ÍndiceNavegación

índex català   mayo - junio  2003  n° 36

-original en inglés

Alexei Sayle Matrícula de Barcelona
Alexei Sayle
Traducción de Rita da Costa

La novia de Barnaby creía que lo más desternillante del mundo era que a uno lo mataran en plenas vacaciones. No se refería a los típicos y tristes casos de turistas a los que apuñalan por una cámara, que mueren estrangulados por un soldado raso británico o asfixiados a causa de una fuga de gas. No, era más bien lo ridículo, lo tontorrón, lo absurdo de algunas muertes lo que le parecía hilarante. El caso del turista alemán pisoteado hasta la muerte por un elefante en plena fiesta de inauguración de un nuevo supermercado en Phunket, Tailandia, era uno de sus grandes preferidos. El animal, que formaba parte de la fastuosa ceremonia de inauguración del supermercado, había echado a correr despavorido ante los aspavientos de un payaso cuando se topó con el alemán, que acababa de entrar en el supermercado para comprar un antidiarreico. La novia de Barnaby se estuvo carcajeando durante semanas a cuenta de la noticia. Una vez le dio por contar a los padres de Barnaby su caso preferido de «muerte en vacaciones» mientras almorzaban un domingo en un mediocre y siniestro restaurante italiano en South Wimbledon. Allí estaba, partiéndose de risa, incapaz de evitar que la comida se le cayera de la boca mientras relataba la historia de una pareja de franceses que zarparon en su colchoneta desde la playa del Club Med de Corfú y, flotando a la deriva, se adentraron en aguas territoriales de Albania, que por entonces todavía era comunista, donde un barco de guardacostas los recibió a balazos y los mató a ambos. A la novia de Barnaby le entró tal ataque de risa que apenas lograba articular palabra.

      Pero lo cierto es que tenía razón. Hay algo triste, conmovedor, vulnerable y patético en el hecho de irse de vacaciones, es algo así como el triunfo de la esperanza sobre el sentido común. Uno cree que por el mero hecho de estar en Egipto se lo va a pasar en grande, pero basta con echar un vistazo a nuestro alrededor y ver a todos los demás idiotas subiendo y bajando de los autobuses en obedientes manadas con el fin de contemplar un montón de viejas piedras para comprobar que no es así. Nadie se lo está pasando en grande, y menos los egipcios, y eso que llevan toda la vida en Egipto. Si consigues que te maten de algún modo extraño e ignominioso, y convertirte así en la comidilla que alguien tiene la ocurrencia de contar en un mediocre y siniestro restaurante italiano de extrarradio, la verdad es que te lo tienes bien merecido.

      Barnaby supo que había cometido un terrible error yéndose de vacaciones tan pronto como leyó el libro de visitas de la casa. Había decidido tomarse un respiro tras romper con su novia. Habían roto después de que ella grabara accidentalmente ciento veinte minutos de su vida común. Llevaban cinco años viviendo juntos y ambos daban por sentado, sin haber llegado a hablarlo, que acabarían casándose antes o después. Ella era profesora de inglés en una de esas escuelas de formación profesional que proliferan en los barrios más degradados de Londres y que sólo parecen existir para que los chavales negros puedan fumar porros en el vestíbulo y recoger a sus novias después de clase, o incluso a media clase, en un viejo Ford Escort con cristales tintados para no poder ver adónde se dirigen aunque no vayan completamente ciegos. La novia de Barnaby quería grabar una obra de teatro que ponían por la radio, un monólogo de dos horas sobre las tribulaciones de una joven, víctima de abusos sexuales y de una anemia falciforme, para debatirla más tarde en clase. Así que rescató del olvido el viejo radiocasete portátil Sony, lo enchufó, sintonizó Radio 4, buscó una cinta de ciento veinte minutos, la puso a grabar al empezar la obra y le dio la vuelta con meticulosa precisión sesenta minutos más tarde. Pero en lugar de presionar el botón que habría grabado la obra de teatro, apretó el botón del micrófono y grabó ciento veinte minutos de su vida doméstica con Barnaby, que desde el punto de vista auditivo consistía en "¿Te apetece una taza de té?", "No, gracias" y el sonido amortiguado de un pedo mientras ella estaba fuera de la habitación. Punto. No había nada más. Creían que eran felices, pero la cinta decía algo completamente distinto. La cinta revelaba que estaban equivocados. Nadie capaz de soportar ciento veinte minutos de semejante estado letárgico podía ser feliz. La suya era una vida soporífera. Dos semanas más tarde, la novia de Barnaby tuvo una aventura con un bombero especializado en peligrosos vertidos químicos. La pareja pensó que lograría superarlo tras escribir al consultorio de Zelda West Meads, experta consejera sentimental del Mail On Sunday. Pero sus recomendaciones no surtieron el efecto deseado. La novia de Barnaby seguía sintiéndose profundamente insatisfecha.

      —¡Quiero darle sentido a mi vida! —gritó en medio de un Pizza Hut—. ¡Quiero cambiar el mundo!
      Pero ambos sabían que tendría que hacerlo sin Barnaby, porque estaba claro que él jamás contribuiría a cambiar el mundo.
      Y ahora Barnaby, que había pensado que le sentarían bien unas vacaciones, estaba en aquella maldita casa rural. La había encontrado en Internet. «Encantadora casita de pueblo en la localidad de Chite, enclavada en el valle de Lecrín, a tan sólo veinticinco minutos de la histórica ciudad de Granada.» Había llegado a Málaga en un vuelo chárter y había alquilado un coche a una empresa española que ofrecía precios muy asequibles. El coche que alquiló pertenecía a la categoría B, donde entraban los Volkswagen Golf, los Renault Clio y otros modelos similares. El suyo era un Fiat Uno Turbo de color blanco. Lo curioso de este coche era que, aunque estaba en el aeropuerto de Málaga, tenía matrícula de Barcelona. Barnaby se fijaba en esa clase de detalles, sabía que la matrícula de un coche de Madrid empezaba por «M», mientras que las matrículas de Sevilla empezaban por «SE», las de Valencia por «V», etcétera, y la primera letra de la matrícula de Barnaby era una «B» de Barcelona. La mayoría de los coches que circulaban por los alrededores de la casa tenían matrículas de Granada, que empezaban por «GR», aunque en opinión de Barnaby habría sido más adecuado que lo hicieran por «FR», de fraude.

      El anuncio decía que la casa tenía tres habitaciones, lo cual era cierto, pero lo que no decía es que estaban amontonadas unas encima de otras, tres cajas de zapatos apiladas a las que se accedía por una empinada escalera. Había también lo que los caseros llamaban «piscina», un pestilente barreño alicatado e infestado de mosquitos que se encontraba en el diminuto patio trasero. Aun en el supuesto improbable de que Barnaby hubiese querido sumergirse hasta la cintura en aquel cieno verdoso, no habría podido hacerlo, pues si bien la casa era un horno, el patio estaba en sombra, por lo que la temperatura allí bajaba en picado y el agua siempre estaba helada.

      Pero la gota que colmó el vaso fue el libro de visitas. En la casa había una libreta en la que los huéspedes podían anotar sus comentarios sobre la estancia, cosa que hacían sin consentir que el menor atisbo de gracia, talento o inteligencia se interpusiera en su camino. La mayoría se lo había pasado en grande o fingía haberlo hecho. Varios de ellos incluso habían escrito lo que consideraban poemas.


Recuerdos de España

Ya estoy en Inglaterra, ¡ay de mí!,
de la que un día gozoso partí.
Honda es mi pena y mi desazón,
pues en España dejé el corazón.
Niños jugando en las calles luminosas,
uvas que cuelgan, redondas y jugosas,
limoneros que perfuman la mañana...
¡qué no daría por estar en España!
Retengo el eco de una risa franca
iluminando una dentadura blanca,
rostros amables, ojos astutos,
y la piel canela de niños enjutos.
Pero un día echaré de nuevo a volar,
del frío y la lluvia habré de escapar.
Volveré a la tierra que el dulce sol baña,
donde dejé el corazón, ¡mi amada España!

      Sólo los estadounidenses eran lo bastante sinceros para expresar su decepción sin cortapisas: «La ciudad de Nigüelas es sucia y polvorienta, y sólo tiene un cine. Los bares no están mal si a uno no le importa sentirse intimidado por los pirados de los lugareños», escribió uno de ellos. Otro que obviamente no lo había pasado tan mal en su vida escribió:

Es la primera vez que visitamos Europa, y la verdad es que hemos disfrutado mucho de nuestra estancia aquí, aunque al principio tuvimos problemas para adaptarnos a la diferencia horaria, lo que nos impidió aprovechar todas las actividades disponibles. Por ejemplo, en nuestro primer día queríamos ir a ver la Alhambra, así que salimos hacia Granada a las diez y media de la mañana. Cuando nos metimos en el coche me di cuenta de que mi reloj marcaba las cuatro de la tarde (lo tenía puesto al revés). Semana Santa no es la mejor época del año para intentar ver la Alhambra. Pasamos unos pocos días dando vueltas por Granada, y eso estuvo muy bien, pero no acabamos de adaptarnos a la comida. En nuestra primera noche fuimos a cenar al bar Garvi, que recomendamos evitar a toda costa. La comida era tan repugnante que, aunque estábamos muertos de hambre, no pudimos terminarla. Para no parecer groseros, pedimos al camarero que nos envolviera el resto de la cena para llevárnosla. El hombre vació literalmente toda la comida en una bolsa de plástico (al ver lo que hacía, apenas pudimos contener la risa). Comer en casa y en el McDonalds de Granada fueron los grandes hitos gastronómicos de la semana.
      Las procesiones de Semana Santa son todas bastante parecidas, así que vista una, vistas todas. Unos tipos que parecen recién salidos de una reunión del Ku Klux Klan encabezan la procesión, seguidos por una escultura de Jesús, una banda musical y una escultura de la Virgen. La banda toca algo que suena a la banda sonora de El padrino, y ahí se acaba la cosa. Creo que lo mejor de este viaje es que he podido pasar algún tiempo con mi esposa y mi hija sin las continuas interrupciones del teléfono y la televisión. Así que no os preocupéis si no conseguís ver y hacer todo lo que habíais planeado, y limitaros a disfrutar del tiempo que paséis juntos.


      Angelitos. No habrán vuelto a poner un pie fuera de Estados Unidos en mucho tiempo.

      Una de las cosas que más escandalizó y deprimió a Barnaby fue constatar lo mucho que echaba de menos la tele. Hasta entonces, el tiempo era para él como una sólida caja de paredes macizas en la que no cabían todos los quehaceres de su ajetreada vida: llegar a casa a tiempo para ver las noticias del canal 4, volver a salir para ir al pub, o al cine, o al Hampstead Theatre Club, no sin antes poner a grabar el capítulo de Frasier, El enano rojo o el partido de fútbol que habría de ver antes de meterse en la cama, aturdido por el alcohol o por la obra que había visto. Al día siguiente allí estaban el Sky News o El gran desayuno, esperándolo para darle los buenos días con su alegre cháchara. Ahora, en cambio, el tiempo era como una gran bolsa de viaje azul de esas que se venden en los aeropuertos, cuyas cremalleras y botones se multiplicaban como por arte de magia, abriendo un sinfín de espacios adicionales y compartimentos secretos. Sencillamente no había manera de llenar la puñetera bolsa. Ahora Barnaby sabía lo que era la desesperación. Además, se dio cuenta de que había sido un error llevar consigo la réplica danesa a Breve historia del tiempo como única lectura. También echaba de menos compartir mesa con otras personas. Y no es que le molestara especialmente comer solo; de hecho, le gustaba bastante. Cada vez que su empresa lo mandaba a Manchester o a Leeds, le encantaba cenar en cualquier restaurante de hotel con un libro ante sí, haciéndose pasar por un misterioso hombre de mundo. Lo que le molestaba era ser la única persona en todo el restaurante, invariablemente. Los españoles cenaban tan tarde ?a veces a las dos o las tres de la mañana (¡hasta había visto un anuncio de un espectáculo infantil de títeres que empezaba a la una y media de la madrugada!)?, que Barnaby siempre acababa cenando sin más compañía que la de unos pocos camareros bostezantes. En veinte minutos daba cuenta de un menú de tres platos con vino.

      ¿Y qué hacía para pasar el rato? Conducir. En eso se le iban las horas. El segundo día de vacaciones se metió en el Fiat y recorrió los doscientos kilómetros que separaban Granada de Jerez sin detenerse más que para repostar y comer un plato de morcilla negra. Barnaby no tardó en comprender, por las miradas que le echaban los demás conductores en las angostas carreteras de Chite, que los españoles de la sureña provincia de Almería (matrícula «AL») no sentían un gran afecto por los catalanes que, desde sus cochambrosos Fiat Uno, se veían a sí mismos como eficientes europeos del norte y no como indolentes latinos del sur.

      Tan pronto como se percató de esta tensión tribal, Barnaby se propuso conducir lo peor que podía (y hubo de esforzarse para destacar entre los demás), a sabiendas de que cada conductor enfurecido, peatón aterrorizado o niño despavorido que dejaba atrás estaría pensando «puto catalán» mientras él los adelantaba a toda mecha, dejando a su paso una nube de humo de su tubo de escape.

      El tercer día llegó a Valladolid, una ciudad industrial del norte, comió un plato de callos y regresó a Granada, todo en catorce horas. El cuarto día llegó a Madrid, la capital, en menos de cinco horas. Nada más abandonar la ciudad rumbo al norte, se detuvo a repostar. En el área de servicio de la autopista había una pequeña tienda donde Barnaby decidió comprar todo lo necesario para hacer un picnic: paté industrial, pan fresco y grandes tomates. Luego se le ocurrió que le vendría bien un cuchillo para poder sentarse a comer en la hierba, como un auténtico campesino. Por suerte para él, todas las áreas de servicio de España disponen de un completo surtido de navajas y cuchillos de aspecto amenazador, expuestos en sus vitrinas en una gran variedad de estilos y colores. De hecho, Barnaby habría jurado que había visto una máquina expendedora de navajas en un bar abierto las veinticuatro horas cerca de Guadix. Se decantó por una tradicional navaja albaceteña con un mango curvo de reminiscencias árabes cuya finalidad no era otra que la de disimular la verdadera longitud de la hoja cromada, que se deslizaba hacia dentro y hacia fuera con un agradable clic. De nuevo en la carretera, cogió la E90 al nordeste de Madrid y a las siete ya se había plantado en Zaragoza. En los tres primeros días de su estancia, llegado a este punto habría vuelto atrás, pero la idea de pasar otra noche sentado en un restaurante desierto, engullendo la comida como si le fuera la vida en ello, lo animó a seguir adelante. Tomó un desvío al este para coger la A2, alcanzó la costa un poco más allá de Tarragona y siguió hacia el norte. Ahora estaba rodeado de sus paisanos los catalanes, y todos los coches que pasaban llevaban matrícula de Barcelona. Se detuvo a comer en un restaurante llamado Via Veneto, en algún punto del centro de la ciudad.

      Decidió pedir el plato más sofisticado de la carta, pues estaba harto de la elemental comida del sur. Se decantó por los «Pequeños calabacines en flor con salsa de hígado de oca». Comió muy a gusto, sonriendo a sus paisanos los catalanes (en Barcelona se come antes), y luego volvió al coche con paso tambaleante. No sabía qué hacer. Era demasiado tarde para volver a Andalucía, así que se dijo a sí mismo: «tira millas». Siguió avanzando hacia el norte y no tardó en llegar a La Jonquera, en la frontera con Francia, donde llenó el depósito en una gasolinera Shell de las afueras de la ciudad que le resultaba extrañamente familiar. Hasta que al fin recordó por qué. Cuando tenía veinte y pocos años y los bolsillos vacíos, había ido a España en un viaje organizado con la que entonces era su novia. Desplazamiento por la noche en autocar y quince días en media pensión en el hotel Relax de la Costa Brava, todo por sesenta y cinco libras. Como no tenían dinero para comer por el camino en las paradas que hacía el autocar, habían llevado consigo ingentes cantidades de víveres. Sabían por experiencia que debían ser generosos con las provisiones de comida, porque en sus anteriores viajes en autocar habían dado cuenta de todos los bocadillos antes incluso de haber salido de la estación de Victoria. De hecho, a veces la mera visión de un autocar los hacía volver a casa ansiosos por levantar gigantescos emparedados que engullían antes de haber terminado de prepararlos. El caso es que, tras una agotadora noche en la carretera, habían cambiado de autocar en La Jonquera y, para su propio asombro, todavía les quedaba algo de comida. Embotado por la falta de sueño, Barnaby se había sentado junto a un muro para apurar su última lata de paté. Adormilado como estaba, la dejó caer al otro lado del muro, junto con su plato de metal y su navaja, todo lo cual acabó aterrizando tres metros más abajo, entre matorrales y chumberas. No había manera de recuperarlos, así que los dejó allí.

      Ahora estaba de nuevo en aquella estación de servicio, y se preguntaba si era posible que la navaja, el plato y la lata de paté siguieran allí. Sorprendido ante su propia emoción, se acercó al muro y miró hacia abajo. En efecto, allí seguían el paté, la navaja y el plato, al pie del muro, entre las chumberas. Herrumbrosos y maltrechos, pero invencibles en su tenacidad. Barnaby se sintió apaciguado y conmovido. Por un instante, tuvo la sensación de estar parado en un mundo que giraba sin cesar. Volvió al Fiat, sacó su cámara fotográfica y, asomándose todo lo que podía por encima del muro, gastó todo un carrete de película mientras el flash relampagueaba incesantemente en la gasolinera. Los empleados del Snappy Snaps donde solía llevar sus fotos a revelar se quedarían boquiabiertos al ver que los recuerdos de sus vacaciones se limitaban a un montón de chatarra tirada al pie de un muro. Barnaby decidió que contaría a unos pocos amigos la historia de su lata de paté. Estaba seguro de que muchos de ellos querrían peregrinar hasta allí para saludar a su plato, su lata de paté y su navaja albaceteña. Al fin y al cabo, eso es lo único que la gente espera de sus vacaciones: un lugar adonde ir y algo que ver al llegar allí. Barnaby pagó la gasolina y compró un gran burro de paja con sombrero que dejó en el asiento trasero del coche.

      Cruzó Francia durante la noche, sin detenerse más que para repostar y echar una cabezadita en un aparcamiento en las afueras de Lyon. Llegados a este punto tenía muy claro adónde se dirigía y quería llegar a su destino lo antes posible. Calais al alba, Le Shuttle, bip bip bip, la M20, la A20, y al anochecer estaba de vuelta en Londres. Fue una sensación extraordinaria. Se sentía ligero, libre, flotando como un globo lleno de gas. Todo el mundo daba por sentado que él seguiría en España tres días más, y por supuesto el coche que conducía era de matrícula española, por no decir que el propio Barnaby tenía cierto aire hispano. Nunca se había sentido tan liberado. Como dice el bueno de Arnold en Desafío total: «Vayas donde vayas de vacaciones, siempre serás el mismo», aunque quizás no lo dijera Arnold sino algún desgraciado que se lo decía a Arnold antes de que éste le volara la tapa de los sesos, y puede que ésas no fueran sus palabras exactas. Pero Barnaby no era Barnaby, sino un español cualquiera al volante de un Fiat Uno Turbo. Mientras atravesaba Francia como una exhalación, había tenido tiempo de sobra para pensar dónde iba a alojarse, y tras mucho meditarlo decidió que sólo podía ser en un sitio: el Garth Hotel. Si habéis viajado desde Londres hacia el norte por la M1 o la A1 en los últimos veinte años, seguro que conocéis el Garth Hotel. Incluso si no lo conocéis, seguro que lo conocéis. Es algo que ha ido creciendo con mayor tenacidad orgánica que los penosos árboles y arbustos que asoman aquí y allá a ambos lados del arcén. Hendon Way, entre Finchley Road y la Circular del Norte, consta de seis carriles que van y vienen de la M1. La flanquean casas de los años treinta, muchas de las cuales exhiben cuidados jardines delanteros y horribles ventanas modernas de doble cristal. Barnaby se había mudado a Londres en 1970 en una furgoneta SIMCA 1100 blanca que conducía su amigo Harry. Puede que fuera entonces cuando se fijó por primera vez en el Garth, cuando ocupaba una casa en aquella manzana que tendría quizás diez casas, entre Garth Road y Cloister Road. La segunda vez fue seguramente en el camino de vuelta a Hull, en un autocar de la National Express, a mediados de los años setenta, cuando miró por la ventanilla y se dio cuenta de que el Garth ocupaba ya tres inmuebles de la misma manzana, de que estaba creciendo. Y así continuó. Atrapado en un atasco en el Rover 800 de su empresa porque el IRA había hecho saltar por los aires Staples Corner, Barnaby constató que el hotel ya ocupaba seis casas. Hoy ha devorado ya todos los edificios que podía devorar, a no ser que empiece a desplazarse hacia atrás y vaya bajando por Cloister Road, lo que bien podría suceder el día menos esperado. Allí está, en medio de Hendon Way, un hotel de grandes dimensiones con su restaurante italiano, el Tivoli, y su salón de congresos, el Meridian, pero que no logra disimular lo evidente: que nació de la unión de diez pequeñas casas unifamiliares.

      Barnaby llegó al Garth Hotel sobre la hora del almuerzo. Mientras aparcaba su coche en el desvencijado patio delantero, entre muchos otros vehículos con matrículas holandesas, alemanas y francesas, albergaba la ligera esperanza de que el interior del hotel conservara algunas reminiscencias de su vida anterior: que la recepción estuviera instalada en la sala de estar de una de aquellas diez casas ?con su sofá, sus sillones y su tele en un rincón?, que el bar y el restaurante ocuparan un par de antiguos comedores, que los huéspedes se reunieran en torno a mesas de Muebles MFI, que las bebidas se sirvieran en un tradicional carrito y que las habitaciones se conservaran tal como las habían dejado sus anteriores inquilinos, con sus pósters descoloridos de Human League en las paredes y maquetas de aviones Airfix colgando de los techos. Nada más lejos de la realidad: había una recepción como Dios manda, ascensores, y el suelo era de mármol, pero el resultado era un ambiente nada británico, sino más bien jordano, o quizás eslovaco.

      Barnaby se registró y subió a su habitación. No llevaba equipaje. Se desplomó sobre la cama, puso la tele y se dio un atracón de seis horas de Sky News, Discovery Channel y UK Gold. Vio tres veces el mismo episodio de The Bill. Entonces se sintió preparado para salir a la calle.
      Barnaby era consciente de que sólo podía pasar una noche en Londres, pues tendría que marcharse al día siguiente si quería devolver el coche a la agencia de Málaga donde lo había alquilado y presentarse en el aeropuerto a tiempo de coger el avión de vuelta a Londres (donde, de hecho, ya se encontraba). Así pues, no había tiempo que perder, y sólo una cosa que hacer: conducir.

      Mientras se dirigía al centro de Londres, Barnaby experimentó una deliciosa sensación de paz interior, como si nada pudiera perturbarlo. Por lo general se preocupaba cuando un coche se saltaba el semáforo, cuando un conductor arrojaba un paquete de tabaco por la ventanilla, cuando se fijaba en los absurdos ángulos inclinados de la selva de semáforos que se apiñaban en cada esquina. Se le ocurrió que, durante todos aquellos años había estado viviendo en la piel de un turista imaginario, y cada vez que veía una vergonzosa señal de la sucia y fea realidad que habitaban él y sus compatriotas británicos, se estremecía al suponer lo que estaría pensando ese turista interno. Pero ahora él se había convertido de veras en ese turista, y la verdad es que se la sudaba. Sí, claro que aquello era muy distinto de su Barcelona natal, pero ahora lo veía todo con nuevos ojos, como si fuera la primera vez: Londres le parecía dura y estimulante, no mugrienta y lúgubre. Diferente, no decadente. Marchosa, no bochornosa.
      Camden Market, por ejemplo, con sus traficantes de droga merodeando por la estación, es algo tan alucinante que habría que ser un perfecto muermo para no quedarse fascinado. Barnaby pensó que no estaría mal hacerse con algo de droga. Un negro lo guió por un callejón, le entregó la droga y luego intentó atracarlo con ayuda de un compinche, pero Barnaby sacó la navaja que había comprado en aquella área de servicio de las afueras de Madrid y en un visto y no visto les cruzó la cara con dos navajazos, uno del derecho y otro del revés, zis, zas.

      Luego se tomó la droga, que le pareció muy buena. Ahora entendía por qué a la gente le gustaba colocarse.

      Dejó el Fiat en Earl’s Court, mal aparcado, bloqueando Warwick Road y provocando un atasco de tales proporciones que hasta lo mencionaron en las noticias de la London News Talk Radio. En el bar gay, un apuesto adolescente chino se encaprichó de Barnaby y se fueron los dos al cementerio, donde el joven se la metió con violencia. También comprendió por qué le gustaba aquello a la gente. Salió cagando leches en el Fiat Uno cinco segundos antes de que llegara la grúa de la policía. Se la sudaba. El Soho, no lo bastante bueno, pero para nada, oficinistas con gabardina sosteniendo una botella de cerveza por el cuello, parados a la puerta de los bares mirando desesperadamente calle arriba y calle abajo, como si los buenos tiempos estuvieran a punto de llegar en un taxi. No lo bastante bueno, ni de lejos. Walworth Road, algo mejor. El brillo azul metálico de los grifos de cerveza sobre el fondo marrón claro de un pub. Jarra tras jarra de cerveza con regusto químico. Cumplía su función, no era nada de lo que debiera avergonzarse, no iba a consentir que un guiri de mierda se lo quedara mirando con una sonrisita de superioridad. Al primero que lo intentara le aplastaría la nariz con sus propias manos, aunque llevara aquella navaja en el cinturón.

      Hanway Street, la "Pequeña España", tres de la mañana, los garitos donde los camareros españoles, habiendo terminado ya su turno, siempre se alegran de saludar a un compatriota. Las seis de la mañana, de vuelta en el Garth Hotel. A la hora en que debía entregar las llaves de la habitación ya estaba de nuevo en la carretera y rebobinando: la A20, la M20, el Shuttle, la N3 por el norte de Francia. Se hizo un lío en la périphérique y de pronto se encontró cruzando el centro de París a una velocidad creciente y dirigiéndose al sur casi por instinto. Su novia le había dicho que nunca cambiaría el mundo, pero Barnaby había ido más lejos y se había cambiado a sí mismo. Pasó a ciento veinte por hora por los Campos Elíseos, derrapando en los adoquines al rodear el Carroussel, y enfiló la avenida Franklin D. Roosevelt. Justo en el momento en que abandonaba la place du Canada y daba un volantazo para coger la calle Albert 1er, lo adelantó un Mercedes 280 negro con cuatro personas a bordo. No iría a más de 150 kilómetros por hora, poca potencia para un coche tan grande y pesado. El pequeño y ligero Fiat no tardó en dar alcance a la limusina, y se adentraron lado a lado en el paso inferior de la place d’Alma. Conduciendo como el indolente catalán que era mientras el burro de paja daba tumbos en el asiento trasero, Barnaby adelantó al Mercedes y, con un volantazo, cambió de carril sin previo aviso, llevándose por delante el parachoques frontal del otro vehículo. Roto su letárgico equilibrio, el Mercedes derrapó, se estrelló contra el montante número trece del paso inferior y giró sobre sí mismo, perdiendo velocidad y varias piezas del chasis mientras Barnaby pisaba a fondo el acelerador y se adentraba en la noche parisina. La verdad es que se la sudaba.
       

© Alexis Sayle
©
de la traducción: Rita da Costa 2003
original en inglés

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
BIOGRAFÍA DEL AUTOR:

SayleAlexei Sayle es comediante, actor, productor, escritor, y bien conocido por su participación en la cómica serie televisiva inglesa de los años ochenta The young ones. Es asimismo autor de dos colecciones de relatos: Barcelona Plates (2000) y The Dog Catcher (2001), ambas publicadas por Hodder & Stoughton. Su próximo libro verá la luz en septiembre de 2003

foto: Andrew Crowley

navegación:    

 mayo - junio  2003  n° 36  

Narrativa

Juan José Millás
     El que jadea
     El paraíso era un autobús

David Hernández de la Fuente
     Retratos de muertos
     Brooklyn Bound train

Adam Haslett
     Los comienzos de la pena

Abelardo Castillo
     La madre de Ernesto
     Muchacha de otra parte

Alexei Sayle
     Matrícula de Barcelona

Poesía

Más poetas de Barcelona (2)
Alfonso Alegre Heitzmann

Ensayo

Múltiples anulaciones:El ingenio infinito de David Foster Wallace por Juan Francisco Ferré

Entrevistas

Jorge Eduardo Benavides

Edmundo Paz Soldán

Notas de actualidad

Las poetas de la búsqueda

Reseñas

Los príncipes nubios de Juan Bonilla
Ciudad veintisiete de Jonathan Frazen
El año que rompí contigo de Jorge Eduardo Benavides
El palacio del pavo real de Wilson Harris
El mal de Montano de Enrique Vila-Matas
El paraíso en la otra esquina de Mario Vargas Llosa

Secciones fijas

-Reseñas
-Breves críticas (en inglés)
-Ediciones anteriores
-Envío de textos
-Audio
-Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalan | francés | audio | e-m@il