EL
PARAÍSO ERA UN AUTOBÚS
Juan José Millás
Él trabajó durante toda su vida en una ferretería del
centro. A las ocho y media de la mañana llegaba a la parada del autobús y tomaba el
primero, que no tardaba más de diez minutos. Ella trabajó también durante toda su vida
en una mercería. Solía coger el autobús tres paradas después de la de él y se bajaba
una antes. Debían salir a horas diferentes, pues por las tardes nunca coincidían.
Jamás se hablaron. Si había asientos libres, se
sentaban de manera que cada uno pudiera ver al otro. Cuando el autobús iba lleno, se
ponían en la parte de atrás, contemplando la calle y sintiendo cada uno de ellos la
cercana presencia del otro.
Cogían las vacaciones el mismo mes, agosto, de manera
que los primeros días de septiembre se miraban con más intensidad que el resto del año.
Él solía regresar más moreno que ella, que tenía la piel muy blanca y seguramente algo
delicada. Ninguno de ellos llegó a saber jamás cómo era la vida del otro: si estaba
casado, si tenía hijos, si era feliz.
A lo largo de todos aquellos años se
fueron lanzando mensajes no verbales sobre los que se podía especular ampliamente. Ella,
por ejemplo, cogió la costumbre de llevar en el bolso una novela que a veces leía o
fingía leer. A él le pareció eso un síntoma de sensibilidad al que respondió
comprándose todos los días el periódico. Lo llevaba abierto por las páginas de
internacional, como para sugerir que era un hombre informado y preocupado por los
problemas del mundo. Si alguna vez, por la razón que fuera, ella faltaba a esa cita no
acordada, él perdía el interés por todo y abandonaba el periódico en un asiento del
autobús sin haberlo leído.
Así, durante una temporada en que ella estuvo
enferma, él adelgazó varios kilos y descuidó su aseo personal hasta que le llamaron la
atención en la ferretería: alguien que trabajaba con el público tenía la obligación
de afeitar-se a diario.
Cuando al fin regresó, los dos parecían unos
resucitados: ella, porque había sido operada a vida o muerte de una perforación
intestinal de la que no se había quejado para no faltar a la cita; él, porque había
enfermado de amor y melancolía. Pero, a los pocos días de volver a verse, ambos ganaron
peso y comenzaron a asearse para el otro con el cuidado de antes.
Por aquellas fechas, él ascendió a
encargado de la ferretería y se compró una agenda. Entonces, se sentaba tan cerca como
podía de ella, la abría, y con un bolígrafo hacía complicadas anotaciones que
sugerían muchos compromisos. Además, comenzó a llevar corbata, lo que obligó a ella,
que siempre había ido muy arreglada, a cuidar más los complementos de sus vestidos. En
aquella época ya no eran jóvenes, pero ella comenzó a ponerse unos pendientes muy
grandes y algo llamativos que a él le volvían loco de deseo. La pasión, en lugar de
disminuir con los años, crecía alimentada por el silencio y la falta de datos que cada
uno tenía sobre el otro.
Pasaron otoños, primaveras, inviernos. A veces
llovía y el viento aplastaba las gotas de lluvia contra los cristales del autobús,
difuminando el paisaje urbano. Entonces, él imaginaba que el autobús era la casa de los
dos. Había hecho unas divisiones imaginarias para colocar la cocina, el dormitorio de
ellos, el cuarto de baño. E imaginaba una vida feliz: ellos vivían en el autobús, que
no paraba de dar vueltas alrededor de la ciudad, y la lluvia o la niebla los protegía de
las miradas de los de afuera. No había navidades, ni veranos, ni semanas santas. Todo el
tiempo llovía y ellos viajaban solos, eternamente, sin hablarse, sin saber nada de si
mismos. Abrazados.
Así fueron haciéndose mayores,
envejeciendo sin dejar de mirarse. Y cuanto más mayores eran, más se amaban; y cuanto
más se amaban más dificultades tenían para acercarse el uno al otro.
Y un día a él le dijeron que tenía que jubilarse y
no lo entendió, pero de todas formas le hicieron los papeles y le rogaron que no volviera
por la ferretería. Durante algún tiempo, siguió tomando el autobús a la hora de
siempre, hasta que llegó al punto de no poder justificar frente a su mujer esas raras
salidas.
De todos modos, a los pocos meses también ella se
jubiló y el autobús dejó de ser su casa.
Ambos fueron languideciéndose por separado. El murió
a los tres años de jubilarse y ella murió unos meses después. Casualmente fueron
enterrados en dos nichos contiguos, donde seguramente cada uno siente la cercanía del
otro y sueñan que el paraíso es un autobús sin paradas.
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