biografía del autor

Iimagegor Marojević

Naranja Caliente

 

 

Los jueves por la noche dormía vestido, y no sólo para calentarme. Así evitaba perder tiempo los viernes por la mañana: ya vestido y despierto, en menos de un minuto podía levantarme, ponerme el abrigo y correr afuera. Aquel viernes por la mañana, al salir de casa me detuve en la calle, intentando descubrir de dónde venía el tintineo de un palo sobre un metal macizo, el ruido que me había despertado. No estaba tan cerca como me había parecido al despertarme: entre tanto se había alejado, o perdido. De pronto sentí frío, pero no era una sensación ofensiva; aunque me enfriase la piel con cierta intensidad, el aire me cubría suavemente, como la espuma de afeitar. Para calentarme un poco, eché a andar sin rumbo, es decir Verdi arriba, y luego a la derecha, por la enmudecida calle Rubí. Y cuando me detuve por segunda vez, la espuma fría empezó a deslizarse sin ruido por mis brazos, y a penetrarme hasta los huesos, o eso me pareció. En aquel momento decidí abandonar la búsqueda del ruido y de todo lo que tenía que ver con él, pues afuera no hacía mucho más frío que en mi casa. ¿Por qué una parte tan considerable de la ciudad se calentaba a butano? No hubo tiempo para pensar la respuesta: cerca de Verdi, o en la misma calle, se oyó de nuevo el ruido. Me pareció que se formaba a la altura del número cincuenta. Giré a la derecha y el ruido del palo sobre metal se intensificó. Pero cuando por fin pude leer las letras blancas sobre la placa azul en la fachada del edificio –VERDI 50– resultó que el ruido sí que estaba cerca, pero no realmente allí. Dada la perspectiva de mi oído, igual de posible era que la gente de naranja tintinease con el palo a mi izquierda, en la calle Torrent de l’Olla, como en la parte contraria, la Plaza de la Virreina. Me sentí como un portero que antes de la ejecución del penalti elige por intuición uno de los dos extremos desde el que saltará: su riesgo es completo, su tarea es irracional. Creo que los porteros fracasados se convierten mayoritariamente en jugadores. Casi siempre, jugadores fracasados. Salté erróneamente: a diferencia de cualquier portero y de cualquier jugador fracasado, con un solo gesto –con un salto— cometí dos errores: el tintineo de madera sobre metal se iba perdiendo en el alboroto de Torrent de l’Olla; la calle en la que había entrado desde Torrent de l’Olla era un callejón sin salida. Si me hubiera quedado en Torrent de l’Olla, habría tenido tiempo de observar la trayectoria de los hombres que tintineaban, vestidos con uniformes naranjas. Pero al haber entrado en el callejón sin salida sólo pude dudar si desde Torrent de l’Olla habían girado hacia la calle Astúries o a la plaza del Diamant. Era extraña la calle Torrent de l’Olla, era como si alguien –por ejemplo, un tipo de Madrid– la hubiera inventado para crear una confusión en Barcelona. Era una calle larga, pero estrecha y tan llena de tráfico como la agenda de un hombre de éxito. Además de las sirenas rabiosas de los automóviles, oí un nuevo tintineo del palo de madera sobre metal. Y enseguida, oí otro golpe. Mejor dicho, lo sentí. Me apresuré para verlo también, pero sólo conseguí chocar contra un cuerpo firme, lo que interrumpió también el paso de su joven dueño. Desde unos metros de la distancia creada por el choque violento entre los dos, pedí disculpas y miré la americana estrecha de color blanco que destacaba la plenitud del cuerpo del joven. De paso noté su camisa blanca perfectamente planchada y la corbata roja. Pensé que era curioso que el joven no tuviese frío, o que justamente por el frío me mirara de reojo, si no con desprecio. Me pareció que, si hubiera tenido tiempo, habría incluido en la mirada también cierto odio. Quizás me habría castigado de algún modo más concreto: le vi volverse por la acera izquierda de  Torrent de l’Olla, la acera llena de gente (como la acera derecha): le vi evitar con paso furioso a una madre con su bebé en el cochecito, lo distinguí empujando hacia la izquierda una mujer de unos cuarenta años que por casualidad se había cruzado en su camino y a la que se le cayó la bolsa. El joven siguió andando, saltó para evitar una mujer vestida a la musulmana con un niño pequeño y (hasta aquel momento) dormido en brazos. El joven era un buen saltador, pero yo ya no podía verle; intenté adivinar cómo chocaría con otro de su edad –parecido a mí, pero más bajo y más joven– y resolviendo el problema del atasco de la acera de Torrent de l’Olla y empujándolo a la derecha, hacia la misma calle plagada de coches. Y todo eso sólo para llegar a tiempo a su oficina. Yo volví a la plaza del Diamant, con fuertes ruidos en la cabeza, recuerdos de mi choque con aquel frío asesino, por llamarlo así. A veces, cuando renuncias a algo y eso te hace sentir –o por lo menos imaginar– cierta fuerza, cuando ya renuncias a encontrar la solución y te olvidas del todo menos de la soledad, la solución aparece por sí sola y te devuelve a aquello a lo que habías renunciado. Pensé algo similar al encontrar dos hombres morenos de uniforme naranja vivo. Me dirigí hacia ellos, grité un saludo nervioso y me saqué unos billetes del bolsillo. Cuando uno de los dos me preguntó donde vivía, pronuncié la palabra Verdi, y él me preguntó en qué número. Yo respondí cincuenta y ocho, y él me dijo que sólo les habían autorizado el abastecimiento de la esquina de la calle y para ellos era el fin de la conversación, prácticamente el fin del mundo.
       –Sólo la esquina de Verdi, la esquina de Verdi con Rubí. Rubí, sí, pero Verdi, excepto  la esquina de Rubí con Verdi, no– repitió.
       Yo tenía razones para no creerles: Rubí era una de las calles más pequeñas del barrio, no reunía tantos clientes, en cualquier caso, resultaba insuficiente para un turno de entregas, ni siquiera sumando los habitantes de la esquina de la calle Verdi habría aumentado mucho el número de posibles compradores. No logré convencerles de que tenían que atenderme; los dos entendían castellano aun peor que yo, además eran fuertes e iban armados con aquellos palos con los que habían golpeado ruidosamente el metal para llamar a los clientes. Si a aquel mariquita joven y culturista le había calificado de frío asesino, ¿qué serían aquellos dos –a juzgar por su acento y su aspecto– argelinos, de uniforme naranja intenso? ¿Asesinos feroces? Quizás no. Estuve mirando cómo se alejaban tranquilamente por la calle Rubí, siguiendo una lenta camioneta de color naranja pálido donde llevaban el resto de su mercancía. Compré tabaco y, al salir de la tienda, encendí un pitillo y levanté la vista: estaba saliendo el sol. El tiempo era lo bastante agradable para que los jóvenes, turistas rubios en camiseta de manga corta, se sentaran en el único banco momentámeamente soleado de la plaza del Diamant. Lo llenaron. Podía contarlos con el dedo sin ser visto: habían cerrado los ojos y levantaban hacia arriba sus rubias cabezas, casi platino. No llegué a contar a todos los turistas nórdicos: uno de ellos, un joven de piel sonrosada por el sol, abrió los ojos de pronto y sacó una cámara de la mochila. El destello que produjo la cámara despertó a todo el grupo: les envidié por haber despertado tan fácilmente y de pronto sentí deseos de tomar café. Pero decidí quedarme un poco más en la plaza del Diamant, donde hacía más calor que en mi apartamento y tal vez más calor que en la mayoría de los cafés del barrio. Cuando el tintineo resurgió en algún lugar de la plaza de la Revolució, tiré el cigarrillo, atravesé la plaza del Diamant y la calle Guillleries corriendo todo lo que pude, pero tuve que pararme en la estrecha calle de la Perla. Ante mí había una vieja y yo no sabía cómo había logrado deteneme, como el portero que, seducido por la trayectoria del balón, renuncia a defender el penalti. A diferencia de mí, la mujer no había corrido, iba despacio, así que pudo pararse con más facilidad que yo, pero como yo, se tensó con el tintineo que justamente se desvanecía. Sonrió y por el número de sus arrugas comprendí que no era muy vieja, quizás sesenta y cinco años, con el cuerpo en buenas condiciones físicas. Me preguntó si estaba bien, yo asentí con la cabeza, le pedí disculpas y, por su sonrisa, concluí que me consideraba una persona amable. O bien era la sonrisa ambigua de los partidarios de expulsar de Barcelona a todos los extranjeros que crean problemas. De todas formas, yo estaba de acuerdo con aquella opinión, yo mismo estaba horrorizado de los extranjeros, yo mismo me comportaba mal con ellos, yo mismo era extranjero. Me despedí de la mujer con unas frases hechas en catalán y decidí acercarme al bar más cercano. En la barra hacía mucho frío, sólo podía imaginar la temperatura junto a las ventanas de la cervecería: la camarera dijo que sólo encendían las estufas por la noche porque no conseguían butano.
       –No conseguimos comprarlo y sólo tenemos para unas horas más. De vez en cuando los repartidores vienen los lunes o martes también, pero si no, nada de  calefacción hasta el viernes que viene, cuando los butaneros vienen seguro al barrio. Si el dueño no hace algo enseguida y si no tenemos suerte, el negocio se reducirá mucho por el frío– suspiró la camarera, rubia natural, cubriendo con su bufanda la zona que iba de la clavícula al labio inferior. Asentí con la cabeza, bebí el café de un trago, pagué y vi en la calle dos nuevos tipos de naranja. Acercándome a ellos, me di cuenta de que no eran uniformes naranja intenso o naranja desvaído como los que llevaban los dos argelinos –y ni siquiera color naranja– sino de un tono amarillo tirando a beige. Si no hubiera estado tan cansado, no habría confundido los uniformes naranja con los uniformes de un amarillo casi fosforescente, casi tecno. Reconocí los uniformes de los barrenderos locales, un vestuario que me había gustado al llegar a Barcelona. Por algún tiempo estuve soñando con salir de noche vestido de aquel uniforme. En aquella época ya un poco lejana admiraba al gobierno local. Qué gente tan astuta, pensaba. Ordenan para sus obreros uniformes confeccionados para la fascinación fugaz de tantos turistas ordinarios, que admiran por unos días los modernos uniformes de los barrenderos. Luego descubrí que a los que se quedaban más tiempo en Barcelona, el color de aquellos uniformes acababa por darles asco. El color del vestuario laboral de los trabajadores que yo buscaba estaba en función del cansancio invernal de los vecinos permanentes, y de los semipermanentes, como los argelinos, los marroquíes y yo mismo. De todos modos, a los turistas ordinarios no les hacía falta una habitación caliente, veraneaban sin llegar a conocer el otoño local ni a calentarse con butano y  –con suerte– se ahorraban la visión de ningún uniforme naranja vivo. Yo vi aquel uniforme en medio de la calle Verdi, cerca de la entrada de mi casa, al volver, constipado e indiferente. Dos hombres con uniformes naranja vivo estaban sentados en una camioneta pequeña, lenta y silenciosa, en vez de seguirla andando y tintineando con sus palos de madera en las botellas del metal.
       –¿Tenéis todavía butano? –grité–.
       – Por supuesto –respondió tranquilamente el que conducía–.
       - Este edificio: primero, tercera. Por favor –dije y saqué el dinero– tráiganme una bombona.

 

Biografía:
      
       © foto: Nikola IlicIgor Marojević (Vrbas, Serbia, 1968) es autor de las novelas Schnitt (2007, 2008), Žega (El calor, 2004, 2008; premios “Borislav Pekić” y “Stevan Pešić”), Dvadeset četiri zida, (Veinticuatro paredes, 1998) y Obmana boga (1997; traducida al castellano: El Engaño del Dios, H20, Barcelona, 2005); y de los libros de relatos Mediterani (Mediterraneos, 2006, 2008) y Tragači (Los Buscadores, 2001; traducida al macedonio por Blesok, Skopje, 2005).  Su obra teatral Los nómadas/Els nòmades se estrenó en Tarrasa en el 2004 (dirección de Jordi Mesalles, producción del Institut del Teatre de Barcelona), y su traducción al serbio en el 2008 (producción del BELEF). La adaptación teatral de su novela Veinticuatro paredes se estrenó en Belgrado en el 2003 (producción de BDP). Ha sido incluido en varias antologías de la prosa serbia. Es un socio del P.E.N. Club serbio y deñ P.E.N. catalá. Tiene el título de Profesor de Lengua y Literatura serbia (Universidad de Belgrado). Vive en Belgrado.

© foto: Nikola Ilic