biografía del autor

imageRoberto Valencia

Orgía de caracoles


      
Extraído de Sonría a cámara, Lengua de trapo, 2010

Lo que me preocupa no es que mis compañeros descubran mi pasión por Lorena sino que a mi Lorena no la contaminen esas otras que ciertamente no conozco pero que imagino. Eso es lo que a mí me preocupa. Gracias al modo en que ellos se comportan cuando la pausa del café los reúne en manada junto a la máquina, he podido reunir datos suficientes para suponer los atributos de sus Lorenas, tan distantes de la mía.
       Imagino que la que retira cuidadosamente la sábana antes de extender sus brazos sobre la espalda del contable Costa tiene una piel tersa, bien lubricada, distinta de la que esconden la gabardina de hombre y los jerseys de cuello alto. Es bastante probable que el contable Costa prefiera que su Lorena se perfume las axilas y se tienda boca arriba en la cama porque así se lo dicta su temperamento tan refinado (todos los otoños me encarga renovarle su abono en el auditorio y siempre que puede habla de Venecia).
       Por lo oído imagino también que Romero, el recatado Romero, ha llegado a modelar una Lorena sin sangre, que huele a sudor y se succiona el dedo gordo; lo terrible no es su hipocresía, la doble personalidad de un tipo que exhibe el mismo nivel de educación que de oscuridad, sino la imposibilidad de que su Lorena abandone un día su condición de carne despojada. Ahora bien, por mucho que esto me hiera no es asunto mío. Por mucho que me hiera.
       Respecto a la que inicia su ritual retirándose de los hombros los tirantes del camisón, supongo que ha estado a punto de compenetrarse con Guridi; supongo también que algo interrumpe el acto en el último momento —una inseguridad, un brote inesperado de pudor—, aunque tengo que reconocer que no representa ninguna sorpresa que el tipo la prefiera sentada en el borde de un colchón tatuado por las manchas y con el top que airearía el imposible ombligo.
       El famoso Vicente, por su parte, imaginará que, prenda a prenda, Lorena cuelga su ropa en las perchas del armario después de bajar las persianas; que deposita sus cremas sobre la repisa del baño y que ordena a continuación sus propias corbatas.
       A mí todo esto no debería de importarme más que a la hora de reforzar la alambrada que me separa de ellos. Es lo que debería de preocuparme, me repito a mí mismo cuando veo que los cuatro se dirigen hacia la máquina del café: «Esto no te incumbe, Hugo». Si ni siquiera en mis primeros días en la aseguradora participaba de sus reuniones, ¿para qué querría yo ahora recluirme en ese establo? El problema es que la pausa se mantiene invariable de un día a otro, de una semana a otra: llueva o haga calor, a las diez y media los cuatro se congregan donde el trasto y se invitan mutuamente. Como ninguno es tan viejo para temerle al colesterol y como la diabetes no les acosa, siempre comparten el mismo número de cafés con leche que de cigarros, y al final estos se quedan a medio apagar en el cenicero.
       No me desestabiliza el ritual, parsimónico la mayoría de las mañanas, tampoco el hecho de que tenga que levantarme para extinguir con mis propios dedos ese hilo de humo que me llega a los ojos. Lo que me desestabiliza es oír sus murmullos desde mi mesa, que se encuentra junto a la máquina, y saber que aunque ninguno comienza hablando de Lorena, al final se produce la alusión. Siempre la sonrisa ladeada o el silencio que hace referencia a la fotografía que todos, ellos y yo, hayamos recibido en el correo electrónico ese día. ¿Si me molesta? Ya he dicho que sí, que mi esfuerzo principal consiste en amurallarme para evitar que mi espacio aéreo lo invadan sus Lorenas, tan zafias, tan previsibles. Pero las menciones me llegan y distorsionan tantos aspectos de la realidad que termino por rebelarme.
       La anatomía, por ejemplo. Sé que la Lorena de Guridi se ha despojado del porte original. Ha rejuvenecido, y ya no mantiene la columna vertebral tan firme. Ahora camina de un modo más, cómo decirlo, más cimbreante, lo cual atenta contra el modelo real y traiciona su esencia. Lorena jamás ha dejado de ser la mujer arisca que no solo te atiende sin mirarte a la cara sino que cuelga el teléfono sin tributarle al interlocutor el adiós protocolario, y si su silueta parece trazar un rotundo ángulo recto sobre el pavimento es gracias a esta dureza que integra su personalidad. A menudo Romero le recuerda a Guridi que el primer impulso de Lorena al contemplar desde la puerta el aspecto de la aseguradora el día que Colis la contrató fue pensar en una orgía de caracoles, y aunque no hay forma de verificarlo, este rumor define el carácter de la auténtica Lorena.
       Claro que Romero es el menos indicado para corregir a los demás, a mí incluido, porque la que él ha fabricado partiendo de las fotos, también difiere, y cuánto. Su Lorena se asemeja a las actrices que se dejan manosear, las que carecen de prejuicios para que se filme cómo se chapotea entre sus mucosas. Es inexacta, y estoy seguro de que saberlo reafirma su decisión de odiarla sin que por ello tenga que rendirle cuentas a su propia conciencia. Con esto no quiero decir que Romero haya sido el responsable en la sombra del complot sufrido por la auténtica. Sólo digo que el tipo libera en ese pozal sus energías el primer jueves de cada mes, cuando le obligan a permanecer en la aseguradora hasta altas horas para coordinarse con la filial de Los Ángeles. Él a solas con las imágenes, más de una vez le he oído decir que valora el poder mirarlas porque eso le acerca a una novia de la que carece o, más bien, a una esclava que solo se consigue con dinero o bastante imaginación. Esto es lo que digo. Pero está más que claro que su Lorena rebosa artificialidad, desde que el primer día hizo saber a los otros tres el fin para el que iba a construirla, resultó evidente que le habrían de faltar todos los detalles, que sólo alcanzaría a conformar una hembra esquemática y sin carácter. Ese día casi nadie le siguió el juego. La primera fotografía que nos había llegado al correo electrónico era lo suficientemente prometedora como para abrir cualquier abanico de posibilidades. De ahí que Guridi —a quien odiaré toda mi vida, por mucho que la edad vaya a disipar un día su ímpetu juvenil— se apresuró a proyectar una Lorena de cabello más largo que vestía uno de esos shorts azules o rojos o remendados que anuncian escapadas hacia un paraíso. Es decir, infame. La suya, infame, por achicarle los ojos hasta hacerlos diminutos, casi achinados, y por añadirle unos hombros que desbordan esas camisetas de colores de cualquier tendencia. Sí, de algún modo la Lorena de Guridi compartía atributos con la de Romero. El fulgor, la precipitación que debe guiar sus impulsos, la voluptuosidad. Pero conforme nos llegaron el resto de las fotos, se fueron diferenciando, como dos vías de tren paralelas que terminan perdiéndose de vista.
       Porque Guridi ni siquiera es un pervertido, que quede claro. Se levanta de la silla a las diez y veinticinco, indefectiblemente, y recorre la aseguradora reclutando a los otros, tironeándoles de la chaqueta si alguno está colgado del teléfono con alguna gestión. Su espíritu lo constriñen los hábitos de una familia conservadora que lo ha conseguido integrar en un puesto intermedio de la empresa, de ahí que todos los desarreglos que le ha atribuido a su Lorena no hagan sino exteriorizar su propia cobardía. Como el gran Colis censura que se presente en la oficina con camisetas de tirantes, es su Lorena quien las exhibe, ajustadas a unos pechos de los que realmente carece y que él le agrega sin necesidad de bisturí o de anestesia. ¿Cómo es el carácter de esta Lorena? Vacuo, superficial, agónico. Pero lo peor, y aquí chasquea la ironía, es que toda esta frivolidad con la que él la ha impregnado no basta para liberar el desahogo para el que fue creada. Su Lorena, vivaz, inconsciente —etílica, probablemente—, no sirve para nada. Se lo escuché explicar una mañana: él lo achaca a su cercanía con el original pero todos sabemos que miente. Las fantasías sexuales del impulsivo Guridi están colapsadas por sus prejuicios más recónditos, sus huellas familiares.
       Puestos a quedarme con una, quizá optaría por la criatura del contable Costa. Quizá. La creó igualmente abreviada pero su languidez remite a un romanticismo extinto. Por qué no anhelar, me pregunto en ocasiones, a una mujer etérea sobre cuya palidez las sombras puedan arañar arabescos. Por qué no. Pues por las mentiras del contable Costa, porque nadie en la aseguradora imagina al tipo compungido ante las sopranos de los martes por la noche, sino calculando mentalmente en una butaca del fondo del auditorio los porcentajes que aún les puede escamotear a las viudas de los clientes. En una reunión de departamento dijo que los pagos de las pensiones son como una partitura susceptible de reinterpretarse por el director, y tanto Romero como Guridi le siguieron la corriente ante la aquiescencia del gran Colis. Pues bien, en la confusión en la que él mora ha conseguido instalar una Lorena vaporosa, de contornos tan mugrientos como los de Romero. ¿Habrá velas? ¿Doseles barrocos y tapices en las paredes? En absoluto. Estoy seguro de que, una vez que ella se tienda desnuda sobre la sábana, él esperará la escatología que le descargue de llevar la iniciativa. En todo caso habrá una obscenidad falsamente refinada, tal y como corresponde a un soltero ajado que se adormece en la ópera sobre la palma de la mano.
       Luego, por otra parte, hay que mencionar el carácter, otra cosa que todos ellos manipulan a conciencia. Tengo claro que con la del famoso Vicente, metódica como un robot, no habría funcionado tan fácilmente el engaño que el gran Colis o cualquiera de los otros sometió a la auténtica Lorena al principio de todo. La del famoso Vicente se habría colapsado ante la improvisación que se imprimió al montaje y al modo en que se impartieron las consignas: Ahora posa junto al radiador, ahora abre la boca mientras te fotografían, qué divertido es abandonarse a la lujuria, qué espontáneo. No sé si la Lorena del famoso Vicente habría sido capaz de detectar las mentiras que sedujeron a la Lorena real, la que nunca saluda y parapeta su modesta anatomía bajo gabardinas de hombre. Quizá el gran Colis, igual que hizo el día que dicen que la citó en una pensión, habría podido intentar otra treta para engatusarla. Engatusar no a esta Lorena fea y distante que está soportando en soledad los envíos masivos de fotografías suyas a todos los ordenadores de la empresa, sino a la briosa ama de casa que el famoso Vicente necesita para reemplazar a su propia madre (aunque, precaución, en modo alguno quiero señalar al gran Colis como dueño de la escasa anatomía masculina que aparece en las fotos diecisiete, diecinueve y veinte).
       Ahora bien, Guridi y Romero saben que al principio de todo, con el puro de la tarde humeando entre los dedos, fue él quien dijo en el ascensor que algunos —algunas— se merecen el hambre en el que chapotean, por desagradecidas. El gran Colis se refería a la Lorena real, que, después de ser aceptada un par de horas antes por él para hacerse cargo de la centralita, había rehusado incorporarse a su puesto de trabajo y aplazado su integración en la aseguradora al momento exacto en que iniciara su contrato. En cualquier caso esta Lorena tan ordenada y práctica que cree que las noches de lujuria son pequeñas mudanzas que el famoso Vicente realiza desde su apartamento a sus hoteles anhelados, detestaría la irrupción súbita de un fotógrafo en la habitación. Le preguntaría al famoso Vicente: ¿quién es este?, o le ordenaría desalojarlo del cuarto, o marcaría ella misma el numero de la policía. Quiero decir que tomaría las riendas ante la pasividad del famoso Vicente, antes de percatarse de que el fotógrafo podría ser el propio Guridi o algún otro de la aseguradora —quién sabe si Romero— que, de todos modos, insistiría en ocultarse tras las cortinas para robarle la mejor toma de sus muslos. Ahora, por el momento, en las mañanas en que el famoso Vicente la invoca examinando en el ordenador la foto número tres, y la número siete —donde, aún vestida, la auténtica Lorena se contempla en el espejo del baño—, la Lorena de Vicente se cepilla los dientes con el dentífrico infantil de él, escupe antiséptico en el lavabo y madruga para dejar sobre la cómoda el periódico financiero que el tipo sólo lee superficialmente. Esto, dicho sea de paso, reconforta al famoso Vicente más que todas esas cosas que reclama desesperadamente con esas pupilas de hambriento que se le ponen los lunes por la mañana y que desnudan secretarias de tres en tres. Porque gracias a su Lorena el tipo continúa alimentando una proyección de sí mismo en la que, al tiempo que se libera de su rubor adolescente, sigue dando codazos sobre el vientre de su madre.
       Por supuesto, mi Lorena no está intoxicada por este tipo de aditivos. Es más simple, menos sofisticada. Mucho más exacta. Lleva las mismas gafas pasadas de moda que la auténtica; hay días que por el brillo del pelo es fácil advertírselo sucio; no fuma ni se restaura las uñas rotas con una lima; y parece improbable que renuncie a su estrafalaria colección de jerseys de cuello alto: el rojo de rombos, el verde de la cremallera, incluso el amarillo con una quemazón de tabaco en la manga. Pero lo más importante es que mi Lorena hace tiempo que asumió que la vida en la aseguradora tan solo exige desviar las llamadas de los clientes impertinentes y archivar los documentos que Guridi y Romero y el contable Costa depositan con desdén encima de su mesa. Además no experimenta la necesidad de acercarse al mostrador de un hotel de esos en los que al famoso Vicente le gustaría reservar un cuarto con el DNI por delante, y no anhela ni la sombra de una palmera ni un cigarro de marihuana.
       Mi Lorena es firme y camina erguida, como reafirmando a cada zancada una altanería que necesita para seguir desafiando su vulgar apellido. Si yo estimo que posee un magnetismo personal es porque resulta un hecho que bajo su coraza anida el corazón de una hembra fascinante. Eso sí, yo no la utilizo como coartada para refinarme en público. Tampoco para ceder a la tentación de todo hombre de convertirse en un sádico. Yo me sirvo de ella para preservarme del tiempo, para que los días cobren un sentido. Para mí, Lorena, mi Lorena, es un regazo sobre el que me gustaría abandonarme las noches de sábado frente a la televisión, una mano que me desordena el flequillo y me recuerda la conveniencia de un afeitado. ¿La agasajaría yo en un restaurante iluminado por velas? A lo mejor. ¿Le ofrecería un viaje compartido sobre los raíles descuadernados de un océano? Quizá. ¿Renunciaría a algo valioso a cambio de una promesa suya? Por qué no. Ahora bien, tendría que ser la mía la destinataria de mis sacrificios. No la de ellos: la mía. La que cierra los cajones de su mesa con brusquedad; la que silba aun cuando el gran Colis se cierne sobre su ordenador exigiéndole un balance atrasado del contable Costa; la que jamás abre su bolso de mano en presencia de Miriam y las otras. Esta Lorena. No la que vomita en silencio cuando a las diez en punto de la mañana recibe la nueva fotografía del complot y se reconcentra para evitar sudar en espalda y axilas.
       Y es que entre ella y yo solo media la armonía. La única cuestión en la que divergimos —y que algunas veces hemos intentado aclarar sin éxito— es la de las fotografías. Probablemente ella desea que nada de esto hubiera ocurrido. Es decir, desearía seguir presentándose puntual en su mesita frente a la puerta de Colis, absteniéndose de saludar a Miriam y a las otras, y poniéndose a esperar a que el gran Colis sugiriera esto o lo otro para, efectivamente, hacer esto o lo otro. Yo sostengo que si hubiera tenido que soportar el murmullo hipócrita que se filtra por las mamparas de la aseguradora, si eso no siguiera sucediendo aun hoy con puntualidad suiza, no habría podido construirla, mezclando la obscenidad fotográfica con la argamasa original (y de la que, por cierto, no importan ni sus pechos caídos por debajo del jersey ni las estrías de imageunos muslos sorprendentemente gruesos). Ni yo ni ningún otro, porque si eso no hubiera ocurrido, Lorena seguiría cumpliendo el papel de la telefonista antipática sobre la que resulta apropiado descargar recelos personales, fobias e incluso esa dosis personal de náusea metafísica que todos sufrimos frente a la oscuridad, y que no se disipa con nada. Nada que tenga que ver con el deseo. Lorena no sería esa hembra desinhibida y feroz que muestran algunas de las fotografías. Encarnaría a otra mujer anodina, y yo no me vería obligado a apartarla a diario de las otras que deambulan alrededor de la máquina del café para preservarla como una esencia susceptible de contaminarse. Así que para consolarla, a veces le digo a la mía que yo también pienso eso que alguien escribió de que cuando una persona que nos es familiar nos odia por primera vez, nos parece una broma. Se lo digo para vencer su coraza demasiado moral. Y para distanciarme de los boicoteadores añado que una conspiración no es más que un jeroglífico escrito por miserables. Pero nunca logramos reconciliar nuestras maneras de interpretar las ventajas del complot. Ella se enoja mientras yo sigo pensando que esta actitud de solidaridad por alguien que no conoce la asemeja a la otra, la real, la que a mí no me importa ver llorar cuando recibe puntualmente la foto del día. Porque, la verdad sea dicha, mi Lorena, la que a mí me consuela y me ayuda a liberar mi suciedad, nunca se compunge por el hecho de que toda la oficina haya contemplado su cuerpo revolcarse sobre la colcha de una pensión infame.


Biografía:

 Roberto Valencia Roberto Valencia (Pamplona, 1972). Coordina la sección de crítica de libros de la revista Quimera. Colabora como crítico literario en varias publicaciones. Imparte clases de escritura creativa en la Universidad Pública de Navarra y en la Fundación Huarte Buldain. En Pamplona coordina el Foro de Auzolan, programa de actividades literarias. Ha formado parte de la antología 22 Escarabajos. Antología hispánica del cuento Beatle (Páginas de Espuma, 2009). Entrevista al autor en http://www.canal-l.com