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índex català  septiembre-octubre  n° 38

Poemas de Chicago
Carl Sandburg

Traducción y prólogo de
Miguel Martínez-Lage

Prólogo

Poemas de Chicago
Carl Sandburg
La Poesía,
señor hidalgo, 2003.

Publicado en 1916, Poemas de Chicago es uno de los poemarios más conocidos de la poesía contemporánea estadounidense. En cambio, Sandburg es un poeta del que prácticamente nada se conoce en España. Hace treinta años Plaza y Janés publicó una antología en traducción de Agustí Bartra.

Este desconocimiento tal vez explique en parte una de las reacciones más corrientes entre los lectores de este volumen capital: con dos libros de dos poetas amigos suyos -El Congo y otros poemas, de Vachel Lindsay (1914) y, sobre todo, la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters (1915)-, el libro de Sandburg conforma lo que se dio en llamar el Renacimiento de Chicago, que situó a la poesía hecha en el Midwest en la punta de lanza del vanguardismo poético norteamericano hasta la irrupción de Robert Frost. Escrito bajo el influjo de Whitman, en verso libre, en una época en que el informalismo poético aún resultaba «raro», Poemas de Chicago es un libro con afán de romper moldes y tradiciones también por su contenido y su manera de mirar la realidad: se centra esencialmente en la vida urbana y expresa el compromiso del poeta con la masa social, aspectos capitales para la pervivencia de Poemas de Chicago. A la vuelta de noventa años, ante cualquiera de los poemas que nos gusten, nos sorprendan e incluso nos cautiven, efecto que -como es natural- no ha de darse en todos los casos en igual medida, podrá el lector preguntarse tal vez escamado: ¿a qué se parece este poema? ¿Qué resonancias tiene? ¿No remite a...? Y sin duda: así es, sólo que el otro miembro de la comparación será un poema muy posterior: unos evocan el tono de Dámaso Alonso, Lorca, Neruda, Vallejo, Hierro... Todo lo cual da idea del grado hasta el cual fue Sandburg, en este libro recogido en 1916, aunque la mayor parte apareció en publicaciones periódicas ya desde 1914, un precursor de tantos registros posteriores.

****

SandburgCurtido en las lides del periodismo, Sandburg nació el 6 de enero de 1878 en Galesburg, Illinois. Empezó a trabajar a los once años y desempeñó muy diversos empleos: recolector de trigo, obrero de la construcción, repartidor de leche, mozo de un barbero, etc. Participó en la guerra hispano-estadounidense de 1898. Publicó una decena de libros de poemas a lo largo de su vida, el principal de los cuales es Poemas de Chicago, en todos los cuales celebra la energía de la población trabajadora a la vez que critica el desmoronamiento incipiente del sueño americano. Se destacó por sus posturas antibelicistas (los poemas de guerra comprendidos en este volumen son buena muestra) y llegó a afirmar que «un buen día convocarán una guerra y no irá nadie». Publicó una voluminosa hagiografía de Lincoln en tres volúmenes, que Gore Vidal ha puesto en solfa a la vez que reconoce el mérito de sus poemas (téngase en cuenta que Vidal es autor de una biografía novelada del presidente asesinado), y se significó también por sus posturas anticlericales («no pienso recibir lecciones de religión de un hombre que sólo trabaja con la boca») y socialistas. Obtuvo el Premio Pulitzer en 1951 por sus Complete Poems; murió en Carolina del Norte en 1967.

El tono de crítica social que prevalece en los Poemas de Chicago responde al afán por escribir poemas que reflejasen la dura realidad de las clases desfavorecidas, pero sin caer en la propaganda. La suya es una poesía testimonial, en la que encuentran voz propia la virilidad de Chicago, la épica de la ternura, los rostros precisos de los hombres y mujeres desconocidos que pululan por la ciudad, sea faenando en los muelles, sea haciendo la esquina (son magníficas en su realidad carnal y en su dimensión simbólica las mujeres que pasean por tantísimos poemas de Sandburg), tanto en los primeros rascacielos como recogiendo cebollas por un mísero salario, y en la que tiene también cabida la contraposición del medio rural, lejos de toda imagen edénica, con el ruido de la gran urbe, lo efímero de los gozos, el hervor de la sangre ante la injusticia de clase o los prejuicios étnicos; es irresistible la invitación que propone Sandburg a la hora de identificarnos con la ciudad, de ver la sociedad industrial como la esencia dinámica de una nación pujante, que ya lleva dentro el germen de su propia agonía.
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Chicago

 
      Hog Butcher for the World,
      Tool Maker, Stacker of Wheat,
      Player with Railroads and the Nation’s Freight Handler;
      Stormy, husky, brawling,
      City of the Big Shoulders:

They tell me you are wicked and I believe them, for I have seen your painted women under the gas lamps luring the farm boys.
And they tell me you are crooked and I answer: Yes, it is true I have seen the gunman kill and go free to kill again.
And they tell me you are brutal and my reply is: On the faces of women and children I have seen the marks of wanton hunger.
And having answered so I turn once more to those who sneer at this my city, and I give them back the sneer and say to them:
Come and show me another city with lifted head singing so proud to be alive and coarse and strong and cunning.
Flinging magnetic curses amid the toil of piling job on job, here is a tall bold slugger set vivid against the little soft cities;
Fierce as a dog with tongue lapping for action, cunning as a savage pitted against the wilderness,
      Bareheaded,
      Shoveling,
      Wrecking,
      Planning,
      Building, breaking, rebuilding,
Under the smoke, dust all over his mouth, laughing with white teeth,
Under the terrible burden of destiny laughing as a young man laughs,
Laughing even as an ignorant fighter laughs who has never lost a battle,
Bragging and laughing that under his wrist is the pulse, and under his ribs the heart of the people,
      Laughing!
Laughing the stormy, husky, brawling laughter of Youth, half-naked, sweating, proud to be Hog Butcher, Tool Maker, Slacker of Wheat, Player with Railroads and Freight Handler to the Nation.
 
Chicago
      Carnicero para el mundo entero,
      fabricante de herramientas, almacenador de
      trigo,
      niño que juega con trenes, repartidor de
      mercancías por toda la nación;
      tormentosa, malencarada, bravucona,
      ciudad de espaldares capaces:

Me dicen que eres perversa y yo los creo, pues he visto a tus mujeres maquilladas bajo las farolas, las he visto engatusar a los muchachos.
Y me dicen que eres pérfida y respondo: sí, es cierto, he visto al pistolero matar y salir libre para matar de nuevo.
Y me dicen que eres brutal y mi respuesta es ésta: en las caras de mujeres y niños he visto las huellas del hambre atroz.
Y luego de responder así vuelvo una vez más a quienes se mofan de ésta, mi ciudad, y les devuelvo la mofa y les digo entonces:
venid y mostradme otra ciudad llena de habitantes con la cabeza bien alta, que canten con tanto orgullo por estar vivos, curtidos, por ser fuertes y astutos.
Arrojando imantadas maldiciones en medio de la faena de los empleos que se amontonan uno a uno, he ahí un buen pegador alto y osado, recortado sobre las ciudades pequeñas y blandas;
feroz como un perro cuya lengua se relame de cara a la acción, astuto cual salvaje arrinconado en zonas agrestes, inexploradas,
      sin cubrirse la cabeza,
      palada tras palada,
      destrozándolo todo,
      planeándolo,
      construyendo, rompiendo, reconstruyendo,
bajo el humo, la polvareda en toda la boca, riéndose con sus blancos dientes,
bajo la terrible carga de un destino que se ríe como sólo ríen los jóvenes,
riéndose como un combatiente ignorante que jamás haya perdido una batalla,
alardeando y riendo, seguro de que bajo su antebrazo late el pulso, y bajo sus costillas el corazón de las gentes, ¡riendo sin parar!
Ríe con la risa tormentosa, malencarada, jactanciosa de la Juventud misma, semidesnudo, sudoroso, orgulloso de ser el carnicero, el fabricante de herramientas, el que almacena el trigo, juega con los trenes y reparte los mercancías por toda la nación.

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Skyscraper

By day the skyscraper looms in the smoke and sun and has a soul.
Prairie and valley, streets of the city, pour people into it and they mingle among its twenty floors and are poured out again back to the streets, prairies and valleys.
It is the men and women, boys and girls so poured in and out all day that give the building a soul of dreams and droughts and memories.
(Dumped in the sea or fixed in a desert, who would care for the building or speak its name or ask a policeman the way to it?)

Elevators slide on their cables and tubes catch letters and parcels and iron pipes carry gas and water in and sewage out.
Wires climb with secrets, carry light and carry words, and tell terrors and profits and loves-curses of men grappling plans of business and questions of women in plots of love.

Hour by hour the caissons reach down to the rack of the earth and hold the building to a turning planet.
Hour by hour the girders play as ribs and reach out and hold together the stone walls and floors.
Hour by hour the hand of the mason and the stuff of the mortar clinch the pieces and parts to the shape an architect voted.
Hour by hour the sun and the rain, the air and the rust, and the press of time running into centuries, play on the building inside and out and use it.
Men who sunk the pilings and mixed the mortar are laid in graves where the wind whistles a wild song without words
And so are men who strung the wires and fixed the pipes and tubes and those who saw it rise floor by floor.
Souls of them all are here, even the hod carrier begging at back doors hundreds of miles away and the bricklayer who went to state’s prison for shooting another man while drunk.
(One man fell from a girder and broke his neck at the end of a straight plunge—he is here—his soul has gone into the stones of the building.)

On the office doors from tier to tier—hundreds of names and each name standing for a face written across with a dead child, a passionate lover, a driving ambition for a million dollar business or a lobster’s ease of life.

Behind the signs on the doors they work and the walls tell nothing from room to room.
Ten-dollar-a-week stenographers take letters from corporation officers, lawyers, efficiency engineers, and tans of letters go bundled from the building to all ends of the earth.
Smiles and tears of each office girl go into the soul of the building just the same as the master-men who rule the building.
Hands of clocks turn to noon hours and each floor empties its men and women who go away and eat and come back to work.
Toward the end of the afternoon all work slackens and all jobs go slower as the people feel day closing on them.
One by one the floors are emptied... The uniformed elevator men are gone. Pails clang... Scrubbers work, talking in foreign tongues. Broom and water and mop clean from the floors human dust and spit, and machine grime of the day.
Spelled in electric fire on the roof are words telling miles of houses and people where to buy a thing for money. The sign speaks till midnight.

Darkness on the hallways. Voices echo. Silence holds... Watchmen walk slow from floor to floor and try the doors. Revolvers bulge from their hip pockets... Steel safes stand in corners. Money is stacked in them.
A young watchman leans at a window and sees the lights of barges butting their way across a harbor, nets of red and white lanterns in a railroad yard, and a span of glooms splashed with lines of white and blurs of crosses and clusters over the sleeping city.
By night the skyscraper looms in the smoke and the stars and has a soul.
 
Rascacielos
 
De día, el rascacielos descuella entre el humo y el sol y tiene alma.
Praderas y valles, las calles de la ciudad, a ellas vierte gente que se mezcla en sus veinte plantas y de nuevo se ven vertidos a las calles, praderas y valles.
Son los hombres y mujeres, chicos y chicas así vertidos y revertidos a lo largo del día, los que dan al edificio el alma de los sueños y pensamientos y recuerdos.
(Arrojado al mar o clavado en la calle, ¿a quién importaría el edificio, quién pronunciaría su nombre o preguntaría a un policía cómo llegar a él?)
Se deslizan los ascensores colgados de sus cables y los tubos despachan cartas y paquetes y las tuberías de hierro portan gas y agua y desechos.
Trepan los cables con secretos, transportan la luz y transportan las palabras, hablan de terrores y provechos y amores, maldición de los hombres embebidos en sus planes de negocios, las preguntas de las mujeres en sus tramas de amor.
Hora tras hora los cajones hidráulicos alcanzan el lecho rocoso de la tierra y sujetan el edificio al girar del planeta.
Hora tras hora las vigas hacen de costillares y se tensan y sostienen y amalgaman las paredes y suelos de piedra.
Hora tras hora la mano del albañil y la masa del mortero dan forma a cada parte de acuerdo con el deseo promulgado por el arquitecto.
Hora tras hora el sol y la lluvia, el aire y la herrumbre, el apremio del tiempo que se precipita a los siglos, juegan con el edificio por dentro y por fuera y lo aprovechan.
Los hombres que enterraron los cimientos y mezclaron el mortero yacen en tumbas donde silba el viento una canción salvaje y sin letra.
Y lo mismo los hombres que tendieron los cables y colocaron las tuberías, y los que lo vieron crecer planta a planta.
Las almas de todos ellos están aquí, incluida la del peón de albañil que pedía por las puertas, a miles de millas de distancia, y la del propio albañil que fue a la cárcel del estado por disparar contra un hombre cuando estaba borracho.
(Un hombre cayó de una viga y se partió la crisma al final de su caída —aquí está—, y su alma ha quedado en las piedras del edificio.)
En las puertas de las oficinas, en cada pasillo, cientos de nombres, y cada nombre representa una cara tachada con un niño muerto, un amante apasionado, una ambición por un negocio de un millón de dólares, la vida plácida de una langosta.
Tras los rótulos de las puertas trabajan, y nada dicen las paredes de una sala a otra.
Taquimecanógrafas a diez dólares la semana redactan las cartas de los abogados de empresa, de los ingenieros y administrativos, y son toneladas las cartas que salen en paquetes del edificio rumbo a todos los confines de la tierra.
Sonrisas y lágrimas de las oficinistas entran en el alma del edificio, igual que las de los dueños que rigen sus destinos.
Las manecillas del reloj hacen de las doce otra hora y cada planta se vacía, hombres y mujeres que se marchan y almuerzan y vuelven al trabajo.
Al final de la tarde, todo el trabajo afloja el ritmo, todo va más despacio cuando cada cual siente que se cierra el día.
Una a una se vacían las plantas... Se van los ascensoristas de uniforme. Se oye entrechocar los cubos... Trabajan las limpiadoras, hablan en lenguas extranjeras. Escoba y agua y fregona que limpian de los suelos el polvo y la saliva humanos, la mugre de la máquina diurna.
Deletreadas en fuego eléctrico, sobre el tejado, palabras que proclaman en millas a la redonda dónde comprar algo a buen precio. El cartel no deja de hablar hasta pasada la media noche.-
Oscuridad en los pasillos y vestíbulos. Eco de las voces. El silencio... Los vigilantes rondan despacio de planta en planta, prueban las puertas. Abultan las pistolas sus bolsillos... Cajas fuertes en las esquinas. El dinero a buen recaudo.
Un joven vigilante se asoma a una ventana y ve las luces de las barcazas que se abren paso en la bahía, redes de faroles rojos y blancos en el depósito del ferrocarril, un espectro de tinieblas salpicado de líneas blancas y manchas de cruces y racimos de viviendas en la ciudad durmiente.
De noche, el rascacielos descuella entre el humo y las estrellas y tiene alma.

© Carl Sandburg
© de la traducción y el prólogo: Miguel Martínez-Lage
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Miguel Martínez-Lage
Nacido en Pamplona en 1961, es traductor y crítico literario. Ha traducido más de un centenar de libros, entre ellos de autores como Conrad, Poe, Collins, Stevenson, Amis, Hawkes, Connolly, Dylan Thomas y Beckett. Asesor literario de varias editoriales, ha publicado reseñas y reportajes en diarios como El País, El Mundo y ABC.

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septiembre-octubre  n° 38  

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