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índex català    abril -mayo 2007   n° 58

imageLa sonrisa
te delata


Wilson Gamarra

 

He salido del trabajo casi sin tiempo para comer. Me meto en el primer restaurante que encuentro, justamente el que está enfrente de mi oficina, uno al que nunca he entrado, su menú es el más barato de la cuadra. Lo regenta un tipo al que siempre veo desde la calle acodado en su barra mirando la televisión. Una chica que parece familiar suya lo ayuda, a ella la observo borrar y reescribir el menú cada día, desde la ventana de mi oficina. He sacado una libreta donde apunto las cosas que tengo que hacer después de comer. En ella estoy escribiendo lo que leen ahora. No sé por qué. Encima no tengo tiempo. Será el stress. En el centro de Lima hay miles de restaurantes, de todos los colores y sabores. La gran mayoría por supuesto son baratos. Yo normalmente pido el menú ejecutivo, que me cuesta 8 soles. En otros restaurantes el menú ejecutivo cuesta 7 soles, el equivalente a tres dólares. Los platos más reclamados son el saltado, la parihuela, el arroz con mariscos, el ají de gallina. Mi mujer me dijo hace poco que en un reportaje de la televisión revelaron que ningún restaurante del centro de Lima había pasado el control de sanidad hecho por el ministerio. Así que la próxima semana la empleada me preparará un taper que tendré que comer en mi oficina, solo, porque no me gusta comer con los empleados. Entro al restaurante y me doy cuenta de que el primer plato del menú es común para todos: sopa. Observo la decoración, un almanaque de una chica en bikini adorna una de las paredes. Al fondo, en la televisión, un hombre emocionado anuncia la repetición de los goles de Ronaldhino en el fútbol español. Un grupo de comensales se desentiende de su comida y presta atención a la pantalla. El crack brasileño hace múltiples gambetas y de un potente shot de larga distancia introduce el balón en la portería contraria. Me pregunto por qué les importara tanto el fútbol español a los clientes del local. En un segundo obtengo una respuesta, uno de los tipos de la mesa de al lado dice que eso sí es fútbol y no lo que hizo el Universitario de Deportes el pasado fin de semana.

El tipo que atiende en este restaurante sin nombre, que tendrá unos cuarenta y tantos años, se sonríe boquiabierto sin perder ojo a la pantalla. Se parece a uno de los chacales de mi oficina, tiene la misma cara de inútil. Se nota que es completamente nulo para el oficio de camarero, yo soy empresario y sé de lo que hablo. Mi chacal también es nulo para el oficio de diseñador, cada vez que lo dejo solo en la computadora me hace cada  cagada... Para pedir adelantos si es mosca. Para poner excusas de sus tardanzas también. Ha matado a su abuela, a sus tíos, a sus perros, sus gatos, a todos el mundo, y se ha enfermado de todas las enfermedades posibles en menos de un año. No lo boto no sé por qué. Creo que me da pena. Mi mujer dice que así no puedo ser empresario. Me da igual lo que diga. Pese a los empleados que tengo, la empresa no va mal, tampoco va bien pero qué va bien en este país, el fútbol por lo visto tampoco.

Bien es cierto que el camarero-regente no tiene ayuda, pero en las 8 mesas que hay, todas para él, no pasamos de 10 clientes y todos, sin excepción, vamos a pedir uno de los tres menús de la carta. Solo elegiremos uno de los tres platos de segundo. No sé por qué he venido acá. Lomo saltado parece ser la mejor opción. Tampoco debe preocuparse por la cuenta porque todos los menús cuestan cinco soles. Me pregunto entonces por qué lo veo tan azorado, corriendo de un lugar a otro cuando solo hay ocho mesas, tres de ellas vacías. Ni siquiera la cocina está lejos, sino detrás del mostrador, que por ineficacia suya, tiene la salida al comedor entorpecida por una mesa, que lo obliga a escurrirse cada vez que saca un plato. Lo que sucede y se nota clamorosamente es que el tipo no sabe nada de organización. Lo veo poner apresuradamente los cubiertos en unas bandejitas de paja cuando la fondita ya se llenó. Sin duda esto podía haberlo hecho antes, pero seguramente se quedó viendo la telenovela o algún estúpido programa de televisión en lugar de disponer todas las bandejitas posibles sobre el mostrador, con sus respectivas servilletas y cubiertos. La televisión está a todo volumen y se escuchan hasta la calle los rugidos del estadio Nou Camp, de Barcelona. Me pregunto si aquellos lejanos hinchas deportivos sabrán que a miles de kilómetros de distancia, en la capital de un país pobre llamado Perú, los seguimos tan de cerca, desde una fondita ubicada en el centro de la ciudad, una fondita infame, oscura y pobretona.

Cuando los clientes comienzan a pedir el segundo, porque como he dicho, de primero hay sopa para todos, el tipo empieza a desplazarse torpemente de mesa en mesa, olvidando y confundiendo los pedidos, caminando innecesariamente de un lado a otro, sin el menor provecho de los viajes que hace. No he terminado mi sopa, pero he apartado el plato a un rincón de la mesa de modo que se note que no quiero más. El tipo ni se ha percatado. Ha pasado cien veces por aquí y no se ha dignado a retirar mi plato. También ha olvidado traerme el refresco que debió servirme antes de la sopa. Sin embargo, cuando viene a dejar el refresco, no se lleva la sopa. Encima, cada vez que marcan un gol el tipo se da la vuelta y se queda boquiabierto mirando la pantalla, por más desconcertado que esté. ¿Lo habrán dejado solo? ¿Será realmente el dueño del local? Ahora lo dudo. Debe tratarse de un empleado con los días contados. De repente, después de unos minutos, ha regresado para dejar el postre. Le he dicho: “¿Cómo postre…? Si no me has traído el segundo…” Entonces se ha sonreído, se ha llevado el postre y ha traído el segundo pero sin retirar la sopa. Después, parece que por orden suya, ha venido una chica a ayudarlo, en eso se me ha plantado frente a mí como un fantasma y me ha dejado el postre, pero no he terminado el segundo y ahora resulta que, como tampoco se ha llevado la sopa, tengo los tres platos en la mesa, el primero, el segundo y el postre, ah, y el refresco. Para remate, minutos después lo veo al hombre dando vueltas sobre su sitio como un conejo acorralado, sin saber adónde dirigirse me mira y se me acerca dubitativo, con esa estúpida sonrisa que parece una mueca me deja un salero en la mesa, como si yo fuera el cliente que lo ha llamado a gritos pidiendo sal, y que dicho sea de paso, se halla al otro extremo del restaurante. Miro el salero, me como la última cucharadita del postre y me levanto para ponerle la monedita de 5 soles en la mano. El tipo vuelve a sonreír, esa es su forma de decir lo indecible.  

He regresado a mi oficina y la secretaria me informa que mis chacales hoy no han almorzado aquí. Me asomo por la ventana y lo veo al Jhony, el diseñador, en la vereda de enfrente, abrazando al tipo de la fonda, que se limpia el sudor con un pañuelo que ha guardado en el bolsillo de su pantalón. No me extrañaría nada que lo hubiera matado también, en una de sus innumerables excusas por llegar tarde o por no llegar, simplemente. Quién sabe, a lo mejor es su primo, su hermano, su tío. Lo cierto es que nunca me ha hablado de él, supongo que porque le dará vergüenza. Abro la ventana y le grito: ¡Jhony carajo, a trabajar! Ambos se sonríen y ahora no sabría distinguirlos.  

   © Wilson Gamarra 2007

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

Carné:

Wilson Gamarra. Lima, Perú. 1975. De formación autodidacta ha escrito esporádicamente relatos que hasta ahora solo compartía con amigos o en tertulias literarias de su ciudad. En la actualidad reside en Barcelona donde trabaja corrigiendo y a veces hasta escribiendo lo que otros firman.

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