biografía del autor

María Victoria Albornoz

NO HAY VACAS EN EL CUARTO    

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Me miró con ojos de búho desde el fondo del armario.
       —¿Y si vuelven de nuevo?
       —No volverán por ahora, te lo juro.
       —Repítelo.
       —No hay vacas en el cuarto.
       —¡Júralo!
       —¡Se han ido, Juancho! Mentí cuando dije que habían vuelto.
       —No te creo.
       —No quería que salieras. Entiéndelo. Pero ahora todo es distinto: no sé si deberíamos seguir aquí. 
       Me miró con desconfianza.
       —No hay vacas, Juancho.
       —Sí hay.
       —¿Cómo lo sabes?
       —Porque Mario vio una.
       —¿Y cómo lo sabes? Mario es un mentiroso.
       —¡Mario siempre dice la verdad! Vio una vaca blanca con manchitas negras. Y tenía unos cuernos enormes, casi como los de los alces. Y además aullaba que daba miedo.
       —Las vacas no tienen cuernos. 
       —Era una vaca. Tenía tetas de vaca.
       —Tendría ubres de vaca, ¿por qué eres tan bruto?
       —A ver, sabelotetas, ¿y cuál es la diferencia?
       Me quedé pensando un momento.
       —Que de las ubres sale leche –dije.
       —A ver, ¿y de las tetas?
       —Pues de las tetas…
       —¡Sabelotetas, sabelotetas, sabelotetas!
       —¡Silencio! ¡Por Dios, Juancho, cállate! Nos van a oír…
       Me miró con temor:
       —Tú también crees que volverán, ¿verdad?
       Negué con la cabeza.
       —¿Las vacas volverán?
       Sentía la boca seca.
       —No te muevas de aquí –le dije—. Saldremos, pero ahora prométeme que no te moverás.
       Abrazó con fuerza su langosta de peluche y me miró sin decir nada. Cuando estuve segura de que obedecería, me deslicé con sigilo hacia la ventana, procurando no hacer ruido. El piso crujía inclemente. Me quité los zapatos y los dejé con cuidado muy cerca de la cama. Avancé otro poco, pero cuando ya casi alcanzaba la cortina, tuve que detenerme. Volví sobre mis pasos y oculté los zapatos bajo la cama; me arrastré hasta la ventana a gatas. Levanté la cabeza lentamente, cuidando que nadie me viera desde afuera. Por increíble que pueda sonar, aún no había oscurecido. En la calle, todo parecía normal. Incluso el perro de los Gómez continuaba allí, aunque sin ladrar. El coche no estaba, pero eso no era garantía de nada. Me agaché de nuevo y volví hacia el armario.
       —¿Vienen?
       Sacudí la cabeza, y él respiró aliviado.  
       —Si hubiera sabido que les tenías tanto miedo… —dije.
       —¿Si hubieras sabido qué?
       —A lo mejor… Son animales, ¿lo entiendes? Son sólo animales.
       —Son animales grandes —puntualizó.
       —De acuerdo, son animales grandes, pero…
       —Hasta alguien tan tonto como Mario puede darse cuenta de que son animales enormes como pinos –dijo cruzándose de brazos.
       —Ya lo sé. Pero qué más da, ¿Juancho?. Fíjate en las culebras, por ejemplo. En lo chiquititas que son. Tú mismo has visto en el zoológico lo chicas que son. ¿Y qué preferirías, una culebra o una vaca? Yo preferiría mil veces estar en un potrero lleno de vacas grandes a estar en un serpentario.
       —Me gustan las culebras –dijo mordiéndose los labios.
       —Escucha, niño —le dije mirándolo a los ojos—. Quiero que entiendas algo muy importante: tengo que pensar, ¿okay? Y mientras pienso lo mejor es que no te muevas de aquí. ¿Entendido?
       —Pero me duelen las piernas.
       —Pues te aguantas.
       —Mamá dice que eso es malo. Que si se te quedan dormidas las piernas, más te vale que las sacudas porque te quedas sin sangre adentro y luego se te caen.
       —No se te van a caer.
       —Y luego tienen que ponerte patas de palo.
       —De acuerdo. Sal y camina, pero sólo hasta allí. Cinco pasos. El que pase de ese punto es tonto. Y ni se te ocurra abrir la puerta. Júramelo.
       —¿Por qué no?
       —¡Por que hay vacas! –dije casi fuera de mí.
       Se incorporó lentamente y empezó a salir del armario. Un pie primero, la mano, la cabeza. Cuando tenía medio cuerpo afuera, cambió de idea y se dejó caer sobre la montaña de zapatos con un suspiro.
       —Laura, ¿tú crees que ya se cansaron de jugar?
       —¡No te sientes ahí! Los estropearás, ¿no te das cuenta? Si te sientas ahí los estropearás. Ayúdame a ordenarlos.
       —No.
       —Si no lo hacemos, volverán.
       Empezó a lloriquear de nuevo.
       —De acuerdo, quédate ahí, pero trata de no sentarte encima, por favor. Ya sabes cómo se ponen cuando haces eso. Podemos ponerlos a un lado, ¿sabes? Así.
       —¿Cómo una barricada?
       —Eso es, como una barricada.
       La idea le gustó. Y así fue como empezó la construcción del gran muro. Nos protegería de ellos mientras tanto. En la base pusimos los zapatos  más pesados. Los rellenamos de calcetines. Nos hicimos con un par de botas que nos sirvieron de columnas. Las zapatillas ocuparon el espacio intermedio y, en la cúspide, pusimos las sandalias de mamá. Pesaban menos. Los zapatos blancos los desechamos unánimemente. De servirnos de algo, sería de armas arrojadizas. Nunca se sabía cuándo las podríamos necesitar. Algunos zapatos, que tenían cauchos para asegurar los talones, los usaríamos como tirachinas. La verdad es que me alegraba que Juancho estuviera allí. Era pequeño, pero también era mi hermano y al menos no me haría daño.
       Entonces vi el ligero bultito en su pantalón. El borde brillante asomaba con descuido por la esquina del bolsillo derecho.
       —Dijimos que no habría armas —le recordé.
       —Es mía —dijo llevándose la mano al costado.
       —¡Entrégamela o ya no jugaremos! 
       —¿Y quién está jugando? —dijo asomando la cabeza por la ranura de la puerta corrediza con precaución. Lo agarré del tobillo, impidiéndole la salida.
       Se dejó caer dócilmente.
       —¿Y si vuelven? ¿Qué haremos si vuelven? –preguntó con angustia.
       Oímos entonces un crujido seco en el pasillo, seguido por el mugido.


       Ahora sólo nos queda rezar.

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Biografía:

AlbornozMaría Victoria Albornoz. Colombiana, 35 años. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes de Bogotá. Se doctoró en Literatura hispanoamericana por la Washington University de Saint Louis, EEUU. Vive en Madrid desde 2004, donde trabaja como profesora de Literatura Latinoamericana en Saint Louis University, Madrid Campus.

Obtuvo el primer puesto en el Premio Internacional de Cuento de Casa de Teatro 2005 (República Dominicana), un accésit en el VII Premio Internacional Julio Cortázar de Relato Breve 2004 y ha sido finalista del XXI Premio Ana María Matute de Relatos de Mujeres 2009.

Este año saldrá publicado su libro de relatos El amor, un error de cálculo en Cambridge BrickHouse. Actualmente, trabaja en su primera novela, Bienvenidos al Hostal de los Abrazos