y la clave, claro, está en el "más o menos"; porque, como dijo Javier Marías, "Relatar lo ocurrido es inconcebible y vano, o bien, es sólo posible como invención".

Aquí voy, aquí van algunas digresiones sobre cómo uno se convierte en digresivo.

1. Me dice mi madre que, a la hora de mi parto, hubo complicaciones y que algo salió mal y que fui declarado muerto. Después —los médicos no entendieron cómo—volví y aquí estoy. Pienso que no se puede ser más digresivo. Es decir: nacer muriéndose.

2. Pocos meses después de mi accidentado nacimiento comienzo a toser y no paro de toser. Mis padres me llevan al pediatra temiendo una tuberculosis. Buenas noticias: es un simple y precoz catarro. Pero las radiografías revelan algo inquietante: tengo una costilla extra. Soy mutante. Es decir, soy digresivo.

3. Experimento dos epifanías extraliterarias pero que acabarán influenciando para siempre la personalidad de mi prosa. Escucho por primera vez "A Day in the Life" de los Beatles, esa portentosa canción digresiva que arranca con la lectura de la primera plana de un periódico y concluye con el sonido del fin del mundo mientras se nos anuncia que Having read the book, I’d love to turn you on. Y voy al cine a ver 2001: Odisea del Espacio de Stanley Kubrick. Salgo del cine temblando, pasmado ante la idea de que se pueda contar algo así. ¿Y es que hay algo más digresivo que una película de ciencia-ficción que empieza en la prehistoria?

4. A todo esto, mis padres se separan y se vuelven a juntar y se vuelven a separar entre ellos —dejemos de lado a sus respectivas parejas ocasionales— hasta ocho veces entre mis tres y mis once años. Está claro que el amor —esa coproducción entre el corazón y el cerebro— es un sentimiento digresivo. Es por esos días que me hago adicto a la serie de televisión The Twilight Zone o Dimensión Desconocida. Esta serie me gusta porque responde al género fantástico/moral —mi favorito desde entonces— y porque el creador de la serie y autor de buena parte de los guiones, Rod Serling, aparece a modo de maestro de ceremonias al principio y al final de cada episodio unitario como una suerte de digresivo Deus Ex Machina. Una persona con voz en primera persona que comenta lo que ocurre en tercera persona a las terceras personas. Me digo que, cuando sea grande, no quiero ser sólo escritor. También quiero ser Rod Serling.

5. En algún momento de mi adolescencia me expulsan de un colegio católico. Decido no decirle nada a mis padres, fingir que todas las mañanas voy a clase cuando, en realidad, voy a una biblioteca a leer a los clásicos. Todos los días me prometo que ese será el día en que le confesaré la verdad a mis padres. Pero hay tantos libros que leer… Así, casi sin darme cuenta, pasa un año y medio.

6. Para entonces —conté todo esto también en mi primer libro— yo ya tengo claro que soy un escritor… digamos que un poco excesivo. A la altura de mi quinto título, pierdo el don de que se me ocurran tramas para que, de golpe, se me ocurran sólo digresiones. En un principio, las tramas llegaban a puerto perfectas y flotantes, con la gloria de sus velas desplegadas. Ahora, en cambio, los barcos naufragan en alta mar y yo tengo que ir hasta allí e intentar decodificar el argumento a partir de los restos y frases e ideas sueltas que suben flotando hasta las olas. El desafío estará, entonces, en encontrar historias donde estas digresiones encajen. Fundo un territorio donde transcurra lo que escribo y me vuelvo todavía más digresivo. En mi segundo libro (y, en reediciones revisadas, también en el primero) aparece —y ha reaparecido en lo que fui publicando desde entonces— un lugar que está en todas partes y que se llama Canciones Tristes y que, más allá de la inevitable resonancia de un nombre que recuerda al de Buenos Aires, yo muevo y hago aparecer en varias coordenadas. Así, Canciones Tristes puede ser una playa de la Patagonia, un campo e concentración en Alemania, un barrio en las afueras de Los Ángeles o una zona de pruebas de armamento atómico en el desierto de Nebraska. Y, por favor, no confundir a Canciones Tristes con una mutación posmoderna de Macondo. Tampoco con un homenaje o una crítica a ciertos tics del realismo mágico: Canciones Tristes ces’t moi. Yo pienso y veo y escribo así: moviéndome.

7. ¿Y cuál ha sido el mayor impacto digresivo que he recibido en mi vida de lector? Sin duda —y para ir cerrando— la lectura de En busca del tiempo perdido, novela que para Harold Bloom equivale a el esplendor final de la novela clásica y que para mí no es otra cosa que el principio de la novela moderna. Allí —al recordarlo vuelvo a experimentar el mismo eufórico asombro— luego de siete volúmenes y de miles de páginas y digresiones, faltando apenas unas líneas para el final, Proust lo interrumpe todo, deja un espacio en blanco, y nos dice a quemarropa: Lo que yo quería escribir era otra cosa, otra cosa más larga y para más de una persona. Más larga de escribir. Entonces lo entendemos: lo que hemos leído no son otra cosa que las digresiones para un futuro libro que, entonces, se promete escribir Marcel a lo largo de largas noches. Ya no se acostará temprano porque necesita escribir ese libro que, también, es el que hemos leído. Ahí y entonces, la digresión se convierte en género y en estilo literario y —del mismo modo en que se ha comido estas torpes reflexiones se traga también a esas magistrales páginas.

Y ya que estamos: no me parece casual que el mecanismo de un libro sea similar al de una puerta. El de un ordenador —con todo lo bueno que tienen para ofrecer los ordenadores, me apresuro a aclarar— es, en cambio, el de una ventana cerrada que nos ofrece nada más y nada menos aquello que es capaz de atrapar dentro de los límites de su marco. Los ordenadores nos obligan, siempre, a quedarnos del otro lado. Un libro, en cambio, se abre para que nosotros entremos en él y vivamos ahí adentro, para siempre aunque lo hayamos terminado de leer hace años. Porque si bien nosotros podemos haber terminado un libro, un libro nunca acaba del todo de leernos a nosotros. Y así vuelve una y otra vez, diferente y siempre útil, a lo largo de nuestras vidas. Y buenas noticias: los libros nunca se acaban, siempre hay otro libro que leer. Y, cuando llega la hora de irse al otro lado, el mapa de nuestras lecturas acaba constituyendo una suerte de biografía alternativa pero más que fiel de nosotros mismos. Un ADN de papel y tinta con el que —si hay suerte— estará construida la trama de nuestro particular Paraíso. Leer —y su acto casi reflejo: escribir— es una de las pocas formas de la soledad socialmente aceptadas por un mundo que tiene a sospechar de las actividades singulares. Poder decir "no me molestes, estoy leyendo" es un escudo y poder decir "lo leí en un libro" es una lanza. Un libro es la más sofisticada y pacifista y poderosa de las armas: un arma de construcción masiva. Por eso no es casual que si algo que ha unido o une a todos los dictadores a lo largo de los años ha sido y es su temor hacia los libros. Por eso los queman. Pero los libros siempre resurgen de sus cenizas. Los libros están hechos de palabras a las que ningún viento se atreve a llevarse.

El escritor norteamericano Kurt Vonnegut —a quien ya he mencionado— reflexiona en una novela acerca del más alto grado de civilización al que ha accedido una cultura extraterrestre. Y esa forma sublime de la evolución se hace manifiesta en la lectura: "Los libros de ellos eran cosas pequeñas. Los libros trafalmadorianos eran ordenados en breves conjuntos de símbolos separados por estrellas. Cada conjunto de símbolos es un tan breve como urgente mensaje que describe una determinada situación o escena. Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos todos al mismo tiempo y no uno después de otro. No existe ninguna relación en particular entre los mensajes excepto que el autor los ha escogido cuidadosamente; así que, al ser vistos simultáneamente, producen una imagen de la vida que es hermosa y sorprendente y profunda. No hay principio, ni centro, ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos. Lo que amamos de nuestros libros es la profundidad de tantos momentos maravillosos contemplados al mismo tiempo".

Eso.

Tal vez lleguemos ahí algún día, cuando seamos mucho mejores de lo que ahora somos.

Y la pregunta que los escritores no nos hacemos nunca pero que nos hacen siempre es, una y otra vez, la misma: ¿Por qué escribe?

Y si todo sale bien, la respuesta correcta —ya lo dije— debería estar, también, en los libros. Así la práctica le muerde la cola a la teoría y centrifuga el misterio. Pero claro, es una respuesta demasiado larga para una pregunta tan breve. Así que yo, cada vez que me enfrentan a ese espejo interrogante, a modo de despedida, siempre respondo lo mismo. Una respuesta que no es mía y que le robé a Thomas Edward Lawrence, mejor conocido como Lawrence de Arabia. Una vez, un periodista demasiado tonto o demasiado sabio le preguntó a Lawrence por qué le gustaba tanto el desierto. Lawrence sonrió y le respondió con tres palabras igualmente tontas o sabias. "Porque es limpio", dijo Lawrence; y se alejó montando su camello hacia el horizonte de la página siguiente.

 

© Rodrigo Fresán 2005
© de la fotografía Isabel Carroll


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fresan.Carné: Rodrigo Fresán nació en Buenos Aires, Argentina, en 1963. Hace más de veinte años que trabaja como periodista y sus artículos aparecen y han aparecido en numerosas publicaciones de España y Latinoamérica. Sus libros de ficción —traducidos a varios idiomas— son Historia argentina, Vidas de santos, Trabajos manuales, Esperanto, La velocidad de las cosas, Mantra y Jardines de Kensington. Fresán vive en Barcelona desde 1999 y en la actualidad trabaja en su cuarta novela, prologa la obra de John Cheever y traduce y anota las "Lyrics" de Bob Dylan.

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