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julio -agosto 2000  num 19

E Entrevista

Orquestra de verano  
 Esther Tusquets

      
Estaba muy avanzado el verano -más que mediado agosto- cuando decidieron iniciar las obras en el comedor pequeño y trasladar a los chicos con sus señoritas y sus nurses y sus mademoiselles al comedor de los mayores. Los niños habían formado a lo largo de julio y de la prime. ra quincena de agosto una cuadrilla desmandada y salvaje, paulatinamente más ingobernable, que asaltaba invasora las playas, recorría el pueblo en bicicleta con los timbres a todo sonar, merodeaba turbulenta y curiosa por las casetas de la feria, o se deslizaba -de pronto subrepticia, callada, casi invisible- en el rincón más recóndito del cañaveral, donde venían construyendo de año en año sus cabañas, para ocultar en ellas sus insólitos tesoros, e iniciarse los unos a los otros en esas secretas maravillosas transgresiones siempre renovadas (fumar los primeros cigarrillos, a menudo manoseados, húmedos, compartidos; enfrascarse en unas partidas de póquer cuya dureza hubiera dejado atónitos a los mayores, tan apasionadas y reñidas que hasta renunciaban a veces por ellas a bajar a la playa; adentrarse en otros juegos más ambiguos y extraños, que Sara relacionaba oscuramente con el mundo de los adultos y de lo prohibido, y que la habían tenido aquel verano fascinada y avergonzada a un tiempo, deseosa de asistir a ellos como espectadora pero muy reacia a participar, y había estado tan astuta o tan cauta en el juego de las prendas y tan afortunada con las cartas que había conseguido ver pasar los días sin tener que dejar, ella sola acaso entre todas las niñas, que la besaran en la boca, o le toquetearan los senos o le bajaran las bragas), transgresiones doblemente embriagadoras porque venían a colmar este paréntesis de provisoria libertad que les brindaba el verano y resultaban impensables en el ámbito invernal de los colegios y los pisos en la ciudad.
      Pero se había disuelto en dos o tres días la colonia veraniega, y junto con ella la pandilla de los chicos, trasladados unos al interior para consumir en la montaña o el campo lo que les quedaba de vacaciones, devueltos los más a sus casas para preparar los exámenes de setiembre. Y había quedado Sara como única rezagada en la diezmada cuadrilla de varones (a finales de agosto vendrían, para su cumpleaños, las cuatro o cinco amigas más amigas, habían prometido consoladoras mamá y la mademoiselle), y la atmósfera había cambiado, se había puesto de pronto tensa y desagradable, agravados tal vez la irritabilidad y el descontento generales por las frecuentes lluvias y la sensación compartida de que quedaban ya sólo unos restos inoportunos y deteriorados del verano. Lo cierto era que las ocupaciones de los chicos se habían hecho más y más violentas, y estaba harta Sara de ellos y sus peleas y sus juegos, de sus bromas pesadas, de sus palabras sucias, de sus chistes groseros, de que la espiaran por la ventana cuando se estaba cambiando de ropa o le volcaran la barca o la acorralaran entre tres o cuatro en el cañaveral. Por eso se alegró tanto del cambio de comedor: allí por lo menos, durante las horas de las comidas, tendrían que comportarse los chicos como personas. Y esto o algo muy parecido debieron de pensar ellos, porque protestaron y rezongaron muchísimo, lamentándose de que sólo les faltaba ahora encima de haberse quedado en tan pocos y de que la lluvia les privara muchas mañanas de la playa y casi todas las tardes del cañaveral, tener que mantenerse quietos y erguidos ante la mesa, sin hablar apenas, comiendo todo lo que les pusieran en el plato, pelando las naranjas con cuchillo y tenedor, y tener que ponerse para colmo chaqueta y corbata para entrar por las noches al comedor.
      Pero Sara estaba radiante, tan excitada la primera noche que se cambió tres veces de vestido antes de bajar a cenar -se decidió por uno de organdí, con el cuello cerrado y mucho vuelo, que le dejaba los brazos al aire y no le gustaba mucho a su madre, porque decía que la hacía parecer mayor y que no era adecuado para una niña que no había cumplido todavía los doce años-y se recogió el pelo -muy largo, muy rubio, muy liso- con una cinta de seda. Excitada sobre todo Sara esta primera noche por la posibilidad que se le ofrecía de husmear el mundo de los adultos, hasta entonces apenas entrevisto y sólo adivinado, porque quedaban los niños durante el largo invierno confinados al colegio, a los paseos con mademoiselle, al cuarto de jugar, y no había existido -ni este año ni en años anteriores- apenas contacto tampoco entre los chicos y sus padres a lo largo del verano (algo había oído Sara que le decía la mademoiselle a una camarera del hotel sobre las delicias y lo entrañable de este veraneo familiar, y las dos se reían y callaron de repente cuando advirtieron que ella las estaba escuchando, y le dio todo junto a Sara una rabia atroz), y lo cierto era que los niños se levantaban, desayunaban, hacían los deberes o jugaban al pingpong, mientras los mayores todavía seguían durmiendo, y cuando ellos subían de la playa apenas terminaban los padres su desayuno y se preparaban perezosos para el baño, y cuando los adultos entraban en el comedor grande para el almuerzo, andaban ya los chicos por ahí, pedaleando por la carretera en sus bicicletas o tirando al blanco en las casetas de la feria. Sólo a veces, al cruzar -adrede- ante la puerta de alguno de los salones o de la biblioteca, veía Sara a su madre, rubia y evanescente entre el rizoso humo de los cigarrillos, y la conmovía y envanecía que fuera tan delicada, tan frágil, tan elegante y tan hermosa, con ese aire de hada o de princesa que sobrevolaba etérea la realidad (la más mágica de las hadas y la más princesa de todas las princesas, había pensado Sara de pequeña, y en cierto modo lo seguía pensando), y la madre abandonaba por unos instantes las cartas o la charla con los amigos, le hacía un gesto de saludo, la llamaba para que se acercara a darle un.beso, a coger un bombón de licor de la caja que alguien le acababa de regalar, y otras veces se acercaba el padre a la mesa de los niños, y preguntaba a la mademoiselle si se portaban bien, si hacían todos los días los deberes, si estaban disfrutando del veraneo; y coincidían todos, claro está, en la iglesia los domingos, porque había una sola misa en el pueblo y el grupo de los padres tenía que -relativamente- madrugar, pero incluso allí llegaban tarde y se sentaban en los bancos de atrás, cerca de la puerta, aunque esperaban a los niños a la salida para darles un beso y dinero para que tiraran al blanco o se compraran un helado en las casetas de la feria.
      Y aquella primera noche en que pasaron los chicos al comedor grande -donde ocuparon sólo cuatro mesas-, se arregló Sara con muchísimo cuidado, y entró en la sala flanqueada por las figuras de la mademoiselle y de su hermano -ambos remolones y cariacontecidos-, y el corazón le latía deprisa y se sintió enrojecer, y estaba tan excitada y tan nerviosa que le costó un esfuerzo terminar la comida que le pusieron en el plato, y le pareció que no podía ver apenas nada, que no acertaba a fijarse en nada, tan grande era su afán por verlo todo y registrarlo todo, las mujeres con sus vestidos largos y los hombros desnudos y el cabello recogido y los largos pendientes descendiendo fulgurantes a ambos lados de la garganta; los hombres apuestos y risueños, tan distintos a como se los veía por las mañanas en la playa o en las terrazas, hablando todos animadamente -¿de qué podían hablar?-, entre las risas y los tintineos de las copas de cristal, mientras se deslizaban silenciosos y furtivos los camareros por entre las mesas, pisando leve y sin despegar apenas los labios, tan estirados y ceremoniosos e impersonales que costaba reconocer en ellos a los tipos bullangueros y bromistas y hasta groseros algunas veces que les habían servido hasta ayer en el comedor de los niños, todos, camareros y comensales, sin reparar en los chicos para nada, de modo que resultaba inútil el afán de las señoritas y las mademoiselles para lograr que se estuvieran quietos, que no dejaran nada en el plato, que utilizaran correctamente los cubiertos. Como resultaba asimismo inútil la música que ejecutaba la orquesta (oyéndola al cruzar por el vestíbulo o desde la lejanía de la terraza, había supuesto Sara que eran más los músicos, pero ahora comprobó que había sólo un piano, un violonchelo y un violín, y le pareció que tenía el pianista unos ojos muy tristes), porque no parecia escucharla nadie, no parecían ni siquiera oírla, y se limitaban a fruncir el entrecejo y elevar un poco más la voz en los momentos en que aumentaba el volumen de la música, como si debieran sobreponer sus palabras a un ruido incómodo. Ni un gesto, ni un simulacro de aplauso, ni una sonrisa. Y esto le sorprendió a Sara, porque en la ciudad los padres y sus amigos asistían a conciertos, iban a la ópera (esas noches la madre entraba en el cuarto de los niños, ya acostados, para despedirse, porque sabía que le gustaba mucho a Sara verla -como ahora en el comedor- con hermosos vestidos largos y escotados, abrigos de piel, tocados de plumas, pulseras tintineantes, el bolsito de malla de oro donde guardaba un pañuelito bordado y los prismáticos, y en torno a ella aquel perfume fragante y denso que impregnaba todas las cosas que tocaba la madre y que ella no olvidaría ya jamás), y había en el salón biblioteca varias estanterías llenas de discos, que la mademoiselle ponía algunas noches, cuando los padres no estaban en casa, para que la oyera Sara desde la cama y se durmiera con música. Pero aquí nadie prestaba la menor atención, y tocaban los músicos para nadie, para nada, y cuando se acercó Sara a la mesa de los padres para darles un beso de buenas noches, no pudo abstenerse de preguntar, y los padres y sus amigos se echaron a reír y comentaron que «aquello» tenía poco que ver con la verdadera música, por mucho que se esforzaran «esos pobres tipos». Y lo de «pobres tipos» le hizo a Sara daño y lo relacionó sin saber por qué con las burlas de los chicos, con sus estúpidas crueldades en el cañaveral, pero descartó en seguida este pensamiento, puesto que no existía relación ninguna, como no tenía tampoco nada que ver -y no entendía por qué le había vuelto a la memoria- la frase ácida y sarcástica que había oído a mademoiselle sobre las delicias de los veraneos en familia.
      Fue sin embargo a la mademoiselle a quien le preguntó a la siguiente noche, porque a Sara la música le seguía pareciendo muy bonita y le daba rabia que los mayores no se molestaran en escuchar y dictaminaran luego condescendientes sobre algo en lo que no habían puesto la más mínima atención -«¿verdad que es precioso?, ¿no te parece a ti que tocan muy bien?»-, y la mademoiselle respondió que sí, que tocaban sorprendentemente bien, sobre todo el pianista, pero que lo mismo daba tocar bien o tocar mal en el comedor de aquel lujoso hotel de veraneo. Era en definitiva un desperdicio. Y entonces Sara reunió todo su valor, se puso en pie, recorrió sonrojada y con el corazón palpitante -pero sin vacilar- el espacio que la separaba de la orquesta, y le dijo al pianista que le gustaba mucho la música, que tocaban muy bien, ¿por qué no tocaban algo de Chopin?, y el hombre la miró sorprendido, y le sonrió por debajo del bigote (aunque ni por esas dejó de parecerle muy triste) y respondió que no era precisamente Chopin lo que allí se esperaba que interpretasen, y a punto estuvo Sara de replicar que lo mismo daba, puesto que no iban de todos modos a escuchar ni a enterarse tampoco de nada, y se sintió -acaso por primera vez en su vida- incómoda y avergonzada a causa de sus padres, de aquel mundo rutilante de los adultos que no le parecía de pronto ya tan maravilloso, y, sin saber bien el porqué, le pidió disculpas al pianista antes de regresar a su mesa.
      Ahora Sara se ponía todas las noches un vestido bonito (iba alternando entre los tres vestidos elegantes que se había traído y que no había llevado en todo el verano: siempre en tejanos o en bañador) y se peinaba con cuidado, bien cepillado el pelo y reluciente antes de atarlo con una cinta de seda. Y seguía entrando en el comedor sofocada y confundida -se burlaban enconados y despechados y acaso celosos los chicos, pero Sara no los escuchaba ya: habían dejado simplemente de existir-, y comía luego de modo maquinal lo que le ponían en el plato, porque era más cómodo tragar que discutir. Y seguía observando Sara los bonitos vestidos de las mujeres, las nuevas alhajas y peinados, la facilidad de sus risas y sus charlas entre el tintineo de los vasos, lo apuestos que parecían casi todos los hombres, y lo bien que se inclinaban hacia sus parejas, les sonreían, les encendían el cigarrillo o les alargaban un chal, mientras se apresuraban a su alrededor unos camareros reducidos a la categoría de fantasmas, y sonaba la música, y fuera rielaba la luna llena sobre el mar oscuro, todo casi como en las películas o en los anuncios en tecnicolor. Pero cada vez con mayor frecuencia se le iban los ojos hacia la orquesta y el pianista, que le parecía más y más triste, más y más ajeno, pero que algunas veces, al levantar la vista del teclado y encontrarse con la mirada de Sara, le sonreía y esbozaba un vago gesto cómplice.
      De repente todo lo concerniente al pianista le parecía interesante, y averiguó Sara entonces que aquella mujer flaca y pálida, o más que pálida descolorida, como si fuera una copia borrosa de un original más atractivo, aquella mujer a la que habría visto seguramente a menudo sentada sobre la arena de la playa o paseando por los senderos más distantes y menos frecuentados del jardín, siempre con una niña pequeña de la mano o trotando a su alrededor, era la esposa del pianista, y era, la niña, de ellos dos, y nunca había visto Sara una criatura tan preciosa, y se preguntó si en algún momento del pasado habría sido la madre también así, y qué pudo haber ocurrido después para disminuirla de ese modo. Y como Sara había roto definitivamente su nexo con la pandilla de muchachos, y la mademoiselle no puso reparos, empezó a ir cada vez más a menudo en compañía de la mujer y de la niña, que le inspiraban un afecto transferido, como por delegación, porque Sara quería al pianista -lo descubrió una noche cualquiera, en que él levantó la vista del piano y sus miradas se encontraron, y fue un descubrimiento libre de sobresaltos o turbación o espanto, la mera comprobación de una realidad evidente que lo llenaba todo- y la niña y la mujer eran algo muy suyo, y Sara le compraba a la pequeña helados, garrapiñadas, globos de colores, cromos, y la invitaba a subir a las barcas, a la noria, al tiovivo, a asistir a una función en el circo, y parecía la niña enloquecida de gozo, y Sara miraba entonces con extrañeza a la madre, y la madre explicaba invariable: «es que no lo había visto nunca, tenido nunca, probado nunca, es que nunca -y aquí la mirada se le ponía dura- se lo hemos podido proporcionar», y Sara se sentía entonces hondamente acongojada y como en peligro -le hubiera gustado pedirle perdón, como se lo pidió en una noche ya lejana al pianista, no sabía por quién o de qué, porque no lograba comprender, o quizá porque algo estaba madurando tenaz dentro de ella, y cuando saliera a la luz y la desbordara, tendría que comprenderlo todo y estaría la inocencia para siempre perdida y el mundo patas arriba y ella naufragando en medio del caos sin saber cómo acomodarse en él para sobrevivir.
      Al anochecer -anochecía ya más temprano a finales de agosto-, mientras la mujer daba de cenar a la niña y la acostaba en las habitaciones de servicio, se tropezaba casi siempre Sara con el pianista en el jardín, y solían pasear juntos por el camino, hacia arriba y hacia abajo, cogidos de la mano, y hablaba el hombre entonces de todo lo que pudo haber sido, de todo lo que había soñado en la juventud -ya perdida, aunque no tendría más de treinta años-, de lo que había significado para él la música, de cómo se habían amado él y la mujer, y de cómo habían ido luego las circunstancias agostándolo todo, quebrándolo todo, haciéndoselo abandonar todo por el camino. Era un discurso pavoroso y desolador, y le parecía a Sara que el hombre no hablaba para ella -¿cómo iba a descargar esas historias en una chiquilla de once años?-, sino acaso para sí mismo, para el destino, para nadie, y en la oscuridad de la noche en la carretera no se veían las caras, pero en algunos puntos el hombre vacilaba, se estremecía, le temblaba la voz, y entonces Sara le apretaba más fuerte la mano y sentía en el pecho un peso duro que no sabía ya si se llamaba piedad o se llamaba amor, y le hubiera gustado animarse a decirle que había existido sin duda un malentendido, un cúmulo de fatalidad contra ellos conjurada, que todo iba a cambiar en cualquier instante, que la vida y el mundo no podían ser permanentemente así, como él los describía, y en un par de ocasiones el hombre se detuvo, y la abrazó fuerte fuerte, y le pareció a Sara que tenía las mejillas húmedas, aunque no hubiera podido asegurarlo.
      Acaso se sintiera la mujer sutilmente celosa de estos paseos a dos en la oscuridad, o tal vez necesitara simplemente alguien en quien verter la propia angustia y ante quien justificarse (aunque nadie la estaba acusando de nada), porque aludía a veces amarga a «lo que te debe haber contado mi marido», y por más que Sara tratara de detenerla, intentara no escuchar, «¿sabes que desde que hay menos clientes en el hotel no nos pagan siquiera la miseria que habían prometido, y que él ni se ha dignado enterarse?, ¿sabes lo que me hizo el otro día el gerente delante de sus narices, sin que él interviniera para nada?, ¿sabes que he pedido yo dinero prestado a todo el mundo, que debemos hasta el modo de andar, que no tenemos a donde ir cuando termine el verano dentro de cuatro días?, y él al margen, como si nada de esto le concerniera para nada». Y un día la agarró por los hombros y la miró con esa mirada dura, que la dejaba inerme y paralizada: «Ayer me sentía yo tan mal que ni podía cenar, ¿crees que se inquietó o me preguntó siquiera lo que me pasaba?, cogió mi plato y se comió sin decir una palabra la comida de los dos, ¿te ha contado esto?» Y Sara intentó explicarle que el hombre no le hablaba nunca de incidentes concretos, de sórdidos problemas cotidianos, de lo que estaba sucediendo ahora entre él y la mujer; hablaba sólo, melancólico y desolado, de la muerte del amor, de la muerte del arte, de la muerte de la esperanza.
      Así llegó el día del cumpleaños de Sara, justo el día antes de que terminara el veraneo y se cerrara el hotel y volvieran todos a la ciudad, y subieron sus amigas más amigas, como mamá y la mademoiselle habían prometido, y hasta los chicos estaban mejor, con sus trajes recién planchados y su sonrisa de los domingos, y tuvo muchísimos regalos, que colocó sobre una mesa para que todos los vieran, y le habían comprado un vestido nuevo, y papá le dio una pulsera de oro con piedrecitas verdes que había sido de la abuela y que significaba que Sara empezaba ya a ser una mujer, y hubo carreras de saco, piñatas, fuegos artificiales, y montañas de bocadillos y un pastel monumental, y hasta una tisana con mucho champán que los achispó un poquito porque nunca antes les habían dejado beberla, y era un síntoma más de que estaban dejando a sus espaldas la niñez. Y estuvo Sara toda la tarde tan excitada y tan contenta, tan ocupada abriendo los regalos y organizando juegos y atendiendo a los amigos, que sólo al anochecer, cuando terminó la fiesta y se despidieron algunos para volver a la ciudad, se dio cuenta de que la hija de los músicos no había estado con ellos, y supo entonces desde el primer instante lo que había sucedido, por más que se obstinara en negarse algo que era tan evidente y le parecía sin embargo inverosímil, lo supo antes de agarrar a la mademoiselle por el brazo y sacudirla con furia, «¿por qué no ha venido la niña a mi fiesta, di?», y no hacía falta ninguna especificar de qué niña estaba hablando, y la mademoiselle sonrojada, tratando de hablar con naturalidad pero sonrojada hasta el pelo y sin atreverse a mirarla, «no lo sé, Sara, te ase guro que no lo sé, me parece que el conserje no la ha dejado entrar» y, en un intento de apaciguarla, «de todos modos es mucho más pequeña que vosotros...», lo supo antes de plantarse delante del conserje y gritarle su desconcierto y escupirle su rabia, y encogerse el tipo de hombros, y explicar que él había hecho únicamente lo que le habían mandado, que había instrucciones de su madre sobre quiénes debían participar en la fiesta, lo supo antes de acercarse a su madre con el corazón encogido, esforzándose por no estallar en sollozos, y la madre levantó del libro unos ojos sorprendidos e impávidos, y dijo con voz lenta que no sabía ella que fueran tan amigas y que de todos modos debería ir aprendiendo Sara cuál era la gente que le correspondía tratar, y luego, al ver que se le llenaban los ojos de lágrimas y que estaba temblando, «no llores, no seas tonta, a lo mejor me he equivocado, pero no tiene demasiada importancia, ve a verla ahora, le llevas un pedazo de pastel, unos bombones, y todo queda olvidado». Pero en el cuarto de los músicos, donde no había estado nunca antes, la mujer la miró con una mirada dura -definitiva ahora, pensó Sara, la dureza que había ido ensayando y aprendiendo a lo largo del verano-, pero se le quebró la voz al explicar, «lo peor es que ella no entendía nada, sabes, os veía a vosotros y la merienda y los juegos, y no entendía por qué no se podía ella acercar, ha llorado mucho, sabes, antes de quedarse dormida». Pero la mujer no lloraba. Y Sara se secó las lágrimas, y no pidió perdón -ahora que sí sabía por quién y por qué, también sabía que uno no pide perdón por ciertas cosas-, y no les llevó pasteles ni bombones, ni intentó regalarles nada, arreglar nada.
      Sara subió a su habitación, se arrancó a manotazos la cinta, el vestido, la pulserita de la abuela, lo echó todo revuelto encima de la cama, se puso los tejanos, se dejó suelto el pelo mal peinado encima de los hombros. Y cuando entró así en el comedor, nadie, ni la mademoiselle ni los chicos ni los padres ni el maitre, se animó a decirle nada. Y Sara se sentó en silencio, sin tocar siquiera la comida que le pusieron en el plato, muy erguida y ahora muy pálida, mirando fijo hacia la orquesta y repitiéndose que ella no olvidaría nunca nunca lo que había ocurrido, que nunca se pondría un hermoso vestido largo y escotado y un abrigo de pieles y unas joyas y dejaría que unos tipos en esmoquin le llenaran la copa y le hablaran de amor, que nunca -pensó con asombro- sería como ellos, que nunca aprendería cuál era la gente que debía tratar, porque su sitio estaba para siempre con los hombres de mirada triste que habían soñado demasiado y habían perdido la esperanza, con las mujeres duras y envejecidas y desdibujadas que no podían apenas defender a sus crías, desde este verano terrible y complicado en que había descubierto Sara el amor y luego el odio (tan próximo y tan junto y tan ligado con el amor), en este verano en que se había hecho, como anunciaban los mayores aunque por muy distintos caminos, mujer, repitiéndose esto mientras le miraba fijo fijo, y él la miraba también a ella todo el tiempo, sin necesidad ninguna de bajar los ojos al teclado para interpretar, durante todo lo que duró la cena, música de Chopin.

© Esther Tusquets
Entrevista

"Orquestra de verano " fue publicado por la editorial Lumen en la antología de cuentos A siete miradas en un mismo paisaje. Esta versión electrónica  ha sido publicada en  The Barcelona Review con el permiso del autora

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Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
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