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índex català     octubre - noviembre 2006   n° 55

SALIR DE CASA
Igor Marojevic
Traducción de Jelena Petrovic
      


Salir de la ciudad está bien, pero antes hay que salir de casa. Primero, ventilar: ya se empieza a notar un olor masculino que lo domina todo. Apretujar dentro del armario papeles, celofán y el resto de basura seca. Cerrar los cajones, ordenar los periódicos en pequeñas pilas y distribuirlos por los rincones para que un observador casual pueda soportar el desorden. Luego, ir a la cocina y poner boca abajo todos los platos azulados por el moho.
       Pero los platos no se someten sin resistencia a mi pretensión de ocultar el fregadero sucio: se resbalan como peces. De momento, el armario se niega a cerrarse. Empujo la portezuela, pero topa contra un catálogo superfluo que cae sobre el parquet. Ni siquiera el cigarrillo se somete fácilmente a la mera voluntad de mis dedos índice y pulgar; prefiere seguir encendido mientras exhala un humo bifurcado. Es como si los objetos adoptaran una actitud egocéntrica. Como tanta gente hoy día, ellos también reclaman atención: tal vez, en realidad, el mundo se haya echado a perder por sus caprichos.    
        El próximo autobús emprenderá el viaje dentro de una hora. Todavía hay tiempo suficiente para confirmarle mi llegada a la persona que me espera. De paso, puede explicarme una vez más cómo llegar a su casa. Es mejor evitar ahora los posibles malentendidos que acabar perdiéndome y entrando en un sinfín de edificios sólo para estudiar las listas de inquilinos y empresas. Deambulando por los vestíbulos de una ciudad ajena. Toda ciudad es ajena, me digo, mientras aprieto con el índice los botones cuadrados del teléfono.
      Llame dentro de media hora, por favor , me sugiere una voz femenina.
      Fácil decirlo, pero, ¿cómo matar tanto tiempo? Para empezar, quizás podría informarme de lo que ocurre fuera. Enciendo la radio. Tardo menos de un minuto en estudiar el pronóstico meteorológico. Me asomo a la ventana. Enseguida me doy cuenta de que los rodillos que utilizan los trabajadores municipales para desinsectar los troncos se despellejan tras el primer uso.
      Aún tengo que acabar de ordenar las pequeñas pilas de periódicos, colocadas hace un rato en los rincones de la habitación. O mejor podría empezar por las revistas. Ésta pertenece a la estantería de semanarios y diarios valiosos, si es que los hay. Según el orden alfabético, aquí debería estar la revista Atlantis . Por primera vez en los últimos meses siento el impulso de comprobar que todavía esté ahí. De pronto, eso me parece muy importante. No me queda más remedio que volver a llamar por teléfono.
      Por el auricular, me llega un murmullo de fondo   de voces femeninas, al otro lado de la línea. Mi ex esposa no puede ayudarme, absorta en su trabajo administrativo. Le parece muy extraño que me preocupe tanto por una revista.
        Es tedioso esperar a que hierva el agua. ¿Por qué no hojeo mientras tanto mi agenda telefónica, ese resumen de mi biografía , para pescar algún nombre ya olvidado? Digamos, bajo la V .
       Llamo a Valentín y me identifico tras el primer sorbo de café, como siempre, inesperadamente delicioso. Parece que él no recuerda quién soy, aunque fuimos juntos a la escuela primaria. Una semana antes del baile de fin de curso, salimos de la ciudad en bicicletas robadas y recorrimos los pueblos de la llanura. Ahora él dirige una distribuidora de tabaco. Según parece, le va bastante bien. Hoy no trabaja: hace unos días murió su madre.
        Mis condolencias , le digo, y en el mismo momento me arrepiento de haberlo llamado.
       Decido no ampliar el tema más allá de nuestro posible horizonte común. Recuerdo que una vez conseguí animar a la madre deprimida de un amigo, confesándole que cultivaba un cactus. De este modo, introduje un tema en el que nadie de la sala podía competir con ella. Parpadeando y dirigiéndome una mirada entre cariñosa y conspirativa, ella pronunció un discurso sobre el cultivo de flores y plantas. Era una mujer de condición humilde. Valentín parece una persona respetable; de las que no se tragan cualquier cosa. Se me ocurre que nos iría igual de bien con un tema menos apasionante:
        Esta tarde habrá chubascos, lo han dicho en las noticias.
      Y luego:
      Pronto estarás bien... Un día podríamos...
        Me avergüenzo y cuelgo el teléfono. Apago la radio y me bebo el penúltimo sorbo. Y eso no es todo: me estremezco. Si fingiera no sentir los cólicos agridulces en el vientre, igual podrían despertarse de pronto en el autobús, como ya ocurrió una vez hace diez años. Ahora estamos en primavera, entonces era otoño y yo iba a un concierto: tuve que bajar del autobús y recurrir al primer vestíbulo oscuro que encontré. Incluso calculé cómo explicar mi desnudez bajo los vaqueros a alguna chica, si hubiera surgido esa ocasión, pero aquella noche, entre miles de personas, no conocí a nadie.
      Puedo eliminar toda huella del váter con el chorro de la ducha: es la única ventaja de mi reducido cuarto de baño. Parece que anoche me acordé de encender el calentador del agua, así que podré ducharme. Me desnudo, abro los grifos, cambio la posición de la palanca y entonces la ducha y la manguera pegan un brinco. Agachado, dejo que el agua corra sobre mi cuerpo hasta que, poco a poco, se va enfriando.
      Otra vez abro la ducha para empujar los pelos hacia el desagüe. Seco la bañera con una toalla, que podría llegar a pudrirse si no se tiende enseguida. Me gustaría lavarla con el resto de la ropa sucia, pero ahora no tengo tiempo. Además, al centrifugar, la lavadora suele dar un salto de gatopardo enfurecido. Con el lado seco de la toalla, limpio de nuevo la bañera. Y el vapor del espejo. Y las baldosas manchadas por las huellas húmedas de los pies. Entre tanto, la toalla blanca se ha ensuciado visiblemente. Hay que frotarla con jabón: lavar la toalla. Limpiar el jabón. Lavarme las manos. Recoger la ropa. Dejar la bañera en paz. Salir del baño.
        Según el reloj, ya no me queda tiempo para llamar a mi posible anfitrión: el autobús sale en veinte minutos. Si estuviera vestido, a lo mejor llegaría a tiempo a la estación. Con una rápida ojeada hago un inventario mental y compruebo que todo está en su lugar. Todavía no he vaciado la taza de café. Después de lavar la cafetera y la taza, si no me estiro bien y luego me acurruco, me privaré del único ritual que nunca falla en tranquilizarme. ¿Sería   impensable que me enterase por mi cuenta de cuándo sale el siguiente autobús? O tal vez tendría que describir cómo yo, un acurrucado ladrón de sueño, llama otra vez a la empleada de la estación, intentando averiguar cuál podría ser el momento oportuno para salir.

 © Igor Marojevic 2006
 ©
De la traducción: Jelena Petrovic 2006.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Igor Marojevic. fotoCarné: Igor Marojevic (1968. Vrbas, Serbia ) Ha escrito las novelas: Obmana Boga ( El enga ño de Dios, 1997 - traducida al castellano /H20, Barcelona 2005, y portugués), Dvadeset cetiri zida ( Veinticuatro paredes , 1998), y Zega ( El ca lor, 2004, premios Borislav Pekic y Stevan Pesic) y los libros de cuentos: Tragaci ( Los buscadores , 2001) y Mediterani ( Los mediterraneos , 2006). Su obra teatral Els nomadas (la produccion - Institute del Teatre) se estrenó en 2004 en Tarrasa.  

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