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índex català   enero - feb  2003  n° 34

La Edad Media
Juan Francisco Ferré

A Germán Sierra

 

¿Qué hacer cuando se está a solas con una mujer en una habitación alquilada y se descubre de pronto que ya no se la desea?

        No, no, no era una pregunta, como mucho un murmullo de la conciencia, o más bien una quemadura en el bolsillo del pantalón, una carcajada triste, un pullazo en el trasero, una bofetada de amigo, una traición, un eslogan publicitario sobre nada, una letra de canción sin música, un salto en el vacío, el desafío a su plena potestas individual, un patadón en salva sea la parte, una llamada telefónica equivocada, perder el autobús en un día lluvioso y gris, llegar tarde a una cita amorosa concertada con semanas de antelación, leer un periódico atrasado, obtener un cociente erróneo en una división, tener la palabra decisiva en el ápice de la lengua y no acertar a pronunciarla...No, no, no, más que un catálogo de negaciones, la cruda descripción de una situación deplorable, irritante, sin salida aparente.

        No, no, no, antes la deseó, por supuesto que la deseó, sino qué hacía allí, quién le mandaba enredarse de ese modo. No se trataba de eso, ni mucho menos. No, no, al verla por primera vez parada junto al semáforo, pendiente de las señales luminosas, fue algo repentino, inesperado, como la combustión de una cerilla entre los dedos de un fumador: quizá cierto vuelo majestuoso del cabello suelto, quizá cierta aseidad del cuerpo expresándose a través del vestido, quizá cierto efecto o cierta afección de la luz sobre sus maquilladas facciones, quizá cierto matiz malicioso en la mirada al aprestarse a cruzar la calle, quizá cierta procacidad de los pechos o cierta provocación de los muslos al caminar. Quién sabe. No, no, en todo caso, instantaneidad, inmediatez del deseo, súbito como una nocturna lluvia de estrellas, raudo como un fosforescente fuego fatuo.

        No, no, no tuvo que recurrir al trillado arsenal de la poesía amorosa (mayor o menor, elitista o popular, hermética o clara, en edición de lujo o en rústica), ni a los ramplones truísmos de la vieja sentimentalidad faraónica. Ella accedió sin disgusto, se prestó a la experiencia con facilidad, y eso que aún no regían los códigos utópicos de Un effort de plus. No, no, su gesto, su asentimiento, su llamémosla así aquiescencia a entablar con ese absoluto desconocido tal modo de comunicación, por las vías habituales, respondían a la firme convicción de que acaso pudiera tratarse de ese extraño mitificado, venido desde muy lejos, que la revelaría a sí misma. No, no, ella era, por supuesto, bastante más joven que él.

        No, no, no, una vez más la causa es difícil de conectar al efecto, y aún más fácil confundir causa y consecuencia, esa auténtica corrupción. No es tan simple como la resolución de un caso policial, o de un acertijo o un crucigrama en un suplemento dominical, donde todo al final encaja y cuadra de acuerdo a modelos pronosticables y conformistas. No, no, la insolencia del recepcionista del hotelucho, el infernal ruido del ascensor, la idónea suciedad del cuarto, el color o la textura de la colcha, el mismo tamaño de la cama en proporción a las dimensiones de cuarto, la ausencia de ventanas, el grifo del agua caliente que se quedó prendido de su mano cuando quiso llenar la bañera mugrienta, la carencia de bidé, la manera en que ella lo miró al sentarse por fin en la cama y probar las condiciones del colchón, el modo impaciente en que cruzó las piernas y se mordió el labio inferior. No, no, sin duda, todo esto tuvo que ver más de lo que parece, conspiró más de lo debido contra su seguridad en sí mismo. Pero no basta, no explica, no satisface.


        No, no, no, hagamos un paréntesis, es posible que entre tanto algo consiga modificarse en las circunstancias de esa relación, por el momento, suspendida. (En la edad media personal, subjetiva, según conclusiones de un congreso reciente de expertos, el declive gradual de las habilidades y capacidades físicas, así como el ascenso progresivo de la conciencia de la propia mortalidad, van acompañados de una alteración de los vínculos entre el pasado, el presente y el futuro, tanto del individuo involucrado como de la especie a la que pertenece transitoriamente. A resultas de dicha mutación, razonan los expertos, la actividad intelectiva de dicho sujeto se concentra, a partir de ese momento, en la recuperación y revitalización, mediante el potenciado procedimiento de la reminiscencia, de su pasado, desapareciendo a la vez la facultad de anticipar el futuro para mejor apropiárselo o de actuar en el presente con la necesaria eficacia y resolución). Volvamos ahora al lugar de los hechos, donde nada parece haber cambiado.

        No, no, no lo convirtamos tampoco en un caso clínico, pero reconozcámoslo prisionero de un pasado que no es exclusivamente individual, sino más bien genético y genealógico, recapitulación de las peripecias de la especie, las razas, los pueblos, las naciones, los Estados, desde pretéritas eras donde se fosilizaron de una vez por todas remotas emociones, sensaciones, sentimientos, pasiones y reacciones y se codificaron conforme a ellas comportamientos invariablemente repetidos hasta este mismo día. No, no, atrapado, por tanto, en esa retrospección incesante, inconsciente, e incapacitado para mirar, como suele decirse, hacia delante (ella le sonríe ahora con todo el cuerpo y no sólo con los labios, pero él se resiste a admitirlo), más allá de la borrosa pantalla de ese banco de datos ya experimentados, comprobados hasta la saciedad y archivados como legado a los descendientes, depositados en una memoria perenne y milenaria, más allá incluso de ese sí mismo envarado, encasquillado o enyesado, hacia ese campo roturado y abonado donde la provechosa promisión aguarda (ella tan generosa, jubilosa y gozosa en su hasta ahora pasivo ofrecimiento). No, no hagamos un caso clínico, pero no desperdiciemos la ocasión de mostrar aspectos que pueden estar determinando y condicionando una actitud rabiosamente incomprensible y digna de análisis.

        No, no, no solía tener problemas precisamente con ese órgano de anterior y probada vivacidad, no, ni con ningún otro, todo hay que decirlo. Es cierto que fue lo primero en lo que ella pensó, ya desvestida, tras comprobar que algo no funcionaba de acuerdo a los patrones que un sentido común femenino, afinado desde la antigüedad, había establecido como infalibles en tales encuentros (ver bibliografía al final). No, no, encomiemos, por tanto, la entrega con que ella se desvivió por insuflar vida a lo inanimado, por proporcionar energía a lo exánime. No, no, ella no omitió nada factible, ni carecía de nada deseable, ni contaba con algo repugnante. En absoluto.

        No, no, no, nada corría, por otra parte, peligro allí, ni existían motivos de preocupación al respecto: la erección de catedrales, la introducción del estribo, el orden estamental, el porvenir de la civilización, la escolástica neoaristotélica, el progreso de la agricultura, la inminencia de grandes descubrimientos, la lírica provenzal, la invención de la imprenta, etc., todo estaba a resguardo de tan lamentable contratiempo. No, no, más o menos, la materia aquélla se describiría así, sin rodeos: para él era como si ella usara guantes de goma o estuviera real y enteramente fabricada de esa materia de escasa sensibilidad activa (ella, sin embargo, no había retardado el momento de desnudarse y nada de lo que alienaba al pudor parecía modelado de otra sustancia que la que todos, con mejor o peor fortuna en el reparto, tiernamente compartimos). Para ella, por el contrario, era como si él hubiera preferido que ella fuera efectivamente de goma: una muñeca no figurada con su sempiterna peluca de nilón, sus senos postizos, sus falsas uñas de manos y pies pintadas, sus muslos y nalgas hinchables y deshinchables a placer, su púbico vellón sintético y su estereotipado monólogo de estatua. No, no, nada conseguiría sacarlo de esa anestesiada y generalizada apatía. Nada la sacaba a ella de su asombro, sobre todo si recordaba los apasionados términos en que él la había invitado a acompañarle al hotel más cercano.

        No, no, no, desde la desenfocada perspectiva de él el asunto podía resumirse además en una simplificada cuestión: si los tropiezos inevitables, las torpezas, las meteduras de pata, los pisotones, las gesticulaciones exageradas, los pasos desacompasados y la espera solitaria al borde de la pista forman forzosamente parte de nuestro penoso bagaje, como etiquetas cargadas de recuerdos en una maleta prematuramente envejecida, ¿cómo seguir bailando este vals sabiendo todo lo que sabemos? No, no, no es la amnesia, mi amor, la solución final a la pérdida del estado de gracia y la abyecta nostalgia de la inocencia animal, su irremediable secuela. No, no, para nada.

        No, no, no, descontento con el infeliz desenlace de la aventura, temeroso de estar padeciendo un castigo divino por una ofensa de la que no guardaba memoria, se decidió a recitar para sí (su sentido del ridículo se agudizaba por momentos) un ensalmo obsceno y curativo apropiado, según parece, a esta perentoria clase de milagros profanos. Aquello, sin embargo, continuaba en frugal barbecho, y podría haberse dicho a sí mismo, como lo hizo Petronio en el siglo I: Él, su cabeza baja, tenía los ojos en tierra, y no se enternecía más su rostro con mi soflama que los trémulos sauces o la amapola de fláccido tallo. Palabras precursoras. No, no, al contrario, él se mostraba infinitamente agradecido por estar dotado de ese inapreciable instrumento hipotéticamente consagrado al exclusivo disfrute de los opulentos encantos de ella. No, no, no era esa excesiva disponibilidad lo que contrariaba su ahora disminuido apetito: la misma imposibilidad práctica de emprender el sondeo turgente y curvilíneo, la mortuoria anulación como única respuesta al estimulante reto de aquellos frescos y palpitantes racimos, lo imbuían de un genérico sentido de la responsabilidad que gravitaba como una losa fúnebre sobre sus imperceptibles muestras de reanimación.

        No, no, no, una vez más, no es aburrimiento, ni idealizada repulsión lírica al vello inguinal, ni hipotensión nerviosa, ni ninguna de esas predecibles y plausibles causas. No, no, no se caracteriza precisamente su historial épico por el mantenimiento de contactos esporádicos dispersos o insatisfactorios. Antes bien, por una plena y satisfactoria realización en esas legendarias tareas, tanto por la variedad y amplitud de experiencias como por la extraordinaria frecuencia de los enlaces, sin olvidar la enorgullecedora pluralidad de partenaires. No, no cabe hablar, por tanto, de precedentes, ni de tendencias latentes cuya incontenible manifestación no ya amenazara sino, bien a las claras, deteriorara la sólida constitución de su estar ahí, pegado a ella, bajo ella, frente a ella o sobre ella, según la postura o la posición en que se prefiera desafiar en compañía el empuje de la gravedad. No, no, repitámoslo bien alto para que se entienda: ni siquiera la ironía superior que mejor define la edificación de esa subjetividad suya libre de ataduras, ni siquiera ella estaría en condiciones de proporcionar la respuesta que perseguimos con tanto ahínco y acaso desacierto (nos va el ser en hacerla conocer).

        No, no, no, hay que insistir en la relevancia de ciertos detalles para facilitar las condiciones de su comprensión: ella se desnudó con una sabiduría no aprendida, desde luego, sí quizá refinada, en la recoleta intimidad del cuarto de baño o la promiscua publicidad de playas y piscinas, mucho menos en sobados manuales de todos conocidos. No, no, guió esa actuación determinante a sus propósitos una sabiduría psicofísica calculada para forzar a las renuentes huestes enemigas a tomar por asalto las posiciones más avanzadas y los bastiones defensivos más aguerridos, tanto por detrás como por delante y por los flancos, quizá desguarnecidos. No, no, debemos insistir de nuevo, ya sin metáforas: una vez destapada la cruda impostura de la situación, ella movilizó en el envite las manos, los labios, la lengua, los senos, los muslos, las nalgas y hasta los perezosos o indolentes pies. No, no se la puede acusar, en absoluto, de pasividad o derrotismo al abordar tan delicadas operaciones de restauración. Es más, si de algo se acusó, fue de impaciencia, de precipitación y de imprevisión en la obtención del resultado ansiado. Obedeciendo acaso a esquemas que no llegamos a imaginar, aunque los hayamos rozado inadvertidamente en algún momento de nuestro zigzagueante recuento de hechos y no-hechos, ella debió alcanzar tales extremos de eufórica ocupación, sus actividades llegaron a tal grado de angustioso desafuero que, presumiblemente, consiguió neutralizar cada uno de sus rebuscados efectos y adormecer aún más la facultad que pretendía despabilar. Paradójicamente, lo opuesto a sus anhelos.

        No, no, no, hay que tener en cuenta para juzgar la escasa rentabilidad de los beneficios así obtenidos, el paupérrimo provecho extraído con la inversión de tan codiciosos mimos, caricias, masajes, arrullos y sobos, hay que contabilizar sin remedio en el debe de su haber: la soberana indiferencia, la terca blandura, lo doblegado, falto de ánimo y flojo, la languidez, flaqueza y debilidad, todo en grado máximo, el desaliento y la timidez, la claudicación y el retraimiento, en resumen: la cotización a la baja y la bancarrota total, ruinosa y desoladora, de ese índice venido a menos, de ese aperitivo apéndice apetecido.

        No, no, no se argumente que él no hizo lo suyo, también, o que adoptó una actitud de desagradecida y patriarcal pasividad ante la parálisis que padecía en grado agudo. No, no se puede decir que no complementara, si bien de modo inapreciable, dada la propia índole de su participación en el hecho, más imaginaria que real, las sobresalientes operaciones corporales de ella con una intensísima (no recordaba otra ocasión igual) actividad intelectual. No, no, recurrió sin contemplaciones a ese repertorio de imágenes secularmente labradas para hacer visible y excitante la presencia inasequible. A cuyo desvergonzado bagaje añadió, el instinto que no cesa, groseros estereotipos de reciente adquisición audiovisual, además de cuerpos, sí, numerosos cuerpos callejeros y frescos, conocidos al azar de las ocasiones y deseados de inmediato, pero no siempre conquistados, superposiciones fetichistas, también, practicadas con cínico descaro sobre el hermoso cuerpo al suyo inútilmente asociado. No, no, nadie podría decir que no lo intentó todo por esa vía descarriada y egoísta.

        No, no, no, en absoluto, afirmar algo parecido distorsionaría la verdad de lo sucedido. Ella gozaba en exceso, cualitativa y cuantitativamente, de todos los atributos erógenos y lúbricos requeridos a fin de despertar la pulsión libidinal de cualquier varón mayor de quince años. No, no, baste decir hiperbólicamente que por la posesión de esos rotundos encantos (no es preciso describirlos o detallarlos, están en la mente de todos, incluidas todas las variantes o particularidades de tamaño o constitución que se puedan dar) Alarico volvería a saquear Roma, verbigracia, como ya lo hizo en el siglo IV.

        No, no, no, en ningún momento se vieron allí o se vivieron actitudes melodramáticas, o directamente dramáticas, ni se prorrumpió en esa clase de expresiones habituales en cualquier situación contemporánea (el cine, la televisión o la vida diaria de los otros nos han acostumbrado a predecirlas) de detención del deseo por trabas insuperables, o de excesiva coerción en el ejercicio de una voluntad liberada de prejuicios. No, no se pronunciaron tampoco malas palabras, ni se evidenciaron malos modos, ni de un lado ni del otro. No, no, estaban más allá, o más acá, de la rabia, del dolor, del resentimiento, de la pesadumbre y de la mediocridad. Habían traspasado juntos el umbral de la indiferencia mecánica, y se instalaron en ella con todo su inútil equipaje de recién llegados absortos.

        No, no, no, a él lo embargó finalmente, pese a todo su considerable esfuerzo imaginativo, la ralentizada imagen mental de una flor dehiscente, una corola de un rojo flameante, casi obsceno, cuyos pétalos y sépalos se desprendían lentamente, desnudando el interior, de un tono más suave, más rosado o rosáceo, donde el escamoso botón, alfileteado de cabeceantes pistilos amarillos, latía como un corazón cansado, aprestándose a una nueva, inaudita floración. No, no, al contrario, no se le escapó que esa vívida imagen contenía un oscuro deseo que no llegaría (lo estaba comprobando en vivo) a realizarse: la desaparición del viejo órgano mermado y el radiante nacimiento de uno nuevo. La vida cerebral, entre tanto, seguía transitando por estaciones insospechadas.

        No, no, no, si no se habla tanto de ella, si en el balance final lo que ella pensó, hizo o sintió no tiene tanto peso, no es sólo por el fracaso de todo ello, no achacable, desde luego, a su impericia o a su falta de atractivo, no. En los apenas veinte minutos que duró el fallido encuentro, ella pasó la mayor parte entregada a despabilar (nada esencial le iba en ello) el adormecido miembro del ocasional compañero de cama (él, sin embargo, no llegó en ningún momento a tenderse del todo en ésta). No, no, no se achaque, por tanto, a discriminación de ningún tipo el trato que se da aquí a su participación: muy al contrario, siendo ésta decisiva, protagonista, el interés prioritario recae, sin embargo, del lado de quien, a causa de sus impedimentos, por su manifiesta incapacidad, suscitó esa participación decididamente principal pero limitada, eclipsándola al mismo tiempo. Quizá si todo se hubiera desarrollado del modo en que parece se desarrolla en la mayoría de los casos a éste semejantes (esos encuentros consumados de los que tanta nostalgia sentía él, sin por ello precisar acallar una rabia más fingida que verdadera), de ser así, probablemente hubiera desplazado ella el interés hacia su propia persona, describiendo con mayor agrado, con menor discreción, cada una de sus sensaciones, cada una de sus acciones, en fin, todo lo que a ella correspondía. Pero no sucedió así, sino más bien al revés, y fue forzoso concentrar la atención donde realmente se la reclamaba, desatendiendo de ese modo todo lo que pasaba automáticamente a un segundo plano. No, no, ya hubiéramos querido, ya, que las cosas ocurrieran de otro modo, y no sólo por la opción narrativa arriba referida.

        No, no, no se dijeron nada significativo, o nada que no fuera previsible en una situación de esta especie, lo excepcional brilló también por su ausencia en este dominio. Él, desde luego, profirió pocas expresiones coherentes, y ella, en todo caso, se limitó a acompañar sus acciones con ocasionales comentarios fácticos o deícticos, no pretendiendo otra cosa que obtener lo antes posible una eventual evaluación evolutiva con objeto de no atarearse más de lo preciso en lo que ya se revelaba ineficiente. No, no obstante la monótona y reiterativa índole de esos parcos actos de comunicación (con claro predominio verosímil de las modalidades exclamativa, interrogativa, dubitativa y desiderativa), merecen quizá mencionarse en particular (sin pretensiones de recuento, ni mucho menos de exhaustiva enumeración) algunas de ellas: ¡ay!, ¡más, más, más!, ¡vaya!, ¿te gusta esto?, ¡ahí, ahí!, ¡hhmmm!, ¡me encanta tu...!, ¡vas a ver!, ¡así, así, otra vez!, ¡aahhhh!, ¡sensacional!, ¡a ver si ahora!, ¡vuélvete!, ¡cógela ahora, sí, así!, ¡así no, así no!, ¿así?, ¡sí!, ¡oh!, ¡ay, ahí, así, sí!, etcétera.

        No, no, no, nada de todo esto fue en balde, en absoluto, pues él consiguió comprender al fin el agotamiento de las estructuras y situación actuales y la impostergable necesidad de recurrir a otras, más antiguas o intempestivas. No, no lo comprendió, digamos que lo barruntó, lo atisbó, lo intuyó, sin acabar de pensarlo, ni encontrar tampoco una aplicación concreta a esa idea todavía informe.

        No, no, no, ninguno de los dos se atrevió a pronunciar la maldita palabreja, ni mucho menos a nombrar el tan temido espectro burlón que se había apoderado por las buenas de esa insignificante fracción de sus vidas (como si dieran por hecho que no ocurriría así la conjuración de su nefasta influencia). No, no, en su desesperado intento por romper el pertinaz bloqueo de su ser, él se acordó casualmente de esos equipos de fútbol, bien entrenados, bien organizados, bien pagados, pero cuyo juego se limita a establecer una sólida defensa y un control abusivo del balón, regatear todo lo posible y pasarse los jugadores interminablemente el balón, recorriendo una y otra vez el campo desde su portería hasta la contraria, sin encontrar, precisamente, la vía del gol, salvo en contadas ocasiones, las suficientes, sin embargo, para evitar su hundimiento como tal equipo. Se acordó también de esos escritores que escriben y escriben (novelas, cuentos, artículos, poemas), esos pintores que pintan y pintan (cuadros, grabados, ilustraciones, decorados), esos filósofos que filosofan y filosofan (ensayos, tratados, conferencias, artículos), y nunca dan con la tecla, la pincelada o la idea, pero publican, exponen y disertan, sin parar, y son conocidos y hasta aplaudidos y se ganan bien la vida con su oficio, sin caer en la cuenta de que en la diana del acierto esencial la flecha o el dardo de su inteligencia queda siempre muy distante del centro apuntado. Así se sentía él, ni más ni menos, mientras veía consumirse el tiempo en que hubiera sido razonable esperar una reacción satisfactoria, alguna señal positiva. No, no, no, merced a esta severa y reflexiva analogía, un poco desplazada de su lugar (inadecuada, también, en cierto modo, pues él parecía definitivamente radicado en el terreno de la tentativa fracasada), había conseguido sentirse menos solo, difuminar la agobiante sensación de aislamiento que lo dominó mientras evaluaba la auténtica progenie (la posterioridad, o posteridad, si se prefiere) de aquel embarazoso desbarajuste. No, no, no la inversión, el infecundo final era el revés exacto del prometedor principio: ahora era él quien la había buscado a ella para descubrirse a sí mismo esa condición desconocida y avasalladora.

        No, no, no, lo que hizo es infinitamente más fácil de contar que lo que no hizo (ver más arriba), cuenten lo que cuenten otros narradores de medio pelo o de tres al cuarto: se apartó de ella al fin, se vistió, se refrescó la cara sudorosa y congestionada en el lavabo, se la miró en el espejo (la cara), no se reconoció, se asustó, abandonó la habitación sin despedirse ni añadir palabra alguna a lo que siempre había estado más allá de ellas (no: de ella), había pagado por anticipado la módica habitación por lo que no tuvo que enfrentarse de nuevo a la sebosa insolencia, ahora menos tolerable, del gordo recepcionista, salió a la calle que lo recibió con el estruendo con el que las grandes avenidas reciben a sus héroes, pronto comprobó que su hazaña no daba para tanto, caminó despacio y se dejó atraer, distraído, por todo lo que le rodeaba, como si fuera nuevo o diferente, consiguió así recuperar en parte su despedazada identidad convencional, pero sobre todo mirando a cuantas mujeres se cruzaban con él, sabiendo lo que sabía, las miraba ahora desengañado (no, no de ellas, precisamente) y con un ostensible asomo de nostalgia por el pasajero paraíso del que se despedía.

        No, no, no, eso lo hizo, lo vivió, lo sintió, lo experimentó, lo agradeció, y casi levantó una mano para despedirse de esa parte sobrante de sí mismo. Ahora lo sabía todo, hasta el fondo. No, no, lo que pensó es lo que sigue, la secuencia, la ilusión de la continuidad, se dijo, el ideal que no admite interruptio: la Edad Media, digan lo que digan los historiadores, los filósofos o los profesores (aquí repasó una agotadora y arbitraria lista políglota de notorios antropónimos y patrónimos, esa patriarcal combinación de nombres de padres y nombres de hijos heredada de Roma), comenzó en Génesis 4, 1 y no concluirá jamás, el resto son patrañas idiotas. No, no, no estaba mal, como pedante y exagerado consuelo no estaba nada mal. No, no, había algo más todavía, supo al mismo tiempo que la Edad Media en que acababa de ingresar supondría para él (tarde o temprano hay que tratar de definir ciertos términos si se quiere ser entendido) la imposibilidad de cualquier Renacimiento.

        No, no, no, ¿ realmente basta con esto? ¿Les hemos convencido? ¿Por fin? Si no es así, les rogamos que lo sigan intentando: no desistan, no cabe imaginar empeño más noble, tarea más digna. No se dejen abatir. No se rindan. Relean estas páginas cuantas veces sea preciso. Ahora bien, si han creído que era algo más que una mala comedia sin diálogos, no se lo recomiendo. No se admiten devoluciones. No, no, no...

© Juan Francisco Ferré

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

Juan Francisco Ferré (jferreru@inicia.es), escritor. Nació en Málaga en 1962. Colaborador habitual de revistas especializadas y magazines culturales, ha publicado relatos y también artículos y ensayos sobre distintos aspectos de la literatura, el cine o las artes plásticas. En 2002 publicó el libro de ficciones Homenaje a Blancanieves, libro al que pertenece el cuento que aparece en este número de The Barcelona Review, y la novela La vuelta al mundo. Ha colaborado con el artista Pablo Alonso Herráiz en la creación del libro I love you Sade, pendiente de publicación. Acaba de terminar otra novela, La fiesta del asno.

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