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índex català   nov - dec  2002  n° 33

reseñas

33

El día del watusi de Francisco Casavella
Expiación de Ian McEwan
Lo bello y lo triste de Y. Kawabata
Cuentos eróticos de mi abuela de Robert Antoni
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MariasTu rostro mañana. 1: Fiebre y lanza,
de Javier Marías.
Alfaguara.
Madrid, 2002.

Dudo que, a estas alturas, un escritor del talento y el éxito de Javier Marías (Madrid, 1951) preste demasiada atención a las críticas recibidas, o que estas puedan influir de manera notoria en su creación narrativa. Pero lo cierto es que, tras encadenar tres novelas redondas como Todas las almas (1989), Corazón tan blanco (1992) y Mañana en la batalla piensa en mí (1994), que han forjado y desarrollado sucesivamente una hechura novelística muy personal –un tipo de novela muy Marías, por así decirlo–, las expectativas que genera cada nueva obra suya son muy fuertes y plantean un reto no sólo a sus numerosos lectores sino también, cómo no, al propio autor.

Negra espalda del tiempo (1998) supuso una respuesta a estas expectativas en forma de brillante quiebro o –por decirlo al gusto futbolístico de Marías– de regate magistral: en esa llamada "falsa novela" Marías contaba, entre otras cosas, cómo la ficción de Todas las almas se había introducido en su vida. De un tiempo a esta parte, sobre todo desde el clamoroso éxito de Soldados de Salamina, de Javier Cercas, se ha señalado a Negra espalda del tiempo como el pistoletazo de salida de una supuesta corriente de novelas con un narrador cuyo nombre es el mismo de quien firma el libro en la cubierta y en las que realidad y ficción se confunden, como si la ficción pura y dura no tuviera ya demasiado lugar en nuestro horizonte de lecturas. A esto cabe objetar, por lo menos, dos cosas. La primera, que la mezcla de ficción y realidad es tan vieja como el género novelesco, y que la intervención del autor en el relato (o de alguien que se le parece y le usurpa el nombre y apellidos reales) no es tampoco un invento de hace dos días. En el siglo XX, sin ir más lejos, la han practicado con resultados brillantes el universal Jorge Luis Borges y el desconocido Felipe Alfau.

La segunda objeción, formulada espléndidamente por Jordi Gràcia en La Vanguardia el pasado 23 de octubre, es que la fuerza de Soldados de Salamina radica en el hecho de que "la articulación del libro es enteramente novelesca y sin embargo casi todo lo que se cuenta en ella es verdaderamente histórico, fidedigno", lo que no puede decirse en modo alguno de Negra espalda del tiempo, donde Marías deja siempre muy claro cuándo habla de hechos reales y cuándo imagina o ficcionaliza hechos con visos de realidad. O, dicho de otro modo, el Javier Marías narrador coincide con la persona real del escritor, mientras que el Javier Cercas que habla e interviene en Soldados de Salamina es un personaje de ficción. Así pues, Negra espalda del tiempo no era, en sentido estricto, una novela, aunque no le hacía ninguna falta: en mi opinión, el regate de Marías queda como una de sus mayores obras, ya que el magnífico engarce de relatos reales y ficticios que la constituye se convierte en un rotundo alegato a favor del poder liberador de la literatura. Negra espalda del tiempo fue un libro lleno de pasión, de sentido del humor y –cómo no, tratándose de Marías– de nervio moral. Las expectativas quedaron superadas con nota muy alta.

Ahora, con Tu rostro mañana, Marías regresa a la novela de estricto corte ficcional –el narrador se apellida Deza y lo que se nos cuenta, aunque se solape a menudo con hechos, historias y personajes reales, tiene la consistencia de lo imaginario–. Pero vuelve también al territorio de Todas las almas, pues tanto el narrador como algunos personajes y escenarios coinciden con los de esa novela. Esto no tendría mayores implicaciones si no fuera porque el grado de autoconciencia literaria que aflora varias veces es deliberadamente acusado: "imagínate qué locura, mi último libro sobre él [Henrique el Navegante] tiene cerca de quinientas páginas, una descortesía, un abuso", dice el profesor Wheeler en la página 450, muy cerca ya de la 475 con la que termina la novela. Y, poco más adelante, el narrador afirma: "mientras aguardaba a que [Wheeler] prosiguiese o bien pusiera fin a la charla, temí que pudiera decidir esto último, había adquirido demasiada conciencia de sus parrafadas", una nada velada alusión –hay alguna otra en la novela– al largo y característico fluir verbal, propenso a los meandros, que llena tantas páginas de las últimas novelas de Marías, con sus compactas cajas tipográficas sin un solo punto ni punto y aparte. Por fin, en la página 472, Wheeler responde así a una delicada pregunta que le plantea el narrador: "‘Eso…’, dijo. ‘Déjame que te lo cuente otro día, si te parece. Si no tienes inconveniente’". Los medios de comunicación han repetido hasta la saciedad durante las últimas semanas que Fiebre y lanza es sólo la primera parte de la novela Tu rostro mañana. ¿Hace falta recordar que Javier Marías ha empleado en todo momento la palabra descortesía para referirse al hecho de que o bien publicaba un tocho con las previsibles mil páginas que tendrá la novela completa o bien dejaba a medias a sus lectores ofreciéndoles un volumen más asequible como el que finalmente ha visto la luz?

No sabría decir hasta qué punto esta autoconciencia lastra el desarrollo de la novela. En primer lugar, por una razón obvia: sólo la lectura de la segunda parte hará más o menos acertado el planteamiento y el desarrollo de Fiebre y lanza, que termina con el suspense de la llamada al timbre de una desconocida (para el lector, que no para el narrador: "Porque en efecto yo reconocí su voz"). Pero, además, hay que subrayar que, al fin y al cabo, el meollo de la novela no es otro que el valor de las palabras, de lo que se cuenta, de las interminables implicaciones de lo que se dice y lo que se calla ("El hablar funesto. La maldición de hablar", en palabras de Wheeler). Por ello resulta sólo en apariencia paradójico que esta media novela de casi quinientas páginas empiece diciendo "No debería uno contar nunca nada" y que luego Marías se lance a cincelar con sus meticulosas parrafadas la lucha de una serie de individuos que trabajan para el servicio secreto británico por desentrañar lo que hay detrás de las palabras, los gestos y las actitudes de las personas que son sometidas a su escrutinio.

Como sucede cada vez más en las novelas de Marías, cada palabra, cada frase de Fiebre y lanza aporta un matiz, quiere capturar un detalle necesario, una posibilidad –aún si remota–, una alternativa. Esta suerte de espías de almas –y señaladamente Deza, el recién ingresado en el grupo– cargan con la contradicción de jugar a ser omniscientes pese a que, en propiedad, sólo saben o formulan conjeturas (así el arranque de la segunda parte: "Uno nunca sabe del todo si se gana la confianza de nadie, y menos aún cuándo la pierde", lo que dicho en el contexto de los servicios secretos tiene enjundia). Cierto que esta minuciosidad obsesiva característica de muchas frases de Marías tiende a convertirse a veces, por mera repetición, en un rasgo de estilo gramaticalizado, artificioso, casi una cantinela previsible y rutinaria, como sucede, por poner el ejemplo de otro enorme prosista actual, con las enumeraciones –verdaderas reducciones al absurdo– tan gratas a Quim Monzó.

El arranque de Fiebre y lanza, largo, lento, casi abstracto, insiste en este estilo, con capítulos o apartados bastante breves que empiezan a tejer los hilos sobre los que se sostendrá el resto de la novela. Marías no hace aquí concesiones, hasta que en el primer capítulo largo (páginas 63 a 98) nos adentramos en un excelente episodio, digno de la memorable high table o cena académica de Todas las almas, que corresponde a una fiesta que tiene lugar en la casa del profesor Wheeler, en Oxford. Aquí encontramos desde el retrato descacharrante de un risible miembro de la embajada española en Londres a la introducción de varios de los motivos recurrentes del volumen (y, probablemente, de la novela entera): la guerra civil española, el asesinato de Andreu Nin por los estalinistas o la delación que sufrió el padre de Deza al término de la guerra (claro trasunto de lo que le sucedió a Julián Marías, padre del novelista). La novela toma aquí un aliento notable, con un vivaz retrato de personajes, un magistral dominio de los diálogos y una sabia dosificación, apenas perceptible, de nuevos y diversos motivos que van asediando el tema central del valor de la palabra y el silencio. Así, "Fiebre", la primera parte del volumen, nos conducirá con un ritmo sostenido y absorbente hasta la segunda, "Lanza".

Quizá no debiera sorprender al lector fiel de Marías, pero Fiebre y lanza cautiva por su espléndida capacidad de ir construyendo la historia de Deza en Inglaterra –bastantes años después de su primera estancia en Oxford, relatada en Todas las almas– mediante un par de conversaciones con Wheeler y con Tupra, el jefe del grupo de los servicios secretos en el que se acabará integrando. Marías ha alcanzado un asombroso dominio de los diálogos. No se trata –casi sobra decirlo– de intercambios breves, de preguntas y respuestas al modo de las usuales, por ejemplo, en las novelas policiacas. Tenemos aquí largas conversaciones entre personajes que tienen mucho que decirse, que gustan de charlar, que pierden a veces el hilo pero que suelen retomarlo al fin. Pero lo sorprendente es que, pese a su largo vuelo, estas conversaciones son de una verosimilitud apabullante: el lenguaje que emplean los interlocutores es del todo creíble, la construcción de las frases responde a la perfección al flujo habitual de las conversaciones reales, con sus desviaciones, sus regresos, sus frases dejadas a medias. Marías deslumbra incluso en lo fidedigno que es al transcribir unas conversaciones que, en su mayoría, transcurren en inglés. Traductor ocasional pero de pura cepa, puntea a menudo las acotaciones a los diálogos con escrupulosas observaciones sobre los cambios de lengua de los personajes (del castellano al inglés, o viceversa), sobre la propiedad o precisión del término con que traduce tal palabra de la conversación, a veces incluso ofrece alternativas para sugerir otros matices posibles. Si existe hoy en día un escritor español respetuoso y conocedor del oficio de la traducción, ese es Javier Marías.

La suma de conversaciones, de motivos relacionados con el tema central (en la segunda parte, por ejemplo, la Inglaterra bombardeada de la Segunda Guerra Mundial y la campaña contra el careless talk –promovida por las autoridades británicas para evitar que los infiltrados nazis pudieran obtener informaciones vitales– ocupan el lugar que Nin y la guerra civil española tuvieron en la primera, "Fiebre"), acaba confiriendo a Fiebre y lanza una gran densidad. La acción transcurre apenas en un par de días, con proyecciones atrás y adelante que van llenando de datos la historia de la segunda estancia de Deza en Inglaterra, así como lo sucedido en España (su matrimonio, paternidad y separación) a su regreso de la primera. Marías sorprenderá incluso al lector de Todas las almas con apasionantes revelaciones sobre el inolvidable Toby Rylands de aquella novela.

Sin embargo, una vez sumergidos plenamente en la densa trama urdida de manera tan laboriosa –pero también casi tan imperceptible, tal es la maestría de Marías–, las últimas cien páginas de Fiebre y lanza resultan algo decepcionantes, pues decae un tanto el ritmo: las novedades parecen detenerse, uno tiene la impresión de que se está preparando de algún modo el intermedio anunciado (es precisamente hacia el final cuando se acumulan bastantes de las referencias a la autoconciencia literaria que he mencionado antes) y, dolorosamente, llega ese final que no es tal y que deja al lector en ascuas. Por eso, no sería prudente ni justo emitir un juicio sobre Tu rostro mañana basándonos únicamente en esta Fiebre y lanza: sólo sabremos si le sobran páginas a este volumen en función de cómo resuelva Marías, en la segunda entrega de la novela, los numerosos cabos que ha dejado pendiendo ahora. Hasta entonces nos quedaremos sin conocer a ciencia cierta el grado de "descortesía" de esta operación de desdoblamiento novelístico. Sí me atrevería a decir, no obstante, que Fiebre y lanza complacerá al público asiduo de Javier Marías, mientras que no resultará la mejor vía de acceso a su novelística para quienes no hayan leído ninguna de sus obras anteriores.

Xavier Dilla

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portada CasavellaEl día del Watusi,
Francisco Casavella.
Mondadori. Barcelona, 2002.

La anécdota no deja de ser peculiar. El pasado 29 de octubre, la Gancho Divine (un grupo integrado por once escritores, periodistas y críticos literarios) otorgó a Francisco Casavella por El día del Watusi el primer premio Órbitas, concebido como la alternativa, sobre todo, al premio Planeta. La entrega, en el bar Rouge de Barcelona, resultó ser "a dos calles de mi casa y entre viejos conocidos", dice Casavella, en Poble Sec, su barrio natal; y, como trofeo, el anti de la dotación económica, un único guante de boxeo, "que se agradece, aunque con un par de ellos, no sólo podría defenderme, sino también dar".

Pero Casavella las da, y de frente, con El día del Watusi, esta primera entrega de la trilogía Los años feroces; y me parece un virtuoso, si es que en realidad lo consigue con un solo guante de boxeo. Será que un gesto sugiere más la insólita capacidad de los grandes talentos literarios para sacudir al lector y abandonarlo después en el silencio más íntimo. Casavella parte de ahí a sabiendas, "asustado ante la audacia del que sabe generar el caos", que es el caos íntimo en el lector, pero también el desgarro del "demiurgo que crea un engaño". Y su maquinaria es tan perfecta que asusta, justamente porque desafía al lector para soltarle, sin más dilaciones, que "opera sólo para confundirle". El cinismo máximo, y en eso lo genial de Casavella, es conseguirlo como quien aparentemente se desentiende pero va a la yugular, y lo hace partiendo de una única verdad, la que obliga a creer en la realidad del relato. Lo cual, en este caso, tiene mérito, porque al lector se le muestran los trucos de la ficción, y, como en un juego de magia, sucumbe a ellos.

La misma trama encuentra una primera traba: se nos dice que el protagonista, Fernando Atienza, es misteriosamente contratado para redactar un Informe Confidencial sobre un dudoso empresario durante una escena magistral de delirio colectivo en el parque de atracciones del Tibidabo, con monjas, helicóptero, huérfanos, mafiosos y azafatas incluidos. Sólo en una "época átona de dioses ridículos" (los noventa de las estafas, engaños y aburrimiento supino), el Informe sobre un estafador dirigido a un lector desconocido se connota, a la par, de raro asunto de estado y tremendo sinsentido. Puestos a ver rarezas, juguemos a darle otra vuelta de tuerca: ¿Y si el lector del Informe es en realidad el lector de la novela? En ese caso, y aquí el giro del autor, el objeto del Informe "soy, en primera instancia, yo mismo, y corregir mi biografía, mi auténtica empresa", tras esa tercera persona "balsámica" de Atienza. Éste será, en palabras de Casavella, "nuestro guía local en la geografía del espanto", y quizás por eso cite al Virgilio que acompaña a Dante en su selva oscura.

La geografía del espanto tergiversa la vida hasta convertirla en una torpe imitación de la normalidad; nada hay que entender cuando la vida no es más que un chiste malo, una chapuza mal hecha. Pero el compromiso de Fernando Atienza, y el favor que puede hacernos, a nosotros los lectores, es narrar su propia incursión en este mapa de trayectorias peculiares. Hablarnos de cómo ha pasado a ser "un bufón resentido", tras el "paso de la inconsciencia a la idiotez" típica en los personajes de barrio que lo rodean. En un solo día, el 15 de agosto de 1971, y a los 13 años de edad, Atienza pierde su mirada inocente para adentrarse en la auténtica dimensión del miedo. Y sin más explicación que las "circunstancias de la vida", esa tarde de pesca veraniega en el puerto de Barcelona, Fernando y su amigo Pepito el Yeyé son testigos accidentales del asesinato de la hija del cabecilla de su barrio, en el Montjuïc más decadente.

Salido de la nada más absoluta, el accidente testimonial (por decirlo de algún modo) no puede sino desencadenar, en la geografía del espanto, el periplo inciático de descubrir el verdadero "paisaje de la evidencia": el sexo, el crimen, la mafia de poca monta y sus estropicios no son más que variaciones de este "flujo delictivo trivializado" que es ya su mundo. Para salvar el pellejo, Atienza y el Yeyé aprenden en un día a orientarse en este territorio macarra, lo cual pasa por entender, lo primero, que no hay nada que entender, y, lo segundo, que la sospecha deja de serlo cuando pone en evidencia el caos "tal cual es". En este sentido, la iniciación consiste en intuir los límites tangibles de esa realidad insalvable; los extremos de la amistad, el peligro y la amenaza sólo afloran cuando se vislumbra la hondura del patetismo.

Ese día con fecha, el 15 de agosto de 1971, merece la distinción de las grandes efemérides: el día del Watusi; al evocarlo, Atienza asume su profunda sumisión ante lo extraordinario, y revive la rabia de pasar a formar parte de esas verdades a medias en la mentira. Que más da si se trata del Montjuïc barriobajero, pues ése no es sino un extremo en la tierra del crimen, la cual "tiene que ver con la historia y contigo, lector", pero también con las calles, barrios y ciudades (también la España franquista de los setenta), y con "los cómos y porqués de conocidos y desconocidos como la palma de nuestra mano". El día del Watusi representa la "compulsiva unión de lo abstracto y lo representativo": éste es para Casavella "el campo de cultivo propio de la magia, en el seno de una cultura que dignifica la velocidad mental, el sobreentendido, y una extraña mezcla de astucia e integridad en lo trágico". Fernando Atienza celebra por cuenta propia el logro de un "ojo avisado" en el trato con los hechos incomprensibles, los del franquismo en decadencia, consciente de encontrarse en el punto de partida de su "día de Mañana". Y ésta es, en última instancia, la promesa del segundo y tercer volumen de Los años feroces.

El día del Watusi puede que sea un "nudo de casualidades deshechas y un método deductivo que no sirve de nada". La misma forma del Informe para narrar la historia del protagonista busca distanciarse del relato ficcional y otorgarle el valor del testigo social. En este sentido, una multitud de personajes desfilan convocados por los acontecimientos, auténticos metrónomos de la novela. A fin de cuentas, la verdad del relato reside en su escenificación y posterior énfasis, para después recrearse en los diálogos (rápidos y directos, muy a la manera de Paul Auster), los gestos y los movimientos de los personajes. Nada es gratuito en el atrezzo de la excentricidad, cuyo corpus explica y trasciende los hechos: el gesto "llena el aire" con su elocuencia, mientras los colores estridentes hablan de sucesos inoportunos; del mismo modo, los sustantivos nombran las categorías del accidente y los adjetivos los visualizan: "gestos bigotudos", "chanclas trepidantes".

A estas alturas, a nadie se le escapa que Francisco Casavella es un escritor de talento indiscutible, a veces vertiginoso. Será cuestión de preparar los ya para mí míticos guantes de boxeo para defenderse en el siguiente asalto, su Viento y joyas, que se publica este mes.

Marta Rossich

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Virtuosismo sin virtud

atonement.Portada inglésIan McEwan,
Expiación,

Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama, 2002

portada inglés

¿Cómo se critica la perfección literaria? La respuesta: con mucha dificultad. Como se suele decir, es mucho más fácil escribir una reseña sobre un libro malo que sobre un libro bueno. La perfección de Expiación radica en que se trata de una regular novela casi imposible de criticar. Resulta un mecanismo perfectamente diseñado que evita la crítica al incluirla anticipadamente dentro de su misma estructura. Y es precisamente esta organización autocrítica lo que hace imposible la expiación que promete, ¿cómo expiar a alguien que ya se expía a sí mismo? Bueno, pues ésta es la sensación que me queda al leer esta perla literaria llamada Expiación, y que hace del nácar su más duro esmalte a prueba del más tenaz dentista literario. Su táctica no es otra que la de delegar responsabilidades, la de dejar la autoría en manos de la tradición novelística inglesa para que hable por él. He aquí el hubris que mancha su inmaculada concepción, que es el quitamanchas dantesco que deja una mancha mayor a cada pasada.

El propio autor –no desvelo nada confiándoles que estamos hablando del escritor británico Ian McEwan, galardonado ya con el Booker Prize en 1998 por su obra Amsterdam– admite en un texto autobiográfico titulado "Mother Tongue – a Memoir" (On Modern British Fiction, editado por Zachary Leader, 2002) que su trayectoria literaria ha quedado marcada por la inseguridad lingüística de su madre. Les traduzco un trozo:

Cuando empecé a escribir seriamente en 1970, dejé de lado todos o casi todos los manierismos lingüísticos de mi madre, pero todavía mantenía su postura, sus miedos, su toque inseguro […] Horas de esfuerzo producían muy poco, y me daban muy poca satisfacción. Desde fuera, esta laboriosidad y esta indecisión bien pudieran haber parecido escrupulosidad artística, y no me importaba dar esa impresión, o que otros la dieran por mí. Me gustaba que la gente hablase con aprobación de la "dura superficie" de mi prosa; era algo donde podía esconderme.

Nos cuenta McEwan que su madre tenía una gran conciencia de su clase media-baja y de las trampas que, en la sociedad inglesa, suponía un deje gramatical inconsciente en presencia de tus superiores. Y de ahí que en la perfección radique el defecto, en la dureza la fragilidad. De hecho, uno de los protagonistas de la novela que nos concierne, Robbie Turner, el joven recién graduado en literatura inglesa por la universidad de Cambridge, no es otro que el hijo de la asistenta de la mansión de los Tallis, cerca de la cual vive su madre en un pequeño bungalow. Nos encontramos en Inglaterra, verano del 1935. Robbie debe sus estudios a la generosidad del señor Tallis, pero su éxito académico expresa su emancipación personal a través de una leve crítica del valor de esos mismos estudios:

A pesar de sus notas, el estudio de la literatura inglesa le parecía, retrospectivamente, un absorbente juego de salón, y leer libros y poseer una opinión sobre ellos un complemento deseable de una existencia civilizada. Pero no era el meollo, dijera lo que dijese Leavis en sus clases.

Pero no, Robbie quiere dedicarse a algo práctico pero igualmente digno, él quiere ser médico. Y he aquí el quid de la cuestión: a pesar de su rechazo por la crítica literaria, ésta se mantiene como paradigma de dignidad, "Pues ahí residía la cosa, sin duda: sería un médico mejor por haber leído literatura". La desilusión literaria es asimismo canalizada en contra de la crítica, y no así en contra de la obra literaria. Se refiere a F. R. Leavis, crítico literario fundador del canon literario inglés y autor del famoso La gran tradición, de 1948, que dominaría los departamentos de literatura inglesa durante treinta años más. Y ante la evidencia del complejo literario transferido a uno de sus protagonistas, McEwan comienza sus tácticas de autodefensa contra la crítica, que es, en definitiva, ésta o cualquier otra reseña.

El virtuosismo de esta capa protectora radica en el reflejo de su pulida superficie, que adquiere en Briony, la hija pequeña de los Tallis, un "más difícil todavía". Sí, Robbie refleja la displicencia de McEwan con respecto a los cuchicheos de la crítica literaria. Sin embargo, parece que nuestro autor ha conseguido el dudoso triunfo de transferir la inseguridad social de su madre a su literatura, que insiste en compartir salón con los grandes de la literatura inglesa pero no precisamente como asistenta. Robbie no vacila en hablarnos con orgullo mal escondido de sus lecturas, que malamente caben en la pequeña buhardilla del bungalow de su madre: "una primera edición de Jane Austen, sus Eliot y Lawrence y Wilfred Owen, las obras completas de Conrad, su Housman, el ejemplar autógrafo de La danza de la muerte, de Auden". Y aún hay más, Robbie es poeta y encontramos sobre su mesa "diez poemas escritos a máquina debajo de una nota impresa de rechazo de la revista Criterion, con las iniciales del propio Eliot". Pero él quiere ser doctor. Briony, por el contrario, quiere ser escritora, aunque empieza siendo enfermera cuando deja la mansión de sus padres y se incorpora a un hospital en Londres; ella, el otro reflejo esquizofrénico de la identidad literaria de McEwan, que divaga entre los handicaps de la feminidad de Briony y la condición social de Robbie.

La novela empieza con el intento fallido de Briony de representar una obra de teatro que ha escrito ella misma: Las tribulaciones de Arabella. Más tarde, en la segunda parte de Expiación, también ella recibe una nota de rechazo que, no obstante, es más bien una reseña de la revista Horizon sobre las virtudes y los vicios de un relato que les manda mientras trabaja en el hospital. Esta nota, que el texto transcribe, desvela que el relato que Briony manda y titula "Dos figuras junto a una fuente" no es otro que un boceto de lo que es la primera parte de Expiación. Parte que narra cómo ella, celosa de la relación entre su hermana Cecilia y Robbie, se engaña a sí misma hasta el punto de acusar a este último de un crimen que no ha cometido. Las dos figuras son, en efecto, Robbie y Cecilia. Nos damos cuenta también de que la versión que figura en esta novela toma ya eso en cuenta, y así se adelanta a la crítica que le hace el editor de Horizon sobre su excesivo tributo al estilo de Virginia Woolf, quien añade a modo de intimismo paternalista:

¿Quién duda del valor de esta experimentación? Sin embargo, una escritura así puede convertirse en preciosista cuando no produce una sensación de avance. Dicho a la inversa, nuestra atención se habría mantenido tanto más despierta si hubiese habido un flujo subyacente de simple narrativa. Hace falta desarrollo.

En efecto, la primera parte de Expiación, donde tienen lugar un crimen, una acusación y un arresto en el idílico marco eduardiano de la mansión de los Tallis, hace uso de un método narrativo que recuerda a las técnicas literarias modernistas. La prosa utiliza la perspectiva impersonal del estilo indirecto, por la que pasamos a través de las conciencias de los personajes de uno en uno y, al superponerse, éstas crean una sofisticada tridimensionalidad espaciotemporal de lo que acontece un caluroso día de verano en la campiña inglesa. Aunque parece que no ocurre nada, McEwan –¿o es Briony?– consigue evocar un clima de presentimientos que empujan al lector a devorar las páginas y llegar al desenlace que se anticipa. El consejo de la revista Horizon es así tomado al pie de la letra, si bien acentúa la sensación de pasividad de un lector que intenta entrar en el flujo de la consciencia narrativa, pero que es despertado una y otra vez por un cachete, como si el autor –o la autora– tuviera un miedo excesivo a que el lector se duerma. Frases como: "Aquella decisión, como habría de reconocer muchas veces, transformó su vida", sobran. Sobran porque la sensación premonitoria de que Robbie está a punto de caer víctima del destino, víctima de una versión de los hechos, víctima de la imaginación infantil de una escritora sin estilo, víctima de Briony, ya está presente. Resulta artificial. El anticipo del desenlace de la primera parte de la historia es también el anticipo de un estilo narrativo ya corregido, y que nos engaña a nosotros, las últimas víctimas inconscientes de esta narrativa; víctimas del intento de expiación de un autor/a que no se enfrenta a su crimen, el de adoptar un estilo que no se atreve a llevar a sus últimas consecuencias. De nada valen las correcciones o las justificaciones –sea McEwan o Briony– cuando el daño ya está hecho. El resto –de la novela– es autocomplacencia por cuenta ajena.

A partir de la segunda parte de la novela –donde se narra cómo Briony busca el perdón de Robbie y de su hermana–, el estilo también cambia hacia un realismo lineal más gráfico y clásico. La razón más obvia es la de adaptar la forma de la novela al contexto bélico y catastrófico de Londres y Dunquerque en 1940. Podría también ser un comentario sobre el fin del proyecto modernista, no reciclable ya en un mundo en el que la realidad supera al experimento literario. ¿Qué nos quiere decir McEwan sobre el modernismo? Yo creo que no lo tiene muy claro. La elección de la revista literaria Horizon es interesante en sí misma. Fundada en 1939 por Cyril Connolly y Stephen Spender, representó un momento de transición literaria que empezaba a dejar atrás el modernismo y a dar lugar a una nueva generación de escritores de la talla de Evelyn Waugh, por quien McEwan reconoce sentir gran admiración. Curiosamente, Cyril Connolly representa la indecisión literaria –nunca llegó a escribir una gran obra– y el principio de la gran maquinaria de la crítica en la época de grandes críticos literarios como F. R. Leavis y C. S. Lewis, llegando a ser crítico principal de The Sunday Times. Curiosa coincidencia que Robbie Turner muestre su desacuerdo con Leavis confirmando su decisión de dejar el estudio de la literatura por la medicina, para que luego Briony acepte la crítica indirecta de este creciente institucionalismo literario aceptando la crítica de Horizon. Ésta, en realidad, echa por tierra su sueño de haber superado la inmadurez literaria. Después de leer Las olas de Virginia Woolf,

pensaba que se estaba operando una gran transformación en la propia naturaleza, y que sólo la ficción, una nueva clase de ficción, podría capturar la esencia del cambio.

Sin embargo, el firmante de la carta de Horizon, CC, subyuga su ímpetu y le recomienda una línea más conservadora:

Puede que sus lectores más refinados campen a sus anchas por entre las teorías más recientes de Bergson sobre la conciencia, pero estoy seguro de que conservan un deseo infantil de que les cuenten una historia, de que la mantengan en suspenso y de saber lo que ocurre.

Así que Briony tiene que superar su inmadurez literaria, pero sin pasarse, para no exceder los deseos infantiles del lector. El mensaje es confuso, por no decir incierto, ya que Bergson moriría un año después de la supuesta fecha de esta carta, 1940, y su obra más influyente en el modernismo, La evolución creadora, fue publicada en 1907. Además, la virtud de McEwan por adoptar una voz femenina como narrador delegado –Briony– se va al traste en cuanto se ve tan fácilmente sometida por la crítica de CC, Cyril Connolly. ¿Qué es esto sino abogar por un modernismo para todos los públicos, por la inevitable preeminencia machista de la crítica y el mercado literario que además infantiliza al lector? Se trata de la reificación de la obra literaria como producto de consumo. De hecho, la adecuada traducción de Jaime Zulaika pone de manifiesto este malogrado filistinismo, donde las tácticas hipnóticas de McEwan se pierden en un lector español que no conozca –y buenamente no le importe– quiénes son todos estos miembros de la academia inglesa que al autor le parece tan importante rebatir y exaltar en su propio beneficio. Pero ¿por qué considerar el modernismo elitista en primer lugar? Porque McEwan no ha expiado los fantasmas sociales y literarios que le anteceden y que no está seguro de poder superar. Esto es lo que Harold Bloom ha llamado la ansiedad de la influencia.

No obstante, ¿a quién nos podemos quejar? ¿A McEwan, a Briony o a Cyril Connolly? Nos perdemos en los reflejos de la dura y pulida superficie de la prosa, en su perfección. Las primeras cuatro palabras de la novela desvelan parte de este irreverente misterio de responsabilidad literaria, que recibe también confirmación en la última parte de la novela, además de un curioso twist en los "Agradecimientos". Y éste es gratificante solamente para los que crédulamente escuchábamos a Carlos Pumares insistir en que hay que quedarse hasta el final de los créditos al término de una película para descubrir ese pequeño toque de autor dirigido a los más "enteraos"... que no es otra cosa que vendernos la moto por el doble, y nosotros regocijándonos por lo listos que somos. Y, dada la viciosa circularidad de este mundo de la crítica, ustedes irán y comprarán la novela para leer los "Agradecimientos". Mea culpa. Pero no se confundan, yo no busco expiación.

Fabio Vericat

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KabawataLo bello y lo triste. Y. Kawabata.
Traducción de Nélida M. de Machain. Barcelona.
Emecé Lingua Franca. 2002

La exploración de la soledad

 

El origen de la novela Lo bello y lo triste arranca con el sentimiento de nostalgia del protagonista Oki mientras se dirige a Kioto al reencuentro de su antigua amante Otoko, con motivo de la celebración del año nuevo. Este hecho tendrá como consecuencia la aparición de la figura de Keiko, actual acompañante de Otoko, personaje amoral y vengativo, cuya importancia aumenta conforme avanza el hilo argumentativo. Como sucede en algunas de las más bellas obras de la literatura, el punto de partida con el que comienza la narración de Lo bello y lo triste está dotado de una belleza e intensidad extraordinarias, anticipo del encanto poético de su arquitectura invisible, ese discurrir más allá de las palabras. Este encanto que ya no nos abandona durante el resto de la narración es consecuencia directa -por encima de cualquier otra consideración- de la exsitencia de un arte diáfano que entronca con la más sutil tradición poética de que la novela japonesa es tributaria, pues comparte con aquélla, además de una delicada simbología descriptiva, una economía expresiva y una capacidad de evocación maravillosas.

La poesía nace del encuentro entre el espíritu de una obra y el genio propio de la lengua, el alma de la cultura que la hecho nacer. En Lo bello y lo triste las referencias de ese universo mágico que se desvanece son continuas. El elevado contenido poético de la novela descansa sobre esa arquitectura invisible en la que todo ocurre más allá de lo que se dice. Kawabata sabe -como lo saben los poetas- que lo esencial es aquello de lo que no se habla, por ello se sirve  de la yuxtaposición de sensaciones dispersas a lo largo de la obra, con las que nos hace sentir con una intensidad superior que si utilizase referencias obvias. Cuando un personaje de la novela contempla una butaca que gira sola en el vagón del un tren panorámico o al escuchar el tañido de la campana milenaria de un templo budista, los personajes sienten su soledad, con ella despierta el eco del corazón y afloran los recuerdos de la memoria. La exploración de la soledad es unos de los aspectos que mejor definen la narrativa de Kawabata y a ésta cabe unir la delicadeza con la que trata las relaciones de las personas con los demás y con la naturaleza. En Lo bello y lo triste se observa la delicadeza magistral con la que trata del erotismo y la soledad, abordados con un estilo tan sensual como propio en la narrativa nipona, con una contención y simbolismo que van más allá de las evidencias superficiales a las que la novela nos tiene acostumbrados. Asimismo cabe destacar la fina matización con la que el autor aborda el análisis del alma femenina, introduciendo -al igual que en La casa de las bellas durmientes- el tema de la adoración de las vírgenes, fuente del lirismo en el que se contraponen erotismo y profanación, muerte e imposibilidad ligados a la exploración de la soledad y sexualidad humanas.

De la naturaleza que Kawabata rescata del pasado resurge la fuerza latente de un mundo lejano y a través de ésta, la lucha entre el pasado y la modernidad, del lirismo e impresionismo frente al realismo social imperante en la novela coetánea. Para nuestro autor, el pretendido realismo literario tan en boga no es sino una mera abstracción y simulacro convencionales en un mundo arrojado a las apariencias, en el que no se puede articular una verdad auténtica sin que parezca una paradoja. En el acto creativo sólo un honesto y profundo respeto por la realidad preserva la verdad. Por ello deja a la realidad en su mismo lugar, sin los artificios ni mentiras concertadas del pretendido realismo literario. En su esfuerzo compositivo se limita a ofrecer como un buen poeta esa realidad, el lector la recibe como materia vírgen.

Como indicábamos, Lo bello y lo triste contiene una elevada carga poética que descansa sobre la tradición narrativa nipona, la sensibilidad de sus letras y la tradición viva de al cual se nutre. Autores más jóvenes - entre los cuales cabe destacar Mishima- valoraron en la misma medida que Kawabata la fuerza de ese legado y cultivaron sus obras bajo este modo de hacer completamente japonés. Siguiendo sus pasos, buscaron en su literatura la fuerza de renovación de las letras. El tema que planea sobre este tipo de composiciones debe su razón de ser a la oposición entre la tradición y la modernización súbita del país que trastocó en una sola generación todo un modo de vida de origen milenario. La gran mayoría, destacando a Yokomitsu Riichi, buscó en las letras foráneas dichos recursos, imitando el occidental estilo de hacer novelas. Kawabata buscó en el Japón de su época la cultura perdida de la que sólo quedaban algunos restos emocionales, mostrada con un estilo personal, minucioso y episódico en el que se volcó desde el Diario íntimo de mi decimosexto cumpleaños, de 1925. Ésta su primera obra -a la que se refiere de manera velada en Lo bello y lo triste- debe ser encuadrada dentro del tradicional género del diario íntimo, cultivado en las letras japonesas con una frecuencia mayor que en otras literaturas. Asimismo hace referencia a otros temas de la tradición: la importancia de la caligrafía y de la ortografía en la cultura nipona, la Historia y la Literatura -temas en los que nos introduce a través de los diálogos de Oki con su hijo Taichiro- incluso la recuperación de testimonios del pasado, bien en la descripción de escenas costumbristas, bien dentro del ámbito de la arqueología, conformando un clima en el que el pasado y la tradición dan pie a las más profundas consideraciones sobre el universo estético del autor.

Nos encontramos ante un escritor de primera fila y una novela escrita con una técnica y belleza conmovedoras, en la que todo sucede más allá de lo narrado. Del magisterio  de Kawabata son tributarios los más destacados escritores japoneses que tras él supieron nutrirse de la maravillosa herencia de su misma literatura, continuando el camino de la sutilidad para transmitir las emociones y de la delicadeza a la hora de abordar las relaciones de las personas con los demás y con la naturaleza. El respeto a esta tradición no parece ser óbice para que Kawabata sea capaz de construir el más sutil drama de amor y destrucción, aderezado con el más perverso erotismo, caso de la presente novela.

Carlos Vela

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AntoniCuentos eróticos de mi abuela. Robert Antoni. Traducción de Jesús Zulaika.
Anagrama. Barcelona, 2002.

Puede resultar un tanto doloroso para el lector masculino escuchar los relatos de esta anciana caribeña y constatar, con un poco de pavor, que nuestro papel en este mundo se reduce a enarbolar un "crab-o" enhiesto y duro condenado al filo de un machete. Porque no cabe duda que, para aquella augusta abuela, el hombre no deja de ser un problema más en su lucha para la supervivencia , los hombres que te solicitan sólo son de un tipo: el de los que no piensan más que en robarte y así lo deja patente a su joven nieto, Johnny, quien después de oír, una y otra vez, aquellos terribles cuentos debe de andar, como algunos más, muy desorientado, y perdonen el eufemismo.

Tal vez el uso del adjetivo terrible para calificar los cuentos de Robert Antoni pueda parecer excesivo, pero no nos dejemos seducir totalmente por la truculencia de las historias, la brillantez del estilo, por los exóticos vocablos como tot- tot, bansee, buller, baboo y otro tantos que salpican las páginas como repentinas islas caribeñas. En medio de todo este maravilloso bullicio que nos sonsaca más de una sonrisa, se perciben también hondos suspiros. Suspiros de una anciana de noventa y seis años que lo ha vivido todo: la soledad, el sacrificio, el abandono, la codicia, la traición y cuyo único remedio para contrarrestar la inevitable amargura, sigue siendo, año tras año, regalar historias como caramelos porque, Johnny, es algo que te produce mucho placer y buena compañía a lo largo de la vida y puede traerte mucha felicidad al final de ella.

Este aviso, tan acertadamente colocado al final del primer cuento, nos deja entrever que más allá del reclamo de estos suculentos cuentos eróticos, lo que realmente va estar en juego, a lo largo de este libro, es el vivo retrato de la narradora. Y es indudable que, pese a la dificultad que supone haber elegido un enfoque que descarta cualquier apunte del autor, Robert Antoni consigue revelarnos un personaje lleno de matices, cuyos cuentos son, ante todo, eficaces focos que la apuntan y la narran magistralmente. Y al acabar Los cuentos eróticos de mi abuela de Robert Antoni sentimos una inmensa ternura hacia todas aquellas abuelas solitarias que han aceptado, con resignación y generosidad, que sus numerosos hijos hayan huido todos a buscar mejor fortuna, muy lejos de aquel corrompido y devastado Edén. Jamás la jugosa papaya había sabido tan amarga.

Xavier Domecq

© The Barcelona Review 2002

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  noviembre - diciembre 2002  número 33 

Narrativa

Robert Antoni
"Cómo a Iguana le salieron las arrugas o la verdadera historia de El Dorado"

Antonio Paniagua
"La luz y el pecado"

Ensayo

David Taranco
"Roberto Arlt: Sesenta años después de la muerte del escritor argentino su obra sigue estando vigente"

Nota de actualidad

Sara Martín Alegre
"Arañas, dragones y Ralph Fiennes: Retrato de la locura en Spider de David Cronenberg y El dragón rojo de Brett Ratner"

Reseñas

Tu rostro mañana. I. Fiebre y lanza, de Javier Marías
Expiación de Ian McEwan.
El día del watuside de Francisco Casavella.
Lo bello y lo triste de Y. Kawabata

Cuentos eróticos de mi abuela de Robert Antoni

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