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mayo -junio 2000  num 18

biografía  |  versión en inglés

La Agencia Louis
Adam Blackwell
Traducción: Laura Manero


E
n algún lugar entre Courthouse y Foggy Bottom, Mitch se acordó de que hacía tres años, casi aquel mismo día, su mujer le había dicho que se marchaba. Al principio, de pie junto al fregadero de la cocina, no le había dado ninguna explicación.
      -- No es por nada en especial -- había dicho.
      -- Entonces, ¿por qué? -- preguntó él-- . ¿Qué es lo que he hecho?
      -- Nada, nada de nada.
      -- Pero, Helen, tiene que haber un motivo.
      -- No lo hay -- contestó-- . Bueno, tal vez haya uno. El deseo que siento de no estar casada supera al deseo de estarlo.
      Luego sintió como si de golpe le cayeran muchos árboles encima, salió de la cocina y se acurrucó en una silla antigua a la que no hacía mucho habían cambiado la tapicería. Mientras escuchaba cómo su mujer hacía la maleta en el piso de arriba, llegó a conocerlo todo sobre aquella silla; la distancia entre los diferentes tipos de flor del estampado, los pocos remiendos donde la textura era más áspera de lo normal.
      Cuando el tren paró en Roslyn, Mitch miró su reloj. Eran las nueve menos 22 minutos. En ese momento se encontraba a tres minutos de Foggy Bottom y, calculó, a unos ocho minutos de la 17ª y G. Se relajó y se dedicó a mirar de vez en cuando las piernas de la chica que estaba sentada junto a él. «Seguro que ella no necesita una agencia para conseguir una cita», pensó.
      Mitch contempló el dibujo de un pastel de bodas en medio del círculo que formaban unas letras de color rojo. Estaba decepcionado, había esperado algo más moderno: ordenadores conectados en red, tal vez, o todo escrito con minúsculas. Le encontramos pareja científicamente, eso decía el anuncio.
      Entró y, como la Agencia Louis era el único negocio que estaba anunciado fuera, se sorprendió al darse cuenta de que el mapa de la distribución del edificio revelaba los nombres de muchas otras empresas. Los botones del ascensor eran planos, no resaltaban de la pared, y se iluminaban con el más mínimo roce. En el interior, que olía como a coche nuevo, Mitch respiró profundamente.
      A la derecha de la puerta de la Agencia Louis vio una ranura para una llave de tarjeta. Llamó a la puerta, medio esperando que se abriera automáticamente. No fue así, pero en pocos instantes la abrió un hombre que a Mitch le hizo pensar en un mayordomo.
      -- Tengo una cita a las nueve en punto.
      -- Muy bien -- dijo aquel hombre invitándole a entrar-- . Haga el favor de esperar, el Maestro le recibirá dentro de unos momentos.
      -- ¿El Maestro?
      -- Sí, el doctor Louis. No le hará esperar demasiado.
      El hombre regresó a su mesa y se puso a escribir.
      Ya que al cabo de casi un cuarto de hora no había levantado la vista ni una sola vez, Mitch preguntó si había algún impreso que debiera rellenar.
      -- Nada de impresos -- dijo el hombre desde detrás de la mesa-- , al Maestro no le gustan los formulismos.
      -- Me refería a algo donde poner mi nombre y mi número de teléfono.
      -- Eso sería muy útil.
      El hombre le dio a Mitch una gran hoja de papel en la que, escritas a máquina en la parte de arriba, se leían las palabras Nombre y Teléfono.
      -- ¿Eso es todo? -- preguntó al acabar de rellenarlo.
      -- El Maestro le recibirá en pocos minutos, señor.
      Mitch miró el reloj y se dio cuenta de que ya eran más de las nueve.
      A las 9:18 le dijo al hombre de detrás de la mesa que tenía «un horario algo apretado» y preguntó cuánto más creía que tendría que esperar.
      -- Tan sólo unos instantes -- respondió el hombre con una sonrisa.
      A las 9:45 Mitch preguntó dónde había un teléfono que pudiese utilizar. Llamó a su trabajo y dijo que tenía la gripe, pero que esperaba llegar sobre las once.
      Exactamente al mediodía, el hombre de detrás de la mesa se levantó, explicó que se iba a comer y le dijo a Mitch que el Maestro aparecería sin lugar a dudas antes de que terminara la hora del almuerzo.
      Eran las 13:15 cuando regresó, pero no parecía sorprendido en lo más mínimo al ver que Mitch continuaba allí, esperando. Metió en la nevera los restos de un bocadillo de los que venden en el metro, cogió el teléfono y dijo «Sí». Luego se dirigió a Mitch y le dijo que «pasara adentro».
      Mitch, con todo rastro de civismo borrado de la cara, entró en el despacho del Maestro. En su interior vio una mesa de madera de caoba sobre la que había varias plumas estilográficas, un tintero con tinta azul y otro con tinta negra, un cuaderno de espiral, un montón no muy grande de folios en blanco y una máquina de escribir. Detrás de todo eso estaba sentado un hombre completamente calvo de unos setenta y tantos años, que en aquel momento se ajustaba el audífono.
      Antes de que Mitch tuviera oportunidad de quejarse por la larga espera, el anciano se quitó de un tirón el audífono de alrededor del cuello y le dio tres golpetazos sobre la mesa.
      -- Qué extraño -- gritó mientras volvía a ponérselo-- , se supone que... ¾ entonces sonrió y, en un tono mucho más razonable, continuó¾ . Así está mejor. Soy el doctor Louis.
      -- He estado esperando... -- dijo Mitch.
      -- No es mi intención mostrarme evasivo -- interrumpió el doctor-- . Lo he hecho para ver si se lo toma usted en serio.
      -- ¿Si me lo tomo en serio? ¿El qué?
      -- Nuestros servicios, encontrar una mujer.
      -- ¿Y por qué habría venido aquí si no fuera así?
      -- ¿Para divertirse? -- contestó el doctor Louis-- . Yo no lo sé, y no veo por qué tendría que adivinarlo. Ahora voy a hacerle unas cuantas preguntas.
      -- ¿Cuánto tiempo...?
      -- Si fuese a decorar su casa únicamente con estatuas de ranas, preferiría que fueran a) todas verdes, b) todas blancas o c) algunas verdes y algunas blancas?
      -- ¿Pero de qué me está hablando?
      -- Responda a la pregunta.
      -- Creía que me iba a emparejar con alguien siguiendo un método científico. Eso es lo que decía su anuncio. ¿Dónde están los ordenadores?
      -- Responda a la pregunta.
      -- ¿Todas verdes?
      -- No lo diga sólo para dejarme contento, porque cree que la siguiente pregunta será diferente, será la de verdad -- el doctor Louis utilizó cuatro insolentes dedos para ponerle unas comillas a verdad¾ . Conteste con sinceridad.
      -- Está bien. Todas verdes. Las ranas blancas son horteras.
      -- Si tuviese que exterminar a todos los miembros de uno de los siguientes grupos religiosos, ¿cuál sería? a) Los cuáqueros b) Un culto pagano de las Indias Occidentales c) El catolicismo.
      -- Esto es ridículo.
      -- Responda a la pregunta.
      -- No exterminaría a ninguno, es de muy mal gusto.
      -- Muy bien, gracias por haber venido, no le cobraremos la visita.
      -- Pero...
      -- Aquí tenemos mucho trabajo.
      -- ¡Vale! ¡Los cuáqueros!
      -- Si estuviera en una isla desierta con dos monos...
      -- Bueno, ya está bien.
      -- Responda a la...
      -- No, esto es una locura y usted ha perdido el juicio. Vine aquí porque pensaba que estaban a la última. Vamos, que no sé si me lo creía, todo eso de las parejas científicos, pero pensé que por qué no, por qué no venir a probar. A lo mejor saben lo que se hacen. Y si emparejan a las personas ellos mismos, me ahorraré la humillación de tener que elegir, o esperar a que otra persona me elija. Pero no son más que unos charlatanes. No sé, ¿dónde están los ordenadores? Esto no es ciencia.
      -- Ah, no, ¿verdad?
      -- ¡No! Esta oficina es una reliquia. Vamos, mírela, parece sacada de los años 70.
      -- Y en los 70 no existía la ciencia, desde luego.
      -- Yo no he dicho eso, pero me reiría si me dijera que esto es... Vamos, que no puede esperar que me crea que...
      -- Lo que usted crea no me importa en lo más mínimo ¾ dijo el doctor Louis mientras se levantaba para dirigirse a la única ventana del despacho-- . Le contaré lo que hacemos aquí, le diré que funciona, y usted puede pensar lo que quiera: eso no cambiará nada.
      -- Pero...
      -- Déjeme terminar. El sistema que utilizamos es el resultado de 27 años de investigaciones: investigaciones y fracasos. Al principio fracasos, sí. Hemos llevado a cabo cientos, tal vez miles, de experimentos. Hemos enviado innumerables cuestionarios a parejas que llevaban casadas más de 15 años, hemos realizado entrevistas, visitas de seguimiento, hemos revisado las respuestas meticulosamente. A partir de esas respuestas generamos unas preguntas que formulamos a muchos, muchísimos jóvenes (jóvenes como usted) a los que hemos emparejado y observado. Tenemos expedientes de cada uno de ellos, en algunos casos también cintas de vídeo que obtenemos poniendo cámaras ocultas en las citas. No ha sido sencillo, no negaré que hemos tenido nuestros reveses, en algunas ocasiones (que, como comprenderá, fueron con mucho las más deprimentes) cuando ya creíamos tenerlo todo solucionado. Hace seis años, contábamos con un conjunto de preguntas que, durante nada menos que nueve meses, no hicieron más que producir buenas parejas. Y después, al décimo, todo se vino abajo y tuvimos que retomar la investigación. Analizamos todas las preguntas, averiguamos cuál o cuáles de ellas nos habían traicionado para revelar así la razón por la que una de nuestras predicciones había fallado.
      -- ¿Llevan todos los expedientes a mano?
      -- Pues sí, aunque eso apenas tiene importancia. Es que no me gustan los ordenadores.
      -- Pero, hoy en día, si se quiere ser totalmente científico...
      -- ¡Pero bueno! -- exclamó el doctor Louis frotándose con rabia el cráneo liso y calvo-- ¿Qué tendrán que ver los ordenadores con la ciencia?
      -- Muchísimo.
      -- ¡Nada! Ciencia no es tecnología. Ciencia no quiere decir utilizar máquinas cada vez más veloces. Si quisiera usar ordenador, lo haría, pero no lo hago y no por ello es mi labor un ápice menos científica. Ciencia es metodología y eso es todo cuanto es. Se trata de formular una hipótesis, ponerla a prueba y tener el valor de romperla en pedazos si se demuestra que es falsa. Se trata de seguir adelante hasta que se obtiene otra más estable. Ahí es precisamente donde nos encontramos con estas preguntas. Son 17 y nuestra experiencia de los últimos tres años muestra que, si dos personas serias contestan a todas de la misma forma, entonces es que serán compatibles.
      -- Como si eso se pudiera medir. O sea, ¿cómo lo sabe?
      -- Por el hecho de que se casan y viven juntos el resto de su vida. Por el hecho de que, al menos muchos de ellos, nos envían postales diciéndonos lo muy enamorados que están. Espere.
      El doctor Louis fue hasta un enorme archivador que se encontraba en la pared contraria a la de la ventana. Sacó una carpeta y de ella cayeron unas 30 postales sobre la mesa. Las fotografías eran bastante típicas (atardeceres en playas desiertas), y la atención de Mitch se dirigió a una que había caído boca arriba. La habían garabateado con rotulador rojo y en una letra que se parecía mucho a la de un niño pequeño. «Gracias a usted, Maestro», decía, «estoy paseando por esta magnífica playa con la mujer que amo».
      -- ¿Lo ve? -- dijo el doctor Louis.
      Mitch estuvo a punto de comentar algo acerca de lo infantil de la caligrafía, pero en lugar de eso preguntó al anciano por las «parejas que crea y no funcionan».
      -- Eso es algo del pasado -- contestó el doctor, sentado, ahora ya más calmado-- . Desde 1997 no hemos tenido más que éxitos: ¡pronto llegaremos a mil!
      -- ¿Y qué sucede si una pareja sale mal? ¿Y si una de esas parejas que ha juntado decide que no es para ellos?
      -- Entonces nuestro sistema habría fracasado y tendríamos que volver a empezar de nuevo.
      Mitch miró por la ventana, recordó todas las veces que había cenado frente al televisor, en la silla antigua, y supo que no tenía nada que perder.
      -- Muy bien -- dijo.
      El doctor Louis acabó la pregunta sobre los monos y, como haría también con las 14 siguientes, Mitch contestó sin protestar. Después de la última, el doctor se dirigió de nuevo al archivador que, Mitch pensó, algún día debía de haber sido un fichero.
      -- Hay dos -- dijo el doctor Louis-- . Dos mujeres que contestaron de forma idéntica a usted. Sin embargo, una es de hace tres años y la última vez que la llamamos por teléfono habían desconectado la línea. Así que le daré a Jemma, que estuvo aquí la semana pasada.
      Le acercó a Mitch un trozo de papel del tamaño y la forma de una tarjeta de visita. En ella había un nombre escrito a lápiz: Jemma Hoppenfish. Mitch se imaginó a una mujer alta y extraña con un tatuaje de una pequeña carpa gris en la mejilla izquierda.
      -- Le diré que le telefonee -- dijo el doctor Louis volviéndose a sentar.
      -- ¿Ella me llamará?
      -- Sí, es parte del sistema. Le llamará esta noche.
      -- ¿Y luego qué?
      -- Hable con ella.
      -- ¿Pero qué le digo?
      -- Lo siento, pero eso ya no forma parte de mis servicios.
      Entonces el doctor Louis se levantó y le ofreció a Mitch su mano para despedirse.
      -- En cuanto a los honorarios... -- dijo Mitch al soltarle la mano.
      -- Pague fuera. Cien dólares.
      -- Si no funciona, supongo que me devuelven el dinero.
      -- Se lo devolveríamos, sí -- el doctor jugaba de nuevo con su audífono-- . Pero, como ya le he dicho, ¡eso nunca ha sucedido!
      El hombre que a Mitch le recordaba a un mayordomo ya no se encontraba en su mesa. El bocadillo comprado en el metro, sin embargo, estaba fuera de la nevera y yacía, junto con una taza de café a medio beber, cerca de un montón de impresos. Mitch decidió que, con la entrega de la copia del anuncio de almohadas para el final de la semana, debía apresurarse a llegar al trabajo. Así que extendió un cheque y lo dejó encima del bocadillo.
      Fuera estaba lloviendo y, después de salir del ascensor, Mitch buscó en su maletín algo para ponerse sobre la cabeza. No encontró nada y, justo cuando iba a meterse bajo la lluvia, sintió una mano sobre el hombro. Era el mayordomo, sofocado, sin aliento.
      -- Quería animarle... -- dijo mientras luchaba por respirar-- . Animarle a que haga un esfuerzo. Por el Maestro.
      -- ¿Qué quiere decir con un esfuerzo?
      -- Está enfermo, ¿sabe? Cáncer. Le destrozaría si tuviera que volver a empezar de nuevo.
      -- Espere un momento -- dijo Mitch mirando al mayordomo fijamente a los ojos-- . Me parece que me está diciendo que... Que aunque no me guste esa tal Jemma Fish... ¿Me está diciendo que tengo que seguir quedando con ella, tal vez casarme con ella, sólo por el precario estado de salud de su viejo amigo?
      -- No creo que pudiésemos pedirle eso, no.
      -- ¿Entonces?
      -- Si las cosas no salen bien, aunque le aseguro que confío plenamente en que sí, pero si no salen bien podría usted dar a entender que ha perdido la confianza en el sistema y que ni siquiera lo intentó, que no contestó al teléfono cuando ella le llamó o algo por el estilo. Voy a decirle lo mismo a Jemma cuando hable con ella esta tarde.
      -- No me lo puedo creer.
      -- El cheque, ¿verdad? ¿Le preocupa el cheque?
      -- ¡No!
      -- Porque, verá, no lo hacemos efectivo hasta tres meses después. Si antes me llama y me dice que no ha funcionado, lo rompo mientras hablamos por teléfono.
      -- Y le dice al tal Maestro que he sido un gallina y no me he atrevido a intentarlo.
      -- Más o menos, sí.
      Mitch imaginó a una extraña mujer con el tatuaje de un pez caminando, con una maleta muy llena en la mano, de su casa a un taxi que esperaba fuera. Pero un millar de cenas frente al televisor le infundieron valor y, mientras afuera la lluvia caía aún con más fuerza, dijo:
      -- Está bien, caballero. ¿Qué puedo perder?
      Que ésa no era sólo una pregunta retórica no se le ocurrió a Mitch hasta que sacó los dos burritos de ternera del microondas. Sentado en aquella silla antigua, con el tenedor en una mano y el mando a distancia del televisor en la otra, contemplaba el teléfono y deseaba que no sonase. Por primera vez en muchos meses, aquel escenario de su ritual de después del trabajo (que luego comprendería también un baño caliente y un whisky) se le apareció como algo que no debía abandonar así, a la ligera.
      Mitch miraba a las personas sonrientes de los anuncios y pensaba en una de las discusiones más violentas que habían tenido Helen y él. Echaba de menos la intimidad que las había acompañado y se le ocurrió que cada noche que se quedaba en casa era un intento de recrearla. Porque, durante el divorcio y en los meses que le siguieron, Mitch se había mostrado amistoso en el trabajo, sus compañeros nunca se cansaban de decirle lo mucho que lo sentían por él. También en esas conversaciones había cierta intimidad; cada una le recordaba a Mitch que Helen y él habían sido algo alguna vez, que habían interpretado los dos únicos papeles de su pequeña y extraña historia.
      Los anuncios terminaron y, de repente, a Mitch le sobrevino la misma sensación que tuvo cuando Helen hacía la maleta en el piso de arriba. Sólo podía pensar en ello como en un vacío, pero un vacío tan vasto que le impedía respirar. Se levantó de la silla, apagó el televisor y se quedó de pie en la más absoluta inmovilidad hasta que, casi media hora más tarde, sonó el teléfono. Su cabeza se llenó de ranas y monos y cuáqueros. Al descolgar el auricular todos se desvanecieron y fueron remplazados por un solo pensamiento: que en toda relación había algo científico. En todo esto meditaba Mitch cuando la voz del otro lado de la línea dijo: «¿Oiga?».
    

© 2000 Adam Blackwell
Traducción: ©
Laura Manero
versión en inglés
Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

Adam Blackwell trabaja en estos momentos en su tesis doctoral de Filología Inglesa en la Universidad de Utah, donde es profesor de escritura creativa. Empezó como escritor de obras teatrales y acaba de terminar la primera versión de una nueva obra, basada en «La Agencia Louis». En la actualidad se ocupa de una novela, Flash Over, acerca de un muchacho que sufre graves quemaduras en el incendio del Bradford Stadium. e-mail:ACBlack123@aol.com

Traductora:
Laura Manero nació en la ciudad de Tarragona hace 23 años. Licenciada en Traducción e Interpretación por la Universidad Autónoma de Barcelona, ha empezado a colaborar con diversas editoriales en publicaciones de carácter divulgativo. En la actualidad trabaja con la ilusión de tener un futuro en el mundo de la traducción.

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