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índex català   marzo - abril  2003  n° 35

versión en rumano Cei trei copii-Mozart  

acrobatLos tres niños Mozart
(Cei trei copii Mozart)
Alexandru Ecovoiu
Traducción del rumano por
Joaquín Garrigós


Nosotros hemos sido niños Mozart. Tres gemelos. Cada uno de nosotros se ha expresado en un campo distinto. Yo pintaba como los ángeles. «Seguro que nadie en el mundo, a los cuatro años, lo ha hecho mejor», dijo uno de mis profesores. «¡Creo que nos encontramos ante un niño Mozart!» Y explicó a mi padre que había hecho la comparación con el autor de La flauta mágica porque en las artes plásticas, hasta que aparecí yo, jamás se había conocido un artista tan precoz. Trabajaba de las formas más diversas. Parecía el mensajero de todas las escuelas de pintura. Conmigo la naturaleza alcanzaba lo sublime y cerraba un círculo. No me refiero a mi insólito don sino al hecho de que, según apreciaban mis maestros, sintetizaba lo que hasta entonces había estado en decenas, en centenares y en miles de maestros del pincel.
      Otro de mis hermanos, el Mediano (yo soy el primogénito), era un acróbata fantástico. También a los cuatro años realizaba unos números de equilibrio como nadie. El momento culminante era caminar por el hilo de una telaraña. ¡Atravesaba un bulevar a la altura del séptimo piso! La gente creía que se trataba de hilo de acero. Los sempiternos ataques de los incapaces.
      El Pequeño escribía poesía. Sólo sonetos. A los cinco años ya había publicado un pequeño poemario. Los críticos estaban desconcertados e insinuaban que los versos los había compuesto otro. Para esclarecer definitivamente las cosas, encerraron al pequeño bardo en una habitación y le dieron tres temas para que improvisara un poema de cada. El niño se asustó y se echó a llorar pero cuando le dijeron que si terminaba rápido se iría a jugar se animó. Cuando aún no había pasado una hora tocó a la puerta. A falta de algunos retoques porque lo había hecho de prisa y corriendo, los sonetos eran más hermosos que nunca. A los seis años escribió una epopeya. Una especie de leyenda en verso. Más o menos quince mil versos. A los nueve años rehusó seguir escribiendo. Decía que no podía más. Ni a palos hubo forma. Porque mi padre nos pegaba. Decía que éramos holgazanes. Al Pequeño le solicitaban trabajos para revistas, salía en televisión, se publicaba su obra y ganaban incomparablemente más que nuestro padre, un triste funcionario. Las cosas se complicaron porque, también por la misma época, el Mediano empezó a engordar de repente y sus acrobacias por un hilo de tela de araña se volvieron imposibles. Ni por una cuerda podía ya caminar. Sólo por una viga. Y él también había sido una fuente de ingresos para la familia.
      Mi incipiente ceguera (los primeros síntomas aparecieron cuando yo tenía ocho años) se convirtió diez meses más tarde en casi total. Con una luz potente sólo detectaba las sombras. Ni un detalle. Hasta entonces, había vendido más de mil cuadros, muchos casi de balde, pues estaba convencido de que me sobraría tiempo para pintar más. Sólo que nuestra vida de niños Mozart, según se ve, fue corta. Sin embargo, comparado con otras personas, nosotros vivimos todo un siglo. Un infinito, mientras que un individuo cualquiera habría necesitado de una eternidad, y aún más, para igualarnos. También nosotros fuimos los que pusimos punto final. Nos aniquilamos recíprocamente. Nos destruimos. Cada uno fue para los otros dos un Salieri. Yo quise ser acróbata y escribir versos pero no demostraba ningún tipo de inclinación por tales menesteres. Por otro lado, la pintura no fue para mí ninguna gran pasión sino únicamente un modo particular de chinchar a los otros dos. Porque el Mediano deseaba con todas sus fuerzas pintar y hacer sonetos. Un antitalento. Al Pequeño, en fin, le habría gustado muchísimo balancearse por un hilo de tela de araña y atravesar por encima de las cabezas de la gente, si no un bulevar, al menos una calleja. Y, al propio tiempo, pintar como sólo yo sabía hacerlo. En vano, era torpe y desmañado.
      Pero todo eso no significaría nada; simples envidias. Caprichos de la edad. Pequeñas vanidades insatisfechas. Al parecer, se trataba de una predisposición especial. La destrucción del hermano por el hermano fue un acto tan metódico, tan consecuente y refinado que creo que también en esto hicimos una obra maestra. Si consideramos que nuestra agresividad e intolerancia recíprocas sólo eran el fruto de un instinto primario, renacido accidentalmente, la situación no habría sido para nada alarmante. Unas pequeñas fieras. Nada nuevo. Violencia infantil. Pero nuestro pensamiento era más hondo. Misteriosos y persuasivos, nos empujábamos recíprocamente al barranco. Preocupados hasta olvidarnos de nosotros mismos, cada uno se emperraba en no ver las intenciones más evidentes de los otros dos. Aceptábamos con credulidad cualquier sugerencia; al fin y al cabo éramos hermanos. El Pequeño y yo hinchamos de dulces y galletas al Mediano sabiendo que le gustaban, hasta hacer de él un morcón de uno veinte. Como pago, él nos enseñó a caminar sobre el alambre pero eso a él mismo le resultaba cada vez más difícil. Yo le enseñaba a pintar. Aquello más parecían brochazos que otra cosa, pero como yo encomiaba sus progresos se mostraba de lo más perseverante. El Pequeño nos enseñaba a escribir sonetos. Alucinante. ¡Daban ganas de agarrarlo del cuello al oír cómo le decía al Mediano que iba a ser un poeta genial! ¡El Mediano genial! El muy puerco trataba de convencerme a mí de lo mismo. ¡Tres Shakespeares! Nos burlamos uno de otro, poniendo en ello todo nuestro ingenio, vaya. Y más aún. Porque, en cierta ocasión, jugando a policías y ladrones, los otros dos en un interrogatorio me pillaron la mano con una puerta y me fracturaron varias falanges. Un par de bestias. Creo que no exageré al empujar al Mediano varias veces del alambre. Había que zurrarle un poco la badana.
      En lo tocante a mi ceguera, ésta viene, con toda seguridad, de las gotas de belladona que, jugando a los médicos, los dos me echaron decenas de veces en los ojos. ¡Decían que se me dilatarían tanto las niñas que alcanzaría a distinguir colores que ningún mortal jamás había podido percibir! De modo y manera que nos destrozamos nosotros solos. Y bien que nos esforzamos. Sin embargo, algunas veces, sí demostrábamos tener una solidaridad total. Cada uno hacía lo imposible para que el juego del conjuto saliera perfecto. Realmente, tampoco era tan difícil. Éramos unos gemelos tan parecidos que durante muchos años ningún conocido lograba identificarnos con precisión. Ni a nuestros padres les resultaba muy fácil. Al contrario, lo hacían con gran dificultad. Y no quedaban muy convencidos. Para más seguridad, a uno lo ponían a recitar versos, a otro a andar por el alambre y al último a pintar. Pero el acróbata se caía al dar el primer paso, yo pintarrajeaba al buen tuntún un cartón y el Pequeño balbuceaba palabras sin ningún sentido. Nos hacían rodar por "talleres" hasta que llegaban a un reconocimiento más o menos aproximado. Nada seguro porque, cuando ya no había escapatoria, nos peleábamos y nos mezclábamos de tal forma que ni nosotros mismos podíamos reconocernos de verdad. Eso parecía el fin del mundo y mi padre, exasperado, nos amenazaba sin parar con marcarnos con un hierro candente.
      Más o menos así transcurrieron las cosas hasta los ocho años, cuando el Mediano comenzó a ponerse como una bola y la cercanía de mi ceguera ya era un hecho evidente. Está claro que mis padres no tuvieron una vida fácil. Pues no es nada fácil criar a unos niños Mozart. A mí me parece que más bien hemos sido unos niños Salieri. Tres monstruos pequeños y guapos. Tres rubicundas caras impresas en cajas de leche, en envolturas de chocolate y en los anuncios de balones. En carteles. En sudaderas. En las libretas de los escolares. Pintadas en las paredes. Aquello hizo furor. Vestidos igual, peinados igual y sonriendo igual, intentábamos identificarnos pero era imposible. Ya que siempre nos fotografiaban por separado y sólo en el laboratorio se realizaba la composición final. En vano contemplábamos horas y horas con los ojos de par en par nuestra propia cara; nunca estábamos seguros. Se conoce que era el pago a nuestro celo por inducir al error a nuestros padres.
      Finalmente, pasó lo que tenía que pasar. Desprovistos ya de facultades, el futuro parecía sellado. Si es que aún existía algún futuro. Sólo que nuestro padre, que se las pintaba como nadie para manejar cualquier situación por desfavorable que fuese, no se dio por vencido. Observando que nos chiflaba la música, mi padre (fader, père, babacu, barosanu; siempre estábamos haciéndole rabiar) pensó en comprarnos tres pianos. De modo que un buen día nos encontramos en casa con tres dinosaurios y tres domadores. Profesores. No nos convenía mucho, precisamente se vislumbraba un periodo de calma, mas mi padre erre que erre. ¡Cualquier inclinación apropiada había que cultivarla! Pero esta vez las cosas fueron diferentes. ¡Nosotros carecíamos de oído musical! Cierto es que la música nos producía un efecto fascinante, paralizante, más bien, porque frente a las teclas nos quedábamos asustados y agarrotados, como momias. ¡Qué se le va a hacer! Bebíamos los vientos por la música como otros lo hacen por las películas de miedo. Mucho temblar, llorar y gritar pero bien que van a verlas. Oíamos y no entendíamos nada; nuestro comportamiento era puramente orgánico. Ni el menor oído. Nada espiritual. Pero nuestro temperamento voluntarioso y el látigo invisible de mi padre (padre padrone) nos ejercitaron en un trabajo casi inhumano. Practicábamos durante diez horas al día. A veces también por la noche. Labor omnia vincit! Seguro que Virgilio se refería a la disponibilidad del hombre corriente y moliente. Dile algo así al hombre de la calle y, en su estúpida probidad, se lo tomará en serio. Trabajará como un buey. Sin importar para quién. ¡El culto liberador del trabajo! O como transformar al mono en hombre. ¡Para morirse de risa! Nosotros no trabajábamos. ÉRAMOS NOSOTROS. ¡LOS SALVAJES, LOS HIDROCÉFALOS, LOS GENIOS, LOS INCAPACES! Pero dejemos esto. Lo importante es que en materia de música no hacíamos ningún progreso. Por este motivo tuvimos en menos de un año siete equipos de profesores. Los métodos Hanon y Czerny (transcribo de manera aproximada) no nos sirvieron para nada. Los varazos en los dedos tampoco. Uno de los maestros, que conocía muy bien nuestra historia de niños Mozart, le dijo a mi padre que jamás habíamos sido nada de eso, sino únicamente unos sabios idiotas. ¡Que nos llevara al psiquiatra! ¡Sabios idiotas! Eso me gustó. Acudí al diccionario y me di cuenta de que el tipo se había confundido. El término definía a quienes sentían una inclinación mecánica por determinada actividad y eran incapaces de realizar nada en ninguna otra. Pues bien, nosotros demostramos ser excepcionales al menos en dos. La pintura, la acrobacia y la poesía por una parte, y el arte de la destrucción del prójimo por otra. Y ahora en la memorialística. Una editorial privada quería difundir entre los lectores detalles de nuestras vidas ejemplares. ¡Para troncharse! ¡En serio! ¡Casi reventamos de risa! ¡La gloria literaria! El Pequeño ya la había saboreado. Ahora ya no le salía ni un verso. En prosa se defendía. Un día me leyó algo, no sé qué mosca le picaría. También se las apaña el Mediano. Cuando escribe balbucea pasajes enteros. Tiene un estilo árido. A él siempre le ha faltado algo. Un hombre en sus cabales no hace equilibrios sobre un hilo de telaraña. Sus memorias serán de pocas palabras. Es más que seguro que se publicarán en una edición de bolsillo. Liliputiense. Microscópica. Es capaz de echar todo el veneno en una sola cuartilla; en un cuarto o en una millonésima de hoja. Para dar un aguijonazo le basta un punto.
      ... De manera que tocábamos el piano. Como si disparásemos un revolver. Andante furioso. ¡La música estaba en los umbrales de una revolución! Mi fader miraba al techo y nosotros seguíamos con nuestra guerra. Hacía mucho que no obedecíamos a los profesores. Estábamos hasta la coronilla. Nos desafinábamos unos a otros los instrumentos, nos escondíamos las partituras, elogiábamos de forma mendaz los fallos del otro, nos tirábamos la tapadera del piano sobre las manos, etc. Una tarde, el Pequeño me abrió la cabeza con un diapasón. Yo le di con el metrónomo en toda la cara. El Mediano juró que si seguíamos jorobándolo nos estrangularía con sus propias manos. Y era muy capaz el gordinflón, ¡había pasado de los cien kilos! Una mala bestia que tenía que acabar mal.
      ...Finalmente, se vendieron los pianos y en casa volvió a reinar la tranquilidad. Pero sólo por poco tiempo porque el maldito de mi fader se enteró del asunto de las memorias. Un momio inesperado. Nos compró tres máquinas de escribir (a mí una para ciegos) y nos dejó en manos de unas brujas, grandes mecanógrafas. Con el piano no funcionó pero ahora lo cogimos todo con inusitada rapidez. ¡Había que escapar como fuese de aquellas viejas regañonas! Desde entonces estamos escribiendo. Las tres máquinas infernales funcionan a la perfección. Disparan tiro a tiro, ametrallan, toda la casa es un campo de batalla. Estamos en nuestras habitaciones como en un cuartel y dándole a las teclas. Todo son tiros cruzados. Nuestro odio ya no conoce límites y tenemos la más destructora de las municiones: la palabra. Será una matanza. Ellos creen que yo soy el más débil. Por el contrario, yo pienso que soy el más fuerte. La ceguera me ha aguzado los sentidos de forma increíble. No veo nada pero lo oigo casi todo. Capto aromas nuevos y percibo imágenes con la yema de los dedos. Distingo los metales por el gusto y noto cuándo un gato va andando por encima de una valla. Olfateo la lluvia que aún no ha caído y sé diferenciar la corriente de aire que provoca el vuelo de una mariposa de la que producen las hojas al caer. Distingo las señales más confusas. En compensación, la naturaleza me ha dado una capacidad sensorial especial. Me estoy volviendo un hombre cada vez más peligroso. Solamente me falta leer el pensamiento. En cualquier caso, sé mucho de la maldad de mis hermanos. Hay algo en lo que somos iguales: que nos odiamos a muerte. No como fieras, según he creído hasta ahora. Como hombres. Nuestra incompatibilidad no es sino una reacción exacerbada ante el éxito. Es difícil soportar hasta el infinito las cualidades ajenas. Más aún que la certeza de un fin próximo. Seguro. He oído al Pequeño extrañarse de lo viejos que parecemos. Diríase que tenemos cincuenta años. Más, en opinión del Mediano. Se nos han empezado a mover los dientes y nos atormenta un rebelde estreñimiento. Nos hemos quedado calvos y de nuestro aspecto sólo se habla muy quedo. El acróbata blasfema como un carretero. Está tan gordo que para ahorrar fuerzas tendrá que usar una silla de ruedas. El Pequeño se pasa el día pronunciando palabras ininteligibles explicando, a intervalos, que se trata de contraversos. Poesías al revés. Ínfulas de bardo desengañado. He anotado miles de expresiones: no hay nada inteligible. Ni a lo largo ni a lo ancho ni desde el final, se lea como se lea. Por regla general, sólo consonantes. Se puede uno asfixiar. Para parecer más interesante lleva un diario secreto. Se guarda las llaves en el cinto. También el Mediano lleva otro. Un sistema seguro para aterrorizar a los de alrededor. Cualquiera sabe el retrato que les van a pintar allí. Por mi parte, mecanografío en braille páginas que no se van a incluir en las memorias. Los trapos sucios los guardaremos en la familia. No por amor a los blasones, bastante los hemos empañado, sino por credibilidad pues los lectores creerían que hemos inventado capítulos enteros. Nuestra condición de gemelos presupone una armonía especial. Un modelo de entendimiento y flexibilidad. El lector tiene su propio filtro de valoración. Un umbral psicológico. Una moralidad a la que tiene un gran apego, por más que la pisotee cuando le convenga. Sin embargo, nadie será lo bastante abyecto para comprender la enemistad que hay entre nosotros. Diríase que no hay para nosotros nada sagrado. Pero no es así. Algunas veces, escondiéndonos el uno del otro, nos vamos de putas al barrio norte. Tres viejos libidinosos con ganas de libertinaje. Nada de los niños Mozart de antaño. Por fin podemos gozar de unas horas de tranquilidad. No es poca cosa entregarse a los placeres de una cortesana. Pagamos por ello. Los maridos como Dios manda también pagan a sus mujeres, de otra forma, desde luego. Nosotros compramos donde podemos. Lo importante es que nunca nos rechazan. Nos olvidamos del odio y del miedo. ¡Nadie nos ha ofrecido nunca más! Esas mujeres desnortadas son nuestro norte. Hemos perdido la razón. Por fin Dios se ha vuelto hacia nosotros: moriremos locos.

© Alexandru Ecovoiu
© Copyright de la traducción al castellano, Joaquín Garrigós

Alexandru EcovoiuAlexandru Ecovoiu, Bucarest, 1943. Debutó en la literatura tras la revolución de 1989 y es uno de los valores más destacados del momento. Ha recibido los premios literarios más importantes de Rumania, como el de la Unión de Escritores y el de la Academia. Su obra literaria ha sido traducida y publicada en Francia y Alemania, y en este último país su novela Saludos fue galardonada con el premio «Observator» de Múnich.

Joaquín Garrigós, licenciado en Filología Hispánica y en Derecho. Traductor especializado en literatura rumana, ha traducido al español la mayor parte de la obra narrativa y memorialística de Mircea Eliade. Ha publicado diversos artículos sobre temas eliadianos en revistas literarias de España, Rumania y Méjico. Premio de Traducción de la Unión de Escritores de Rumania. Miembro de la Asociación Colegial de Escritores, sección de Traductores
>versión en rumano Cei trei copii-Mozart
>La mujer solar
Estos cuentos se publican con el permiso expreso del autor y del traductor.
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  marzo -abril 2003  número 35 

Narrativa

Alexandru Ecovoiu:
AlexLos tres niños Mozart
AlexLa mujer solar

Robert-Juan Cantavella:
Alex
Los cuatro ladrillos
AlexPrimero es capaz de comunicarse con el espíritu de los pianos

Ensayo

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