The Barcelona Review

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imagenCarlos Meneses

Humor de perros

 

 


 

Ya había prácticamente anochecido y Diana aplastó la colilla con el zapato. Después vació los pulmones y decidió andar hasta casa. El autobús iba con retraso, como siempre a esas horas. Se cargaba hasta los topes y parecía no avanzar. Diana necesitaba con urgencia abandonar ese barrio. Vestía su uniforme de cajera con la chapita de identificación enganchada en la camisa azul celeste: DIANA RODRÍGUEZ. Sacudió la cabeza y echó a andar aprisa, apretando contra su pecho el bote de gel sacado a hurtadillas envuelto en una bolsa de plástico del Súper. Qué se jodan, pensó. Cada noche se aventuraba a ocultar entre sus ropas más productos: champú, desodorante, colonias, pasta dentífrica, botes de cola-cao... “Ve poniéndote caliente que te voy a echar cuatro o cinco polvos; le dijo el cola-cao a la leche”, recordó que le dijo con burla Javier, el reponedor. Ni se inmutó, le miró con desgana y se acodó en la caja registradora, por fin libre de colas. Se cree muy gracioso y seguro que se pajea más que un mono, pensó. Luego el lapso para hacer caja. Y la eterna cantinela: “Señorita Diana, cada noche es lo mismo. ¿Dónde cree que está el fallo?”. Se encogió de hombros y musitó: “Cómo lo voy a saber...”. Pablo Escribano, el encargado, le taladró con la vista: “Debería ser más humilde y reconocer sus errores. Hay está la clave: la humildad”. Anhelaba hacerle un corte de mangas en sus propias narices y gritarle: que te den, pedazo de mamón. Como si no tuviera bastante con aguantar las quejas de las marujas. Examinando con lupa la factura, preguntando de dónde sale tal cantidad, “es por los limones, señora”, “¿limones?, ¿he cogido limones?”, plantárselos en la cara con hastío, y recibir como estúpida respuesta: “Ji, ji... ya ni lo recordaba, me llevo tantas cosas”.

Dobló la esquina y al atravesar la plaza de los columpios desvencijados, ahora vacíos de niños, se regocijó un instante al sopesar que abandonaba ese barrio y se adentraba en el suyo. Agarró con más fuerza el gel y sonrió con amargura.


Eladio la llevaba siguiendo desde la parada del autobús. En realidad, no era una desconocida que hubiese visto por primera vez. Eladio era vecino del supermercado y estaba harto de esa mojigata desvergonzada que le miraba por encima del hombro. No lo soportaba. Media hora antes le decía: “Caballero, son 15,37 euros”, mirando al vacío, impertérrita, como un témpano de hielo, mascullando un “gracias”, ausente y desganado cuando le devolvía el cambio. Leyó el nombre en la chapita. “O sea que te llamas Diana”, reflexionó en voz baja al salir del supermercado con las dos bolsas en la mano. No le gustó el gesto insolente de esa cajera, que no le tratara con el suficiente respeto. ¡Qué coño se ha creído! Subió a casa con la compra y la dejó encima de la mesa de la cocina. Y, mientras iba colocando la fruta y las bebidas, en su mente se iba plasmando la idea de darle un buen escarmiento. “Eso es”, golpeó su puño contra la palma de la otra mano. Sus dientes rechinaron. Se asomó a la ventana y la observó hacer caja con las barreras a medio bajar. Luego miró al otro lado de la calle y divisó la parada del autobús. Ella siempre se iba en el de las nueve y media. Espiaría desde allí hasta que saliera. Después bajaría con sigilo, subiría al autobús con Diana y se apearía donde ella lo hiciera. Se enfiló con ansiedad hacia el dormitorio. Al encender la luz los recortes de periódico que recubrían la pared mostraron su verdadera esencia. EL ASESINO DEL ENSANCHE ATACA DE NUEVO. Fotos robots, que no lograban definirlo, se agolpaban en las cuatro paredes. La policía trazaba círculos en balde. Se carcajeó. Abrió un cajón y la vieja pistola de la extinta Unión Soviética mostró todo su esplendor. La alzó con una mano y apuntó a sus propios retratos robots: “Bang, bang”, exclamó. Evaluó su peso con la palma y se la enfundó al cinto. La chaqueta vaquera le ayudó a disimularla. No aguantaba a la gente que no le miraba a los ojos. La taquillera del cine que se cargó el mes pasado hizo lo mismo: “son 7,50 euros”, mascando chicle con desdén. Se le antojó que lo traspasaba con la mirada como si él fuese un don nadie. Eladio Miralles Requejo, 30 años, divorciado y sin trabajo, se hallaba en condiciones de dar una soberana lección a todos aquellos engreídos.

      Cuando lo hizo por primera vez, supo que no habría marcha atrás. Era el inicio de una nueva singladura.


Cuando Diana abandonó el Supermercado, Eladio salió a la carrera de casa. Bajando las escaleras especulaba con la posibilidad de cargársela antes de llegar a la parada, pero eso sería un terrible fallo: su casa estaba justo al lado. En la parada había tres personas más. Todos cabizbajos, suspirando, examinando sus carnés de descuento del bus. Aguardó a unos precavidos metros de distancia. Diana fumaba haciendo aros con el humo, ignorándolos. Aguantaba el peso del cuerpo sobre una pierna y con la otra guardaba el equilibrio sobre la punta del pie. Apretaba un bote de algo contra el pecho. A Eladio le dio más asco todavía. Su prepotencia le abrumaba, y eso era mucho más de lo que podía soportar. Apretó disimuladamente la culata y sus nudillos crujieron. Inesperadamente Diana echó a caminar, lo que le pilló en bragas. Cruzaba la calle con prisas y él dudó un momento. Mejor que se alejara unos metros para que nadie sospechara de sus intenciones. Cuando llegó a la otra acera, Eladio se enfiló en su dirección. Se mantuvo siempre a veinte metros de distancia, advirtiendo que la velocidad de la cajera aumentaba progresivamente. Se adecuó a su ritmo y especuló cómo acabar con ella. Apostaba a que se dirigía a su casa. No daría una vuelta con el uniforme del trabajo. Le dispararía en el zaguán. Se relamió imaginando su cara de espanto. Él se reiría una breve fracción de segundo para que lo último que viera de este mundo fuese su satisfacción de verla morir. Seguidamente, saldría echando leches.

      Tras atravesar una plaza, se adentró en una maraña de calles angostas, cargadas de aroma a pescado. Estaban a dos pasos del Mercado. De pronto, Diana echó a correr con el frasco de gel en la mano derecha. Eso no lo esperaba. Y Eladio echó a correr también asiendo con fuerza la culata de la pistola sin sacarla del pantalón. ¿Lo había descubierto? ¿Se habría dado cuenta de sus intenciones? Se introdujo en un modesto portal. Eladio preparó la pistola sin detener la velocidad, la puerta de hierro se cerraba muy poco a poco, le daría tiempo con las justas. Sonrió. Sin embargo, los dos últimos palmos se cerraron de golpe, como si la puerta se hubiese quedado sin frenada, dando un portazo tremendo. Eladio se agarró a los barrotes de hierro y la vio desaparecer por las escaleras. Llamó frenéticamente por el portero automático a todos los pisos, anhelando que algún despistado le abriera, pero fue inútil. Nadie lo hizo. Escupió al suelo y se enfundó la pistola. Contempló la probabilidad de que alguien pagara los platos rotos y abandonó el portal. Esta noche ya está maldita, mejor volver a casa, masculló con un cabreo del copón.


Diana llegó jadeando a la tercera planta ansiosa de abrazar a su novio. Abrió la puerta apresuradamente, lanzó el bote de gel sobre la alfombra del recibidor y corrió al cuarto de estar. Mario estaba repantigado en el sofá. La tele encendida. Sin saludarlo se echó encima de él. Se puso a llorar.

      -¿Qué te pasa, cariño? ¿Has sido tú quién ha llamado de abajo?- preguntó Mario abrazándola.

      No contestó. Prosiguió con sus sollozos y cuando se vio con fuerzas para hablar, dijo:

      -He tenido un mal día, Mario. Un día espantoso. He discutido con todo Dios.

      -Ese trabajo te está matando, cariño. Déjalo, anda, hazme caso. Ya encontrarás otro.

      -Ni hablar, no les daré ese gusto- susurró engullendo las últimas lágrimas.

      -Está bien, está bien...- la calmó abrazándola con más fuerza.

      -Te juro, Mario, que hoy me resulta imposible pensar en un día peor.

© Carlos Meneses


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Carlos Meneses Nebot. Nacido en 1969 en Palma de Mallorca, lugar donde reside. Trabaja en la Sala Augusta y colabora con el diario Última hora. Ha publicado 12 libros, entre novelas y volúmenes de relatos. Los tres últimos con la editorial Sloper: “El día que murió Amy Winehouse”, “Sabor a proteína humana” y “El cuervo a través del cristal”.