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índex català   julio -agosto  2002  n° 31

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half an hourMedia hora
Enrique Ferrari

"Nothing was solved when the fight was over, but nothing mattered"
C. Palahnuik

Doce del mediodía. Cada minuto es una patada en el culo.
       Estoy a diez mil kilómetros de todas las personas y de todos los lugares que quiero, en un trabajo durísimo y que no sé hacer, con documentos falsos, entre jefes y compañeros que hablan el slang embrutecido de un idioma que apenas balbuceo, bajo una temperatura apta para lagartijas pero no para la vida humana.
      Sed, cansancio, hastío. Un sol insoportable, enorme, blanco, sucio. Y el calor. Un infierno.
      Doce del mediodía.
      Me seco el sudor de la frente y vuelvo a poner en marcha la máquina. Siento temblar el motor. Siento que mi brazo se está por desarmar.
      Hace unos meses, justo antes de mi huída de Buenos Aires, y de los alquileres atrasados y de las noches sin cena, fue el accidente.
      Después de casi un año sin trabajo -desde que me echaran de la editorial- había empezado a manejar un taxi. Un Peugeot 504 en bastante buen estado.
      Yiraba buscando pasajeros que no existían, lento, aburrido. En la radio sonaba "Tabaco". Casi había cruzado la bocacalle de Humberto 1° y Gálvez cuando sentí el impacto. Un nenito apurado en un Fiat azul había calculado y mal chocó de lleno la rueda trasera del 504.
      -Puta madre- pensé.
      Tenía el brazo derecho apoyado sobre el volante y el izquierdo afuera, colgando por la ventanilla. Perdí el control. El Peugeot hizo dos trompos y volcó sobre el lado izquierdo, sobre mi brazo.
      Ocho de la mañana. Pánico, vidrios rotos, dolor, hospital, radiografías.
      ¿Tendones destrozados? ¿Sólo un hueso roto? ¿Gangrena? ¿Músculos deshechos?
      ¿Podés mover los dedos? ¿Habrá que amputar debajo del codo?.
      Las dudas duraron un par de semanas. Cuando estuvieron seguros que la infección no iba a afectar al hueso me operaron.
      Veinte puntos, una placa de platino, ocho tornillos. Dolor, dolor, dolor.
      Pocos días antes de viajar, mientras me sacaba los puntos, la doctora Splitz me recomendó enfáticamente que no hiciera ningún esfuerzo hasta que la recuperación fuera completa.
      -¿Y cuándo va a ser eso?- pregunté.
      - Va a tomar un tiempo. Cuando sientas que el brazo roto funciona igual que el otro te vas a dar cuenta, no te preocupes.
      Pero la necesidad, nos enseña el saber popular, tiene cara de hereje. Y acá estoy: sin fuerza suficiente aun en el brazo izquierdo como para levantar una botella de cerveza y manejando ésta máquina endemoniada de trescientos kilos.
      Doce y media. Lunch time. Media hora.
      Me saco la remera y cruzo la calle.
      Nada.
      Nada, me repito.
      Nada tiene sentido y no sé cuál es la próxima jugada ni de dónde sacar fuerzas para hacerla. Hasta ayer a la noche engañaba mi angustia con música, cerveza y la inminente llegada de ella.
      Hasta ayer.
      Diez y media de la noche. Cerveza con whisky, combinación siempre brutal. Un disco y otro y otro y otro.
      "Sólo un puñado
      historias sucias,
      tardes de hipódromo
      y noches de putas"
      Estaba tirado en el sillón, los ojos bien abiertos, el vaso de veneno en la mano, cantando.
      "Trabajos horribles,
      amores dementes,
      soledad, tristeza,
      resaca y mala suerte."
      Sonó el teléfono. Estática y eco en las voces.
      Me negaron la visa, dijo.
      Por lo menos seis meses, dijo.
      No sé qué hacer, dijo y lloraba.
      Te amo.
      Te amo, dijo.
      Te amo.
      Once de la noche; once de la noche y diez mil kilómetros. Soledad, tristeza, resaca y mala suerte.
      Ahora entro al supermercado. Voy al mostrador donde hacen los sándwiches a buscar uno. Sándwich-con-todo-lo-que-se-pueda-ponerle. Hay cuatro personas esperando.
      Tic - tac
      Tic - tac
      Tres.
      Tic - tac
      Dos.
      Tic - tac
      Tic - tac
      Uno.
      Al menos por unos minutos el aire acondicionado me resguarda del calor. Mi turno, mi sándwich. Busco un paquete de chicles y una lata de Heineken.
      Caja de menos de seis productos. Tres personas delante de mío.
      El primero está comprando dos latas de arvejas, una caja de hamburguesas, ketchup. Tiene un problema con su tarjeta de débito, no recuerda el código ó algo.
      Espero.
      Tic - tac
      Tic - tac
      Al rato que logran que la tarjeta funcione.
      Siguiente cliente. No puedo creerlo. La señora tiene todos los años posible, varios más de lo que resulta admisible y muchísimos más de los recomendables. Su compra: leche, dos cepillos de dientes, shampoo, pastillas de menta, un pote de crema.
      Ocho con cincuenta y siete.
      La señora no entiende por qué o no está de acuerdo, discute cada uno de los precios, muestra unos cupones de descuento.
      Ocho con cincuenta y siete.
      No acepta razones, agita los cupones en el aire.
      Ocho con cincuenta y siete.
      Mi media hora de almuerzo se evapora como un charco de orines en el cemento.
      Ocho con cincuenta y siete.
      De alguna forma la convencen. Paga.
      Una persona más. Mi clase de mujer. Menos de veinte años, para empezar. Pelo negro, revuelto, larguísimo, gesto de sueño y desencanto. Dos sobres de Alka-seltzer, una botella de Coca-cola. La camiseta puesta al revés, lentes de sol, un short de jean raído. Resaca y apuro.
      Pero es el horario en que cambian los cajeros. Cuentan monedas, conversan tranquilamente, separan los billetes en dos sobres y escriben algo en una planilla.
      Tic - tac
      Tic - tac
      Tic - tac.
      La chica de la resaca consigue pagar y sale disparada, imagino que a esconderse en la oscuridad. Y yo querría irme con ella.
      Mi turno.
      Sándwich, dos cuarenta y nueve.
      Cerveza, uno con veinte.
      Chicles, veinticinco centavos.
      Impuesto, veintitrés centavos.
      Total cuatro con diecisiete.
      Pago con un billete de cinco. El cajero está nervioso, se complica con el ticket y el cambio. Parece nuevo, quizá sea su primer día o quizá sólo sea un subnormal. Es pelirrojo y tiene la cara plagada de pecas y granos.
      Nunca voy a salir de éste lugar, pienso, este es el infierno que mis diecisiete demonios personales me tenían destinado: esperar en una fila, siempre.
      - Eighty three cents your change, sir, - dice cara-de-acné - have a nice day.
      Salgo del supermercado y me sumerjo en el imperio del enfermo sol blanquecino.
      Doce y cincuenta y tres. En siete minutos tengo que estar trabajando otra vez.
      Cruzo la playa de estacionamiento en diagonal, para ganar unos segundos. En cualquier caso mi paso es lento, me pesan los borceguíes, el calor de éste infierno tropical , la perspectiva del almuerzo apurado y otras cuatro horas de trabajo pesado, el sinsentido.
      Sol, tedio, nada.
      Nada.
      Sin darme cuenta estoy molestando en el camino de los autos que quieren salir del estacionamiento. Camino cruzando su senda en diagonal y sin mirar.
      El tipo es rubio, es gordo, es exageradamente americano. Tiene una gorra de beisbol que dice "Marlins", va con sus dos hijitos en un Mustang gris, del año. Seis cilindros en ve, aire acondicionado, compactera para seis CD´s, parlantes Bose, airbag, dirección hidráulica, cinco velocidades automáticas, levanta cristales electrónico.
      No me insulta, no me grita que me corra, no me toca bocina.
      No.
      Hace rugir el motor y corcovear al Mustang gris - equipado a full - amenazando con tirármelo encima.
      El sol brilla sobre mi cuerpo cansado. Puedo sentir la incredulidad y el odio creciéndome en el pecho, puedo sentir como se espesa la sangre en mis venas.
      Lanzo un a patada certera que se estrella contra el guardabarro gris. El guardabarro se abolla, se rompe el equilibrio; acabo de anular una forma de la perfección.
      Una menos cinco. Nervios, tensión, furia. Empiezo a temblar y me duele el brazo. Aprieto la mandíbula.
      El gordo trata de bajar. Otro borcegazo -ésta vez en la puerta - lo deja atrapado, hecho sándwich: la puerta contra el pecho, la espalda contra el cuerpo del Mustang.
      Suelto la bolsa y la lata de Heineken hace un ruido sordo contra el asfalto. Cuando la abra va a chorrear un montón de espuma, pienso.
      El primer derechazo golpea de lleno en el rostro desencajado y rubio. Es el turno de la izquierda. Golpeo y me duele, la furia crece bajo la prepotencia blanca del sol.
      La cara del tipo del Mustang se desfigura y muta. Ahora es el ex ministro de economía -padre del plan, uno de los rostros visibles de la recesión y el desempleo-, un golpe. Ahora es Zapata, el supervisor que me echó de la editorial, otro golpe. Ahora es cada uno de los que me basurearon mientras buscaba trabajo, otro golpe. El tabique nasal pierde su forma y hay sangre. Ahora es el pibito apurado que chocó mi taxi, golpe. Ahora es el cónsul negándole a ella la visa, otro golpe más. La anciana que no entendía ocho con cincuenta y siete, el cajero pelirrojo y con acné, yo mismo. Golpe, golpe, golpe.
      La cara es una masa enrojecida y amorfa. Me duele mucho el brazo. El tipo cae.
      Pateo la puerta una vez más y siento el crujir de huesos rotos y un quejido. Mala suerte, la mano le había quedado en el camino de la puerta.
      Pero el crujido me vuelve a la realidad. Veo a los nenes llorando en el asiento trasero, la cara entumecida, la mano fláccida y amoratada. Veo la estupidez de todo aquello.
      Repaso: mi visa expiró hace tres días, trabajo con documentos ajenos -por nueve horas diarias soy otro, soy Scott Zambrano-, acabo de romperle la mano y la nariz a un ciudadano americano. De dieciocho a treinta y seis meses a la sombra y deportación.
      Busco alrededor y no encuentro curiosos. Fue bastante rápido, en cualquier caso.
      Me pongo la remera, cruzo la calle apurado y me alejo un par de cuadras antes de sentarme bajo la sombra de un árbol a almorzar.
      Tres minutos para la una. Nada pasó y ya pasó todo.
      Voy a volver tarde al trabajo, pienso.
      Quizá me den una advertencia.
      Quizá me suspendan.
      Quizá me echen.
      Abro la lata de Heineken. Perdió frío y chorrea un montón de espuma. No importa.
      Tomo un trago. Nada importa.

© Enrique Ferrari 2002
version en inglés

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía:

FerrariNació en Buenos Aires en 1972. Su obra a sido publicada en "Buenos Aires No Duerme 98", las revistas "La Bota Literaria", "Epopeya" y "El cuento", así como en los web-sites "Zapatos Rojos", "La página de Charles Bukowski de Sergi Puertas", "Perro Negro" , "El Ciruja" y "El correo del Zar", entre otros. Es asiduo colaborador de la newsletter literaria "Sensibles del Sur". Tiene terminados dos volúmenes de cuentos, "Pero la noche es otra cosa" y "nada", al que pertenecen estos dos relatos. Actualmente está trabajando en su primer novela, "Operación Bukowski". También es autor de una treintena de canciones. Desde fines de 1999 vive en USA, donde bebe y escribe. E-mail: kikenoesta@hotmail.com

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  julio -agosto 2002  número 31 

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