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                            biografía  |  versión en inglés

LOS DÍAS DEL COMETA
por Norman Lock

Traducción: Laura Manero

Cada noche, cuando el sol del trópico desaparecía bruscamente (para resurgir o no), empezábamos a sentir miedo por el cometa que se manifestaba en la repentina oscuridad. «La aterciopelada oscuridad», farfulló Quigley. Aunque era metafísico y asiduo visitante de la Sra. Stein en la rue des Fleurus, sus tropos eran bastante comunes. A propósito del cometa y de otra serie de portentos, Freud había profetizado que el nuestro sería un siglo lleno de angustia. Y angustiados nos sentíamos cada atardecer cuando los chotacabras invadían el cielo y la oscuridad (¡aterciopelada o no!) nos rondaba peligrosamente con su guadaña. Nos apresurábamos entonces a refugiarnos en algún lugar seguro; en mi caso, el bar del Hotel Mombasa o (si no podía conseguir el consuelo de la Sra. Willoughby porque el Sr. Willoughby estaba de vuelta en casa tras emprender heroicas hazañas en el interior del país) el burdel.
      «Lo que nos provoca angustia es el terror que siente el hombre de este fin de siglo hacia la sexualidad femenina y su poder homicida», dijo Sigmund mientras revolvía el armario de la cocotte buscando sus zapatos. En aquella época estudiaba el fetichismo. Comenté que el nuevo siglo ya había empezado, hacía diez años. «Lo ha hecho en la realidad, pero en nuestra cabeza todavía no», contestó. «En la mente estas cosas llevan más tiempo.» ¿Y las mujeres no sienten angustia? Quería saber yo. «Las mujeres», dijo en un susurro, para que la que yacía a mi lado no pudiese oírlo, «no son como tú y como yo.»
      —¿Le apetece una última copa? —preguntó la madame.
      —Sí —contesté agradecido puesto que sentía crecer de nuevo la antigua sed.
      Me llevé la bebida a la biblioteca, donde varios caballeros examinaban volúmenes de ilustraciones eróticas con cubiertas de piel. Terminé la copa y me fumé un puro, un Dannemann Pierrot. Fue entonces cuando me fijé en Gregg, que escribía afanosamente en el escritorio de la madame.
      Miré con grosería por encima de su hombro.
      —¿Turco? —pregunté.
      —¿Cómo dices? —contestó levantando la mirada de su cuaderno.
      —¿Eso que escribes es turco? ¿O persa, tal vez?
      Se rió con disimulo.
      Le retorcí el brazo hasta hacerle daño. Era de complexión débil, y no tenía duda alguna de que podía someterle.
      —¿De qué te ríes? —inquirí.
      —De tu evidente desconocimiento de las grafías.
      Ya que no había conseguido intimidarlo, le solté el brazo.
      —Por favor, acepta mis disculpas —dije obsequiosamente. Sentía curiosidad por conocer el significado de los extraños símbolos que escribía.
      Cerró su libro mientras me dirigía una mirada de desprecio.
      —¿Quieres una copa? —pregunté.
      No bebía.
      Tampoco fumaba puros.
      Y menos aún, me aseguró, alternaba.
      —¡Nunca con mujeres de mala reputación!
      —Entonces, ¿qué haces en una casa de mala reputación? —pregunté.
      Me tomó del brazo y me llevó hasta el balcón.
      —No hay otro lugar con mejores vistas del cielo nocturno —dijo casi en un grito, embargado por la emoción.
      Me quedé perplejo.
      —¡Para observar el cometa!
      Henri Matisse irrumpió con un lienzo y un caballete.
      —Me habían dicho que aquí encontraría a una odalisca —dijo rebuscando con la mirada por toda la biblioteca.
      —En Mombasa no hay odaliscas —comentó Gregg con obvio deleite.
      Matisse agachó la cabeza en un gesto de decepción.
      —¡Me lo habían prometido! —hacía pucheros— ¡He venido desde la Cote d'Azure sólo para pintar una odalisca!
      (¡Qué disgustado estaba!)
      —Aquí hay cocottes —observó uno de aquellos caballeros que hojeaban libros—, y cortesanas y mujeres de la noche.
      —¡La noche! —suspiró Gregg, porque la noche le interesaba profundamente.
      —¿Van vestidas con culottes? —preguntó Matisse con un brillo de esperanza en los ojos.
      —Me temo que no.
      La esperanza se extinguió en un solo instante y, con ella, la luz.
      —Yo conozco a una odalisca en Marruecos —comenté con ánimo de ayudar.
      —Marruecos queda muy lejos —Matisse tenía la voz cansada—, y ya he recorrido un camino muy largo para llegar hasta aquí.
      Desató las correas que ataban el caballete y lo montó. Me fijé en el lienzo, que esperaba a su odalisca.
      —Sin embargo hay un cometa... —dijo Gregg, que estaba obsesionado con «la poesía de la noche» (como más tarde le oiría describirlo).
      —A mí me interesan las habitaciones —contestó Matisse con un tono de despreocupación en la voz—. Las habitaciones y las mujeres que se mueven etéreas en su interior.
      —¡Pero el cometa sólo aparece una vez cada 76 años! —reivindicó Gregg.
      —El placer perfecto es menos frecuente aún —dijo Matisse.
      —¡El cometa! ¡El cometa! —exclamaba Gregg desde el balcón del burdel.
      Me tapé la cabeza con la sábana.
      —Ahora no, John —protesté.
      Se metió en la cama con nosotros; conmigo y con la hermosa joven que tal vez carecía de las vestimentas de un harén pero que, en mi opinión, era tan bonita como una odalisca.
      —¡Pero es bello! —gritó— Tracería celestial... vestigio de la mano que dibujó el universo... el brillo del pensamiento del Creador... el...
      Continuó cubriendo el cometa de alabanzas.
      (¿Es lo que vemos el cometa o sólo su huella? ¿Su presente incandescente o su encendido pasado? Interesantes preguntas; pero la mujer que yacía junto a mí en una espera húmeda y desnuda me resultaba mucho más interesante.)
      —El cometa nos da miedo, John —expliqué armado de paciencia—. Toda Mombasa tiene miedo.
      —¡Tonterías!
      —Incluso Sigmund tiene miedo de lo que presagia para el mundo.
      (La Edad del Terror.)
      —El cometa es una expresión de la constancia del universo —declaró Gregg—. Una promesa de eterno retorno.
      (Muchos lo llamarían catástrofe.)
      —¡Dile que se marche! —gritó la mujer.
      (¡Las camas son sólo para dos!)
      Matisse entró, perfumado con el aroma de los óleos.
      —¿Qué sucede? —preguntó metiéndose en la cama con nosotros; conmigo, con Gregg y con la mujer, que en aquel momento estaba como loca de atar.
      Matisse se dio cuenta de ello y rápidamente la ató a los barrotes de la cama con la cuerda de la ventana de guillotina.
      —Deseo pintarte a la luz del cometa —dijo.
      Gregg miraba la escena con aprobación.
      La mujer protestó, causó mucho alboroto, y la madame entró en la habitación, seguida de un desconocido que acarreaba un trípode y una cámara.
      —¿Qué sucede? —preguntó mientras el fotógrafo disponía su equipo.
      —Arte —se limitó a contestar Matisse.
      —La pintura está muerta —dijo el fotógrafo con una mueca de desprecio—. La fotografía es el único arte adecuado para el siglo xx.
      Matisse, insultado, tiró el pincel al suelo.
      —¡Desatadme! —exigió la mujer.
      —¡No! —gritó el pintor.
      —¡Sí! —gritó el fotógrafo, cuya especialidad era el movimiento.
      De repente aparecieron unas tijeras en las manos de la madame. Hechizado, yo observaba cómo la luz del cometa jugaba a lo largo de sus hojas.
      Sigmund salió de dentro del armario en el que había estado elucubrando.
      —¡Castradora! —gritó—. ¡Vampira!
      La madame cortó la cuerda.
      —Es por culpa del cometa —dijo para evitar nuestro enfado—. El cometa nos pone a todos nerviosos.
      —Muybridge es enemigo del arte —se quejó Matisse.
      Estábamos recorriendo las calles de Mombasa en busca de los colores locales.
      —Sus fotografías son estudios académicos del movimiento sin emoción alguna. No tiene como objetivo el placer, sino la eficiencia.
      Como no tenía una opinión formada, no dije nada.
      —¿Es que no te preocupa en lo más mínimo el futuro del arte?
      —No —contesté con toda sinceridad.
      Nos detuvimos a la entrada de un callejón. Teddy Roosevelt se apoyó contra la pared, estaba disgustado por su exilio. El sol refulgía con ira sobre las monturas metálicas de sus gafas.
      —Yo no me metería por ahí —advirtió.
      —¿Por qué, T. R.?
      —No es fácil regresar —dijo.
      (¿Se refería al callejón o a la historia, en cuyo laberinto se creía entonces irremediablemente perdido?)
      Miré al interior del callejón. No había nada extraño en él. Mendigos y viejos. Mujeres sentadas entre las sombras. Trozos de vajilla rota. Un olor acre a comida y a cuerpos sin lavar. El sonido de latas chocando y esa música chillona que parece una cuerda roja que se enreda sinuosamente por entre los exiguos y polvorientos árboles.
      Por un instante me pareció ver a Anna, que me había abandonado en Kampala por lo del león.
      —¡Anna! —llamé.
      El sol se hizo añicos contra el cristal de una ventana y ya no la volví a ver.
      Se me fue la cabeza a otra parte.
      A los gorriones que yacían muertos a mis pies.
      A la nube cuya forma casi me parecía recordar.
      A las figuras geométricas de colores detrás de mis ojos cerrados.
      Al libro que había tomado una tarde en el Hotel Mombasa y había leído sin comprender nada, como en trance, mientras mis ojos quedaban atrapados en las curvas de la tipografía.
      Un chico apareció del interior de la entrada de una casa y dijo:
      —Si ve al Sr. Gregg, dígale que venga, por favor —iba sucio, vestía con harapos y tenía un color que hacía pensar que estaba enfermo.
      —¿Que venga? ¿Adónde? —pregunté. Mis ojos quedaron abiertos, igual que sucede a veces cuando la luz del sol es muy brillante— ¿Y por qué motivo?
      Todos los sonidos cesaron.
      El chico se desvaneció; lo engulló la luz del sol o tal vez desapareció en África, donde todo viene y va de una forma tan repentina que la cabeza da vueltas.
      En aquel intenso silencio pude oír la efervescencia del cometa Halley en la oscuridad, al otro lado del mundo.
      —El cometa me arrastró a Mombasa —dijo Gregg—. Parecía decir que aquí encontraría al fin un tema digno de mi taquigrafía. Aquí tomaría nota de la poesía de la noche en lugar del dictado de los hombres de negocios. Mira...
      Abrió su libro y me mostró páginas llenas de una densa y misteriosa caligrafía; la letra puntiaguda y sinuosa de los sueños.
      —Todas las noches sigo la trayectoria del cometa mientras se adentra cada vez más en las profundidades de la mente.
      —¿La mente? —pregunté angustiado, temía que todo resultara ser ilusorio una vez más.
      —El cometa da color a nuestros sueños —dijo—. Mira...
      Señaló la cima de una colina sobre el océano Índico por donde caminaba Marie Curie, su camisón blanco relucía como la esfera de un reloj.
      Señaló a Sousa marchando sobre las olas con su helicón, que rebosaba de luz.
      Señaló a Einstein, cuyos ojos brillaban repletos de luminosas ecuaciones.
      Señaló a Freud, con un puro encendido en la oscuridad de Queen Victoria Street.
      Señaló la frágil jaula de luz de los hermanos Wright.
      Señaló al chico del callejón vestido con harapos, que brillaba en su enfermedad.
      —¿Quién es ese chico? —pregunté a Gregg con miedo.
      —Cree que puedo curarle; o, más exactamente, que el cometa puede curarle y que yo soy su profeta —sonrió con ironía—. Es lo que muchos creen en Mombasa.
      Le pregunté si yo estaba dormido, y si era así, qué luz arrojaba el cometa sobre mis sueños.
      La luz del deseo, dijo. La luz del asesinato.
      Mientras Matisse dormía y soñaba con odaliscas de pintura, Eadweard Muybridge estudiaba placas fotográficas. Había capturado el vuelo del cometa en una serie de exposiciones rápidas pero no estaba satisfecho con el resultado.
      —Lo que sucede aquí es lo que se me escapa —señalaba el espacio blanco del exterior de cada encuadre, la frontera en la que termina una imagen y comienza la siguiente—; y eso es lo que tiene mayor relevancia. El secreto de la materia reside en lo que no podemos ver.
      —Lo que sucede más allá del margen es el poema —dijo Gregg.
      —Es la ensoñación—dijo Matisse desde las profundidades de un sueño voluptuoso.
      Estoy dormido, o quizá despierto. Me es imposible distinguir entre lo uno y lo otro... En África durante los días del cometa. Dormido o no, le hago el amor a una mujer del color de la noche. Las cortinas están completamente abiertas para recibir la bendición del cometa, o tal vez su maldición. Nos movemos despacio entre partículas de luz, un polvo plateado que se nos enreda entre los cabellos. Ajeno a nosotros, Gregg está sentado junto a la ventana mientras toma nota del dictado del cometa. Matisse duerme; Muybridge duerme, sueña con caballos y púgiles. Teddy Roosevelt mira al cielo y llora.
      Conmovido, dejo a la mujer y me acerco hasta el balcón para estar a su lado.
      —¿Qué sucede, Sr. Presidente?
      —Ya no —dice—. Ya no. Ahora es Taft quien está al mando.
      —Su hora volverá a llegar, su hora de gloria.
      —Estamos perdidos.
      —Estamos en Mombasa —digo mientras le tomo la mano para consolarle.
      —Todos estaremos perdidos en aquello que nos depare el futuro.
      Mira a su alrededor como esperando ver a sus Rough Riders. A la colina, esperando quizá divisar aquí la colina de San Juan, junto al océano Índico. Mira a la mujer dormida bajo la mosquitera y desea a Alice, su mujer muerta. Ahora vuelve la vista hacia el cometa y se estremece:
      —En él veo las formas de la muerte.
      —No es más que roca —digo—. Y polvo.
      Niega con la cabeza. Él ve lo que yo no veo. El siglo deshaciéndose en ese único nudo de luz. Niega lo que ve con la cabeza: guerra, ruina, muerte... todo en ese nudo luminoso.
      —La Edad del Terror —dice Freud, que sondea las profundidades de sus sueños en su habitación de Queen Victoria Street.
      —¡No! —grita Matisse, que acaba de despertarse— Hay algo más. Puedo mostraros algo más que muerte, aunque habrá mucha en el siglo xx. La muerte será abundante.
      —¿Supongo que te referirás al arte? —comenta cínicamente Teddy.
      —Me refiero al placer —responde Matisse.
      Pero Teddy no sabe nada del placer. Se aleja sin dirigir siquiera la vista a la chica dormida, que está desnuda y merece al menos una mirada.
      —¿Y cuál es tu opinión? —me pregunta Matisse.
      Como de costumbre, yo no tengo una opinión.
      —¡La vida debería interesarte! —me reprende.
      Sí, Henri, pero es que la vida me aterroriza.
      —¿Qué haces aquí, en África? —quiere saber.
      Me encojo de hombros. Vine para cazar, para ir de safari. Pero ahora...
      —Bebo ginebra y hago el amor con mujeres, cuando puedo.
      Le parece bien lo de las mujeres, y también lo del amor.
      —Añoro la Cote d'Azure —dice con melancolía.
      —Entonces deberías volver a casa —añado. A tu habitación con vistas sobre el Mediterráneo. A tu pintura—. ¡Date prisa, Henri!
      Recoge su caballete, su lienzo cubierto de negra noche, y se adentra en la oscuridad; desaparece por algún agujero entre las sombras, o por alguna puerta, aunque no la he oído abrirse ni cerrarse. Hacia una Riviera tetradimensional, proclamaría más tarde Quigley, en la que el placer se intensifica. (Había asistido a las conferencias de Povolowski en París acerca de la cuarta dimensión y dedicaba sus momentos de ocio a buscarla en África.)
      Vuelvo adentro. Gregg está junto a la ventana, paralizado por la aguja de la noche.
      —¿Y tú cómo estás, John? —pregunto.
      No responde; parece ser que la poesía de la noche no tiene palabras. Sólo traza un jeroglífico en el aire que significa cometa.
      Creo que está loco. Creo que todos estamos locos y fuera del alcance de los poderes curativos de Sigmund. (Creo que Sigmund también está loco, pero me divierte.) Creo que el cometa es una bengala encendida desde un mundo que está naufragando.
      Me estiro junto a la mujer, que flota dormida bajo la mosquitera. Cierro los ojos y me dispongo a tener sueños de deseo, o de asesinato. Rezo para que el mundo se forme de nuevo después de estas horas de inconsciencia. Rezo para que no nos ahoguemos en el siglo.
      
© 2000 Norman Lock
Traducción:
Laura Manero
versión en inglés

Esta versión electrónica  ha sido publicada en  The Barcelona Review con el permiso del autor.
Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

biografía

Norman LockNorman Lock (1950) escribe con regularidad para revistas de teatro, radio y cine. "La hora del cometa" es parte de "A History of the Imagination", una colección de ficción post modernista. Otros relatos suyos han aparecido en Ambit, Archipelago, The Cream City Review, De Tijdijn, The Iowa Review, The Literary Review, Lo Straniero, NEeuropa, The North American Review, The Paris Review, The Quarterly, Rampike y otras publicaciones. En 1979 ganó el premio Aga Kahn de The Paris Review y su obra teatral The House of Correction estuvo entre las 10 primeras piezas teatrales de 1988 y 1994 por The Los Angeles Times. Lock vive en New Jersey donde pueden comunicarse con él a la siguiente dirección: HNLOCK@aol.com

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