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    ELLA, BAUDELAIRE  
   
  por RAFAEL GONZÁLEZ GOSÁLBEZ  
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Al fondo la arrojé de un pozo
Y encima de ella amontoné
Todas las piedras del brocal.
¡La olvidaré, si es que puedo!

CHARLES BAUDELAIRE

"El vino del asesino"

 

      Abrió los ojos, como todas las mañanas, mucho antes de que el despertador sonara a las ocho. Se entretuvo contemplando el blanco techo y, cuando por fin escuchó el maldito sonido, su índice se abalanzó implacable sobre el botón de alarma. Se incorporó y quedó unos minutos sentado, mirándose los pies, mirando el suelo, sintiendo el frío de las losetas en sus plantas encallecidas. Se puso en pie y caminó hacia el cuarto de baño.

Meó, se palpó el mentón donde un amasijo de incipientes canas jamás llegarían a ser barba y observó sus dientes amarillos, los que le quedaban sanos: los otros no merecían el honor de ser vigilados. Se echó un par de puñados de agua a la cara y salió.

Le gustaba el café bien cargado, pero no demasiado caliente, así que no tuvo más remedio que cortarlo con un poco de leche y curarlo con el anís de estraperlo que Zailachi le proporcionaba todas las semanas. Bebió la mezcla de un trago y regresó a su habitación a vestirse. Olía a té con yerbabuena.

Como todas las mañanas, estuvo listo a eso de las ocho y media, y después de empaparse el pescuezo con agua de colonia, dio dos vueltas a la llave en el preciso instante en que un vecino huía al trabajo.

      -Salam.

      -Salam.

Se saludaron por educación, como siempre. El vecino bajó los escalones de dos en dos mientras él se agarraba a la barandilla y comenzaba el descenso sin agobios.

El día había salido bueno. A pesar de marzo, las nubes eran blancas y el cielo, resplandeciente de sol, hería la vista con su azul intenso. Comenzó a caminar sin prisas, echando un ojo aquí y otro allá, saludando sin efusión a algún transeúnte conocido, buscando su paquete de Hoggar y el mechero en el bolsillo de la chaqueta.

Encendió un pitillo y, en seguida, otro. Los fumó rítmicamente: cada seis pasos daba una calada. Se detuvo al llegar junto al kiosco y compró la prensa marroquí del día dentro de la cual se hallaba la española de una semana atrás.

También el periódico español era de estraperlo. Kabil lo conseguía por mediación de unos amigos que trabajaban en Ceuta y pasaban el fin de semana en Casablanca. Por unos quince dirhams podía leer Julián las noticias ocurridas en su nación el lunes o el domingo anteriores: accidentes, corrupciones, racismo, los partidos empatados o perdidos del Madrid..., además de lo que sucedía (según Hassan) en el desconcertante país en el que ahora vivía. Sentado en la terraza de cualquier cafetín de Place Mirabeau, procurando que nadie descubriera la estratagema, respirando aromas que hace diez años ni siquiera soñó, se sonreía o se retorcía de dolor imaginando las escenas que, letra a letra, se introducían por su mirada. En la página catorce, por ejemplo, un político vasco que había llamado chupópteros a los militares; en la treinta y tres, un columnista empeñado en aguar la fiesta a los voyeurs de sus propios ombligos; en la veinticuatro, en la sección de deportes, una chica que le había ganado a otra al tenis rompiendo así la última barrera [sic]. A poco que se descuidara, podrían hacérsele las doce o la una entre la nostalgia, el riesgo, la desilusión.

Pero, de pronto, en la diecinueve, encontró algo que le hizo abrir la boca para emitir una expresión de dolor, aunque no pudo. Sus ojos quisieron ir un poco más allá de lo escrito. Su cuerpo se irguió hacia delante y cayó luego sobre el respaldo de la silla con todo el peso. Dejó los periódicos encima de su muslo izquierdo (sin tomar ya precauciones) y se llevó una mano a la frente. La noticia lo había golpeado desde arriba como un hacha. Al descubrirse la cara para poder respirar, vio un niño que lo miraba, su mochila llena de libros, el pelo corto y rizado, la sonrisa cada vez más grande. Y recordó que la primera vez que la vio sólo tenían diez, doce años.

 

      Mamá está en la cocina desmenuzando un pollo cuando yo regreso de la escuela. La maceta que rebosa de perejil está sobre la mesa y su olor asqueroso me hace protestar. Mamá me dice que soy un exagerado y me pregunta qué tal me fue. Le miento: le digo que bien, no que el padre Andrés me pilló leyendo el libro que no debía y me puso los dedos como guindillas con la regla de hierro. Entonces llega papá. Lo cojo del cuello para darle un beso y decirle algo, y me doy cuenta de que está triste. Mamá le pregunta qué ha pasado y papá me pide que salga fuera un rato, que ya me avisarán para la comida.

Me siento en el portal y pienso. Me pregunto una vez y otra qué habrá sucedido y si llegaré a enterarme algún día, puede que cuando sea mayor. En el bolsillo del pantalón llevo algunas canicas, pero no las saco: las hago sonar bajo la tela mientras sigo y sigo pensando, dándole vueltas a la misma idea, recordando la cara que ha puesto papá cuando me ha dicho «sal un poco a la calle, en cuanto esté la comida te llamamos».

Puede que ni siquiera llegue a enterarme cuando sea mayor.

El caso es que una semana después, al volver del colegio, mi padre y mi madre me dicen «te tenemos preparada una sorpresa». Yo pregunto «cuál, qué sorpresa, qué me habéis regalado» (porque ayer vi unas tartas enormes en lo de la señora Lupe y dije «de rechupete» en voz alta para que mamá se diera por enterada), y papá me responde:

      -Tu prima Almudena.

¿Almudena? ¿Mi prima Almudena? Nunca había oído hablar de esa prima, de la prima Almudena, pero no lo digo. Está en mi cuarto, instalando sus cosas.

      -Desde hoy vivirá con nosotros -dice mama.

Y yo dormiré en el comedor. Por el momento.

Almudena aparece por fin. También tiene diez o doce. Nació dos días antes que yo. En Guadalajara. Siempre pensé que Guadalajara no existía, me extrañaban tantas aes juntas.

      -Dale un beso a tu prima -dice mamá.

      -¿No le das un beso a tu primo? -le pregunta papá.

Nos besamos. Yo le he buscado la boca sin querer. Ella mira al suelo después del saludo y yo sigo mirándola a la cara porque todavía no salgo de mi asombro.

      -Irá a otro colegio, a uno de chicas -me dicen, y me sugieren que le eche una mano en todo lo que pueda, porque ha estado algún tiempo sin estudiar y a lo mejor le cuesta reincorporarse.

Yo dormiré en el comedor, eso no me gusta.

 

      Una tarde, después de la escuela, mientras estamos con los deberes y nos sonreímos cada dos y tres, papá, que está leyendo el periódico, le dice a mamá que en Rusia ha muerto un señor llamado Lenin. Mamá no sabe quién es ése, y papá le dice que «el que mató a los reyes de Rusia y a todos los curas, Carmen». Cuando nos quedamos solos, Almudena me dice que ella ya había oído hablar de ese hombre, porque sus padres lo nombraron en varias ocasiones con ella delante y todo. Le pregunto por sus padres y me dice que murieron. Le pregunto de qué y me dice que no lo sabe. Le pregunto si los dos a la vez y me dice que sí. Luego le pregunto si ha terminado ya la suma que no le salía.

      -No me gusta sumar -me responde.

Pero sí le gustaba que subiéramos a la buhardilla y que luchásemos con los floretes podridos de orín que usó el tatara o el tataratatarabuelo. Procurábamos no hacer demasiado ruido, pues mi padre nos hubiera quitado el polvo de la ropa a base de buenos azotes si se llega a enterar de aquellos duelos sin peligro. ¿Sin peligro? Un día, sin querer, alargué excesivamente el brazo armado y ella no retrocedió lo suficiente. El pinchazo no fue demasiado profundo. Sin embargo, completamente asustado, solté la escuálida espada y la empuñadura se balanceó unos segundos desgarrando un poco más su carne.

      -No ha sido nada, tranquilo -dijo Almudena, y se sacó ella misma la punta teñida de sangre.

Un pequeño circulo rojo se abrió camino por la tela rosa del vestido que llevaba. Me dijo que, con cuidado de que nadie me viera, mojara un pañuelo con agua y se lo llevara cuanto antes. Bajé las escaleras con la respiración contenida: temía que, cuando volviera a la buhardilla, ella ya estuviera muerta. Entré en la habitación de mis padres y abrí el cajón donde ponían su ropa. Cogí el pañuelo, fui a la cocina. Lo mojé en el cubo lleno de agua del pozo y eché a correr. Mi madre hacía punto en el comedor.

      -¿Queréis merendar ya? -preguntó.

      -Aún no -le dije.

Pan y chocolate.

Cuando, por fin, abrí la puerta de la buhardilla, Almudena aún no había muerto. Se había quitado el vestido y su mano derecha apretaba la herida sobre su pecho.

      -¿Lo ves? No es nada -dijo.

Yo le entregué el pañuelo, ella enjugó la sangre. Después, tomó mi mano mojada y la llevó a su seno.

      -Está caliente -dijo-. Un poco más y me matas. ¿Me quieres besar?

Si, si quería: quería y, tal como estaban las cosas, podía, ella se dejaba. Así que lo hice, nuevamente le busqué la boca y sonó. El amor y la muerte, sangre y saliva. El último sol del día se deslizaba por el tragaluz.

      -¿Me quieres besar tú a mi? -pregunté.

Lo que no quería, ni por todo el oro del mundo, era ir a la guerra.

Pero Almudena repetía y repetía «el país nos necesita» hasta que ya no tuve más remedio que alistarme como voluntario, que alistarnos. A mi me trasladaron al sur, a ella al norte. Mis padres quedaron al borde del infarto, repitiendo, mientras los trenes se alejaban en direcciones contrarias, que apenas si teníamos veinte años. ¿Y qué? A la guerra le importaba una mierda la edad de nuestros cadáveres.

En febrero del treinta y siete, los camisas negras italianos entraron en Málaga, apestaban a muerte. Los fusilados se amontonaban junto a los paredones, los perros hambrientos olisqueaban los despojos humanos mientras los triunfadores obligaban a entonar sus canciones fascistas a cuantos quisieran suspender por unas horas su ejecución. Huí, sí, pero dentro de mi cabeza retorcía su forma el veneno. Moriría más tarde, más temprano: pero ya estaba empezando a morir.

Tardé quince o veinte días en llegar a Alicante. Lo hice andando, en carro, en mula, y no sin escuchar más de una vez el silbido de las balas enemigas sobre mi cuerpo. Viajé, luego, hasta Valencia en camión, junto a veinte combatientes más que habían logrado escapar de los lugares ya perdidos. Nada más poner los pies en aquella ciudad, me encontré con una Almudena hermosamente miliciana que daba órdenes a derecha e izquierda como si fuera Enrique Líster.

      -Te quedarás aquí, no te preocupes -me dijo.

Había estado en Navarra y en Zaragoza y en Bilbao. Había conocido media España, dijo, «gracias a esos hijos de puta». Se había apuntado al PC y qué no daría por abrazar a Pasionaria. Por la noche de ese mismo día, mientras hacíamos el amor en cualquier sitio (ella me hablaba de Lenin, el «amigo» de papá; a mí me encantaba chuparle los pezones), la radio anunció que el pretendido gobierno de Burgos había prohibido en todo su territorio las películas americanas protagonizadas por Chaplin, Gable, Barbara Stanwyck, Joan Crawford y otros actores y actrices que habían mostrado sus simpatías por la República...

      -Hay que ganar esta guerra -dijo ella- o jamás volveremos a ver a Charlot.

      -Hay que ganar esta guerra -repondí yo, solamente, con la boca ocupada en un beso.

Pero la guerra siguió y hacer el amor era casi tan difícil como no morir. Mola se había estrellado en un avión y, al mes siguiente, escritores antifascistas de todo el Mundo se reunieron con el propósito de defender la cultura. Almudena fue una de las encargadas de la organización de la sesión inaugural. Y yo, siempre a su lado, no me quise perder aquello.

      -Mira, Machado -me decía-. Mira, Vallejo, Tzara. Mira, Spender, Neruda...

A principios de agosto, tuvo que marchar a Barcelona y volví a quedarme solo. Las últimas noticias que había tenido de mis padres llevaban fecha de abril (nuestra ciudad ya había caído) y no eran nada buenas: mi madre estaba enferma, mi padre había perdido la tienda, el hambre y las ratas, ésos habían sido los verdaderos triunfadores. El frente norte necesitaba defensores y yo, sin pensarlo, dije «yo». El día dieciséis perdimos Reinosa, el dieciocho el puerto del Escudo. Poco tardó el cáncer en extenderse hacia Asturias.

Llegué a Barcelona en octubre. Busqué a Almudena por todas partes, pero no encontré a nadie que me supiera decir. El ambiente que se respiraba en la ciudad no era nada optimista: el gobierno español y el de Euskadi (ante la inminente toma de Bilbao) se habían trasladado allí y compartían plaza junto al de la Generalitat. Así que pensé que lo mejor era borrarse, y comencé a bajar al puerto todos los días con la esperanza de poder marcharme pronto.

      -¿Buscas algo? -me preguntó el capitán de un barco francés.

      -Trabajo.

El capitán me sonrió, me hizo un gesto con la mano y me dijo «sube». Subí. Me dio dos palmadas en el hombro, me ofreció tabaco para liar y papel. Hicimos unos cigarros, los fumamos.

      -Están jodidas las cosas -dijo el capitán, y afirmé con la cabeza-. Nos vamos mañana -dijo.

      -Cuanto antes -fue mi respuesta.

 

      Vendí coches de segunda mano, zapatos, relojes... Trabajé en una fosforera, en varios restaurantes, en un matadero. Mi madre había muerto en el treinta y ocho, dos meses después de que me instalara definitivamente en París, definitivamente durante varios años. No pude ir al entierro. Mi padre murió en el cuarenta. Me avisó un antiguo compañero de colegio que jamás se metió en política y trabajaba en un banco. La carta llegó un mes después de que lo enterraran. Le escribí pidiendo noticias sobre Almudena, pero jamás recibí contestación.

Allá por el cincuenta, después de vagar buscando nuevos trabajos y pensiones donde admitieran a gente sin dinero, tuve la fortuna de encontrarme con monsieur Goya, un gallego que no se había ido a Cuba ni a la Argentina. Monsieur Goya tenía una tienda de ultramarinos en el Quartier Latin que siempre estaba llena de españoles y sudamericanos. Le pedí trabajo y me lo dio:

      -¿Para qué coño quiero un dependiente francés si aquí no entra nadie de París?

El sueldo no era ningún tesoro, pero daba para comprarse algo de ropa y Gitanes. Además, por comer y dormir no había problema: en su casa tenía mesa y cama, y madame Goya era «buena cocinera y mujer limpia», como decía su marido. Así que comencé a vender arenques, botes de alcachofas, vino blanco y cuanto se pusiera por delante, y lo hacia como si hubiera nacido para ello:

      Dios aprieta...

 

      ... aprieta y ahoga.

      La transformación de la tienda empezó un par de años después. Antonio («lo de monsieur Goya me pone de mala leche», me advirtió) andaba siempre liado con los libros que se había traído de Vigo, y no eran pocas las veces que se negaba a despachar hasta que hubiera terminado el capítulo. Cierto día entró en la tienda un uruguayo que, después de preguntar el precio de unos cien artículos y comprobar en la palma de su mano que no llevaba bastante, puso los ojos sobre Las noches del Buen Retiro de Baroja, y sólo los apartó para preguntar «¿cuánto?»:

      -¿El pan? Medio franc...

      -El libro.

      -¿El libro? No, el libro no se vende, es del dueño.

      -¿Cuánto pide por él?

      -Le digo que no lo vende. Es suyo. No está a la venta -lo cogí disimuladamente y lo camuflé entre algunos periódicos atrasados.

El uruguayo me miró con odio o pena y salió sin decir media palabra. Cuando le conté a Antonio lo sucedido, se partía de risa:

      -No, si al final tendremos que poner una librería.

Y así fue. Después de que el pobre monsieur Goya, alentado y casi amenazado por su madame, acabara con las existencias (una Celestina, un Quijote, varias piezas de Calderón, el Baroja, ..., incluso algunos poemas de Curros Enríquez y cuentos de Rodríguez Castelao en gallego), nos pusimos en contacto con una pequeña editora de libros en castellano y, en poco más de una semana, Lope de Vega y Galdós se codeaban con frutas, verduras, quesos y croissants, aunque por poco: apenas unos meses más tarde nos dimos cuenta de que Epicerie Goya debía cambiar de forma urgente nombre y espíritu, y pasó a llamarse Goya Librairie.

Fue en mil novecientos sesenta, creo que en julio, cuando los viejos decidieron regresar a España. Hacía bastante tiempo que habían perdido la esperanza (no sé por qué, pero yo nunca la tuve) de que Europa y Estados Unidos forzaran a Franco a dejar el poder. Se sentían demasiado viejos, cansados. En Galicia tenían aún bas-tantes familiares (cuatro hermanos Antonio y dos Victoria) y morir en París, como decía monsieur, «tampoco era como para pegarse un tiro». Se marcharon dejándome la librería y el piso, pero también solo. Ni siquiera sabía si Almudena estaba viva o no.

 

      «Mi juventud no fue sino un gran temporal atravesado, a rachas, por soles cegadores; hicieron tal destrozo los vientos y aguaceros que apenas, en mi huerto, queda un fruto en sazón.»

Al fin, rodeado de libros como estaba siempre, no tuve más remedio que leer. No es que me dejara la vista en el papel, no es eso, pero sí abría de vez en cuando alguno de los ejemplares de los que, un buen día y cuanto antes, me desharía a cambio de diez o doce francos, y me entretenía un rato con las palabras que ante mí se agolpaban. Los poemas de Baudelaire estaban bien, no todos. Me gustaba «El enemigo», y también aquel otro, «El vino del asesino», que empezaba: «¡Murió mi mujer y soy libre! Puedo beber hasta explotar. Cuando sin un cuarto volvía, me destrozaba con sus gritos».

 

      El año sesenta y ocho se presentó movido desde un principio. En España, en Polonia, en Río, en Maracaibo las protestas se sucedían y se saldaban con muertos, heridos, detenidos. Los Estados Unidos bombardeaban Saigón y Hanoi y perdían sus bombas de hidrógeno sobre Groenlandia. En Rusia, Yuri Gagarin, el primer hombre que llegó al espacio, se estrellaba en un avión de pruebas, y en Berlín Occidental Rudi Dutschke, dirigente de los estudiantes de izquierda, era víctima de un grave atentado. Y llegó mayo. Y con él los sucesos de la Universidad de Nanterre, la Sorbona, Cohn Bendit, las barricadas en el Barrio Latino, el desfile frente a la tumba del Soldado Desconocido cantando «La Internacional», la huelga general del día trece y la manifestación que atravesó la Ciudad de la Luz desde la Plaza de la República hasta Denfert Rochereau, la ocupación del Odeón... Fue maravilloso, como vivir de nuevo, y eso que me cogió veterano: con más de medio siglo encima, ¿cómo podía yo gritar contra el imperio, silbar contra Pompidou, contra De Gaulle, atrincherarme en Gay-Lussac contra la policía? Y, sin embargo, lo hice. No físicamente, por supuesto, me habrían faltado las fuerzas, pero sí con el corazón, con todo el corazón. Recuerdo la mañana del día ocho, la mañana en que unos jóvenes entraron en la librería con quince o veinte ejemplares de Action, el órgano del movimiento revolucionario, doblados sobre sus brazos. Me preguntaron si me importaba que los dejaran por allí. Los dejaron. Les regalé algunos libros y se fueron. No volvieron más: ojalá lo hubieran hecho.

      -Hola, Julián.

Volví la cabeza. Era Almudena, claro.

      -¿Y? -preguntó abriendo sus brazos.

      -Hola -dije.

      -¿Hola? ¿Sólo eso? ¿Después de tantos años?

      -Te creía muerta.

      -Más a mi favor, ¿no? Un abrazo, hombre.

Nos abrazamos. Tenía el pelo corto y en la cara se le marcaban varias arrugas, como a mí. Me besó en la boca y dijo que casi no lo podía creer.

      -Pasaba por aquí...

Un tópico, cierto, pero esta vez era verdad. Había llegado a París una semana atrás dispuesta a vivir la revolución y...

      -Vivo cerca, en casa de unos amigos. Estaba dando un paseo cuando...

Se encogió de hombros, sonreía.

      -Ya sabes que tus padres murieron, ¿verdad?

      -Me lo dijeron, sí.

      -Fui al entierro de tu padre. Viví un tiempo a escondidas, ¿sabes? Salí de España en el cuarenta y uno. Vine aquí, y después fui a Chile, a Venezuela. Ahora vivo en México. Escribo poemas. ¿No tienes ninguno de mis libros?

      -No.

      -¿En serio? Qué librería tan pobre. ¿Cuándo cierras? Quiero que me cuentes.

      -Ahora mismo.

Pasamos juntos dos semanas: dos semanas para co-pensar treinta años de espera. Después, Almudena regresó a México y yo me quedé en mi librería con mis bohemios pobres. Sólo fueron catorce días, pero hubo tiempo para todo: nos vimos desnudos, dormimos bajo las mismas sábanas, nos acordamos de la primera vez en la buhardilla, nos contamos nuestras vidas desde aquel día de agosto de mil novecientos treinta y siete en que ella cerró un puño desde la ventanilla de un autocar rumbo a Barcelona y yo me cagué en Dios, en la familia y en la patria. Se había casado: con un pintor inglés que se voló la tapa de los sesos acuciado por problemas de identidad; yo había tenido dos amantes: la última se arrojó en dos ocasiones al Sena, y en ambas fue salvada. Había publicado varios libros, y entonces yo le conté la increíble historia de Galdós y el gruyère. Dijo «me gustaría vivir contigo» y yo «¿y a qué coño esperas?»

Metió en su maleta mi libro de Baudelaire y me aseguró que era únicamente el tiempo de encontrar comprador para su casa en Guadalajara (la otra) y arreglar otros asuntos:

      -Un par de meses, como mucho.

Tomó el avión: volvería. Yo le sonreí: «no volverás».

Y volvió, pero también no volvió. Recibí dos cartas desde México que decían «ya no tardo, ya casi estoy allá, doy un par de recitales y París». Quince años más tarde, me despedí de todo y me largé: vendí la librería, el piso, escogí Casablanca y au revoir.

      -Esperando -pensé cuando cerraba por última vez la puerta de Goya- nadie se hace rico.


      «A los setenta y cinco años de edad, en París, ha muerto la escritora Almudena Rives. Autora de varios libros de poesía y de algunos cuentos, Rives partió al exilio tras el triunfo del bando franquista en la guerra civil española. Vivió en la capital francesa, en Santiago de Chile, en Caracas, en Guadalajara (México) y, nueva-mente, en la ciudad de la Torre Eiffel. Estuvo casada con el pintor inglés Robert Donne.»

Julián cerró definitivamente el periódico y se puso en pie. Dio un par de pasos y, al fin, se decidió a caminar.

Mordía la boquilla del enésimo Hoggar y tragaba el humo hasta lo más profundo de su vida. Intentaba recordar algo que tuviera olvidado por ahí dentro, pero a su cabeza sólo llegaban imágenes ya evocadas: el florete que no la mató, la sonrisa prohibida de Clark Gable, su sangre en la mano, sus pechos crucificados de arrugas, sus poemas no leídos, ella, Baudelaire...

Boulevard de la Resistence.

      -Bonjour, Julián. Buenos días -le saludó Kebdani.

      -Bonjour.

Julián abrió la puerta, entró. Subió los peldaños uno a uno. Giró otra llave, entró. Se tumbó en la cama, se llevó una mano a la cara, cerró los ojos. «La olvidaré», recordó.

      -Si es que puedo.

 © 1993 Rafael González Gosálbez


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