biografía del autor

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Adrián Haidukowski

 

Se escuchaba la sirena, mamá nos ordenó que dejásemos de llorar y le hicimos caso. Era lo que debíamos hacer, papá nos lo dijo antes de irse a la guerra, nos dijo que le hiciéramos caso a mamá. La primera bomba había explotado lejos, casi ni la escuchamos, pero sabíamos que era la señal, deberíamos vestirnos, saludar por última vez a nuestros juguetes y esperar a mamá junto al carro tal como lo habíamos ensayado. Yo tenía miedo, y no por la primera bomba, ni por la segunda ni por todas las otras. Fue la sirena, que me hizo pensar en el abuelo tocando el acordeón. Eso también me hacía llorar, a mí no me gustaba el sonido del acordeón, y el ruido de la sirena era lo mismo.
       Caminamos toda la noche en medio del barro. Estaba oscuro y, desde que salimos de casa, llovía. Los truenos se confundían con las bombas, pero mamá, que los sabía diferenciar, decía que todos eran truenos. Cuando no llovió más nos cambiamos de ropa. Ya era de día y pasaron más de cien aviones; mamá nos dijo que los saludáramos, pero yo prefería mirar al suelo. Una vez escuché decir a papá que los aviones tiraban las bombas, y a mí las bombas me daban miedo. Por eso prefería mirar al suelo y cubrirme la cabeza, por si una bomba me caía justo encima.
       Cuando otra vez se hizo de noche nos detuvimos bajo un árbol, cerca de un lugar donde había fuego. Yo estaba cansado; Krysia no, porque no caminaba. Ella era chiquita, tenía cuatro años, no como yo, que estaba por cumplir diez. Esa noche mamá nos contó de un lugar que quedaba muy lejos, un lugar hermoso donde no caían bombas, donde la gente era buena y el campo verde y fértil. Como en casa, pensé, si lo más lindo de casa era salir del colegio y tirarme por el pasto del barranco. El pasto del barranco también era verde, y seguro que también era fértil. Algunas veces a mamá no la entendía. Al señor Nowak lo ayudaba en el taller y siempre me regalaba caramelos, la señora Waldoch me contaba historias, y no había nadie más bueno que el señor Koseki, él sí que era bueno. Por qué mamá decía que nuestros vecinos eran malos, por qué había que caminar tanto para encontrar gente buena y campos verdes. Ahí otra vez tuve ganas de llorar, pero mamá había dicho que no, y como teníamos que hacerle caso me dormí mirando el fuego.
       Al despertar, un olor horrible me hizo toser; escuché a mamá decirme buenos días en los tres idiomas que ella nos enseñaba. Yo le respondí, también en los tres idiomas. Del fuego de la noche sólo quedaba humo. Ella estaba sentada junto al árbol, a un costado tenía el fusil del abuelo y al otro el desayuno. Me dio un pan con dulce y me dijo que teníamos que volver a caminar, que cuanto más camináramos más rápido llegaríamos al lugar del que nos había hablado la noche anterior. Le pregunté si podía viajar junto a Krysia, y ella dijo que Krysia también tendría que caminar.
       Las primeras semanas nos cruzamos con mucha gente, algunos tenían carros como el nuestro. Durante el día caminábamos y de noche comíamos lo que nos daba mamá. Ella no hablaba con nadie y tampoco nos dejaba jugar con otros chicos. Muchas veces apuntó a los malos con su fusil y una vez mató un pato salvaje; yo la ayudé a hacer el fuego y lo comimos sobre el pasto verde. Ese día pensé que habíamos llegado y entonces le pregunté dónde estaba la gente buena. Dijo que, aunque ese lugar también era hermoso, todavía faltaba mucho. No sabía cuánto era mucho para un grande, habíamos caminado tanto... yo estaba cansado y ya no nos quedábamos bajo ningún árbol, ni mirábamos el fuego, ni descansábamos como al principio. En las últimas dos noches yo tenía hambre todo el tiempo, pero nunca pedía nada; en cambio, mi hermana no quería comer, se la pasaba llorando y no hacía caso. Con mamá, para distraerla, le cantábamos canciones en los tres idiomas. Era muy divertido, pero ella no dejaba de llorar y sólo se calmaba cuando veía los aviones. Yo seguía sin saludarlos.
       Un día llegamos a un lugar en que había mucho más fuego del que estábamos acostumbrados a ver. Era un pueblo como el nuestro, dijo mamá; la única diferencia es que todas las casas estaban quemadas y destruidas, pensé yo. Lo que más me asustó fue ver gente tirada en las calles, descansando. Me asusté porque muchos estaban vestidos como papá, vestidos de soldado como cuando él se fue. Pero ninguno era papá, que seguramente no descansaba, y menos en medio de la calle, y menos en medio de la guerra. Entonces le pregunté a mamá cuándo lo íbamos a ver; ella, como siempre que le preguntaba cosas de papá, no me contestó.
       Nos quedamos varias noches en ese pueblo. Encontramos una pieza que tenía las paredes negras, y cuando pasaba la mano también me quedaba negra. Comíamos cada dos días, mamá nunca soltaba el fusil del abuelo. La pieza no era grande, pero por lo menos tenía techo; también tenía una ventana con los vidrios rotos y un cuadro torcido. Lo quise enderezar pero estaba muy alto. Le dije a Krysia que la iba a levantar, y así los dos juntos podríamos arreglarlo, pero ella no decía nada, me miraba y no se movía. Yo trataba solo y de apoyarme en la pared quedaba todo sucio. Mientras me sacudía la ropa, la miraba con cara de enojado, pero ella se reía y se asomaba por la ventana, porque escuchábamos pasar a los aviones. Ya no me cubría la cabeza con las manos, bajo ese techo tan alto no tenía miedo. Krysia, por la ventana, los saludaba.
       A pesar de que ese lugar no era como mi casa, hubiese preferido quedarme, pero mamá un día apareció con el fusil y con otra señora. Ella nos dijo que conocía la libertad, que sabía el camino y que para llegar debíamos seguirla. Teníamos que caminar hacia las montañas. Cruzarlas era lo más difícil. Yo nunca había estado en las montañas, me las imaginaba frías y con animales peligrosos. Prefería el campo verde y la gente buena. Se lo dije a mamá y también se lo dije a Krysia, pero a ella no parecía importarle, como si las dos cosas fuesen lo mismo. Entonces le expliqué todo. Le dije que los aviones no eran buenos, le conté lo que pensaba papá y le dije que en las montañas íbamos a estar más cerca de los aviones. Aunque era peligroso, ella sonrió.
       La señora se quedó con nosotros, mamá decía que era buena y que a ella también le debíamos hacer caso. Esa noche no pude dormir, pero cerraba los ojos para que mamá no se diese cuenta. Ella se la pasó hablando con la señora y le escuché decir que tenía una hija igual a Krysia, de la misma edad y todo, que vendría con nosotros a la montaña y que también conocería la libertad. Después, como nadie me prestaba atención, abrí un ojo y miré el cuadro torcido. Era un retrato de un señor que se parecía al abuelo, tenía bigotes, pero por suerte no tenía acordeón.
       Lo primero que vi cuando me desperté fue a la señora enderezando el cuadro, le dije gracias y ella, que no sabía por qué, igual me dijo de nada. Mamá, en los tres idiomas, me preguntó cómo había amanecido. Me dolía el cuello, pero le dije que estaba bien. Krysia seguía durmiendo. La señora me dio un beso y después le dio uno a mi hermana que en ese momento se despertó, tal vez por el beso o tal vez por el hambre. Antes de que se fuera, mamá le ofreció el fusil, pero la señora dijo que no le gustaban las armas. Estaba confundido. Y Krysia, que no dejaba de llorar, me confundía más. Por qué se iba, ella era buena, nos iba a mostrar el camino a la libertad. Mamá, mientras calmaba a Krysia, dijo que la señora iba a volver con comida para todos y también con su hija. Entonces nos contó de la hija, que tenía cuatro años. No le dije nada de que yo ya sabía porque a la noche había escuchado todo. Me puse contento, porque tenía más hambre que nunca; mamá también parecía contenta, Krysia no dejaba de llorar.
       Mamá estuvo casi todo el tiempo asomada a la ventana. A veces salía con su fusil pero volvía agitada, como si tuviese miedo, miedo a los aviones quizás, pero los aviones ya no pasaban, y si pasaban era mejor estar adentro. Krysia estaba tranquila, se calmó cuando le mostré que el cuadro estaba derecho. Cuando le conté a mamá, ella también dijo que se parecía al abuelo, que tenía hasta los mismos bigotes. Pasaron varias horas y la señora no aparecía. Mamá nos dijo que debíamos esperarla, después dijo que la íbamos a esperar hasta la noche. Pero cuando se hizo de noche empezó a llover y entonces mamá nos mandó a dormir.
       Me desperté de golpe. Mamá estaba despierta y seguro que también escuchó ese ruido. Al principio creí que era otro trueno, pero no llovía más. Le pregunté si eran los aviones, y ella me ordenó que cuidara a Krysia. Pero Krysia dormía y preferí asomarme por la ventana. Se escuchaban gritos y explosiones pero no llegué a ver bien, estaba todo oscuro, además mamá me dio un empujón y me caí al suelo; hice fuerza para no llorar pero me dolía mucho. Me había golpeado la cara contra la pared y mamá ni se había dado cuenta. Empecé a llorar, mamá me gritó que me callara y que cuidara a la nena. Para dejar de llorar me imaginé que tenía toda la cara negra. Abracé a mi hermana y no estaba dormida, y tenía tanto miedo como yo. Le dije que todo era culpa de los aviones, pero ella no dijo nada.
       La señora apareció cuando no había ni gritos ni explosiones, pero entró llorando y muy nerviosa. Después de unos minutos, mamá logró que se calmara. La señora sacó un pedazo de pan de un bolsillo y dejó caer otro; dijo que conseguiría más. Mamá, mientras repartía el pan, uno para mí y otro para mi hermana, le preguntó por su hija. Ella otra vez comenzó a llorar, y llorando le pidió a mamá que nos quedáramos otra noche en ese lugar, que su hija tendría que aparecer, que mientras tanto ella conseguiría más comida. Lo repitió muchísimas veces, se lo pidió de rodillas y no dejó de hacerlo hasta que mamá le dijo que sí. Después se tranquilizó y comió un poco de pan que tenía en otro bolsillo, abrazó a Krysia y la ayudó a comer.
       Al día siguiente le explicó a mamá dónde conseguir comida. Mamá iría a buscar y volvería rápido, así no la extrañábamos. Me pidió que cuidara a Krysia y dijo que no saliéramos del refugio. La señora salió con mamá, pero ella iba para otro lado a buscar a su hija. Me quedé con Krysia y estaba aburrido, la pieza ya no me gustaba, cada vez olía peor y me sentía encerrado. Krysia no decía nada. Traté de hacerla cantar y también quise jugar al escondite, pero no había dónde esconderse. Le conté algunas historias que había aprendido en lo de la señora Waldoch. Después mi hermana se durmió.
       Mamá no volvía. No pasaba nada. No había ni gritos ni aviones. Pero de pronto apareció la señora, envolvió a Krysia en una manta y la cargó en sus brazos. Cuando estaba por salir le dije lo que mi mamá me había dicho, pero ella estaba enojada, me gritó y me ordenó quedarme quieto. Dijo que iba a buscar a mamá y que iban a volver las cuatro, su hija también. Se fueron y yo no hice nada, mamá había dicho que a ella también le teníamos que hacer caso.
       Me quedé junto a la ventana, pero cuando empezó a llover tuve que correrme. Esperé a mamá en el rincón donde siempre estaba Krysia. Hice algunos dibujos en la pared. Después me limpiaba las manos y cantaba algunas canciones repitiéndolas tres veces. Cuando ya no me acordaba de más canciones las inventaba, con palabras nuevas, mezclando los idiomas. Pero no dejaba de llover, y con los truenos, no podía concentrarme. Pensaba en mamá, en por qué tardaba tanto. Seguro que por la lluvia. Pero después imaginé a las cuatro en otra pieza. A mamá y a la señora sentadas en una mesa llena de carne y de frutas, y las dos Krysias frente a un hogar enorme, con caramelos de mil colores que el señor Nowak les iba trayendo. Tuve ganas de llorar pero no lloré. Aunque todo eso era mentira, mamá iba a llegar con Krysia, con un montón de cosas para comer y después iríamos a jugar a los campos verdes, con la gente buena y sin bombas, y eso sí podía ser verdad.
       Cuando estaba cantando otra canción me pareció escuchar a los aviones. No estaba seguro, porque llovía mucho, pero igual me animé y fui yo quien se asomó a saludarlos. Justo ahí vi llegar a mamá. Me puse contento, tenía mucho hambre y la extrañaba. Mamá apareció toda mojada y parecía triste. La saludé en los tres idiomas y le pregunté dónde estaba la comida. Ella, mientras se secaba, me preguntó dónde estaba Krysia. Le dije que la señora buena se la había llevado, pero que iban a volver. Pero mamá, que siempre sabía todo, esta vez no comprendía. Me volvió a preguntar dónde estaba Krysia y también me preguntó si la señora no dijo a dónde habían ido. Yo le conté todo lo que pasó. Y mamá, que ahora sí parecía entender, se enojó mucho, no conmigo sino con la señora, que al final no era buena. Ya no se escuchaban los aviones.
       Caminamos toda la tarde bajo la lluvia. Eso me molestó. También me molestó que mamá caminara rápido. Recorrimos todo el pueblo y ella me tenía agarrado del brazo. Terminé más sucio que con la pared negra. Yo no paraba de toser, sentía el mismo olor a podrido de antes. Pero lo que menos me gustó fue ver a las personas que todavía descansaban en las calles. A mamá no le importaba ese olor, tampoco la lluvia, ni nada. Hasta pensé que yo tampoco le importaba. Porque me arrastró por todo el pueblo y no me soltaba nunca, salvo cuando visitábamos a la gente de otros refugios. No sé lo que les preguntaba. Sólo sé que les mostraba el fusil y todos respondían que no. Tal vez preguntaba por Krysia, o pedía comida, o que le dijesen el camino a la libertad.
       Estaba oscureciendo pero no descansamos. Sólo volvimos al refugio para ver si mi hermana había regresado. Dejamos el pueblo esa misma noche, sin Krysia, sin el carro y sin comida. Caminamos en el barro, no se veía nada pero el olor no se iba. Al principio no sabía por qué dejábamos a Krysia. No quise preguntar porque mamá todavía estaba enojada, pero después imaginé que iríamos a las montañas y que Krysia iba a estar ahí, con la señora. Así que no me molestó caminar, no me molestó tener hambre ni estar cansado. Yo seguía a mamá sin decir nada. No dije nada esa noche, ni al otro día, ni todos los días que tardamos en llegar a las montañas. Allí Krysia no estaba y la señora tampoco. Hacía mucho frío y yo no dejaba de pensar en el barranco, en el pasto verde y en la gente buena. Tenía hambre y ahora sí estaba cansado. Mamá ya no estaba enojada pero sí muy triste. Esa noche intentamos dormir. Me envolvió en sus brazos y me cantó una canción, pero hacía mucho frío. Al otro día no íbamos a tener nada para comer. Le dije que tenía hambre, se lo dije en los tres idiomas. Ella, sólo en polaco, dijo que también.

Biografía:

Adrián Haidukowski Adrián Haidukowski (Buenos Aires 1974) es escritor, guionista y redactor publicitario. Autor de la novela Met, el muerto (Sudamericana, 2001). Ha sido director de I-do grupo de medios, director ejecutivo de Los Inrockuptibles y de la Guía Inrocks, y editor de la revista Pisar el Césped. Actualmente asesora a la revista Haciendo Cine, escribe la sección “Libros” en la revista universitaria FDH,  es guionista de Playboy TV y dirige el Jam de escritura, novedoso evento de improvisación literaria