The Barcelona Review

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 image Cynthia Rimsky

  Ramal

 

                      
            

El tren lo deja en la estación de Los Romeros. Dos hombres se acercan a entregar una bolsa plástica a la cobradora del tren. Sus sombreros resultan pequeños para sus cabezotas y, a pesar de que uno carga un rifle cruzado al hombro, lo que entregan a la cobradora son lisas. El que viene de afuera les pregunta si cazan perdices, pero el arma que llevan al hombro no dispara y no se atreve a preguntar por qué la traen al hombro. Siendo los únicos que hay en los alrededores, les pregunta por el bote. Estando arriba del tren pensó que sería más fácil conseguir que lo cruzaran si exhibía un propósito. En internet leyó que en los valles del otro lado elaboran vino en lagares de cuero de vaca, no imagina lo que esto puede ser. El del rifle le dice que en esta orilla también hay lagares, arriba del cerro, señala el cerro. El que viene de afuera no ve nada que se asemeje a un lagar y tampoco ha visto un lagar para saber si corresponde. “Al otro lado también hay lagares”, les dice. “Hay del otro y de este. Si quiere venir, nosotros lo dejamos encaminado para que suba el cerro.” “Si hay lagares al otro lado prefiero cruzar el río.” El que no lleva rifle se rasca la nariz vinosa. Río arriba ven un bote. Los dos amigos gritan hacia abajo, nada se mueve arriba ni abajo y es imposible entender el nombre que gritan. Aparecen dos figuras que esperan del otro lado del río igual que él. Las aguas siguen corriendo hasta que por la orilla se acerca un hombre de corta estatura con un remo en la mano.
         Desde el jardín de la casa del botero se divisa la estación en la otra orilla. Al paso del tren, el hombre se asoma para ver si ha dejado pasajeros que necesitan cruzar. Los que toman el tren de la tarde pasan a buscarlo a su casa. Habiendo una hora de diferencia entre el tren que va a la costa y el que va a la ciudad, después de cruzar a los pasajeros que viajan en el primer tren, el botero espera en la otra orilla la llegada del segundo. El viaje cuesta trescientos pesos. Al botero se le han doblado las piernas y los brazos como campanas por tirar del bote, fue al hospital y nadie pudo componerlo.
         Escoltado por la pequeña hija del botero, el que viene de afuera sube la colina para buscar los lagares de cuero que esgrimió como excusa. Saca la máquina fotográfica para mayor convencimiento.“El camino es largo”, advierte la niña con desgano. En la primera casa no hay timbre, pasa la cerca teniendo cuidado con los perros y avanza cauteloso hasta una vieja que cocina un puñado de huesos en un fuego encendido en el suelo sobre el que escupe. La hija del botero se hace a un lado. No le gusta la idea de llevarlo a esa casa, no en su traje de domingo. La vieja lo conduce al lagar que tiene arrumado en la bodega. En la huerta azuza a la hija del botero para que suba a un naranjo. “Con dos es suficiente”, grita. La niña no se molesta en pelar la suya. El que viene de afuera agradece la naranja caliente. La vieja no vive de agradecimientos y les pide que vayan a dejar una pomada a un nieto enfermo. Se dispone a aceptar el encargo, pero la hija del botero le advierte que son dos horas de subida. El que viene de afuera dice que no es posible. Quién sabe si enojada porque no recibió nada a cambio, la vieja niega que hace vino. “Antes, mucho antes, ahora no.” Resulta extraño tomando en cuenta que acaba de mostrarle el lagar. Bajo la aspereza de la vieja anida la sospecha de que él trabaja para el gobierno. Por increíble que parezca, a este rancho perdido en los cerros vienen dos funcionarios de gobierno a cobrar impuestos por el malogrado vino que venden clandestinamente en restaurantes de tercera categoría de la costa.
         En la siguiente casa, la hija del botero se queda atrás. Los perros están tan flacos que no ladran. En una casucha llena de agujeros, una vieja de mechas tiesas permanece con las piernas cruzadas ante un fogón que la tapa de humo. A la vieja le es indiferente si hay lagares de cuero de vaca, menos si alguien desea conocerlos. “El botero me dijo que aquí hay un lagar”, insiste él. Aprovechando que a la vieja le da igual, pasa al fondo del patio. De uno de los cuartos sale a mirar una mujer asustadiza con bigotes. Más atrás aparecen otras mujeres y niños. La de bigotes lo conduce al lagar que es prestado. No hay hortalizas ni árboles frutales, nada comestible nace de la costra que pisan. La mujer explica que no tienen agua para lavar, regar o beber. Por ella se entera de que los campesinos vendieron sus tierras a la planta de celulosa que hundió a la costa en la podredumbre. Las plantaciones de pinos han dejado sin pasto a los animales. Ahora no tienen tierra, agua, verduras, frutas o carne, sólo los cuartos que le ocupan a la vieja, quien en venganza no termina de morir. Los ojos de la mujer asustadiza son límpidos. De más atrás las cuñadas afilan los dientes para quedarse con el fogón.
         La hija del botero lo transfiere a la hija de la mujer con bigotes que va mandada a casa de un tío con una botella de agua. A diferencia de la primera niña, esta no siente culpa de abandonarlo a su suerte y, cuando le hace notar a gritos que nadie responde a sus llamados, agita la mano en señal de despedida. Los perros lo obligan a dar un rodeo hasta un hombre largo y flaco que viene saliendo del hospital. Detrás de él, una niña con el pelo atado en una cola de caballo y el rostro manchado de pecas, pasa volando a hacer un mandado. El del hombre enfermo es el quinto lagar que visita y no se le ocurre qué más preguntar. Ya sabe que no es un cuero de vaca sino una piel de toro que estiran sobre un bastidor de madera apoyado en cuatro patas, que para darle su forma cóncava le colocan piedras, que los pelos van hacia adentro en contacto con el vino y que donde iba la cabeza del toro, va un tapón. Los lagares son para los campesinos igual que las lechugas o el maíz, nadie viaja hasta aquí para preguntarles cómo los cultivan. Habiendo manifestado su intención de ver todos los lagares, el hombre le indica la dirección que deberá seguir para encontrar el siguiente lagar.
         En un alto del camino, bajo la escuálida sombra de un espino, el que viene de afuera mastica un huevo duro y un pan, sabe a seco. Una seguidilla de pasos cortos y rápidos lo hacen incorporarse, piensa en una liebre y como una liebre se desliza la niña pecosa hacia abajo. “Ey”, grita. La niña retrocede. “¿Adónde vas tan de prisa?” “A un mandado.” Más tarde reconocerá que, tras verlo conversar con su tío, a mitad del vuelo, se devolvió a buscarlo. “Mi madre me va a pegar, no importa. Ella después dice que me quiere aunque soy mala, y a veces no me quiere y ya no me duele que me pegue.” Las confidencias de la niña lo convierten en su compañero de viaje, no hay camino que se le escape y, a pesar de que la madre le pega, está en su naturaleza irse por ellos. Si por la mañana sale volando a hacer un mandado, seguro vuelve por la tarde, nadie sabe adónde anduvo y se cuida de no encontrar a nadie. Le pregunta por qué conoce tantos caminos. “Antes, cuando tenía seis años, no conocía ningún camino, hasta que a los diez salí y los conocí todos, siempre sé de dónde vengo y adónde voy y nunca desde que salí me he perdido.” El único camino en el que se pierde es el que va a la escuela. En vez de media hora, demora una y hay mañanas en las que no llega. En el riachuelo le confía que no conoce a su padre. La madre se niega a decirle quién es; sí le contó que intentó regalarla y que su hermano mayor lo impidió. Junto con la madre viven el padrastro, un hermanastro que nació hace poco y un viejo ciego a quien sus hijos dejaron botado y que su madre recogió, seis cachorros, dos cabras, un neumático, una yegua que le pertenece por mitades con su hermana y dos corderos que lleva a pastar y aunque a veces se le pierden, siempre los encuentra. “También tengo dos tencas chiquititas que crío en un estanque y conozco un lugar en el bosque donde vive un pájaro de pico largo y alas negras que de noche es pájaro y de día, gallina.” A su madre le quisieron hacer un mal y el mal se metió en el cuerpo de la niña; casi murió del dolor de estómago, nadie podía sanarla y estaba por morir… Se levanta la camiseta y enseña orgullosa el tajo del apéndice. “No me gustan mis pecas.” “Y en el verano te deben salir más”, sugiere él. La niña sonríe ante la complicidad que le otorgó el camino que por primera vez recorre acompañada. “Ahora tengo que ir a ver a un abuelito que está solo, lo voy a ver todos los días.” “¿Y por qué está solo?” “Su señora enfermó y el hijo se la llevó a la capital, ya van dos meses y todavía no vuelve.”
         Al abuelo le extirparon un órgano vital, no respira, no come, no habla. El que viene de afuera se siente conmovido por su ausencia. Durante la visita advierten que el clavel del aire está demasiado arriba para que el viejo alcance a regarlo. La niña se encarama sobre una piedra y, con la punta de los dedos, desata la cuerda que sostiene la flor. Discuten a qué altura debiera quedar. Antes de marcharse, la niña le echa agua. Es su riego el que mantiene respirando al viejo y al clavel.
         En la casa de la niña es presentado al hermanastro, al neumático, a las cabras, la media yegua, los seis cachorros y, en fotografías, al padrastro, la hermana y al hermano. La niña susurra al oído de su madre para que el de afuera no escuche. Sus palabras se convierten en un plato de sopa con verduras y un trozo de pan. La misma sopa se la pone al gato en el suelo y, en un tazón más pequeño, al ciego. La madre y el ciego increpan constantemente a la niña, le dicen mala, inquieta, insoportable, le piden a la caminante que se vuelva estatua de sal. Al que viene de afuera se le hace insoportable la pobreza de esa casa.
         De camino al lagar, la madre le cuenta que tuvo a su primer hijo a los catorce años y así hasta enterar tres. No habla del padre o de los padres. A la niña la tuvo en casa para botarla, pero la mujer que la crió –su verdadera madre es la vieja que lo quiso mandar con la pomada para el nieto dos horas de subida– cortó el cordón umbilical y bañó a la recién nacida. El hijo mayor le suplicó que no la regalara y así fue como la niña se quedó a vivir con ellos. “Fíjese cómo es la vida, tengo cuatro hijos y al único que quise tener fue a este último.” Señala a un niño sin pañales con los mocos colgando que se orina a cada momento.
         Los verdaderos hijos de la mujer que la crió han cerrado con un candado la bodega donde está el lagar y deben pasar por un hueco entre las tablas. Como la casa es una sucesión, cuando los verdaderos hijos de la mujer que la crió se apoderen de la casa en ruinas, la madre y sus cuatro hijos, el ciego, los cachorros, las cabras, la media yegua, los dos corderos y el neumático tendrán que irse. No ha pensado adónde. “La niña está mal de la cabeza”, le confidencia. “¿Ah sí?” “Sí, tuvo un mal de la memoria, le empezó a los diez años, sale a caminar por ahí sin rumbo, a veces se le olvida volver y pasa afuera, nadie sabe lo que hace. Venga, volvamos a la casa a tomar once”. Él invoca que debe coger el tren. “Toma once y se va.” “Todavía me queda un largo camino”, se excusa.
         La niña le pide a la madre un trozo de pan amasado y media docena de huevos que mete en una bolsa plástica. Lo único que él tiene para regalarle es una flor tejida con crin de caballo que compró en una feria artesanal en Talca y que pensó dar al hijo la primera vez que alojó en el hostal. La niña prende la flor en su camiseta. La bajada es silenciosa. A la niña le entristece perder al único compañero de viaje que ha tenido. El que viene de afuera resiente en sus piernas el peso de los caminos. La niña se detiene a recoger todas las flores silvestres que encuentra a su paso; la flor de la perdiz, azulillas, amarillas, naranjas, violetas. El que viene de afuera se pregunta si caminarán en círculo. Recuerda lo que le dijo sobre la escuela. “Algunas veces tardo media hora o una y a veces no llego.” Desconoce cuál es el camino que baja al río, si debieron haber llegado o todavía están lejos. Se pregunta si la niña lo dejará partir. Está seguro de que ella piensa lo mismo al agacharse a coger las flores. Intenta convencerla de que es suficiente, pero siempre hay una distinta que es necesario arrancar.
         En la franja de tierra que el río inunda todos los inviernos, insiste en que no se vaya. El légamo se vuelve su cómplice, sus pasos se hacen cada vez más lentos. Habiendo descubierto que no está loca como dicen, no quiere imaginar lo que será volver a estar sola con sus pensamientos. Insiste en que este es el lugar que él ha estado buscando desde que subió a internet una lista de lugares y objetos desaparecidos y la gente comenzó a encargarle que retratara sus propios lugares y objetos desaparecidos. Dice conocer quién le puede vender un terreno, quién puede construirle una casa y venderle una cocina a leña, quien arará su tierra, plantará sus vides y cultivará su maíz. La casa tendrá una gran ventana para que él la vea aparecer por el camino. Ella llevará a pastar sus cabras y después de la lluvia saldrán a buscar hongos que venderán en la feria de la costa, le mostrará todos los caminos que conoce y los que no conoce los recorrerán juntos, convencerá a su hermana de venderle la mitad de la yegua y le regalará un cachorro, dos cachorros para que no se sienta solo por las noches.
         La niña le ofrece en un ramo todas las cosas y lugares que han desaparecido. Las flores pesan en sus brazos cansados. Intenta convencerla de que cuando ya no le queden caminos por conoce, ella también partirá a la ciudad como sus hermanos. La niña contesta que jamás. “Quédese conmigo”. “Todavía tengo que ir a conocer otros lugares”. “Entonces prométame que volverá mañana”. La niña queda junto al río, abrazada a su perro. Al bajar del bote en la otra orilla, continúa abrazada a su perro; estará junto al río, con los brazos caídos, hasta que el tren parta.

 

 

.© Cynthia Rimsky 2011. Fragmento de Ramal, novela publicada por Fondo de Cultura Económica, abril 2011


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foto Rimsky Cynthia Rimsky (Chile, 1962). Cynthia Rimsky nació en Santiago de Chile en 1962. En el 2001, tras regresar a los países de donde emigraron sus antepasados, publica la novela Poste restante, que obtiene el segundo lugar en el Premio Municipal de Santiago (reeditada el 2010). El año 2002 recibe la beca Fundación Andes para residir en el norte del país y escribir La novela de otro (2004). En el año 2009 publica Los perplejos, que combina el viaje con su personal investigación sobre Maimónides. En el 2011 publica con el Fondo Económico de Cultura la novela de viajes Ramal y participa en la antología Junta de vecinas (España). Ha escrito guiones de cine y prólogos para libros de fotografía. Colabora en revistas y sitios virtuales. Imparte clases en universidades y realiza talleres de escritura de viajes y de construcción de la mirada. En el 2011 obtiene la Residencia para Escritores de la Universidad Católica con el curso Los paseantes; Walser, Benjamin, Sebald.