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La cicloteca de BubbleLon (segunda parte)
      

(Accede a la primera parte de este relato, publicada en el número anterior de The Barcelona Review, pinchando aquí.)


 

II

 

       —¿Qué significa ese cartel? —le preguntó el jefe de máquinas, en cuanto Edwinta regresó al trabajo.
       —Me desconcierta semejante pregunta procediendo de usted —replicó ella, secamente—. Ese cartel significa exactamente lo que significa la sucesión de palabras que están impresas en él. Y no creo que exista ninguna, al menos no una de estas, cuyo significado usted desconozca.
       —No estoy para bromas. ¿Quién ha decidido que los niños menores de dieciséis años no puedan utilizar las instalaciones de la Cicloteca? ¿Qué es eso de que ni siquiera se les permita la entrada?
       —Esa decisión ha sido tomada por el comité pertinente, en este caso, la «Comisión de gerencia del espacio público»…
       —Déjese de zarandajas, señorita; tanto usted como yo sabemos perfectamente que ninguna de esas comisiones ha tomado jamás una decisión espontánea. Alguien ha debido de quejarse. ¿Ha recibido usted algún tipo de reclamación en ese sentido?
       Edwinta realizó una larga inspiración de aire, llenando sus pulmones. Se le presentaba en bandeja la ocasión de mentir, y así librarse de la incómoda furia de aquel hombre. Sin embargo, sus principios le impedían hacer algo así.
       —Fui yo misma quien solicitó esta medida precautoria después del irreversible incidente que tuvo lugar hace tres semanas, aquel en el que fue extraviada…
       —La palabra aquella, sí, lo recuerdo muy bien —dijo el hombre, en un tono de voz más contenido.
       Se hizo un silencio.
       Fue bastante prolongado.
       Al cabo de un rato, el jefe de máquinas dijo, con un volumen muy moderado y voluntad conciliadora:
       —Señorita Ennistymon, usted conoce bien a mi nieta Seeda. No le resulta fácil hacer amistad con otros niños debido a su enfermedad. Aquí dentro de la burbuja no son demasiadas las cosas que pueda hacer una niña de su edad, ¿sabe usted? Mi nieta disfruta tanto leyendo cuentos aquí dentro… es de lo único de lo que habla. Siempre me pregunta cuándo voy a traerla, y por las noches, me cuenta todas las cosas que ha leído, como si yo no las supiera, y el ver que son tan nuevas para ella las convierte en algo igual de nuevo para mí…
       La ciclotecaria tensó la mandíbula, apretando los dientes sin darse cuenta. No le gustaba que apelaran a su compasión. La racionalidad y la manera adecuada de hacer las cosas no tenía nada que ver con todo eso.
       —Mire, se trata de una cuestión de seguridad. Usted mismo debería saberlo mejor que nadie puesto que conoce lo delicadas que son esas máquinas.
       —Por todos los santos, señorita Ennistymon, ¡no se trata de monstruos llenos de dientes! ¡Solo son niños! ¡Cualquier adulto es más peligroso!
       Edwinta alzó las cejas ante el incremento de volumen del tono de voz del maquinista, que volvió a intentarlo por las buenas.
       —Los niños tampoco tienen demasiadas maneras de aprender cómo era el mundo y cómo podría volver a ser, o al menos… y cómo debería seguir siendo. No podemos quitarles eso. No podemos privarles de las únicas ventanas que tienen hacia todo lo que les hemos quitado sin que lo sepan… el sonido de los grillos en un campo de trigo, una batalla de bolas de nieve, darse un baño en una poza cuando empieza el verano…
       Nada más oír a palabra «verano», todas las fibras nerviosas de la ciclotecaria empezaron a emitir señales de alerta.
       —Mire, señor Wouldwood, si tiene alguna queja o reclamación, estoy segura de que las entidades pertinentes la examinarán con la atención necesaria. Yo no tengo ninguna competencia al respecto.
       El anciano jefe de máquinas mantuvo la mirada de la mujer, silencioso y tozudo, hasta que se dio cuenta de que aquella era una batalla perdida. Ella era más silenciosa y muchísimo más tozuda. Así que el hombre se rindió, se dio la vuelta sin decir nada, y se fue de allí, como si hubiera decidido que aquel no era el lugar adecuado para semejante batalla.
       Durante unos días, el ambiente laboral estuvo caracterizado por cierta tensión. A la ciclotecaria incluso le pareció que allí hacía más frío. Se puso un chal, y a los pocos días necesitó cubrirse con otro más. Entonces se dio cuenta de que aquella sensación térmica no se debía a la falta de calidez laboral, sino que respondía a una realidad muy específica. La calefacción estaba fallando.
       No se trataba de la primera vez que sucedía. Normalmente era el señor Wouldwood quien se ocupaba de aquello, pero últimamente era difícil verlo por ninguna parte.
       Si se hubiera tratado de una avería o desperfecto en alguna de las máquinas, Edwinta le habría exigido que cumpliera con sus funciones, pero al ser un problema menor, su orgullo le hizo tratar de arreglarlo ella sola. Al fin y al cabo, no podía tratarse de algo tan difícil.
       Imprimió las instrucciones de funcionamiento y los planos técnicos del aparato, y, armándose de valor, descendió a las entrañas subterráneas del edificio.
       Después de dos horas frente al monstruo, sin haber sido capaz de mover un solo tornillo por miedo a desmontarlo todo, recapituló. Ella no podía encargarse de aquello, se trataba de algo que comportaba demasiada responsabilidad. Aquel anciano cabezón no se iba a salir con la suya. Después de todo, ¿quién sabía si toda aquella tontería de la nieta, todo ese drama lastimero, no era más que una excusa para no trabajar?
       Solicitó por escrito (por triplicado) la comparecencia del técnico calefactor. Cuando tuvo delante al señor Wouldwood se dio cuenta de que este seguía evidentemente molesto e irritado. Pero eso no era problema de ella.
       —Señor Wouldwood, como encargada oficial en jefe de la Cicloteca de BubbleLon, le exijo que arregle el sistema climático, como es su obligación. Estas son instalaciones del gobierno, y no podemos permitirnos ofrecer un servicio deficitario a causa del capricho de un anciano con una rabieta.
       El jefe de máquinas inhaló una gran bocanada de aire. La retuvo en sus pulmones durante nueve segundos, y después respondió.
       —La calefacción no está averiada. Usted solo tiene que ajustar la temperatura deseada. En mi contrato está claramente especificada la obligación de mantener y reparar las máquinas, no de definir los parámetros de uso. Al fin y al cabo, yo no tengo por qué estar al corriente de qué temperatura es la que usted desea, como encargada oficial en jefe de la Cicloteca.
       Edwinta sintió que los oídos le hacían «clac», como si fueran los pistones a través de los que la rabia contenida salía al exterior.
       —¡Pero siempre se ha encargado de eso!
       —Lo hacía por ser amable, pero en realidad se trata de algo que no figura en mi lista de obligaciones. De todas maneras, si tiene alguna queja o reclamación, estoy seguro de que las entidades pertinentes la examinarán con la atención necesaria. Yo no tengo ninguna competencia al respecto.
       Y se fue a sacar brillo a las bisagras de la puerta del cuarto de las escobas.
       Edwinta se remangó el traje, cogió las instrucciones y los planos de la sala de calderas, y bajó de nuevo a aquel lugar húmedo y siniestro, seguramente infestado de los mismos anfibios tóxicos de piel amarilla y negra que poblaban las cloacas. Se estremeció de solo pensarlo: bastaba con rozar uno de ellos para sufrir una irritación urticante que tardaba semanas en desaparecer.
       Mientras bajaba las escaleras, examinando el fajo de papeles, y decidida a hacer funcionar aquello siguiendo su voluntad, se dio cuenta de que era más complicado de lo que parecía. La caldera tenía una parte que dependía de una bomba hidráulica, otra que utilizaba la transmisión dinámica y una serie de fuelles mecánicos que ponían en marcha el aire caliente y mejoraban los procesos de combustión. Los controles para manejarla estaban en tres cajas de mandos diferentes, conectadas con complejos comandos de interdependencia.
       Tardó media hora en decidir cuál de los comandos era el más inofensivo de manipular, y cuando lo hizo, este se le resistió. Lo apretó con un poco más de fuerza, y se quedó con el interruptor en la mano.
       —Ha intentado apretarlos de arriba abajo, ¿verdad? —le dijo el señor Wouldwood cuando fue ante él con la pieza en la mano—. Le sucede a mucha gente. En realidad se giran en el sentido de las agujas del reloj.
       —Bueno, pues esto sí que se trata de una reparación, ¿verdad? Es algo que está roto y que hay que arreglar.
       —Por supuesto, señorita Ennistymon. Seguramente la pieza de repuesto no tarde más de quince días en llegar. En cuanto la recibamos, la sustituiré de inmediato.
       —¿Cómo que quince días? —silbó la ciclotecaria.
       —Se trata de piezas artesanales, realizadas a mano. Solo pueden realizarse con resina orgánica y polvo de mármol de alta calidad. Los artesanos tienen que pasarse un buen rato lijando los suelos de edificios prominentes para conseguir el polvo, y después hacer cola en El Pino para solicitar un suministro de un par de gramos de resina.
       El Pino era el único árbol vivo anterior a la catástrofe que se conservaba en todo BubbleLon, el único ser de antaño que había soportado el cambio climático y el encapsulamiento. Cada gota de su resina era preciosa. Y, por supuesto, a Edwinta le producía un horrible remordimiento ser la causante del deterioro irreparable de edificios oficiales.
       Derrotada, regresó a su despacho mientras el señor Wouldwood sacaba brillo por decimonovena vez a las bisagras del cuarto de las escobas.
       El frío era cada vez peor. Las quejas de los asistentes, que la obligaban a dar excusas cada vez menos plausibles, dieron paso a los abandonos. El mal humor de Edwinta tampoco contribuía a la popularidad del recinto. Los visitantes de la Cicloteca se reducían día a día, y con esa disminución de personas pedaleando para mantener las instalaciones en forma, estas empezaron a decaer.
       Edwinta se decidió a pedalear ella misma, incorporando esa nueva obligación a sus tareas cotidianas, y renunciando a sus breves momentos de descanso. Pero no era suficiente Desde su puesto ciclóstico observaba los trayectos y áreas del señor Wouldwood, que parecía regodearse en no hacer absolutamente nada de provecho sin que en ningún momento se le pudiera reprochar que permaneciera ocioso.
       El frío, por supuesto, acabó por alterar el funcionamiento de las máquinas. Algunas de las máquinas tenían piezas de cera, que perdían la elasticidad con las bajas temperaturas. El primer cuerpo que quedó paralizado fue precisamente el mismo en el que el maldito niño que lo empezó todo había roto la palabra «céfiro». Era el bloque llamado «clima 3», donde se almacenaba todo el vocabulario relativo a la primavera y a verano.
       La ciclotecaria elevó quejas, por triplicado, al Consejo de Bienes Culturales, a la Hermandad de Escritores, a Patrimonio y Conservación, a Orgullo Burócrata, e incluso al Gremio de Ujieres, solicitando la destitución del señor Wouldwood. Todas las respuestas coincidían en que aquel problema no entraba en el ejercicio de sus competencias, excepto la de Mujeres Burócratas: de estas últimas recibió un calendario y un cuestionario por triplicado. El Gremio de Ujieres le respondió que el señor Wouldwood era un empleado de toda confianza con un expediente impecable; la carta venía por triplicado e iba firmada por el director del Gremio de Ujieres, el señor Wouldwood.
       La primavera y el verano habían desaparecido de los libros. De todos. Alguien quiso imprimir una copia de los sonetos de Shakespeare.
       —¿Debería compararte a un día de qué? —preguntó la lectora.
       Lo mismo sucedió con Robinson Crusoe, con Nils Holgersson, con los libros de viajes y las crónicas de Indias, con sus poemas preferidos de la Edad Media, con el Libro de almohada y todos los demás diarios de corte de damas japonesas, con las obras completas de Virginia Woolf y Emily Dickinson. Aquello era una catástrofe, una hecatombe.
       Por supuesto, el clima benigno tampoco existía ya en los libros nuevos. El único placer de Edwinta, programar la pianosfera para poder regresar a su bosque de junio. Ahora, ni siquiera ella podía entrar en aquel lugar cerrado. Había perdido la llave.
       Los pocos lectores que aun frecuentaban la Cicloteca dejaron de ir. Edwinta, ojerosa y con el moño descuidado, seguía en su puesto de trabajo. La desaparición del verano y de la primavera había supuesto un golpe durísimo para ella. Estaba tan afectada, tan deprimida, que ni siquiera era capaz de darse cuenta de que bastaría con revocar la prohibición de que los menores de dieciséis años accedieran a la Cicloteca para que el señor Wouldwood volviera a ocuparse de todo, como hacía antes.
       Entonces, una tarde, llegó el Poeta.
       Edwinta se sobresaltó nada más verlo. El escritor estaba ya muy mayor, y ella se apresuró a llegar junto a él para ofrecerle su brazo.
       —Gracias, gracias, Eduardina…
       La ciclotecaria hubiera corregido a cualquier otra persona, pero no al hombre que había escrito los cuentos que más la emocionaron de pequeña, la historia de fantasmas con la que más había reído, las obras de teatro de cuyos protagonistas se había enamorado… No, el hombre que había sobrevivido a la cárcel y lo había contado en la balada más desgarradora, el más ingenioso y el más sensible de los seres humanos… desde luego que el Poeta podía dirigirse a ella como le apeteciera.
       El poeta iba a la Cicloteca a entregar su último cliché. Cada dos o tres años llevaba un título nuevo, y poder leer semejantes maravillas antes que nadie era un privilegio tal para Edwinta que casi se sentía culpable por poder disfrutarlo.
       —Se titula La isla oculta por la niebla. Habla de mi hermana pequeña, Isola, la que murió… ¿Le he hablado alguna vez de mi hermana? Cuanto más viejo me hago más me acuerdo de la infancia.
       Edwinta, con las manos trémulas, cogió el cliché metálico entre sus manos y fue capaz de proporcionar numerosos datos de la obra solo con palparlo. No podía evitar presumir de sus habilidades ante aquel hombre, bajo el pobre pretexto de proporcionarle una buena imagen de la Cicloteca.
       —La acción transcurre en solo un día, ¿verdad? Y hay una historia de misterio con… tres sospechosos… también hay algo más… puede que se trate de un fantasma o de un recuerdo
        El Poeta asintió con la cabeza.
       —Ha acertado usted en todo, Eduardina. ¿Pasa usted muchas horas en la Cicloteca?
       Edwinta le explicó que no, que no tenía hijos ni tenía pareja, y que su vida estaba completamente dedicada al trabajo.
       El poeta sacudió la cabeza.
       —Eso no es saludable, señorita. Su tesón es admirable, pero ningún edificio puede sostenerse sobre una sola columna. O, dicho de otro modo: la obsesión convierte en cenizas el tiempo, pero rara vez da luz.
       Ambos se quedaron en silencio. No había nadie más en todo el edificio.
       El anciano se dio cuenta de que sus palabras habían herido a Edwinta. Así que decidió paliarlas con una confesión:
       —A veces no puedo evitar pensar que las cosas podrían ser de otro modo… estuve a punto de morir cuando era joven, ¿sabe?
       Edwinta lo sabía. La narración de su supervivencia era uno de los libros más solicitados en la Cicloteca, capaz de llegar al alma de jóvenes y viejos, hombres y mujeres.
       —Sí, yo me salvé… pero el mundo murió. Usted no lo recuerda, ¿verdad? Era solo una niña cuando el aire se volvió venenoso y Londres quedó sumergido en esta burbuja, dejando fuera plantas, animales y personas que murieron lentamente…
       La ciclotecaria sintió un escalofrío.
       —Es imposible pensar, algunos días, imaginar… —prosiguió el anciano. Le costaba trabajo reunir la cantidad suficiente de aire para expulsar las palabras de su boca—, cómo serían las cosas si yo hubiera muerto. Quizá de esa manera fuera el mundo el que habría sobrevivido.
       Edwinta trató de replicarle:
       —También sería un mundo muy triste sin todas sus palabras, señor. Y no debe pensar esas cosas… el Desastre no fue culpa de nadie en concreto, sino, quizá, de todos a la vez. Los habitantes de BubbleLon nos sentimos profundamente afortunados por tenerle entre nosotros…
       El anciano tosió violentamente, como para espantar todos aquellos lugares comunes de la conversación.
       —Estoy en el invierno de la vida —le dijo a la ciclotecaria.
       Ella estuvo a punto de replicarle, tristemente, que en ese caso había llegado al lugar adecuado, pero antes de que pudiera contarle al Poeta el problema que existía con las máquinas, este pareció recordar algo importante.
       —Eduardina, ¿dónde está Seeda, la nieta del jefe de máquinas? En mi anterior visita estuve hablando largo rato con ella. Le brillaban tanto los ojos como a mi hermana, Isola… quizá me decidí a escribir sobre mi hermana por lo mucho que esa niña me recordó a ella, ¿sabe?
       Edwinta sintió una ácida oleada de envidia, o celos. ¿Cómo era posible que el Poeta recordara perfectamente el nombre de una niña con la que había hablado una sola vez y no fuera capaz de pronunciar correctamente el de la profesional que le había asistido en la conversión a cliché de sus últimas quince obras?
       —La niña no sabía lo que eran las estaciones. Se lo expliqué recitándole algunos poemas… después ella me prometió que se leería todos mis libros. Me gustaría volver a verla.
       Edwinta no dijo nada. No le contó que, efectivamente, la niña había ido solicitando todas y cada una de las obras del Poeta, acudiendo emocionada a por la siguiente en cuanto terminaba de leer alguna. En lugar de ello, anunció, con voz aséptica:
       —No se permite la entrada a niños en la Cicloteca.
       El eco de estas palabras no había terminado de resonar en la sala vacía cuando el Poeta adoptó una postura tensa y rígida, con una expresión de profundo dolor en el rostro.
       —¿Se encuentra usted bien?
       El anciano se desplomó en el suelo.
       Edwinta comprendió enseguida lo que estaba sucediendo. Releía cada mes el grueso libro de instrucciones relativas a las situaciones de emergencia. Salió disparada en dirección al desfibrilador voltaico. Cuando regresó, aplicó los electrodos al pecho del anciano, que había caído al suelo, y le proporcionó dos potentes descargas.
       —¡Aguante! —chilló la ciclotecaria, angustiada.
       En pocos segundos apareció a su lado el señor Wouldwood, que la ayudó con todas sus energías a tratar de reanimar al escritor.
       Durante aquellos minutos, desaparecieron todas las desavenencias y rencores. Las manos de Edwinta y las del jefe de calderas se coordinaron como las de un solo ser, sin apenas necesidad de palabras.
       Sin embargo, sus esfuerzos fueron inútiles.
       Con una sonrisa más propia de un niño de siete años que de un anciano de noventa, el Poeta pronunció:
       —Luz.
       Y murió en el suelo helado de la Cicloteca.

El funeral fue celebrado allí mismo. Las instituciones consultadas decidieron que aquel era el emplazamiento perfecto dado su carácter literario y cultural, lo bastante grande como para acoger a la gran cantidad de gente que deseaba despedirse del gran Poeta.
       —Además, con este frío del demonio el cadáver se conservará estupendamente —dijo el funcionario—. No entiendo cómo pueden trabajar aquí ustedes dos.
       El señor Wouldwood y Edwinta apenas se atrevían a mirarse. Ambos sentían que todo aquello había sido, de algún modo, culpa suya. Mientras las tánatos trabajan en el cadáver, el jefe de máquinas utilizó las poleas para hacer ascender una serie de archivos, configurando un túmulo improvisado. La ciclotecaria imprimió los versos y canciones más importantes del Poeta para que todos pudieran leerlos, añadiendo a mano las palabras que faltaban, ya que las conocía de memoria.
       En el exterior se estaba acumulando una pequeña multitud. Edwinta se preguntaba cómo habrían podido enterarse tan deprisa los habitantes de la muerte del Poeta.
       En cuanto abrieron las puertas, una ordenada fila de gente, liderada por la alcaldesa, empezó a entrar en el edificio para presentar sus respetos. En voz muy baja, se hablaban unos a otros de lo importantes que habían sido las ideas del Poeta en sus vidas.
       Las actrices de teatro estaban devastadas. Todo el mundo sabía la devoción que sentían por su Maestro. Bajo sus elegantes trajes de sedapiel, estaban ofreciendo una de las pocas actuaciones honestas de su vida.
       Después estaban los Dorianos. Habían convertido una de las obras del Poeta en su modo de vida. Vestían de terciopelo, llevaban peinados rocambolescos y anticuados, a pesar de que casi todos eran hombres, y todos portaban consigo un pequeño retrato de sí mismos en el que estaban pintando lágrimas para evitar contagiarse ellos mismos del llanto.
       Los Aforistas llevaban pequeños artefactos de bolsillo que mostraban una frase de ingenio y sabiduría diferente cada vez que se pulsaban los dos botones de sus extremos. Muchos no podían evitar buscar ese pequeño consuelo una y otra vez, ansiosos por obtener siquiera una pizca de lucidez ahora que el faro que los guiaba se había apagado.
       —Era un consejero, un auténtico amigo —decía un chico de unos quince años a quien quisiera oírle.
       —Una vez me lo encontré por la calle y me sonrió —comentaba una anciana, que no podría estar más desconsolada si hubiera muerto su propio nieto.
       Edwinta, nerviosa, no percibió que hacía tiempo que no tenía sensación de frío. Pero sí se dio cuenta de que Seeda, la nieta del señor Wouldwood, había entrado en la Cicloteca y se había puesto en la cola para ver al difunto. Estaba llorando en silencio, con el rostro tranquilo, pero las lágrimas corrían furiosamente por su rostro, semejantes a un arroyo inagotable.
       La ciclotecaria miró el cartel que impedía la entrada a los menores. Después miró a Seeda. Luego volvió a mirar el cartel. No podía olvidar la sensación de celos que le habían causado las palabras del Poeta respecto a la niña… y se estaba saltando el reglamento…
       Dio un paso en dirección a la niña, y luego lo retrocedió, debatiéndose.
       Entonces se rindió. Estaba demasiado agotada, vencida por las circunstancias. Era la primera vez que alguien se le moría, y tenía que ser el Poeta… el ser al que más veneraba en todo BubbleLon. Era como si la primavera y el verano hubieran desaparecido por partida doble.
       Decidió que no echaría de allí a la niña. Aquella era una ocasión excepcional. En pocas horas, la Cicloteca se había llenado de gente, y había varios niños; no se iba a poner a echarlos a todos.
       De hecho, había tanta gente que allí estaba empezando a hacer un poco de calor.
       Al día siguiente las cosas volverían a ser como siempre… solo que un poco más tristes.
       En ese momento, Edwinta oyó un «clic» a su espalda.
       Con el calor de la gente congregada, el módulo «clima 3» había vuelto a funcionar.
       Y había dado una orden al dispositivo de impresión.
       Edwinta salió corriendo a detenerla, pero no era posible. Todos los comandos de ejecución que no habían podido llevarse a cabo debido a la avería se pusieron en marcha al mismo tiempo. La impresora empezó a garabatear palabras en desorden, a diestro y siniestro, interrumpiendo el silencio del ambiente con sus chasquidos y sus secas pulsaciones mecánicas.
       La alcaldesa, que estaba al lado de la impresora, pensó que se trataba del discurso fúnebre, y recogió el papel continuo.
       La ciclotecaria se cubrió la cara con las manos, esperando el desastre. Todo había sucedido tan rápidamente que no le había dado tiempo a hacer nada.
       Era posible que aquel error le costara el despido. Palideció y las manos le temblaron ante esta posibilidad aterradora. No era capaz de concebir su vida separada de aquel lugar.
       —Brisa —pronunció solemnemente la alcaldesa—. Libélula. Pensamientos. Un arroyo de montaña. Los brotes de los árboles en marzo…
       Los asistentes escuchaban, atentos.
       —La hierba que se asoma entre la nieve antes de que se fundan las últimas nieves. Las hojas frescas del rosal silvestre, mordisqueadas por una cría de ciervo. Las flores del almendro. El calor del sol sobre las manos.
       A medida que la alcaldesa iba desgranando la lista de términos y frases relativos a la primavera y el verano, todas las que se habían atascado en la memoria de las máquinas tras no haber sido impresas en sus respectivas obras, la gente sonreía, con los ojos cerrados.
       —El estallido de las flores, que se multiplican al liberarse. Los insectos que abren las alas. La luz rosada del alba tiñendo la neblina del lago. Los pétalos que caen sobre la corriente del río…
       Edwinta miró a Seela, que seguía llorando. Pero en su rostro ahora había, además, una sonrisa. Los asistentes que habían llevado a la Cicloteca el calor de sus propios cuerpos parecían haberse puesto de acuerdo en cerrar los ojos para convocar, en el interior de su memoria y de su imaginación, la suma de todos los veranos. Y Edwinta se dio cuenta de que quizás aquel accidente hubiera sido el mejor poema que la ciudad encerrada habría podido dedicarle a su Poeta. Y que quizá, solo quizá, todos los eventos desafortunados que habían conducido a producirlo estuvieran cobrando ahora un nuevo sentido.
       Así que ella también cerró los ojos, y se dejó llevar por aquella enumeración de imágenes y sonidos de estaciones climáticas extintas. Regresó a su Bosque de junio, y pudo acoger en sus manos los racimos de glicinias y escuchar el canto de los petirrojos.
       La voz de la alcaldesa siguió recitando la lista de palabras y de frases, y en la mente de Edwinta el Bosque de junio cobró una forma y un color que nunca antes había tenido. La nitidez de las imágenes, la claridad de los sonidos era tal, que la ciclotecaria no sabía si las lágrimas que le corrían por la mejilla existían en la realidad o en su visión.
       Caminó por el bosque, y entró en el jardín utilizando aquella llave que solo poseía ella. Dentro del recinto privado, la naturaleza era más exuberante y hermosa, los animalillos más dóciles y hermosos.
       Entonces vio, a la sombra de un enorme saúco en flor, al mismísimo Poeta, vivo, ligeramente más joven.
       —Acércate, Edwinta, no tengas miedo.
       A ella le dio un vuelco el corazón: era la primera vez que el Poeta recordaba su nombre.
       —Ven conmigo. Tengo que decirte algo.
       Al acercarse, ella se dio cuenta de que no estaba hablando con una persona de carne y hueso, sino con un autómata perfecto, que reproducía con todo detalle cada matiz del rostro, del movimiento y de la voz del escritor.
       El androide abrió una compuerta lateral, y le mostró a Edwinta una carga vertical de decenas de clichés vírgenes, intactos. Ella se dio cuenta de que el poeta ahora era inmortal, inmortal de verdad, y que ya nunca tendría que preocuparse por todos los libros que podría haber escrito y nunca pudo.
        —Quiero hablarte de esa llave que llevas siempre al cuello —dijo él con una sonrisa.
       Edwinta se tensó, agarrando fuertemente la llave. Esperaba que no se la pidiera. El Poeta pareció darse cuenta del estado de alerta de ella, y no dijo nada más. Solo sonrió, señalando con la cabeza a un grupo de pájaros azules que estaban picoteando la hierba.
       Entonces, de repente, todos los pájaros se echaron a volar a la vez, con un ruido ensordecedor. El estruendo fue tan inmenso que arrancó a Edwinta de su ensoñación, y la llevó a la realidad. Tremendamente sorprendida, la ciclotecaria regresó a la sala principal en la que la alcaldesa había terminado de leer las palabras del verano, y todos los asistentes aplaudían con un entusiasmo parecido al de las alas de las aves.
       —No tengo nada mejor que ofrecerle —dijo Edwinta, en voz muy baja, al final de aquella jornada agotadora, cuando llegó su turno frente al féretro.
       Y sobre el ataúd del anciano depositó, plegadas en forma de flores blancas, las páginas que contenían todas aquellas historias de su Bosque de junio.
       —Sé que usted encontrará la llave, señor Wilde —susurró.

Al día siguiente, solo hubo silencio. Era un silencio triste y pensativo.
       —¿Escribirá usted al comité para que nos concedan la autorización de retirarlo? —le preguntó el señor Wouldwood cuando regresaron las palabras. Había un surco en la seca y espesa piel de sus mejillas.
       —No —respondió bruscamente Edwinta.
        El jefe de máquinas, desesperanzado, miró al suelo. Cogió de la mano a Seeda para alejarse de allí.
       Entonces oyó cómo alguien arrancaba bruscamente la placa metálica.
       —Señorita Ennistymon, tiene usted mucha fuerza —felicitó a la ciclotecaria.
       Unos días después, el jefe de máquinas le entregó solemnemente un pequeño paquete. Edwinta, sorprendida, lo abrió, encontrando dentro la palabra «céfiro».
       —Pero esto es imposible… no queda metal… —balbuceó.
       —Hemos tenido que hacerla destruyendo otra. Pero no se preocupe, señorita Ennistymon: se trata de una de esas palabras que nadie, nunca, echará de menos.


© Sofía Rhei

Reproducido por cortesía de Fábulas de Albión.
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
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Sofia RheiSofía Rhei (Madrid, 1978) es escritora, poeta y traductora, entre otros, de Stefano Benni y Dale E. Basye. Como poeta, ha ganado el Premio de Poesía Javier Egea 2007 y ha publicado Las flores de alcohol (La Bella Varsovia), Química (El Gaviero), Otra explicación para el temblor de las hojas (Ayuntamiento de granada) y Alicia Volátil (Cangrejo Pistolero). Como narradora ha cultivado la fantasía juvenil, con libros como la portadatrilogía El joven Moriarty (Fábulas de Albión) y las novelas Flores de sombra y su secuela, Savianegra (Alfaguara), y la ciencia ficción, participando en antologías como Presencia humana (Aristas Martínez) y Terranova 3 (Fantascy). El presente relato aparece en el reciente volumen Retrofuturismos (Fábulas de Albión).