biografía del autor

chicaRodolfo Cifarelli

Lejos de casa

 

 

Probablemente también fue por el estado que acontece después de dar una conferencia, La experiencia en la experiencia del arte moderno, en un salón sin aire acondicionado a fines de diciembre en una ciudad junto a un río fabuloso, de responder preguntas a desconocidos, malinterpretando deliberadamente esas preguntas para explicar el curioso camino que va desde el V-effekt a creernos todos artistas, de ser felicitado por esos y otros desconocidos, que en su mayoría han comprendido que no soy más que un farsante con opiniones que ostentan cierto grado de autenticidad, todo ese cúmulo, entonces, de preguntas certeras y no tanto y respuestas desviadas y no tanto al que habría que agregar la percepción de la luz turbia que venía desde la calle, después de comer un buena pieza de surubí al paquete con papas noisette a la crema con un litro y medio de blanco helado en una fonda a la vuelta del salón de la conferencia, la misma, o casi, luz turbia que entraba a una habitación a oscuras en el piso 10 de un hotel a metros del río Paraná, esa luz incierta y silenciosa como la de A la rencontre du plaisir de Magritte, por todo eso organizado de modo tal que se pueda percibir y sufrir una súbita impresión de totalidad pero no expresarla y menos comprenderla, probablemente, insisto, fue esa conferencia, el calor y la humedad otra vez en la calle, la acidez en la boca del estómago, el estado de certezas vanas que me venían asaltando últimamente, y por qué no, también, la vista desde la ventana del río iluminado por la luna llena, todo ese conjunto de actos y cosas fue sin duda lo que me llevó a preguntarle al conserje dónde podía encontrar una mujer. El tipo, cómplice, amable, no sé por qué hasta condescendiente, me dijo que podía suministrarme lo mejor de la ciudad y enviarmeló a la habitación en menos de media hora.

– No –dije-. Quiero salir.
El tipo me miró extrañado.
– Vaya al puerto. No: Mejor, al cementerio.
– Quiero una mujer viva –dije.
El tipo, por supuesto, no se rió.
– Mariela –dijo sentándose mientras me estampa un beso húmedo en la mejilla. La boca grande, los labios muy finos, el pelo negro, los brazaletes plateados, brillantes en los brazos.
– Ernesto.
– Al fin puedo sentarme.
– Estás cansada.
– Y sin un peso, querido. No hice nada en toda la noche. Ojo no me quejo. Voy para adelante. ¿Cuánto avanzaste vos en este último año?
– Eh... No, no sé...
– ¿Pensás en tu futuro?
– No.
– En qué pensás.
– En muchas cosas. Pero en el futuro no.
– Para qué mierda pensar, tenés razón. Mirame a mí. Toda la vida el fuentón de loza de la abuela estuvo lleno de agua helada al bañarme. Por eso mis nalgas son firmes. Yo quería nada más coser para afuera, a las novias. No fui nunca a misa, ni llevé pedidos nunca a ninguna virgen. Y acá estoy. ¿Vos?
– ¿Yo, qué?
– ¿Llevaste pedidos a alguna virgen?
– ¿Yo? No, nunca.
– Tenés cara de andar medio perdido vos.
– Sos adivina.
– No. Hace mucho que estoy en la calle. Voy a cambiar de zona. Ya no sé adónde ir. Y anoche, como si fuera poco, sobre el techo de casa una gata no me dejo pegar un ojo.
– ¿Qué le pasaba?
Me miró como a un santo que lloraba sangre por las orejas.
– Se la estaban cogiendo, mi amor. ¿Qué querés que te haga?
– Nada.
– Me estás jodiendo.
– ¿Cuánto cobrás la hora?
–  Depende de lo que haga.
–  Hablar, por ejemplo.
– ¿De qué vamos a hablar si no nos conocemos?
– Mejor si no nos conocemos. Vayamos a dar vueltas.
– Cuánto tiempo.
– Una hora.
– Cien pesos.
– Está bien.
Arranqué hacia el lado del puerto.
– Ahí estaba el hotel –dijo ella cuando pasamos frente a un terreno baldío entre dos fábricas o depósitos abandonados–. Lo llevaron, dicen, a otra parte.
– Se mudaron.
– Sí. Se lo llevaron.
– Se mudaron.
– No. Se llevaron el hotel. Ladrillo por ladrillo.
– Quién se lo llevó.
– Cómo voy a saberlo.
– Adónde se lo llevaron.
– A otra ciudad, seguramente.

       Me detuve frente a una parrilla frente al río. Ella hablaba mirándose las uñas pintadas de negro. El humo venía desde los fogones en línea sobre la vereda. Ella seguía hablando. La misma sonrisa. Hermosa sonrisa, y para colmo el olor del litoral, el aire tibio, justo a punto, además del inconfundible aroma de boga a la parrilla, probablemente rellena por manos confiables con manteca trozada, aros de cebollas, pimientos rojos y verdes cortado en tiras delgadas. Ella dijo que hubo un hotel en la ciudad con sólo una habitación abierta al público. Esa habitación, en el primer (único) piso de la construcción, tenía reservas acumuladas desde hacía años, y ofrecía a los clientes una cama matrimonial bastante grande, dos mesas de luz, un toillete, un pequeño escritorio, las paredes empapeladas con papel azul cobalto. Sobre la cama, adosados a la pared, había dos quinqués de vidrio muy fino que emiten una cálida luz dorada las 24 horas. Los pasajeros (no se aceptaban más de dos por vez) se instalaban en la habitación y en algún momento, otro requisito importante, debían pensar en sus canciones favoritas. Dos para cada uno. Al rato de ser pensadas, las canciones comenzaban a sonar hasta en el más secreto resquicio del hotel. No eran las versiones originales -y sin embargo los pasajeros afirman que las versiones escuchadas eran mejores que las originales. Después de vivir la experiencia, los pasajeros dicen que ese hotel es lo más importante que les pasó en la vida, aunque ninguno puede explicar con precisión por qué. Le pregunté: ¿Quiénes eran los cantantes y los músicos? ¿Ejecutaban las canciones desde alguna habitación del hotel o se trataba de grabaciones que eran transmitidas por un sofisticado sistema de sonido?
– Nadie lo sabe –respondió ella.
– Te gustan las historias fantásticas.
– Qué historias fantásticas –protestó suavemente–. Es cierto.
– ¿Vos estuviste en el hotel?
– No. Pero tres personas que conozco estuvieron. Son de los que no mienten ni a palos.
Le di mi tarjeta antes de que se bajara en la esquina donde seguía la ronda de las otras chicas.

Dos noches más tarde la llamada me despertó. Eran las 2.08 AM.
– ¿Escuchás? –dijo la voz de una mujer–. Es muy linda ¿no?
Reconocí la voz pero no la canción que sonaba detrás de su voz.
– ¿Qué canción es?
– Es mi canción –dijo, y juro que la vi sonreír–, no la tuya. Lo encontré. Un beso, mi amor.
– Esperá, escuchame...
Cortó.
– ¿Quién era? –me preguntó mi esposa embarazada de cuatro meses.
– Número equivocado.
– ¿Qué hora es?
–  Las dos y diez.
Se apretó contra mí, menos tibia que difusa. Una luz muerta resplandecía tras las hendijas de la persiana. Y sí, afuera llovía.
– Qué cosa la gente que llama a esta hora, mi amor –dijo–. Dame un beso.
La besé, primero la boca, luego los pechos, luego la vagina.
Cuando volví a la cama después de fumar un cigarrillo en el baño ella ya dormía. Enseguida yo también me dormí.

 

Biografía:
Rodolfo Cifarelli ganó en el 2001 la primera mención al Premio Clarín de novela por La Jaula de Hielo. Fue finalista del primer concurso de poesía Revista Lea por Coltrane´s Shtudowm. En el 2003 fue ganador del Premio Argentores de teatro semimontado por Cambio de guardia y en el 2006 por Un millón de años luz ahogado en un vaso de agua. En el 2008 fue finalista del concurso de cuentos Manuel Mujica Lainez por Golem II.