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índex català   nov - dec  2002  n° 33

La luz y el pecado
por Antonio Paniagua

 
Atrancó ventanas y puertas, retiró de las estanterías todo lo que se pudiera romper (platos, vasos, porcelanas), arrumbó en una esquina muebles inútiles y se dispuso a esperar la llegada del fin del mundo. En su piso de cuarenta metros cuadrados, un segundo por el que se cuelan los humos del bar de abajo que sirve bocadillos y comidas baratas a los recién llegados de la estación de Atocha, Rufino Arellano Fernández se reconcomía de amargura. Fue en aquella casa que destilaba el sudor de orines de la vejez donde encontró la soledad del pensionista. Ya sólo le quedaba completar el ciclo saludando a la muerte. No es que hubiera sufrido un recrudecimiento de los ataques de asma ni que fuese a quitarse la vida. Simplemente tuvo la certeza, estudiando cómo se habían ido configurando las goteras del techo del dormitorio, de que la Tierra tenía los días contados.
      Mientras Don Rufino se arrellana en su mecedora, cubierto por una mantita, desafiando estoicamente la tórrida sobremesa de agosto, Pedro y Alicia, el nuevo matrimonio del tercero, desembala cajas. Alicia busca mentalmente el lugar ideal para los numerosos regalos que les han hecho y Pedro coloca los libros en las estanterías, esforzándose en poner orden en el caos: poesía, teatro, novela, ¿hacer un apartado con la narrativa latinoamericana?, ¿conveniente separar a los clásicos y, dentro de los clásicos, realizar una subdivisión entre clásicos griegos y latinos y clásicos del XIX? Pedro se enfurruña, enjuga los goterones de sudor que le resbalan por la frente y se derrumba sobre un montón de cojines.
      -- ¿Ya te has cansado, pedazo de vago?
      -- Mujer, este calor agota a cualquiera, mira: estoy empapado.
      En la penumbra, el viejo sestea y con la mirada desleída por el sopor trata de descifrar los enigmas de las goteras. Esa mancha de humedad tiene el aspecto de una hoguera en la que arden todos los subsecretarios que han pasado por el Ministerio; en aquella otra están siendo crucificados los pistoleros que de niño se llevaron a su padre para no volver jamás y dejaron a su madre con el mandil descosido y un pecho ensangrentado; adivina en la pared un enjambre de demonios que le aguijonean con su cola puntiaguda; cada pinchazo es un remordimiento: uno por el día que zurró a su mujer cuando convalecía del parto de Marquitos; otro por la vez que contrajo una gonorrea con una puta de encías roídas y otro por las apuestas perdidas y otro más por las ocasiones en que desvalijó el monedero de su hija Carmen porque no tenía dinero para ir al bar y echar la partida.
      -- Vamos a ver, quítate esa camisa. Uy, si está chorreando. Pero qué mojado tienes el pecho, mi osito.
      -- Anda, ponme una inyección como tú sabes. Así, mordisquitos en el culo. Y ahora besitos para se me pase el dolor. Ufff, cómo escuece la pupita, una caricita por donde el nene mea. Voy a llolal si no me coges en blazos.
      Ríen. Se incorporan y recogen libros esparcidos por el suelo. Pedro sigue demandando mimos, arrumacos, frotamientos y ella le conmina a que se ponga a trabajar de nuevo, tienen poco tiempo y mucha tarea, aunque él remolonea. Cariño, no te pongas ganso.
      En la cocina del bar se está friendo una morcilla. Sube el olor por el piso de la pareja, que de nuevo ha reanudado el trajín de la mudanza, se adensa y desciende el humo hasta colarse por uno de los intersticios del balcón de la casa del viejo. Hasta las narices del jubilado llega un agradable aroma de especias y cebolla crepitantes y el hombre recuerda aquel día de su juventud que se sació de verdad. Tenía el estómago a punto de reventar, con la sensación de que el tocino se rebelaba, los garbanzos hacían contorsiones y salían disparados y el jamón se desgañitaba pidiendo auxilio. Había sido una comilona de padre y muy señor mío, cuando almorzar en el Lhardy era un insulto para bocas hechas a la cartilla de racionamiento. El comisario invitaba y él, aunque realizaba modestos encargos de soplón, estaba entre los comensales.
      -- Brindemos. A la salud de todos nosotros, que con nuestros desvelos hemos dejado Madrid limpio de rojos y masones. Dios y España agradecerán nuestros esfuerzos. Y ahora, amigos, propongo que nos vayamos de putas.
      Con la prostituta que le había tocado en suerte, Rufino no pudo aguantar las cabalgadas del fornicio y vomitó el cocido, allí, en las mismas sábanas, donde en habitaciones paredañas policías y militares de alto rango, celosos de preservar el anonimato, hacían crujir las camas con sus embestidas. Darse un atracón y luego trotar en la cama como un caballo desbocado no hay estómago que lo aguante, piensa Rufino. Desde aquel día fue el hazmerreír de la comisaría. Cada vez que transponía el umbral y se encontraba con aquellos tipos de gafas de cristales ahumados y bigotillo pespunteando el labio superior le venía encima un chaparrón de insidias. Jefe, traiga un babero, que ha llegado el Papillas.
      -- Alicia, que te estoy viendo las bragas y me estoy poniendo muy cachondo.
      -- Pero qué burro eres, hijo --dice, aunque esboza una sonrisa de asentimiento que quiere decir tienes vía libre.
      Pedro lo sabe y se le abulta aún más lo que él llama su fiel espada triunfadora. Se desabrocha el pantalón, se baja la bragueta produciendo un rasgueo mudo y aparecen unas caderas bien torneadas y unos muslos en los que se notan todavía las demarcaciones del bañador. Bronceado adquirido en las playas de Canarias, durante la luna de miel.
      La calle hierve en un calor caldoso, aunque a Rufino, arrebujado en su mantita, poco le importen los sofocos de un sol que hace de las calles un horno. Desde hace tiempo siente en el cuerpo un frío del que no logra desembarazarse. Los primeros síntomas de destemplanza le vinieron con la delación de su compañero de oficina, Santiago Balsa. Jamás pensó que su traición acarrearía la muerte de don Santiago; su ejecución fue para él como matar al tío venerable de la familia. Un hombre de letras, respetable, de ademanes casi aristocráticos, traje impecable y la pequeña extravagancia de llevar siempre una flor en el ojal poco pintaba en el Ministerio. Decían que sin ser un hombre peligroso, se permitía licencias que arriba no eran bien vistas, como ser un anglófilo, no ir nunca a misa y, sobre todo, haber jurado por su honor en una noche de farra, una de las pocas veces que perdió la compostura, si bien era poco frecuentador del alcohol, que la mujer del Caudillo era frígida, estéril y por las hechuras de su cráneo y el lóbulo de sus orejas, una lesbiana inconsciente de sus apetitos. Todos rieron la ocurrencia, menos Rufino. No sentía hacia don Santiago animadversión, al contrario. Pero una ocasión en que tuvo que dar noticias de lo que se urdía entre los enemigos del Régimen, como no se le ocurría nada, soltó que había un hombre en su oficina, muy leído, que proclamaba a cada rato que la esposa del Generalísimo era una invertida. Repite la historia a quien quiera oírla, una vergüenza, señor comisario. Cuando a la mañana siguiente vio el sitio de don Santiago vacío, le recorrió un escalofrío por el cuerpo. Después, en la morgue, a la hora del reconocimiento, el pecho diezmado de su compañero por dos orificios de bala, la crisma quebrada y la cara hecha un Cristo, le produjeron otra tiritona que no se le pasó ni con tres copas de coñac seguidas. Aquel aterimiento se hizo perenne y Rufino llamó la atención por llevar siempre bufanda, aunque el termómetro marcase cuarenta grados.
      Sobre papeles de periódicos y cajas de cartón deshechas, Alicia y Pedro funden sus alientos en besos descarnados. La mujer desliza su mano sobre el cuerpo húmedo del hombre, buscando los recovecos más íntimos, y cuando descubre el secreto de sus nalgas pimpantes, su nardo cárdeno y desafiante, siente que la pasión la desmadeja y que necesita asirse a algo firme. Por ello se monta encima y enjaeza los costados de Pedro con sus muslos, como si reptara de rodillas, e inicia un trote que culmina en un aullido.
      Al escuchar el grito, Pedro se sorprende de la fogosidad de su mujer. Nunca antes se la había chupado como hasta entonces ni le había picoteado las tetillas con tanta maestría. ¿Dónde habrá aprendido la técnica?, se interroga Pedro, quien se retira de los arcos de las piernas de su mujer como si se liberase de un amasijo de hierros retorcidos.
      Oye el viejo el alarido y tiembla. Nunca había participado en una sesión de tortura. Él se limitaba a procurar confidencias insignificantes. Por eso, cuando el comisario le invitó, por decirlo de alguna forma, a que presenciase el interrogatorio de un prisionero, sintió el pasmo que desde hacía tiempo se había apoderado de su cuerpo, un estremecimiento gélido que le agarrotaba los miembros. Eres un blando, le dijo el policía con un rictus de desprecio en la cara: otra vez había vomitado, otra vez se había hecho acreedor al mote del Papillas, todo porque no pudo soportar sin un ataque de arcadas aquel puñetazo que hizo saltar el globo ocular del preso.
      Tuvo que darle un guantazo a su mujer. ¿Cómo se le ocurrió preguntarle a las pocas horas de lo sucedido qué iba a cenar? Su hija Carmen salió en defensa de su madre y se ganó otro sopapo. Hasta Marquitos, tan obediente, prorrumpió en lloros y también se vio en la obligación de atizarle. Lágrimas, mocos, gemidos. Aquello parecía el purgatorio. A su mujer le dio por hacer ganchillo en trance de autismo y Carmen y Marquitos se confabularon para soliviantar al padre jugando a las muñecas. Sólo faltaba que el chico, en quien tantas esperanzas había depositado, terminara afeminándose. El chaval estaba llamado a estudiar Derecho y ejercer de notario, un oficio que renta y confiere prestigio, no como el suyo.
      No le abandonaron, pero el silencio, la indiferencia y el ostracismo hacia su persona en aquel cuchitril eran la peor de las venganzas. Lo que más le dolió fue lo de Marquitos. Tan buen muchacho, con lo guapo que era y esa apostura de galán que gastaba sin necesidad de fingir. Fue él el que le infligió el mayor disgusto. Si era tan aplicado en los estudios, cómo terminó maleándose de aquel modo.
      Alicia peina su cabellera, se hace un moño y se ajusta los pantalones, que se ciñen sobre su culo como un tatuaje. Pedro la mira con estupefacción y regocijo, todavía incrédulo por la rabia con que le ha fustigado y los espasmos de amazona con que ha acometido esa estampida de carnes trémulas y pechos basculantes.
      -- Esto tenemos que celebrarlo con champán --dice Alicia--.
      La sangre del viejo se espesa en coágulos que producen borbotones en su cabeza. Retumban zumbidos y retazos de conversaciones: copas tintineando por encima del cocido, la lengua ebria de don Santiago balbuciendo exabruptos, la voz meliflua de Marquitos, quien se esconde bajo las faldas de su madre, arcadas, el chisporroteo de la morcilla desangrándose. Ya no sólo es el frío, ahora también siente un hormigueo en el cuello, fruto de tantas horas con la cabeza hacia arriba escrutando las goteras y concluyendo premoniciones. Sólo le queda por saber la fecha y hora del Apocalipsis para descifrar la predicción. Quizá en algún recodo de los tabiques del piso de arriba se halle un trozo de pintura descascarillada que le anuncie el momento del desenlace fatal. Sí, seguro que desentraña el enigma. Con maneras indolentes retira la manta, se incorpora, sube las escaleras y aprieta el timbre con dedo tembloroso.
      Le franquea la puerta una mujer de pelo alborotado con una botella de champán en la mano. En un lapso que dura un segundo ambos se miran, se presienten, se adivinan, se reconocen. Con ojos desorbitados el jubilado da un respingo de sorpresa. ¡Será mariconazo!, masculla el viejo para sí. Esos ojos pintados de rímel son los mismos que él restregaba con un algodón mojado en manzanilla cuando el niño, tan delicado, amanecía con ojos legañosos. Esa melena tan larga y sedosa fue un día pelo fosco que Rufino trató de planchar con gomina cuando el chaval cumplió los 15 años y lo apuntó a clases de karate. El espacio del tórax, que dejaba traslucir unos costillares de cordero, ha sido usurpado por unos senos turgentes de vedette, y en el esternón, que parecía un mondadientes, se abre una hondonada entre dos cimas de silicona. Cuanto más mira a la mujer más se le revelan las facciones de Marquitos, que son las suyas, pues el chico se parecía mucho a él de joven. Se reprocha no haberle matado cuando le sorprendió con el sujetador y las bragas de su mujer puestos, el chaval que es muy teatrero, se dijo, sin advertir la catástrofe que se le venía encima. En efecto, el fin del mundo está cerca, por lo menos para él, a juzgar por ese ahogo que le nace de los pulmones y le empaña la vista.
      Casi desfallecido, atisba una lágrima que se desliza por la mejilla de la mujer. Encontrar vivo a su padre era lo último que se podía imaginar Alicia. Lo creía muerto o encerrado en un manicomio, pues tenía noticias de que erraba por las calles predicando la destrucción del mundo. Le parece mentira que ese hombre enjuto haya levantado la mano a su madre y arrancado mechones de pelo a su hermana. Pero lo que le espanta es que, años después, tenga que sostener la mirada al hombre que le denunció ante la Policía. Joven que participa en actividades políticas y sindicales clandestinas, mantiene económicamente a su familia, homosexual de conductas aberrantes. Cuando el comisario blandió el papel de la denuncia, supo que su padre le había traicionado. El impreso rezumaba la huella agria del aliento de su padre, aquel olor inconfundible que despedía siempre, cuando se ponía enfermo del estómago.
      
      

© Antonio Paniagua
paniagua15@hotmail.com 

Antonio Paniagua (Madrid, 1966) es periodista. Ha publicado relatos cortos en revistas y diarios. En 1999 quedó finalista del premio de literatura erótica La Sonrisa Vertical con el libro "Allegro nada moderato", obra del coletivo Cori Ambó. Es autor de una novela inédita titulada "Amputados". 
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  noviembre - diciembre 2002  número 33 

Narrativa

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