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Carlos Basualdo

EL NACIMIENTO


Ese sábado Jeremy despertó antes que todos en su casa. Para un niño es fácil despertar temprano si el día promete ser emocionante, y esa tarde jugaban las semifinales de la liga de su cerro: él era defensa central del mismo club donde había jugado su padre, sus tíos y aún jugaba su hermano mayor: categoría infantil, 12 a 13 años. Jugar siempre en el mismo club era una especie de tradición familiar. Se levantó en silencio y fue a la cocina a ver qué había de comer; unos minutos después llegaría su hermano, que tampoco era capaz de mantenerse en la cama.
      —¿Tay haciendo desayuno, enano?
      —No, estaba viendo qué hay nomás.
      —Ya, anda a comprar pan, don Jaime tiene abierto a esta hora, y te traís unos huevos—le dijo, tendiéndole unas monedas.
      Jeremy salió corriendo, mientras su hermano ponía el agua a calentar. Él jugaría más tarde, en otra división, y también estaba nervioso. Inquieto, fue a despertar a su madre para avisarle que el desayuno estaba casi listo.
      La casa era una casa sencilla, de madera, construida por el abuelo, que estuvo entre los primeros que poblaron ese sector de Valparaíso. Luego el padre hizo una ampliación, aunque ya en esos años la madera era demasiado cara, de modo que lo terminó con material ligero, y sus hijos mayores fueron sus ayudantes. Cuidaban su pequeño jardín, y la reja de tablas siempre se mantenía pintada, aunque el padre se había ido de la casa hace un par de años ya.
Cuando la despertaron, la madre se levantó riendo: bromeaba con que había que tener cuidado, no fuera a producirse una catástrofe porque los chicos hubieran preparado el desayuno, y les decía que no la ayudaran en nada más, para que no se lesionaran antes del partido. Los chicos reían, ansiosos, tal como anduvieron toda la mañana hasta que por fin se hizo hora de ir a jugar.
      Llegaron a la cancha temprano, antes que las familias y los hinchas cargados de sándwiches, bebidas y cervezas más o menos escondidas. Antes de los viejos que son dirigentes o ex jugadores y que van a la cancha como quien va a misa, cada domingo (también porque no los aguantan en la casa, de todas formas). Antes de los vendedores de anticuchos, y de los perros que siempre llegan cuando se junta mucha gente. Lo bueno es que el día estaba rico para jugar a la pelota: era un sábado de abril, con el sol preciso para que dé gusto correr.       El viento estaba muy fuerte sí, pero da lo mismo, en Valparaíso siempre se juega con viento arriba de los cerros.
      El partido en sí fue una porquería. Estaban nerviosos, no daban dos pases seguidos. Por si fuera poco, antes del cuarto de hora Jeremy dejó un despeje muy corto, y el 10 de ellos la agarró chanchita a la salida del área: golazo, y a sacar del medio. Le dieron ganas de desaparecer, de irse de ahí, hasta le dieron ganas de llorar como cabro chico cuando vio las caras de sus compañeros, y vio a los pendejos del otro equipo celebrándoles el gol casi en la cara.
      Pero al mirar a la galería, encontró a su hermano gritándole que no pasa nada, que tranquilo, a jugar. Estaba su mamá aplaudiéndolo, gritando “¡Vamos!”, pobrecita que no se le ocurría qué más gritar si ni le gusta el fútbol y va para verlos a ellos nomás, aunque grite todo el partido. Se armó de valor, respiró hondo, como el entrenador siempre dice, y a partir de entonces no cometió más errores; su equipo se adelantó en la cancha, y él siempre estuvo rápido para llegar a todas las pelotas: no dejó jugar al nueve de ellos. Sus compañeros atacaban a veces a tontas y a locas, corrían, y muchas veces les llegaron de contra. Pero él estuvo bien, y no volvió a meter las patas.
      Puede que el partido haya sido desordenado, feo, lleno de equivocaciones, y con veintidós mocosos corriendo detrás de la pelota en vez de mantener sus posiciones, todos empujándose, gritando cosas y perdiendo el balón en cuanto lo conseguían. Quizá para los que estuvieron afuera, porque Jeremy no pensaba en nada de eso. Sólo pensaba en la siguiente jugada, tan concentrado que en algún momento olvidó a la gente de las tribunas, al vendedor de anticuchos, a los perros. Olvidó a su madre y a su hermano, olvidó que se jugaban el paso a la final; en ese momento sólo pensaba en lo que tenía que hacer: avanzar, retroceder, atacar el balón, pararse para dejarlos off side. Era como un mapa en ese momento, con todos sus rivales y compañeros en la cabeza, y sabiendo siempre qué decisión tomar.
      Casi al final del partido tuvieron premio, y consiguieron el triunfo. A Jeremy y a su equipo tuvieron que sacarlos de la cancha para que se fueran a la ducha y desocuparan luego los camarines, porque no paraban de celebrar. Al volver a la galería, ya cambiado, recibió la primera sorpresa desagradable del día: su madre, en vez de quedarse a ver la definición de la serie de su hermano, quiso que la acompañara a casa, para ayudarla con unas compras del día. Ella parecía incómoda, como si no quisiera irse, pero tampoco estar allí. Jeremy la siguió rezongando, como lo han hecho todos los jóvenes de la historia del mundo.
      Ella había escuchado en la cancha sobre un incendio, en el sector de Laguna Verde. El incendio, dicen, no se detenía con nada, y el viento estaba empujándolo hacia abajo, hacia las casas. Pero claro, las viejas en el sector hablan de cualquier cosa, y trató de no darle importancia.
      Sin embargo, no podía dejar de pensar en su casa sola, y aunque quizá fuera una tontera suya nomás, esperó a su hijo más pequeño y se retiró con él, no sin advertir al otro que se fuera derechito nomás, que terminando el partido llegara luego, que no se anduviera demorando en tonteras con los cabros del equipo, que son todos desordenados, si yo los conozco, decía.
Llegaron a casa, Jeremy y su madre, y ella prendió la tele mientras Jeremy, enojado aún, se encerró en su pieza con el celular. La verdad, la televisión no daba buenas noticias: el incendio estaba lejos de ser controlado, y ya estaba cerca de las primeras casas, mientras las Compañías de Bomberos acudían como enjambres de abejas, intentando actuar coordinadamente, moviéndose en torno al gigante de fuego, acosándolo con chorros de agua, irritándolo, intentando controlarlo y acabar con él. Pero el gigante se servía del viento, que hacía saltar llamas para todos lados, que lo multiplicaba y lo convertía en pequeños focos feroces creciendo por todas partes, como flores de desarrollo rápido, que necesitaran comerse todo lo que se les cruce por delante. El humo ya era visible desde todo Valparaíso, y al poco rato llegó el hermano de Jeremy, diciendo que habían suspendido el partido porque la gente estaba asustada. Algunos decían que estaba agarrando las casas del cerro, las de más arriba.
Por si acaso, los dos hermanos salieron a limpiar el terreno donde vivían, tratando de actuar con normalidad, como si no estuvieran asustados. Hasta ahora, a veces habían debido asumir tareas de adultos: pequeñas reparaciones en la casa, trabajar algún fin de semana si hacía falta el dinero, o cuidar de su abuelo cuando estaba enfermo. Pero esto era totalmente distinto: ya no se trataba de ayudar a su madre, sino de pararse frente al horror y ser capaces de plantarle cara.
      Los vecinos ya estaban todos afuera de sus casas, tratando de desmalezar, o simplemente mirando la nube negra que parecía más grande y más amenazadora por momentos, mientras corrían todo tipo de rumores, ciertos, falsos e incomprobables: que estaban desalojando a la gente de más arriba, que ya se habían quemado como diez casas, que había muerto un abuelito, que no había que evacuar las casas, porque algunos estaban aprovechándose para robar.
Jeremy y su hermano no hacían caso de ellos, sino que estaban dedicados a limpiar la casa, con su madre y un tío que llegó luego a ayudar, preocupado y preguntando si no querían irse a la casa de él, que estaba casi en el plan. Le dijeron que no, gracias; igual se quedó a desmalezar, y fue el que propuso mojar la casa cuando el fuego ya era visible allá arriba en la punta del cerro. Ahora era todo distinto, las llamas se habían presentado en el cerro, y estaban subiendo los carros de bomberos, como podían, por las estrechas callejuelas. Bomberos a pie, mezclados con gente bajando de las casas, asustadas, algunos con sus mascotas en brazos, otros con colchones, televisores y los objetos más increíbles que uno se pueda imaginar. Un viejito bajaba abrazado a un tubo de gas, el tubo le pesaba mucho y al anciano le costaba bajar pero no lo soltaba ni aceptaba que lo ayudaran. Todo el cerro estaba fuera de sus casas ya, y muchos las empezaban a abandonar, sin importarles si era todo lo que tenían.
La madre de Jeremy no se decidía a dejar su casa, y solo decía “esperemos” cuando le proponían bajar. Esperemos, si hay muchos bomberos, si el fuego está lejos, si parece que no va a bajar. Esperemos, si el viento sopla pal otro lado. Pero confiar en el viento es confiar en un traidor, y de pronto, salió de la nada una ventolera feroz, que hizo saltar las llamas, como un demonio volador que hiciera presa en unos arbustos, ya a menos de una cuadra de la casa de Jeremy. El tío acababa de mojar la casa, y decidió ir a apagar el árbol, antes que el fuego saltara. Pero no lo dejaron; la que intervino fue la madre de Jeremy.
      —¡No, cuñado, no se arriesgue! Vámonos mejor: ¡ya, niños, una bolsa de ropa cada uno, rápido! ¡Pocas cosas, lo justo nomás!—gritó a sus hijos, que entraron corriendo. Ella juntó una carpeta con recuerdos, una muda de ropa y algo de dinero que tenían.
      Sin embargo, al salir, las cosas habían cambiado: en menos de un minuto ya no era un árbol el que ardía, sino todo el sendero. Estaban empezando a quedar atrapados, y Jeremy fue el primero en tomar la manguera al verlo. Apuntó a los árboles más cercanos, sintiendo el calor en la cara, sin oír los gritos de su madre, pero sí escuchando crepitar las hojas. Estaba igual que durante el partido de fútbol: solamente concentrado en su tarea, sin pensar en nada ajeno al fuego, a los árboles y a su casa. Su tío y hermano intentaban juntar agua en baldes y apagar la reja de madera, que empezaba a encenderse en algunos puntos. Alguien le gritó que apuntara el chorro hacia el suelo, hacia donde nace el fuego, y así lo hizo.
      La madre lloraba, y en algún momento Jeremy pudo escucharla, por encima del fuego. Al escuchar a su madre fue como si se rompiera el hechizo: Jeremy se dio cuenta de lo que estaba haciendo, vio que las lenguas del fuego crecían, y supo que iba a morir. Quiso llorar, quiso salir corriendo a abrazar a su mamá y decirle que lo rescatara, pero vio a su tío corriendo, como un loco intentando botar la reja para apagarla con una frazada. Vio a su hermano llevando un balde con manos temblorosas, y a su madre con la cara arrasada en lágrimas, y llenando otro balde para cuando el muchacho volviera, y no cedió. Siguió apuntando al piso, obstinadamente, intentando abrir una brecha por donde pasar, pero una manguera de casa es insuficiente, y todos estaban destinados a conocer los secretos que esconde el fuego.
      Sin embargo, a veces se puede torcer al destino. Y a veces, cuando sigues luchando sólo por obstinación, sólo por no caer, sólo por no llorar como un cabro chico, ves un chorro de agua enorme apagando los árboles, y dos bomberos uniformados sacándolos de ahí a todos. Te ves en brazos de un oficial de bomberos, y escuchas como grita “¡Este cabro estaba apagando el fuego con la manguera de la casa!”, y ves de pronto el respeto en las caras de los voluntarios. A veces el destino te da una segunda oportunidad, y tú terminas recibiendo primeros auxilios, y después en un albergue, sin saber si tu casa sigue ahí o si se ha perdido. Estás en una sala grande, llena de gente venida de todos lados de Valparaíso, y tratas de dormir al lado de tu hermano. Tienes ganas de llorar ahora, pero sabes que no ese llanto no es de niño chico. Estas ganas de llorar son las primeras lágrimas de grande de tu vida.

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Carlos Basualdo es chileno, sociólogo y trabaja en el ámbito de la convivencia escolar. Literariamente, ha participado en alguna publicación colectiva, y ha ganado algún premio pequeño, en el área de la poesía. Por otra parte, hace un par de años que trabaja como narrador oral, como parte de un colectivo de cuentería.


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