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marzo -abril 2000  num 17

biografía  |  versión en inglés |

Los carnívoros de Marrakech
por Rachel ResnickSheep's heads. Barcelona Market by Garry

Traducción:
Juan Gabriel López Guix

 

 

Cuando busco la mano de Frank y la mano no está, en vez de eso está metida en alguno de los escondidos bolsillos de su chaqueta deportiva de popelín Willis & Geiger, toqueteando sus alijos en busca habitualmente de humedad —oigo el rígido crujido del plástico entre las notas del encantador de serpientes, el arrugarse del papel de aluminio, o del papel basto, el sordo e insinuante frotar de pastilla contra pastilla, tableta sobre tableta, el húmedo desmigajamiento de un opio de estilo excrementicio, la promesa del olvido y la necesidad satisfecha, mía no, no por mí—, cuando el agolpamiento de cuerpos a nuestro alrededor se convierte en una boa con piel de alientos que desea exprimir los fluidos de nuestras vísceras, siento una sacudida en el codo, oigo una voz que parece un gargarismo, un silbido, pero no digo nada, ni siquiera cuando un débil grito escapa de Frank mientras cae, ¡cae!, gloriosa derrota de ese cuerpo más que familiar que atormenta al tiempo que da placer, creo que oigo incluso suspirar los soberbios músculos anabolizados cuando contrayéndose golpean el polvo de Marrakech, y el grito de Frank se ve engullido en el acto por más silbidos y los distantes sones de tambor de cabileños leprosos, los saltos y palmadas de acróbatas enanos que forman pirámides humanas y se mofan en su ininteligible idioma lleno de chasquidos, y el «barato, barato» salmodiado por mujercitas de no más de doce años y ojos de tierra que tejen alfombras hasta que dedos y ojos rezuman sangre, y alegrándome contemplo cómo se disipa todo en las enroscadas columnas de humo grasiento procedentes de los puestos de comida donde Frank se ha comido un plato de sesos de cordero remojando en ellos un mendrugo, con la boca transformada en una gusanera, en un portal de decadencia e insaciabilidad; no constituye, pues, sorpresa alguna que de pronto me dé la vuelta y le aplaste con el pie la mano hasta oír la concertina de hueso crujiente antes de agacharme para ayudarlo a levantarse con gran esmero en el gesto y la intención para luego clavarle los puños en los ojos en cuanto se ha incorporado y seguir hundiéndolos más en ese salón de juegos craneal y sentir allí el tacto de su amado cerebro de adicto, un pequeño y afectuoso apretón, sin saber otra cosa que somos todo y nada juntos y que estoy condenada, condenada sin remisión —mi ansiosa pelvis, unas fauces abiertas de tiburón—, para siempre y con todo el debido desprecio, porque no logro borrar la visión de dos cuerpos elevándose, el suyo y el de ella, el suyo y el de él, siempre el suyo y alguien más, cayendo, ni logro tampoco comprender el modo en que quiero pensar en ellos en la casba, el modo en que quiero oler todos y cada uno de los olores desde la piel de cabra curtida a las aguas residuales, desde la espuma de la sopa de almendras a los fermentantes jugos orgásmicos, ver cada objeto en la sala ritual que contenía su fétido aliento ante el ancestral espectáculo del más viejo de los dúos, quiero oír las estupideces susurradas, cómo sus cuerpos chasqueaban y succionaban el sudor en dos tiempos, el modo en que el reloj del mundo hacía crujir sus sesenta nudillos contra su piel uno-dos y amorataba la mía púrpura brillante mientras dormía en cretina inocencia en el hotel Amalay a la vuelta de la esquina, lo confieso, me siento perversamente fascinada por su necesidad animalesca, la descomunal banalidad de la traición, y tengo que revivirla una y otra vez hasta que todo se convierta en pornografía y yo en el Ojo Fecal que caga en su Coño Sagrado.

*

       —Vamos a lavar esta porquería, quitar el polvo. Te sostengo la ducha encima de la cabeza —dijo Frank.
       Eran éstas las brillantes ideas nacidas de barrigas repletas de cuscús, el estímulo de imágenes que ya no reflejaban sino que recordaban una de las posibilidades libidinosas y de embellecimiento mutuo anteriores a la estasis, anteriores a la herida.

*

      Sucedió en Marrakech. En la mugrienta plaza de Yemaá el Fna. Un sábado, el día en que los sadíes acostumbraban a exhibir las cabezas de sus enemigos ensartadas en estacas de hierro cuidadosamente dispuestas a lo largo del perímetro. La sangre resbalaba por los rojos muros y formaba charcos viscosos que el sol deshacía en menos de una hora y cocía en los muros en vetas irregulares. Desde cualquier lugar de la plaza, sabías que te estaban mirando.

*

       Amapolas. Un minarete rojo. El color de tu lengua.
       ¿Lo entiendes ahora?

*

       Antes de ser mordida la manzana, y compartida, por dos veces, había esto. La vieja plaza de Yemaá el Fna. Era su tercer día en Marrakech. La segunda semana en Marruecos.
       Por el pasillo de carnes colgantes llegaron a la plaza de Yemaá el Fna. El polvo bullía, revuelto por estancadas ráfagas de palabras, la flatulencia de árabes estreñidos. Frank se detuvo en un puesto que vendía dátiles. Había decenas de clases diferentes. Cora calculó que no follaban desde Tiznit, diez días atrás. Dos meses antes de aquello. Un dátil de color topacio supo a caramelo. Frank prefería los carnosos oscuros, con el color y el brillo de las cucarachas de Nueva York. Compró una docena del tipo cucaracha, un par de los topacio. Ya en Tiznit, no albergaba Cora duda alguna, Frank había pensado en otra persona mientras la follaba. Alguien como esa chica. Ésa que pasaba junto a ellos riéndose con su amiga, dándose la vuelta para mirar a Frank que le sonrió sin disimulo, esa chica que pasaba junto a ellos y se detenía en un puesto de zumo de naranja, para mirar, con sus abundantes pechos adolescentes apretando el barato tejido brillante de una camisa occidental moderna anudada en la barriga de tal manera que permitía ver el contoneo de las amplias caderas y el generoso culo dentro de los ceñidos pantalones de club nocturno, negros y de acetato, que le marcaban el relieve de las bragas y los labios de la vagina, esa chica que se detenía, apoyada contra la amiga, mirando, respondiendo al tácito lenguaje del deseo y la lujuria, de la necesidad y la obediencia. Frank tenía una erección. Cora lo adivinaba. La frustración del deseo le confería dotes de adivinadora del pensamiento, y no sólo eso; era capaz de llegar a encogerse realmente, penetrar en el cráneo de Frank, quitar la piel como si fuera una ajustada gorra de baño e instalarse dentro, como en ese momento, para el paseo del sátiro. La codeína de Marruecos. Era capaz incluso de sentirlo; tratándose de Frank, la piel se le volvía permeable. Sabía lo que él pensaba en ese preciso momento. Follar a Cora. Le gustaba esa chica. A ella le gustaba él. Se imaginó una puta joven fingiendo ser virgen. Se imaginó treinta dólares estadounidenses. ¿Quién pagaba todo el viaje? Él. Frank. Hasta el último centavo. No follar a Cora. Era más grande que cualquier marroquí de los que había visto. Pies, abdominales, polla, deltoides, cerebro. Mucho más grande. La haría arrodillarse, le apartaría el cabello de la cara para que Cora pudiera verla. Haría que Cora contemplara cómo le chupaba la polla.

*

       En Uarzazate, donde se hace la famosa agua de rosas, había un dulce llamado: «Come esto y alaba a Dios».
       Come esto y caga.
       El dulce sabía a polvo con unas gotitas de miel.
       Había demasiadas cosas mal.
       Bajo la luz africana, proliferaban las imágenes, tubérculos que brotaban de la oscura tierra húmeda de tu pecho, donde empieza la podredumbre.

*

       La carne está en el gancho. Colgando. Sin piel, desollada, para exponer el magnífico veteado del color rata cremoso. Y la roja carne muscular, sólo que en ese caso, la grasa es de un amarillo desvaído con pústulas anaranjadas y la carne es decididamente verde —no un verde uniforme, sino un pistacho pálido en los extremos que se extiende hasta un verde saturado—, porque la carne, te das cuenta, se está pudiendo ante tus ojos —el hedor es tan inabarcablemente vomitivo que al principio el cerebro se rebela—, proclamando su pútrido aroma dulzón antes de que la verdad asalte la nariz y uno se eche hacia atrás. Sólo Cora ve la verde carne podrida. Sólo Cora.

*

       Frank se detuvo en un puesto que vendía sesos de cordero. Dos meses antes de aquello. Los sesos se exhibían en gruesos platos de cerámica blanca. Eran de color masilla y parecían húmedos bajo la única bombilla de acetileno. El joven vendedor marroquí sonrió a Cora.
       —¡Amigo mío! —exclamó, dirigiéndose a Frank—. ¡Mucho bienvenido!
       Nunca se dirigían a Cora. Le faltaba un incisivo, el otro estaba decorado con una úvula de podredumbre marrón. La Invisible, despreciada por Dios el Gran Ginecólogo y desdeñada por el hombre que anhelaba, aborrecida incluso por las criaturas rastreras, también llamada Cora, desplazó la mirada desde la cara del marroquí a la enorme cuba apenas visible tras él. El agua se agitaba y constantemente se formaban grandes burbujas. En la extraña luz del anochecer, creyó ver cabezas humanas asomando en la superficie, mirándola y hundiéndose de nuevo. Las burbujas crecían y se oscurecían en la coronilla. Las cabezas resoplaban su indignación. Una asomaba con más frecuencia que las demás y creyó reconocer algo en lo torvo de su mirada. Un hambre familiar. Aunque quizá fuera un efecto de la luz. La luz engañaba en Marruecos y arrojaba sombras donde no había razón para sombra alguna.

*

       En Marrakech, Cora vio:
       Un hombre desnudo con penacho mohicano.
       Una paloma caminando sobre el fez de un niño mientras el niño comía una porción de pastela, hecha de pichón.
       Un narrador profesional levantando una pierna como una cigüeña mientras hablaba.
       Un narrador profesional (otro diferente) con una diadema de plástico y orejas de cartón.
       Un adolescente tullido con unos mugrientos calzoncillos demasiado grandes, subiéndoselos y bajándoselos.
       Un dromedario con psoriasis.
       Ningún tuareg.

*

       Frank se sentó de improviso en un banco de madera forrado con unas pocas hojas de periódico dobladas, tirando de Cora para que se sentara a su lado. El marroquí sacó dos lóbulos de una fuente y los puso en un cuenco, que colocó frente a Frank junto con un disco de pan moreno.
       —Prueba un poco —dijo.
       Cora se negó, como sabía Frank que haría y como sabía la propia Cora. De nuevo el puto puritanismo, el gran virus estadounidense. Cada vez resultaba más evidente que no compartían los mismos apetitos.
       —Los minaretes marcan el paisaje —creyó decir—. Se alzan como hongos quebradizos. Tallos óseos que han perdido su flor.
       Mientras Frank atacaba la comida, Cora contempló al marroquí sacar un pincho de la cuenca del ojo de un cordero y clavarlo en otra cabeza de la olla, que colocó humeante sobre una tabla.
       —Esta plaza es famosa —dijo ella con voz monótona.
       Y él no asintió a nada con un gruñido líquido.

*

       Imagina al esclavo sadí que sube a la estaca con la cabeza envuelta en un paño dorado. Imagínalo agarrando por las sienes la cabeza recién decapitada e hincándola en la estaca hasta que oye el ruido sordo del cráneo, aunque esa vez perfora la cabeza. ¡Qué soberbio destrozo! Un géiser de sangre estalla rociando a todos los afortunados que se han apretado para estar más cerca, pisoteando a los demás. ¿Dónde estaría Cora en esa ansiosa multitud?

*

       Mientras tanto el marroquí, con una pícara mirada a Cora, apartó los hervidos labios de la cabeza del cordero y mostró los dientes. En su incomodidad y vaga aprensión, Cora observó que el cordero tenía los dientes superiores salidos, de forma más que evidente, y que le habría ido bien un aparato dental, si es que en realidad masticaban del mismo modo que los humanos, ¿o quizá sólo molían? El joven le lanzó una mirada lasciva, pasándose la lengua por la punta de los dientes superiores, lo cual hizo que ella se entregara a una fantasía repleta de suciedad, enfermedad y degradación sublime. Cuando se desvaneció, cosa que ocurrió enseguida, fue incapaz de seguir negando la visión más poderosa: una araña había aparecido en las mandíbulas del cordero y la miró desde su radiante esplendor durante todo un momento eterno antes de retirarse para protegerla de una ceguera cierta producida por una visión tan santa. ¿Qué significaba? Frank no era más que un ruido de sorbeteo; no lo miró, puesto que no se atrevía a apartar los ojos del cordero o el joven.

*

       Antes de Marrakech, habían recorrido todo el sur de Marruecos. Desde Agadir, donde a Frank le había robado la billetera, a Tiznit, Adai y Tafraut, después a Uarzazate y la garganta Todra y luego a Erfud a través de los pueblos bereberes. Habían paseado incluso a lomos de dromedario por las dunas movedizas del erg Chebbi al amanecer, por insistencia de Cora; sin embargo, cuanto ella recordaba eran las mujeres cadáver. Habían pasado fugazmente por un pueblo —no recordaba si era antes o después de Erfud o cerca de Tiznit, ni recordaba el nombre— iban cubiertas de negro de los pies a la cabeza. Ni siquiera les asomaban los ojos por una abertura medieval como había visto en otros poblados. Incluso Frank había quedado trastornado por la visión y había apretado el acelerador; pero Cora no apartó los ojos hasta que la última silenciosa mujer negriamortajada hubo desaparecido en el polvoriento horizonte.

*

       El joven apartó los mugrientos dedos y dejó que los labios volvieran lentamente a su lugar, tras lo cual clavó el cuchillo en el cráneo y empezó a cortar. Al hacerlo, las hervidas orejas se agitaron, y el vapor se alzó de la cabeza en un halo. Cora se encontró riendo. No respondió al irritado «¿Qué?» de Frank.
       Los labios del marroquí brillaban de lascivia mientras seguía trinchando. No estaba segura, era eso lo que ocurría, había recibido un aviso, estaba en peligro. Cora alargó la mano para agarrar el apretado y musculoso muslo de Frank, pero cuando él volvió la cara hacia ella sus ojos relucían de opiada dicha gastronómica y un trozo de seso le colgaba del labio superior, donde brillaba cual lechoso gusano blanco.
       —Última oportunidad —dijo Frank, acercándole el cuenco.
       No le quedó más elección que contemplar al joven.

*

       El marroquí contemplaba a Cora mientras cortaba. Ella le miraba los dedos, veía la mugre negra gestándose bajo sus uñas críticas, la mugre negra creciendo en espiral desde sus nudosos nudillos. Recordó la advertencia de utilizar sólo la mano derecha en público porque los marroquíes se limpiaban el culo con la izquierda. Era cierto, había visto pocos rastros de papel higiénico, y lo que pasaban por ser servilletas eran finísimos papeles que se desintegraban al menor indicio de presión.
       El cráneo se separó.
       Se rompió el hechizo, aunque Cora siguió mirando y alejándose de Frank todo cuanto podía sin que él se diera cuenta.
       El joven sacó el cerebro y lo dispuso sobre otro plato, que colocó en exhibición en la parte delantera del puesto. Luego rascó el interior de la cabeza y sacudió los restos en un cucurucho de papel encerado. Una joven pareja árabe se sentó a la izquierda de ellos; hablaban rápidamente. La mujer llevaba una chilaba tradicional, pero de las más modernas sedosas y finas que dejaban ver gran parte del cuerpo, una prenda muy diferente de las toscas y sin forma preferidas por los fanáticos. Como la mayoría de las mujeres con chilabas provocativas, llevaba zapatos de plataforma de mala calidad y ajorcas doradas; y Cora vio relucir bajo ellas las baratas medias rojas. El joven les tendió dos platos y el cucurucho de papel encerado. Sin soltarse de las manos, la pareja lo abrió y licuó la carne de la cabeza con deseo deforme. Frank alejó de sí el plato vacío y se levantó.
       —Vámonos de aquí.

*

       La fantasía de Cora:
       El polvo en sus oídos, penetrando. La suciedad era exigente. Una grasienta nube de humo gris y un cúmulo se cernían sobre la plaza, y oía el balanceo de los ganchos de la carne, las húmedas y sádicas pisadas de pies resecos y agrietados talones que almacenaban raciones suplementarias de suciedad en cada grieta. Alejándose de la vera de Frank se metió por un callejón lateral. Encima, el plástico verde colgaba de torcidos trozos de madera, el sol africano hacía relucir las sucias paredes de falso musgo, Cora se sumergió en lo medieval y, lentamente, las multitudes se dispersaron y, más lentamente, la calle se estrechó hasta convertirse en un callejón sin salida y sobre ella vio una minúscula ventana, arriba, en el centro de una fachada, y la ventana estaba atrancada, y oyó en el interior el quejumbroso grito de una mujer, quizá una mujer pequeña, debía de llevar pulseras o ajorcas porque hubo un frenético tintineo antes de que el quejumbroso grito se convirtiera en lamento, luego se cortó. Fue entonces cuando Cora vio una entrada estrecha y oscura a su derecha, se metió por ella, apretándose entre las paredes, con problemas para no resbalar puesto que el suelo se hacía cada vez más desigual y encharcado de líquidos fétidos. En un punto, las paredes le apretaron las costillas y tuvo que agacharse, y dejó de haber luz. Luego el pasadizo se convirtió en una burda y rudimentaria habitación con un revoltijo de sábanas en el suelo, una sucia alfombra bereber y una olla llena de cuscús adornada en el centro con una cabeza hervida de cordero que miraba de reojo, los dientes como filas de dados. En la pared había una camiseta de los Corsarios de satén barato colgando de un clavo y una fotografía enmarcada de Johnny Cash. Apareció una mano y le tocó la pierna, brillaron unos ojos. Era el joven del puesto de los sesos de cordero, pero más joven, mucho más joven. Un hombrecito. Cora se estremeció al ser tocada, y él se fue haciendo aún más joven mientras manoseaba entre las piernas de ella; no la habían tocado desde hacía tanto que la suciedad resultó cálida y húmeda, luego más cálida, más húmeda, hasta que pronto él fue un niño libertino llorando.

*

       Palmeras. Un muro blanco. La blancura de tu cara.

*

      A través del pasillo de carnes colgantes llegaron a la plaza de Yemaá el Fna. Jarretes, pezuñas y piernas de apretada carne pendiendo como zarcillos de los ganchos de hierro. Corazones troceados, pollos ahorcados con las patas atadas, pasando por delante de vejigas arponeadas, puestos cubiertos de paredes estomacales de aspecto pinchudo y granulento, de testículos como guirnaldas. Había sartas de callos —collares hawaianos de callos— y, fíjate, lo más espléndido de todo, un ramo invertido, una araña de sangrientas cabezas de cordero, girando bajo la clara luz africana.

*

       Me doy la vuelta y te aplasto con el pie la mano que tiendes hasta oír la concertina de hueso crujiente antes de agacharme para ayudarte a levantarte, sin saber otra cosa que somos nada y todo juntos y que estoy condenada. Es en este punto cuando lo que une a un hombre y una mujer se hunde en la inexpresable mugre de un retrete bereber. Estoy con las piernas separadas, mantengo los pies firmemente plantados en los apoyos de cerámica con el pozo de mugre bajo mí, exhalo las posibilidades de un plateado flujo globulado hasta que desaparece en el agujero de iniquidad. Es una profundidad sin igual que ni siquiera es superficial que es la mujer.
       ¿Lo entiendes ahora?

© 2000  Rachel Resnick

Traducción: © Juan Gabriel López Guix - jglg@acett.org

Este historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Rachel Resnickbiografía

Rachel Resnick, escritora de ficción, ensayista y dramaturga radicada en Los Ángeles, California. Su primera novela Go West Young F*cked-Up Chick, fue publicada en 1999 por St. Martin's; la edición de bolsillo se espera para mayo. Actualmente trabaja en una novela que tiene como protagonista a una detective y cuya trama se desarrolla en el mundo de bares nudistas y cirujía plástica de Los Ángeles. Se puede acceder a más información entrando en su web oficial:
www.rachelresnick.com  

Juan Gabriel López Guix es traductor del inglés y francés. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa, ensayo y divulgación científica, así como a la traducción para prensa. Entre otros autores, ha traducido libros de Julian Barnes, Joseph Brodsky, Douglas Coupland, David Leavitt, Michel de Montaigne, Vikram Seth, George Steiner y Tom Wolfe. Es coautor de un Manual de traducción inglés-castellano (Gedisa, 1997). jglg@acett.org

photo: Mark Hanauer

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