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mayo -junio 2000  num 18

biografía 

MOLINA
por
Javier Calvo  

 

1.-Interior. Noche. Apartamento de Joe Orton.

Orton está en el dormitorio con su amante Ken Halliwell. Orton está acostado y Halliwell está sentado en el borde de la cama.

Orton: ¿Qué pasaría si nos separáramos?
Halliwell: ¿Crees que me ayudaría? Estamos hablando de mí.
Orton: No podemos seguir así.
Halliwell: Yo te lo he dado todo. Yo te hice.
Orton: Escucha esta conversación, querido. Yo no soy Elisa Doolitle. Me hice a mí mismo.
Halliwell: Son mis libros. Yo te enseñé.
Orton: Yo también a ti.
Halliwell: ¿A qué? ¿A entrar en los urinarios?
Orton: Es igual. Si no, habría habido otro. Piénsalo.
Halliwell: ¿Cómo?
Orton: Puedo hacerte una paja. ¿Qué es lo qué quieres?
Halliwell (Suplicante): ¡John! ¡John!
Orton: ¡No soy John! ¡John murió! (Se tapa el rostro con la manta). Si cambias de parecer sobre la paja, no me despiertes.

Halliwell se levanta. Camina hasta el armario ropero y se mira en el espejo.

Halliwell: No comprendo mi vida. Fui hijo único. Perdí a mis padres. A los veinte años me quedé calvo. Soy homosexual. Tengo todos los antecedentes y circunstancias que un artista podría desear. Soy un prototipo. Fui programado para ser novelista o dramaturgo. Pero no lo soy. Y tú sí. ¡John! ¡Tú lo haces todo mejor que yo! ¡Hasta duermes mejor que yo!

Se levanta. Coge un martillo y golpea a Orton hasta matarlo. La sangre salpica las paredes del dormitorio.

2. Interior. Día. La casa de Alfred Molina en Islington

Molina se anuda el corbatín de su disfraz y se mira en el espejo del ropero de su dormitorio. Hace ocho años escribió una obra teatral sobre Oscar Wilde. Ahora, dspués de todo ese tiempo, ha conseguido un pequeño local en su barrio para representarla. De manera que ha empezado a disfrazarse como el protagonista y ensayar su parte en la soledad de su casa.
      —¡Yo creé este personaje...! –recita, levantando la barbilla y mirando su cara en el espejo con el rabillo del ojo– ¡...Para que vosotros lo apedrearais!
      Pone los brazos en jarras. Mira a los ojos de su reflejo y repite:
      —¡Para que vosotros lo apedrearais! –levanta una ceja y tuerce la comisura del labio en una mueca de burla y desdén. Ningún otro gesto lo identifica como ese. Ha interpretado a toda clase de personajes, pero ese gesto los une a todos. Le pertenece. Es la marca indiscutible de la casa.
Lo interrumpen unos porrazos en la ventana. Al otro lado del cristal está su agente, vestido con unas bermudas, un anorak fluorescente y unas Nike Air.
      —¡Oh, por Dios bendito!
      El agente pega su rostro mal afeitado al cristal y levanta los pulgares en ademán de triunfo. Molina pone los ojos en blanco, niega en silencio con la cabeza y le cierra los postigos en las narices.
Molina intenta recuperar la concentración delante del espejo. Un minuto más tarde, el timbre de la puerta suena varias veces. Molina resopla y cierra la puerta del dormitorio.
      —¡Mo-liiiii-na! –la voz de su agente resuena desde algún lugar del jardín– ¡Alfred Mo-liiii-naa!
      Molina se frota la frente con la palma de la mano y trata de pensar alguna solución. La silueta de su agente se pasea por detrás de las cortinas.
      —Dios –murmura–. ¿Por qué a mí?
      Sale por la puerta de atrás llevando en la mano un palo de golf, el único objeto contundente que ha podido encontrar, y da la vuelta a la casa. Cuando llega a la entrada principal, el único rastro que queda de su agente es el humo de su motocicleta que se aleja por la calle. La matrona jamaicana de la puerta de al lado lo mira con cara inexpresiva mientras tiende una camiseta de niño en la cuerda de tender de su jardín.
      —¡Métase en sus asuntos! –dice Molina, blandiendo el palo de golf con gesto amenazador. De pronto cae en la cuenta de que va vestido como Oscar Wilde. Por si fuera poco, no lleva las llaves para entrar de nuevo en su casa.
      —¡DIOS BENDITO! –se da una palmada en la frente.
      Mira la casa con impotencia. No le queda más remedio que buscar ayuda. Cruza la calle y hace una señal frenética a un taxi que se acerca, un Ford Cortina con la pintura oxidada y el guardabarros medio colgando. En medio del parabrisas se dibujan la dentadura reluciente y la sonrisa bigotuda de un pakistaní.
      —¡Párate, joder!
En cuanto el taxista pisa el freno, Molina abre a toda prisa la portezuela de atrás y se mete dentro.
      —Lléveme a Brixton, al número diez de Brixton Crescent –Molina piensa que después de todo el subnormal de su agente lo va a sacar de un aprieto.
      El taxista arranca sin dejar de sonreír.
      —El señor Wilde, supongo –dice finalmente.
      —Muy gracioso –Molina cruza los brazos y pone los ojos en blanco.
      —No, en serio – el taxista mueve un poco el retrovisor para ver mejor a su pasajero–. Yo le conozco. He visto su cara antes. ¿Sale en televisión?
Molina no responde.
      —¿En el cine, verdad?
      —¡En el cine, sí...! –Molina asiente con impaciencia y levanta las palmas de las manos.
      —¿Algo que yo haya visto? Vamos...
      —Olvídelo –Molina resopla, malhumorado.
      —Oiga, amigo, no se ponga así –el pakistaní no pierde la sonrisa–. Yo nunca hago preguntas. –su sonrisa bigotuda se ensancha–. ¿Sabe una cosa? A mí me gusta mucho Oscar Wilde.
Molina arquea las cejas, incapaz de creer lo que está oyendo.
      —Sí, sí –el taxista levanta el índice–. No se deje llevar por sus prejuicios. El año pasado, en la escuela de adultos, la señorita Martin nos llevó a ver aquella obra tan interesante. ¿Sabe cuál le digo? Aquella de unos señores ingleses del siglo pasado...
      Molina junta las palmas de las manos como si estuviera rezando.
     —Por Dios, ¿no podría callarse de una vez y llevarme a Brixton? ¿Cree usted que me interesa su clase de adultos...?
      El taxista frena en seco.
      —¿Qué demonios...? –Molina se golpea la nariz contra el respaldo del asiento del pasajero.
      El taxista saca su cartera del bolsillo de la cazadora, rebusca un momento y le alarga una fotografía. Un grupo de africanos y asiáticos sonríen a la cámara delante de la puerta de un teatro.
      —¡Mire ahí! –el taxista se ha puesto muy serio–. ¡No me cree usted porque soy asiático! –arranca nuevamente el coche–. Pero los asiáticos también podemos ir al teatro, ¿sabe? ¡Algunos incluso leemos libros!
      —Dios bendito... –murmura Molina, tapándose la cara con las manos.
      Durante un minuto los dos guardan silencio.
      —Oiga –dice el taxista por fin. Su sonrisa ha regresado, imperturbable–, dígame alguna película de las que ha hecho. A mí me gusta mucho el cine. A lo mejor la he visto. Se sorprendería usted.
Molina mira por la ventanilla. Su exasperación ha dado paso a una especie de impotencia fatigada.
      —"Ábrete de orejas" –dice por fin–. Seguramente me recuerda de esa. Ya sabe, con Gary Oldman.
      El taxista niega con la cabeza.
      —No me suena –dice, con el ceño fruncido–. ¿Tuvo éxito?
      —Oh, sí –sigue mirando por la ventanilla con gesto ausente–. Ya lo creo...
      —Caramba –el taxista sonríe y asiente con la cabeza–. Con Gary Oldman. Eso está muy bien. Gary Oldman, sí, señor... –repite.
      —Ajá.
      —Nada menos que Gary Oldman –el taxista vuelve a mirar a su pasajero, con admiración genuina–. Toda una experiencia, ¿no?
      —Sí –Molina contempla con el ceño fruncido a un grupo de niños que le señalan con el dedo y se ríen–. Puede decirse así.

3. Interior. Día. Un pub de Highgate

Vanessa Redgrave está sentada en un sofá al fondo del bar. Lleva gabardina y el pelo recogido en un moño. El biógrafo se le acerca con dos pintas de cerveza negra y las deja encima de la mesa que hay frente al sofá. "Todos los malditos izquierdistas ingleses beben cerveza negra", piensa.
      —Bueno –el biógrafo sonríe y mira a su alrededor. Es un americano con cara de cerdito de dibujos animados.
Redgrave le devuelve la sonrisa.
      —Dígame –dice ella con su voz familiar–, ¿qué le interesa saber exactamente?
      —Oh, verá –el biógrafo bebe un sorbo de cerveza–. Quiero todo lo que usted pueda decirme sobre él y Molina. Ya sabe, durante el rodaje, antes... y después.
Redgrave cambia de postura sobre el sofá y aprovecha su primer trago de cerveza para pensar.
      —No hay mucho que decir –dice finalmente, secándose la espuma del labio superior con la punta de la lengua–. Gary Oldman y Alfred Molina se conocieron a principios de los 80. Hicieron tres o cuatro películas juntos y luego... –se encogió de hombros–. Prescindió de él. Cuando triunfan, los actores prescinden de sus compañeros.
      —Molina le cortaba las alas –el biógrafo hace un gesto con la mano como si diera un golpe de karate.
      —Lo que quería era compartir –Redgrave se quita los zapatos, pone los pies sobre el sofá y se abraza las rodillas.
      —Molina fue un maestro y un amigo.
      —Fue su primera mujer. Ya sabe lo que pasa con las primeras mujeres.
      —Si no lo hubiera matado, nadie lo habría conocido...
      Redgrave arquea las cejas.
      —¿Se refiere a Halliwell...?
      —Ya sabe –el biógrafo le regala una sonrisa de cerdito–. Como en la película –suelta una risotada–. ¡Exactamente igual que en la película...!
      Los ocupantes de las mesas vecinas les miran con el rabillo del ojo. Redgrave se hunde un poco más en su asiento y aprovecha para buscar un paquete de cigarrillos en el fondo de su bolso.

4. Interior. Día. Estudios cinematográficos The Wasteland, Londres

Molina levanta la vista y mira fijamente a un punto que le señalan por encima de la cámara 2.
      —Fui programado para ser novelista o dramaturgo –dice con tono lastimero–. Pero no lo soy. Y tú sí. ¡John! ¡Tú lo haces todo mejor que yo! ¡Hasta duermes mejor que yo!
      Se levanta de un salto. Coge un martillo de goma que tiene al lado y se dirige a la cama donde está Gary Oldman tapado con una manta. Le da varios martillazos al bulto de la cama, dejando escapar una serie de jadeos furiosos que después quedarán tapados por el clímax musical de la banda sonora.
      —¡Corten! –chilla Stephen Frears detrás de las cámaras.
Molina deja caer el martillo y se arrastra hasta una silla, jadeante. Oldman se levanta de la cama, sonriente y vestido únicamente con unos calzoncillos. Un par de meritorios se acercan con una toalla y una botella de agua Evian. Molina levanta la mano para coger la botella, pero los meritorios pasan de largo y se la ofrecen a Oldman.
      —Oh, maravilloso –murmura Molina asintiendo con la cabeza.
      Una chica bajita le lleva un albornoz a Oldman y le ayuda a ponérselo mientras él echa un par de tragos de la botella de agua.
      —¡Eh! –Molina levanta las manos con incredulidad– ¡Estoy aquí! ¡Yo también salía en la escena! ¿Me recordáis?
      —Has estado sencillamente genial, Alfred –dice Frears mientras toma notas en un cuaderno.
      —¿Sí? Pues soy el genio más desatendido de la historia del cine inglés –Molina se levanta y señala al corro de gente que en pocos instantes se ha formado en torno a Gary Oldman– ¿Has visto a Gary? Parece que llevara tres semanas perdido en el desierto del Sahara y lo acabaran de encontrar. Hey, Gaz, ¿te encuentras bien? –imita a Halliwell– ¿Quieres que te haga una paja, Gaz?
Frears suelta un resoplido de burla.
      —La verdad es que no me vendría mal, Alfred –dice Oldman mientras se pone unos calcetines sentado en el borde de la cama.
      —¡Eh, vosotros! –Molina les hace señales con los brazos a los miembros del equipo de rodaje– ¡Tengo sed! ¡Yo también salía en la puta escena!
      —Lo siento, Alfred –dice uno de los meritorios, señalando el interior de la nevera de camping–. El agua se ha terminado. Queda un... –mira la etiqueta de una botella de plástico– ... zumo de zanahoria y pepino, pero no tiene buena pinta. Creo que se lo dejaron aquí de otro rodaje...
Molina se tapa la cara con gesto teatral.
      —Dios mío –junta las manos y mira al cielo–, he hecho la mejor escena de mi puta vida y me ofrecen un batido rancio.
      —Es un zumo, no un batido –protesta el meritorio.
      —Alfred, vamos –dice Oldman, abrochándose los pantalones–. Deja ya de quejarte. Te mueres de envidia porque yo te he robado la escena –coge a Molina por las solapas– ¡Confiésalo!
      —¡Suelta! –Molina se lo sacude de encima entre risas.
El equipo empieza a desmontar el decorado. El director de fotografía le pone una mano en el hombro a Oldman.
      —Gary, hijo –dice con solemnidad–. Has estado magnífico. La manera en que has usado esas luces... ¡Te has adueñado de la luz! –niega con la cabeza–. Caramba, hijo, a ti la luz te quiere. Y créeme, sé de lo que hablo.
Molina mira al director de fotografía con incredulidad exagerada y luego a Frears con una mirada suplicante:
      —¡Oh, Dios mío! ¡No me lo puedo creer! ¡Qué montón de basura! ¡Steve, dime que estoy soñando! Me voy a despertar enseguida, ¿Verdad, Steve?
      —Mmm –Frears deja escapar un murmullo y sigue tomando notas.
Uno de los cámaras le pide a Oldman un autógrafo.
      —Ten cuidado, Alfred –dice Oldman con sorna–. Te estás empezando a parecer al puto Halliwell –suelta una risita y mira a su alrededor. La mayoría de miembros del equipo le ríen la broma–. ¿No lo veis? ¡Como en la película!
      —Muy gracioso.
      Molina finge que se come la peluca de Halliwell y luego les grita a los miembros del equipo:
      —¿Alguien quiere mi puto autógrafo?

5. Interior. Día. Un pub de Brixton

Molina está sentado en una mesa junto a la puerta. El disfraz de Wilde está arrugado después de todas las horas que lleva fuera de casa. En un intento desesperado de llamar menos la atención, se ha puesto las gafas de sol de su agente. Aplasta su cigarrillo en el cenicero con gesto contrariado y observa cómo su agente se acerca con dos pintas de cerveza.
      —Bueno, bueno, Alfred –su agente se sorbe las narices y sonríe. Tiene una funda de oro en uno de los dientes incisivos y el logotipo de Nike tatuado en un lado del cuello–. Has hecho muy bien en venir. Ya lo creo.
      —Pues si no tienes algo bueno para mí, me voy a largar por donde he venido.
      —Alfred, estás hecho un cretino –el agente niega con cara de tristeza–. Necesitas algo bueno de verdad. Tengo algo en el bolsillo que es para mí solo y para mis amigos. Ya sabes lo que dijo Damon: solamente hay diez personas en esta puta ciudad y mi amigo Ali es una de ellas.
      —Ali... –Molina aprieta los dientes y le señala con el dedo en gesto amenazador–. Eres mi puto agente, ¿te acuerdas? –levanta la voz– ¡No mi puto camello! ¡Yo te pago para que me des trabajo! ¿Te acuerdas de aquello que se llamaba trabajo?
      El agente niega con la cabeza, levanta la palma de una mano para hacerle callar y dice una sola palabra.
      —¿Qué? –Molina niega con la cabeza.
      —Ya lo has oído. Nada más y nada menos. El mismo Jarmusch.
      —No, tío.
      —Sí, tío.
      —No, vete a la mierda.
      —No, vete tú a la mierda y bésame el culo.
      Molina se inclina sobre la mesa y vuelve a señalar a su agente con una mueca hostil.
      —Ali, sólo te digo una cosa, pero escúchame bien. Si esto es otro de tus cuelgues, hemos acabado.
      —Alfred, sólo te digo una cosa. Si esto es un cuelgue, te doy permiso para que me metas tu palo de golf por el culo todo entero. ¿Estamos?
      Molina niega con la cabeza nuevamente. El agente da un trago largo a su pinta de cerveza y se sorbe las narices.
      —¿Me estás diciendo...? ¿Me estás diciendo que Jarmusch...? ¿Qué yo...?
      —Dame un beso.
      —Te voy a dar una hostia.
      El agente se pone de pie.
      —Te lo cuento cuando vuelva. Voy a echar una meada.
      —Oh, no, Ali... Eres un puto colgado.
      El agente regresa al cabo de un minuto, sorbiéndose las narices todavía más.
      —A ver si lo he entendido. ¿Dices que Jarmusch me quiere a mí?
      —Al puto Alfred Molina.
      —¿Ha dicho mi nombre?
      —Sus palabras textuales fueron: quiero darle una comisión de cojones a mi amigo Ali por pasarle este curro al idiota de Molina.
      —¿Qué sabes de la película? –Molina da un sorbo distraído a la cerveza.
      —Tío, sólo sé una cosa. Esta vez Jarmusch se lo come todo. To-do. Nada de actores europeos ni mierdas. El puto Johnny Depp. Y ahora agárrate. John Hurt y... ¡ta-chán! ¡Mitchum!
      —¿Mitchum? –Molina tuerce la boca.
      —Bueno, no está en la cresta de la ola, pero es un puto clásico, ¿no? La peli es un western. Se rueda en dos semanas en unas localizaciones paradisiacas de Nueva Inglaterra. O sea que tienes dos semanas de vacaciones pagadas en un bungalow de puta madre a la orilla de un lago y todo gracias al bueno de Ali. ¿Qué te parece?
      —¿Y mi papel? ¿Qué sabes de mi papel?
      —Bueno, mi amigo en Nueva York no me ha dicho gran cosa. Tiene que hablar con Jarmusch esta semana... —se sorbe las narices–. Pero me ha dicho que es guapo, tío. Tienes un papelillo secundario muy guapo.
Molina bebe su cerveza con gesto ausente.
      —Bueno, tío –el agente se rasca su cabeza rapada– ¿No me dices nada? ¿No le dices al viejo Ali que le quieres?
      —Ali...
      —¿Sí?
      —Me parece que te voy a meter el palo de golf en el culo de todos modos –deja escapar una sonrisa– ¿Porque sabes una cosa, Ali? Me parece que te gusta que te metan cosas por el culo.

6. Interior. Día. Oficinas de la Productora Teatral Tamer and Tamer

Molina está sentado ante una enorme mesa de caoba. Al otro lado de la mesa está el director de programación de Tamer and Tamer. Oldman está detrás de él, curioseando las estanterías llenas de libros que amueblan el despacho.
      —Bueno, señor Molina –el director de programación sonríe–. Ya hemos leído su obra sobre Oscar Wilde.
      —¿Ah, sí? –Molina levanta una ceja y tuerce la comisura del labio.
      —Sí, y tengo que confesar que algunos de nosotros en Tamer and Tamer nos hemos... reído con ella.
      —¿Ajá?
Molina se remueve en su silla, nervioso. Oldman mira por encima del hombro con expresión neutra. El director de programación también se remueve en su asiento:
      —Verá, señor Molina. Ya sabe que su obra es muy radical en algunos aspectos. Su tratamiento del sexo, por ejemplo. Tiene que reconocer que es muy explícito para los parámetros de nuestra productora –sonríe–. No soy un experto en pornografía, pero... Luego está su humor macabro, su idea del fracaso. Todas esas escenas absurdas, no lo sé. ¿Sabe usted que tiene una visión my pesimista de la vida de Oscar Wilde?
Molina mira al director de programación con perplejidad. Oldman intenta sin éxito reprimir una sonrisa burlona.
      —Señor Molina –sigue diciendo el director–. Somos una compañía conservadora, ya lo sabe. Queremos llenar las salas. ¿Ha intentado usted con todas esas compañías independientes?
Oldman se acerca a la silla de Molina y le susurra unas palabras al oído. Molina se dirige nuevamente al director de programación.
      —Dígame. ¿Todavía trabaja en esta productora el señor Bennet?
      —Bueno, yo... Sí.
      —¿Está hoy aquí?
      —Bueno –resopla–. Déjeme pensar. ¿Hoy qué día es? ¿Miércoles? Bueno, pues... Sí, debe de estar en el edificio.
      —¿Podría indicarnos cuál es su silla?
      El director les mira, perplejo, y señala una silla que tiene a su lado.
      —Es esta.
      Oldman da la vuelta a la mesa y se sienta un instante en la silla de Alan Bennet. Luego se levanta y vuelve junto a su compañero. Molina se pone en pie y hace el gesto de marcharse sin estrechar la mano del director de programación.
      —Adiós, señor mío –dice–. Y si ve al señor Bennet, díganle que tiene dos admiradores en Islington.
      Mientras abandonan el edificio de Tamer and Tamer, Molina considera la posibilidad de incluir en su obra la escena que acaba de vivir, cambiándose a sí mismo por Wilde. No es tarde para hacer añadidos. Mientras espera para cruzar la calle, se le escapa un gruñido.
      —¿Qué dices? –pregunta Oldman, sonriente.
      —Digo que a mi edad Mozart ya estaba muerto.
      Oldman deja escapar una risotada. Molina se detiene bruscamente y mira a su compañero con seriedad.
      —¿Sabes, Gaz? Tu problema es que solamente quieres gustar.

7. Exterior. Día. Un estanque de Hampstead Heath

Vanessa Redgrave y el biógrafo de Oldman están tirando migas de sandwich a los patos del estanque.
      —No sé –dice ella–. En cierto modo el papel de Oldman era mucho más agradecido. Ahí estaba él, interpretando a la estrella en que estaba a punto de convertirse y parecía que lo hacía sin esfuerzo. Mientras que Molina...
      —Molina sudó la camiseta –sonríe–. Es lo que decimos en mi país.
      —Molina tuvo que esforzarse mucho más. Dijeron que resultaba demasiado... histriónico. Pero yo no lo creo. Yo creo que Molina luchó por su vida, ¿sabe lo que digo? Había una química especial entre ellos dos y la hubo hasta el final.
      El biógrafo tira una miga de pan al estanque y se come un aro de cebolla.
      —Y dígame una cosa –Redgrave sonríe– ¿Cómo va a titular el libro?
      —Bueno –el biógrafo también sonríe–, todavía no lo sé. He pensado "El hombre que se salió con la suya". ¿Qué le parece?
      Redgrave deja escapar una sonrisa un poco triste y le tira una rodaja de pepino a un pato que tiene delante.

8. Exterior. Día. Campamento de rodaje de la película Dead Man

Los primeros días en el campamento de rodaje son una pesadilla para Molina. El campamento está instalado a la vera de un río en una zona boscosa perdida en el interior de Nueva Inglaterra. Molina duerme cada noche en una litera destartalada dentro de una caravana junto con otros tres actores que se pasan el día bebiendo, mirando un televisor en blanco y negro y tirando piedras al río. El rodaje le resulta extraño y caótico. No parece haber guión y las escenas se improvisan a partir de una explicación sucinta del director después de que todos los participantes –incluido el director– hayan vaciado una botella de whisky y hayan fumado unos canutos. A nadie parece extrañarle la mecánica del rodaje.
Al cabo de un par de días la impaciencia de Molina se convierte en desesperación. Todavía no ha leído el guión de la película y no tiene ni idea de cuál es su personaje. El director todavía no le ha dirigido la palabra. Se pasa el día deambulando de arriba para abajo, fumando un puro pestilente y rodando más escenas de las que pueden caber en tres o cuatro películas. Hurt y Mitchum no están en el campamento. Por lo visto ya rodaron sus escenas la semana anterior en una fábrica en las afueras de Boston. Para rodar una escena, Johnny Depp y Gary Farmer se limitan a apartarse del campamento lo justo para que las caravanas no salgan en el plano, se tiran debajo de cualquier árbol y se ponen a charlar. Como no tiene la menor idea del argumento, a Molina la película le parece amorfa y absurda. Lo único que vislumbra son escenas inconexas y surrealistas. Depp muerto en una canoa mientras Farmer rema con parsimonia por el río. Depp y Farmer a caballo hablando un extraño galimatías místico. Depp y Farmer riéndose sin causa aparente. En el tercer día de acampada ruedan una escena con cuatro energúmenos gritando alrededor de una fogata. La escena se repite sin cesar porque cada vez que intentan filmarla los actores y el director terminan retorcidos de risa por el suelo.
Molina pasa los tres primeros días en su litera o delante del televisor. Intenta llamar varias veces a su agente, pero le sale un buzón de voz.
      —¡Hola, tíos! ¡Ahora no estoy! ¡Pero cuando vuelva, el tío Ali os va a traer algo muuuy, pero que muuuy bueno!
El cuarto día sale de su caravana y busca a alguien del equipo de rodaje, pero la mayoría se han ido a rodar en una colina cercana y los que quedan en el campamento están borrachos, dormidos o borrachos y dormidos.
      A mediodía de la quinta jornada de rodaje Molina está dormitando delante del televisor cuando alguien le pone la mano en el hombro.
      —¿Eh? –Molina se sienta de golpe.
      —Jim ha preguntado por ti –uno de los cámaras sonríe–. Bueno, me parece que eres tú. ¿Tú eres un tal Molina?
      Jarmusch está fotografiando una arboleda cuando Molina lo encuentra.
      —Ejem –Molina carraspea.
      —Mmm –Jarmusch no le mira.
      —Hola, Jim –se atreve a decir finalmente Molina–. Me han dicho que querías verme.
      Jarmusch le mira un momento y sigue sacando fotos a los árboles.
      —Hola, Anthony –dice.
      —Alfred.
      —Alfred –murmura con aire ausente. Por fin guarda la cámara en uno de los bolsillos de su chaleco de bolsillos.        Jarmusch es un tipo muy alto con voz cavernosa y una absurda mata de pelo blanco.
      —Bueno –Molina sonríe, nervioso–. Pues aquí estoy.
      —Muy bien, Alfred –Jarmusch sonríe–. Si te parece, vamos a rodar.
      —¿Cómo? –Molina mira a su alrededor desconcertado– ¿Cuándo?
      —Cuanto antes –Jarmusch mira el cielo–. Antes de que se vaya la luz.
      —Pero yo...
      —Allí –Jarmusch señala una especie de cobertizo improvisado y cubierto con una lona de color amarillo– ¿Ves aquello? Es el almacén de provisiones. Johnny y Gary se lo encuentran antes de llegar al poblado indio.
      —Caramba, Jim –Molina suelta una risita nerviosa–. Tú sabrás lo que haces, pero no sé... –se encoge de hombros–. Yo pensaba que esto era un western. Ese cobertizo no parece de época. Lo han montado muy mal, no sé. Parece un cobertizo de mierda de finales del siglo veinte.
      Jarmusch suelta una carcajada y le da una palmada en la espalda.
      —¡Pero Alfred, tío! ¡Es que ES un cobertizo de mierda de finales del siglo veinte!
      Molina pone los brazos en jarras, consternado.
      —Alfred, tío –Jarmusch sonríe con el puro entre los dientes–. No te preocupes por nada. La peli es en blanco y negro. No se ve que es amarillo. Casi todo lo filmamos dentro. Y la escena es tan buena que nadie se fijará. ¿Y qué más quieres que te diga? –se encoge de hombros y suelta otra risita– ¡Yo no soy el puto Cecil B. De Mille!
Molina observa cómo Johnny Depp se acerca arrastrando los pies.
      —¡Johnny! ¡Gary! –Jarmusch proyecta su voz cavernosa por todo el campamento sin esfuerzo aparente.
Farmer y Depp llegan arrastrando los pies. Depp le toca el culo al director y deja escapar una sonrisa bobalicona. Lleva un sombrero ridículo y una tosca imitación de pinturas tribales en la cara. Parece una niña borracha en una fiesta escolar de Halloween.
      —Caramba, Johnny, ¿qué te has tomado? –dice el director en tono jovial.
      Depp suelta una risotada silenciosa, se coge la barriga con las manos y se tambalea. A su lado, Farmer tiene un aspecto sereno y paternal. Su disfraz de indio no solamente no disipa este efecto sino que al contrario, lo potencia.
      —Vamos a ver –Jarmusch se dirige a Depp y Farmer–. Vosotros llegáis al almacén de provisiones y aparcáis los caballos en la puerta. Fijaos que el almacén está empapelado con carteles de "Se busca". Johnny, tú haz algún comentario cuando veas tu cara en los carteles.
      Depp se coge la barbilla con una mano y asiente con solemnidad burlona.
      —Alfred –Jarmusch mira a Molina–. Tú eres el misionero del almacén de provisiones. Vendes provisiones en el almacén, ya sabes –Jarmusch dice todo esto con seriedad–. Pero también eres un predicador. Suéltales algún rollo religioso, ya sabes. No te cortes un pelo. Ah, y no te gustan los indios. No se lo pongas fácil a Gary –hace una pausa y parece reflexionar–. Y una cosa más, Alfred –señala a Depp–. Cuando lo reconoces a él, quieres la recompensa para ti. Pero sabes que es un pistolero muy temido. Tienes que inventarte algún truco para intentar atraparlo.
      —Algún truco... –murmura Molina, sin salir de su asombro.
      —Exactamente –Jarmusch da un par de palmadas y señala el cobertizo– ¡Vamos allá! ¡Voy a reunir a lo que queda de mi equipo de rodaje!
      —Vamos, Johnny –Farmer coge de la mano a Depp y le hace una señal con la cabeza a Molina–. Vamos, Alfred.
Molina se queda plantado en su sitio. No se puede creer el lío en que se ha metido. Hace por lo menos ocho años que no improvisa una sola escena y ahora tendrá que hacer Dios sabe cuántas con un director loco y un actor drogadicto.
      —Vamos, Alfred –Farmer le hace una señal desde la puerta del cobertizo.
      Molina niega con la cabeza por enésima vez desde que llegó al campamento.

9. Interior. Noche. El Royal Albert Hall de Londres

El público obsequia a Oldman con una estruendosa salva de aplausos. Oldman se levanta de su butaca con expresión eufórica, se besa las palmas de las manos y hace el ademán de tirarle el beso al público. Las piernas le tiemblan un poco mientras sube la escalera que lleva al escenario. Allí le esperan Vanessa Redgrave y Sir John Gielgud, presidentes honorarios de la Asociación de Cineastas y Actores Británicos que acaba de otorgarle el premio al mejor actor masculino por su interpretación de un presidiario bisexual y padre de familia obrera en la película We think the World of You. Se detiene en medio del escenario. Le estrecha la mano a Gielgud. Luego se vuelve hacia Vanessa Redgrave, le da dos besos muy ruidosos y un abrazo de oso. El público celebra esta efusión.
Finalmente Oldman se dirige al micrófono.
      —Gracias –dice, haciendo un gesto con la mano para indicar al público que deje de aplaudir–. Un millón de gracias. En primer lugar a Colin y a todos mis compañeros de rodaje. Gracias al bueno de Alan y a Liz y también a toda la gente que ha confiado en mí durante los últimos años. Steve, Alex, Mike... Y en especial a ti, Frances. Este premio es para los dos.
      Más aplausos. Sentada en una butaca de las primeras filas, la actriz Frances Barber suelta una risa teatral. Sabe muy bien que en ese instante todas las cámaras están pendientes de ella. La casualidad ha hecho que esta noche en el Albert Hall se dé cita prácticamente todo el reparto de Ábrete de orejas. Además de Frances Barber y Vanessa Redgrave, han venido la veterana Julie Walters, que da vida a la madre de Joe Orton, y su marido en la película, un gastado James Grant. Stephen Frears está en la primera fila con su mujer. Alan Bennet, maduro y elegante, se ha sentado a sólo dos butacas de su viejo amigo Dudley Moore. Incluso ha venido, inexplicablemente, Wallace Shawn, el actor americano con cara de cerdito que interpretaba al biógrafo de Orton. En fin, están todos menos Alfred Molina. ¿Pero dónde está Molina? ¿Por qué no está celebrando el triunfo de su antiguo compañero? Hace dos temporadas, Molina y Oldman eran una de las parejas más prometedoras del cine independiente británico. Un año después de que Frears inmortalizara a la pareja para siempre, prácticamente nadie recuerda haberlos visto juntos alguna vez. Barber recobra la compostura y aplaude las palabras de su compañero. Frears levanta un pulgar ante las cámaras de la BBC. Alan Bates sonríe con frialdad y se da cuenta de que ese joven arrogante le ha robado el premio. Oldman levanta el galardón en gesto triunfal y reanuda su parlamento.
      —Interpreto a personajes que se salen con la suya –dice, con su voz aterciopelada y cautivadora–. Esos son los culpables. A los inocentes les dan en el morro. Yo me he salido con la mía y pienso seguir haciéndolo. Gracias.
Vanessa Redgrave aplaude, radiante. Sir John Gielgud se rasca la calva con disimulo y secunda el aplauso.

10. Interior. Día. Almacén de provisiones

El almacén está lleno de mercancías amontonadas en estantes. El misionero está detrás del mostrador. William Blake entra con paso vacilante. El misionero sonríe
.

Misionero: ¡Buenos días! Que la voluntad del señor guíe tu miserable vida. ¿En qué puedo ayudarte, mi buen amigo?

Blake observa las cajas de munición.

Misionero: Toda la munición está garantizada. De hecho, este último envío fue bendecido por el arzobispo de Detroit (Sonríe).

Entra el indio Nobody. El misionero se pone muy serio.

Nobody: Buenos días.
Misionero: ¡Que el señor purifique esta tierra con su sagrada luz y libre sus rencores más oscuros de paganos y filisteos!
Nobody: La misión de Cristo que tú ves es el gran enemigo de mi misión. ¿Tienes tabaco?
Misionero: Me parece que no.

El indio señala con la cabeza.

Nobody: ¿Esas latas de ahí no son de tabaco?
Misionero (Mirando por encima del hombro): Sí, lo son. Pero todas están vacías. No contienen tabaco. Quizás te interesen algunas. O tal vez una manta.
Nobody (Con sorna): Una manta...

Blake se acerca al mostrador.

Misionero: ¿Sí, amigo mío? ¿Munición?
Blake: Quiero un poco de tabaco.

El misionero sonríe. Mira al indio. Levanta una ceja y tuerce la comisura del labio.

Misionero: Bueno, tal vez me queden uno o dos rollos. Los había reservado para mí. Sólo para los amigos, je, je.

Le da dos rollos de tabaco a Blake.
Misionero (Pone cara de asombro): ¡Es William Blake!
Blake deja el tabaco sobre el mostrador.
Blake: Sí, lo soy.
El misionero le tiende una pluma y un trozo de papel.

Misionero: ¡Por la gracia del señor todopoderoso! Señor, ¿sería mucho pedirle que me diera su autógrafo? ¡Por favor, buen señor! Sería un gran honor.

Blake (Al indio): Disculpa.
Blake coge la pluma para firmar. El misionero aprovecha para sacar una pistola. Pero Blake es más rápido, le quita la pistola y le clava la pluma en el dorso de la mano.

Misionero: ¡Aargh!
Blake: Aquí tienes mi autógrafo.
Misionero: Que Dios condene tu alma a los fuegos del infierno.
Blake: Ya lo ha hecho.

Blake levanta la pistola y dispara al misionero. La cara del misionero se retuerce en una mueca de terror y sorpresa. Apoya las dos manos en el mostrador en busca de apoyo. Lentamente, cae al suelo sin dejar de mirar a su verdugo. Blake guarda la pistola con cara de tedio e indiferencia.
Blake: Estoy cansado...


11. Interior. Día. Un piso abandonado en Islington
Las persianas están bajadas. El piso está a oscuras. En medio del recibidor aguarda de pie el joven homosexual que ha atraído hasta allí a Orton y Halliwell. De repente se abre la puerta y entra un chorro de luz de la calle. Orton está en el umbral, jadeante. Su mirada se encuentra con la del joven homosexual. Orton recobra la serenidad, sonríe y camina hasta el joven. Cuando llega a su lado, Halliwell aparece en el umbral y llama a la puerta con torpeza. Lleva gabardina, boina y una bolsa colgando del hombro.

Orton (Mirando fijamente al joven homosexual): Yo soy Daniel, ¿y tú?
Joven: Kenneth..
Halliwell (Sin pensarlo): Anda, como yo...
Orton: ¡Oh, mierda!
Halliwell: (Se da cuenta y rectifica). Patrick para los amigos.
Orton (Al joven): ¿Besas?

Orton y el joven homosexual se dan un beso largo y apasionado. Luego Orton retrocede un paso y señala con la cabeza a Halliwell.
Halliwell: Creo que no le gusto, John.
Orton mira al joven.
Orton: Sí que te gusta, ¿verdad?
Joven (Con una mezcla de aburrimiento y sorna): Oh, sí...
El joven se acerca a Halliwell y lo besa en la boca y en el cuello. Halliwell deja escapar un gemido y una mueca de placer indescriptible.


12. Interior. Día. Almacén de provisiones
Molina retuerce la cara en una mueca de terror y sorpresa. Se niega a creer que el idiota de Depp le haya pegado un tiro a su personaje. Al principio cree que el chico la ha cagado por culpa del colocón que lleva y que el director va a parar la toma. Al cabo de un instante se da cuenta de que no es así. El muy subnormal acaba de liquidar a su personaje. ¿O es lo que se supone que tenía que hacer? Molina no lo sabe. No sabe qué hacer. Le gustaría recuperar la pistola y freír a tiros al maldito Johnny Depp. Le tiemblan las piernas. Dentro de un instante no va a tener que preocuparse más sobre cómo hacer que su personaje se caiga porque se va a caer de verdad al suelo. Apoya las dos manos encima del mostrador en busca de apoyo. Cierra los ojos. No pueden haber liquidado a su personaje de aquel modo. Ha pasado meses enteros, años enteros preparándose para aquel momento. Era su regreso y se lo acaban de cargar de un tiro. Vuelve a abrir los ojos y su mirada se encuentra con la mirada alelada de Depp y la sonrisa neutra de Farmer. Al fondo de todo le parece ver a Jarmusch mirando por el visor de la cámara mientras levanta un pulgar en señal de aprobación. A la derecha un ayudante del director se está comiendo un bocadillo mientras lee un cómic. Otros dos miembros del equipo están jugando a arrojarse objetos del decorado. Cae lentamente al suelo sin dejar de mirar a su verdugo. ¿Estaba aquello preparado? ¿Le ha dicho Jarmusch a Depp que le dispare? Se trata de un giro inesperado. El personaje de Depp no ha matado a nadie antes. ¿O sí? Cae en la cuenta de que no lo sabe. Él no le ha visto matar a nadie, pero en realidad no conoce el argumento de la película. A lo mejor también ha matado al personaje de Mitchum, o al de Hurt. Finalmente, en medio del silencio de todo el equipo, dobla las rodillas y se desploma con un golpe seco. Depp guarda la pistola con cara de aburrimiento.
      —Estoy cansado... –dice, y da media vuelta.

© 2000 Javier Calvo

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biografía

Javier Calvo nació en Barcelona en 1973. Es crítico literario en El País y traductor. Ha traducido, entre otros, a Ezra Pound, W.H. Auden, Ted Hughes, Patrick McGrath y David Foster Wallace. Acaba de puplicar Risas enlatadas (Barcelona, Mondadori), volumen en el que se incluye el presente relato.

 

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