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Silvia Borredá

Traduce

 

 

'Traduce', le ordena Clara.
Llevaban una rato sentadas frente a frente en un restaurante francés pasando cómodamente de un tema a otro, cuando Sofía la ha sorprendido con un inesperado 'Estás muy guapa'. Pero hoy, después de diez años, Clara, que por fin ha comprendido que nada en ella es gratuito, lejos de sonrojarse como tantas otras veces, le ha ordenado: 'Traduce'. Y lo ha hecho porque sabe, porque lo ha sufrido, que por cada uno de los pequeños gestos que Sofía le ha dedicado en la última década, ha tenido que pagar un precio. Y porque se ha cansado de cuentos; de escribirlos y de escucharlos. Por una vez quiere oír el subtexto de boca de su interlocutora sin correr el riesgo de hacer una interpretación incorrecta que la lleve a sentirse durante varias semanas como la más estúpida de todas las mortales.


Sofía la mira sin abandonar su sonrisa suficiente mientras le retira de la cara un mechón de pelo rebelde. Le ha desconcertado la determinación de Clara, pero no le dará ninguna explicación. Demasiados años mordiendo cuellos y acariciando espaldas como para de comportarse de forma transparente. No traducirá nada -a excepción quizás de algún libro-, le dará a entender y que la otra entienda si quiere, pero sin responsabilidad alguna, que luego quiere poder marcharse sin dejar post-its con disculpas y sin contestar al teléfono por compromiso.

 

Entre plato y plato Sofía sigue contando, contando por ejemplo que abandona el país, que se exilia por amor, que ha conocido a la mujer de su vida y que va a empezar de cero con ella en tierras remotas. Clara la escucha paciente, sabe cuánto disfruta sintiéndose el centro del universo, y aunque no tiene claro cómo ha sucedido, siente que la quiere, así que le parece lógico hacerla disfrutar, ya sea escuchando sus disertaciones, ya sea provocando sus gemidos. Y es que de manera periódica, Sofía le brinda su cuello para que ella la muerda  y goce de su respiración agitada lamiéndole el oído.
Hoy no sabe si toca cuello. Aún no ha conseguido descifrar todos sus mensajes. Pero lo que tiene claro es que no quiere volver a equivocarse interpretando un deseo que tal vez esa tarde no haya despertado. 

 

Entre frase y frase Sofía vuelve a regalarle otro de sus 'Pero hay que ver que guapa estás hoy. Has crecido de repente'. Y Clara, que, cansada de bailarle el agua, podría levantarse e irse argumentando una cita posterior, decide enfrentarse a Poderosa Afrodita volviendo a exigirle que traduzca, que se muestre valiente y le explique qué hay detrás de sus continuas y estudiadas lisonjas.
Sofía la mira callada, esta vez más seria. Se levanta con fingida indiferencia y pide la cuenta. Hoy paga ella. Toma a Clara de la mano y nada más guardar el cambio le estampa un beso en la mejilla y la empuja hacia la puerta. Mientras Clara se deja arrastrar hacia la calle piensa en lo inútil de sus demandas; qué le va exigir a alguien que siempre le llevará quince años de ventaja. Es una lucha vana.

 

No hace mucho frío para ser diciembre. Sofía aprieta a Clara contra su cuerpo tomándola de la cintura y la guía por las calles de su barrio. Va parando delante de los escaparates y le comenta nimiedades sobre lo expuesto para acto seguido seducirla con algún gesto cariñoso; le guiña un ojo, le acaricia la nuca, la abraza por la espalda. Y Clara, que sabe de antemano que va a perder, pero que es incapaz de negarse a jugar sean cuales sean las reglas, se deja mimar, y llamar guapa aunque ello le pueda costar varias semanas de lamentos y de autoflagelación.
Tampoco quiere dramatizar, esta vez no es como las anteriores, ahora ya tiene una ligera idea de con qué cartas juega, ya no es tan ingenua como hace unos años. Recuerda un día en que después de una de sus charlas literarias, Sofía la invitó a cenar y la besó en el momento menos esperado -que hubieran sido todos porque para nada imaginaba ella que pudiera haber provocado el deseo en una semidiosa-. La dejó tan turbada que tuvieron que pasar varios minutos antes de que fuera capaz de articular palabra. Y recuerda también cómo en el instante mismo de dejarla en su portal después de una noche que a ella le pareció de ensueño, rompió a llorar de pura impotencia porque ya imaginaba -en contra de lo que todas las horas previas parecían pronosticar- su futuro e inmediato distanciamiento, que efectivamente se materializó un par de días más tarde en un mail gélido en el que Sofía -además de obviar la noche que habían pasado juntas- le explicaba que había vuelto con su novia, y que no podía haber sido de otra manera ya aquella era la mujer de su vida. No lo era, por cierto. Ahora la mujer de su vida es otra. Y poco antes otra. Pero nunca es ella. Nunca es Clara.

 

Al sentirse atacada por estas ideas, Clara se aparta de los brazos de Sofía con cierta brusquedad. Se enfada porque no entiende sus repetidas muestras de lo que ella considera falso amor. Se enfada porque se cree sus palabras aunque sus actos le estén demostrando justamente lo contrario. Porque odia profundamente cuán necia la hacen sentir sus continuas contradicciones. Lo único que ella quiere es entenderla. Saber por qué sus guapas y sus besos y luego sus cuídate asquerosamente distantes. Y quiere entender por qué le importan de ella y no de otras. Por qué con otras incluso acelera las despedidas, deseosa de volver a recuperar su espacio, su soledad escogida.

 

Sofía, que se ha percatado del distanciamiento de Clara y de un casi imperceptible pero poderoso cambio en su rictus, trata de sacarla de esa maraña de pensamientos, invitándola a salir un día en bici. La reta a competir en una carrera uno contra uno, y Clara, la orgullosa, conocedora de sus posibilidades físicas sobre una bicicleta y ansiosa por ganarle aunque sólo sea en eso, acepta encantada el reto. Y así, sin darse cuenta, va dejando atrás los pensamientos dolorosos.

 

Detienen su recorrido frente a un bar con aspecto de café irlandés y después de intercambiar un par de miradas de aprobación, entran y se sientan en un antiguo chéster de piel marrón que se encuentra un tanto apartado del resto de las mesas. Clara sabe que quiere un café, pero para llenar el espacio de silencio que acaba de darse entre las dos, mira con simulada curiosidad la carta de tés. Sofía, por su parte, llena ese mismo espacio estudiando minuciosamente su imagen en un espejo que parece estratégicamente situado frente a ella. Al momento llega el camarero y ambas piden lo mismo y a la vez, y tras unas risas tontas, vuelve de nuevo el silencio. Clara ve cómo Sofía trata de aproximar la mano a su rodilla, y divertida por la idea de ver algo de inseguridad en Miss Ventaja, le coge la mano y se la besa, dándole permiso para colocarla donde le plazca. Sofía sonríe y en lugar de colocar la mano en su rodilla, la coge por la nuca y la atrae hacia sus labios. Cuando están a un centímetro de distancia, Clara, que necesita hacer constar su disconformidad con la situación pero no se ve capacitada para apartar sus labios, la llama perra marcando mucho las erres y le muerde con deseo los labios.
Y se da cuenta así de que hoy toca cuello. Lo ha podido constatar empíricamente. Podría ser esa la traducción que ella demandaba, pero no le basta. Y no le basta porque no encuentra lógico su comportamiento. Porque hace menos de una hora Sofía le ha estado explicando lo enamorada que está de la nueva mujer de su vida y de su fidelidad absoluta cuando ama de verdad, y ahora, cuando casi la había convencido de que el amor verdadero existe, cuando le había dejado claro sutilmente que entre ellas dos no iba a volver a ocurrir nada, ha vuelto a comerse su boca sin ningún tipo de consideración.
Pero no va a pedir explicaciones. Sabe que no se las va a dar. En lugar de volver a su traduce, prefiere llamarla perra y no sentir que malgasta palabras.

 

Después de besarla, Sofía ya no suelta su mano, y fantasea sobre un posible viaje juntas a Italia, y le explica historias que improvisa sobre la marcha en las que ellas son las protagonistas, mientras la acaricia con ternura.
Clara se sumerge feliz en sus ensoñaciones hasta que la música de una canción que suena de fondo en el bar le hace estrellarse bruscamente contra el suelo de madera. El cantante llega a repetir hasta diecisiete veces la frase Nunca tendré tu amor, y cada vez que Clara la escucha piensa indefectiblemente en Sofía. Se convenció de que nunca tendría su amor tres años atrás, cuando poco después de una semana mágica en la que sólo dejaron de hacer el amor  para comer algo y servirse deliciosas copas de vino tinto, Sofía la llamó y -sin preocuparse siquiera de si Clara tenía cerca un colchón que pudiera amortiguar la caída- le comunicó que se iba a vivir con su nueva pareja esa misma tarde como quien cuenta que se ha comprado una camiseta a rayas. Y ni lo entendió esa vez, ni lo entiende ahora, pero a diferencia de entonces ya no le duele. Consiguió despegarse la historia con el tiempo, aunque reconoce que algún resto aún le queda y que de vez en cuando trata de sacarlo rascando fuerte con un cuchillo.

Ajena a las continuas elucubraciones de Clara, Sofía, convencida ahora ya de su victoria tras las primeras resistencias de Clara, le propone continuar charlando en su casa, que está a pocos metros del café. Y Clara, que ya sabe lo que va a ocurrir, incapaz a pesar de los codazos insistentes de su orgullo, de resistirse al deseo -el mismo que sintió la primera vez que se encontraron diez años atrás-, acepta su propuesta y se deja conducir diligente hacia a la puerta de salida. 

 

 

© Silvia Borredá


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Bio: Silvia Borredá nació en Valencia una mañana de septiembre de 1978. A los 9 años se trasladó a Barcelona, donde reside desde entonces. Actualmente se dedica a la enseñanza. Tiene pendiente de publicación su primera novela.