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Biografía | English Original

De pies y manos por Nicholas Royle

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1.
      
Fue Caroline quien me dijo que, pasados los treinta y cinco, es imposible conocer a nadie que pueda llegar a significar algo en la vida de uno. Evidentemente, lo de los treinta y cinco es arbitrario: que para Caroline fueran los treinta y cinco no significa que tengan que serlo también para mí ni para vosotros. En nuestro caso, podrían ser los treinta y seis, o los cuarenta, pero por ahí anda la cosa. Lo que llevó a Caroline a formular esta teoría fue el convencimiento de haber encontrado al hombre de su vida en Graham, un tipo al que había conocido en una cena a la semana siguiente de haber cumplido los treinta y seis y después de haber sobrevivido (mal que bien) a toda una serie de relaciones desastrosas. Además de ser agradable y atento, Graham poseía una inteligencia considerable y --lo que es más-- parecía de fiar. Sin embargo, resultó ser la peor de todas sus conquistas, y Caroline lo dejó. Gracias a un e-mail enviado por el amigo común que los había presentado en aquella cena, Caroline se enteró de que Graham se había dedicado a escribir a todos sus amigos diciéndoles que Caroline se lo había quitado de encima porque "no pegaba con sus muebles". Y, no contento con eso, había añadido una posdata que rezaba: "A la mierda la clase media."
       --¡Pero si él es más de clase media que yo --protestó Caroline!--. Cuando pienso que confiaba en él...
       Pues bien, poco antes de Navidad, ocurrió algo que me hizo recordar la teoría de Caroline.
       Resulta que yo sólo trabajo media jornada y, como es lógico, tengo mucho tiempo libre, de manera que, cuando se acerca la Navidad y me encuentro con un montón de tarjetas que enviar, en vez de gastarme una pequeña fortuna en sellos, procuro entregar en mano todas las que me quedan a tiro del pase de metro. Trabajando como trabajo sólo media jornada, cualquier excusa para ahorrar es buena.
       A juzgar por algunas de las tarjetas que me remiten año tras año nombres que cada vez me resulta más difícil descifrar (¿o será que, con el paso del tiempo, cada vez significan menos para mí?), todo el mundo sigue la misma política que yo en lo que a tarjetas de Navidad se refiere. A saber: enviarlas a ciertas personas año sí año también aunque en los doce meses intermedios no haya tenido noticias suyas. Aunque no recuerde la última vez que me enviaron una tarjeta. Aunque no me la hayan enviado jamás. Por puro pundonor. Me imagino a la persona en cuestión abriendo el sobre con una pícara sonrisita en los labios y pensando: "Vaya, vaya, con que sigue ahí, ¿eh? Enviando tarjetitas, como siempre."
       Una de esas personas a las que siempre envío una tarjeta de Navidad es Chloë. Siempre me aseguro de haber escrito su nombre con diéresis porque aún recuerdo lo pesada que se ponía con eso. Chloë vive en un edificio art-déco situado en una calle muy céntrica del distrito WC1. Me acerqué a su casa una tarde fría y despejada de la primera semana de diciembre. Busqué el nombre de Chloë entre todos los que había escritos junto a las hileras de timbres, llamé y esperé. Nada. Volví a llamar y esperé un par de minutos antes de intentarlo por tercera vez. Tampoco obtuve respuesta. Al fin y al cabo, era lógico: lo más seguro es que estuviera trabajando.
       El edificio no tenía buzón, y las puertas acristaladas de la calle no se podían abrir desde fuera. Tampoco podía pasar el sobre entre las dos hojas porque la ranura estaba cubierta de arriba abajo por una placa protectora de metal. Volví a bajar a la acera y, oyendo rugir el tráfico a escasos centímetros de mi persona, me paré a pensar en lo tan agradable que debía de ser vivir tan cerca de tanto coche, tanto autobús, tanto camión y tanto mensajero motorizado. Es el precio que hay que pagar cuando se quiere vivir en el centro.
       En aquel preciso instante debería de haberme dado por vencido y añadido la tarjeta de Chloë al montón de las que necesitaban franqueo, pero me pareció estúpido renunciar después de haber estado tan cerca de mi objetivo. Entonces divisé a un anciano ataviado con un grueso abrigo y una bufanda anudada al cuello que se aproximaba a la puerta desde el interior. Subí los escalones rápidamente y le sonreí cuando se disponía a atravesar el umbral. El anciano no me devolvió la sonrisa, pero sí me dejó entrar. Una vez dentro, abrí las puertas articuladas del viejo ascensor art-déco y subí al último piso. Unos pasos por el reluciente pasillo de linóleo y me encontré frente al piso de Chloë.
       Dudaba entre llamar o limitarme a introducir el sobre en la ranura del buzón. En la puerta había una plaquita dorada con el nombre de Chloë, un detalle encantador. Indicio de una personalidad fuerte. Aquí vive Chloë Thomson, tanto si os gusta como si no. Hasta ha puesto el nombre en la puerta.
       Chloë y yo nos conocíamos desde nuestra época de estudiantes, cuando los dos vivíamos en la misma residencia. Era tan guapa que la mayoría de mis compañeros de sexo masculino la consideraban simplemente inalcanzable. Además, había algo en su manera de comportarse que no invitaba siquiera a intentarlo. Pero a mí todo eso me traía sin cuidado, porque mi interés en ella no era sexual, al menos en un principio, y gracias a esa distancia nos hicimos amigos.
       Al final, en vez de llamar o de meter la tarjeta por la ranura, me agaché y levanté la solapa del buzón sin hacer ruido. Inmediatamente me alegré de no haber llamado ni haber metido la tarjeta sin más.
       Chloë, atada de pies y manos con una sábana o una camisa de fuerza, colgaba cabeza abajo del techo, sujeta por una cuerda anudada a un gancho de aspecto temible. Estaba en la habitación principal, al fondo de un corredor estrecho. A lo largo del mismo pasillo había otras puertas entreabiertas. El cuerpo de Chloë se balanceaba ligeramente de un lado a otro, y sólo se oía el leve crujido de la soga al rozar el garfio. Dejé la tarjeta sobre el felpudo para no caerme mientras me contorsionaba para ver la expresión de su cara.
       Entonces oí ruido a mi espalda y, rápidamente pero con cuidado, recuperé la verticalidad hasta encontrarme de nuevo en cuclillas frente a la puerta.
       Alguien estaba abriendo desde dentro una de las puertas que había al otro lado del pasillo. Oí cómo retrocedían las clavijas, cómo encajaban los pernos en sus respectivos huecos y cómo tintineaba la cadena. No me quedé a saber más. Ya había llegado al fondo del pasillo cuando me acordé, sonrojado por la acción combinada de la adrenalina y el remordimiento, de la tarjeta que había dejado abandonada sobre el felpudo. Era demasiado tarde para recuperarla. El vecino de Chloë ya había salido y ya se había vuelto a cerrar la puerta con llave. Podría haberme escondido y volver al cabo de un rato a echar otro vistazo, pero no me importa confesar que aquel inicidente me había puesto los pelos de punta. No sabía si había sido testigo de una escena de sexo, de sadismo o de una mezcla de las dos cosas; tampoco sabía si Chloë estaba sola o en compañía de alguien a quien yo no había llegado a ver, y hasta que lo supiera no podía formarme una opinión al respecto.
       Esa misma noche me llamaron por teléfono.
       --¡Hola, adivina quién soy! --Era Chloë. Tanta alegría daba un poco de grima.
       --¡Caramba! --disimulé--. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Qué tal estás?
       --Muy bien. --De repente me acordé de que, al principio de conocernos, Chloë solía decir siempre que todo iba "muy bien". Lo decía aunque fuera más que evidente que todo no iba "muy bien". Aunque todo fuera fatal. Y siempre lo decía con la misma alegría postiza, como si fuera una reacción automática--. Muy bien.
       --Me alegro --dije.
       --Gracias por la tarjeta.
       --¿Ya la tienes?
       --Pues claro. --No dijo dónde la había encontrado, aunque yo ya tenía preparada una excusa por si acaso: había confiado el sobre a un vecino suyo que entraba en el edificio con la petición de que se la entregara--. ¿Qué te creías? --añadió--. El momento de silencio que se produjo entonces me dio la certeza de que Chloë sabía que había estado en su casa y la había visto. No sabía qué decir.
       --Bueno, ¿y qué tal te va la vida? --me preguntó. Eso sí que no me lo esperaba.
       --Bien. No me puedo quejar. ¿Y a ti? --dije.
       --Bah, voy tirando.
       Otra pausa. Cuando hablo con mujeres como Chloë, las pausas me ponen nervioso. Había que salir del paso como fuera.
       --Estarás a tope de trabajo --balbuceé--. Aunque, hoy en día, quién no lo está, ¿verdad? Casi no tenemos tiempo ni para respirar, ya no digamos para ver a los amigos y tomar una copa mientras hablamos de los viejos tiempos... En fin.
       Me oía y no creía lo que estaba oyendo.
       --Voy a buscar la agenda --dijo ella.
       ¡Qué había hecho! Antes de haber estado en su casa, no me habría importado en absoluto quedar con ella para tomar una copa. Pero desde aquella tarde ya no las tenía todas conmigo. No quería meterme en ninguna movida desagradable.
       Quedamos en comer juntos la semana siguiente.
       Entonces me paré a pensar por qué aún le escribía todas las Navidades, y me vi obligado a admitir la posibilidad de que fuera porque, mientras los dos estuviéramos solteros, la seguía considerando una pareja en potencia. Lo peor que podía hacer era sacar conclusiones precipitadas: o bien me encontraba ante la sucesora en prácticas de Houdini, o bien yo mismo estaba a punto de necesitar un cursillo de escapismo.
      
      
      
2.
      
       Supongo que una mujer de mi experiencia no debería haber aceptado la invitación de alguien capaz de visitar una página con un nombre como el de alt.sex.fetish.amputee. Y de admitirlo delante de una colega de sexo femenino mientras saca la leche de la nevera para prepararle una taza de té.
       Patrick abrió la puerta del congelador industrial y sacó de su interior un tetrabrick de leche abierto. Hice un esfuerzo para no pensar en el contenido de la nevera, aunque seguramente ya lo había visto --al menos en parte-- en alguna otra visita al depósito. Cuando vertió la leche en la taza de porcelana --su única concesión al sibaritismo--, vi que algunas gotas se deslizaban desde el ángulo rasgado hasta el costado de la taza y desde éste hasta la superficie de acero inoxidable de la mesa. Me sorprendió que alguien como Patrick, que se pasaba el día diseccionando cadáveres, no tuviera más pericia que el resto de los mortales a la hora de abrir un cartón de leche. Seguí observándolo mientras estrujaba la bolsita de té con un instrumento no identificado, removía el líquido y me ofrecía la taza con el asa libre. Tenía buenos modales: eso no se le podía negar. Hay hombres que, en cuestión de educación, no llegan ni al insuficiente, lo cual es tanto como decir que conmigo nunca llegarán al aprobado.
       Desde luego, yo daba por descontado que Patrick estaba interesado en mí. Que le gustaba, vaya. Y que conste que no soy de las que hacen esta clase de afirmaciones sin fundamento. Las tazas de té, las sonrisitas tímidas, los ramos de flores con los que volvía a casa en metro. Las miradas de los demás pasajeros al ver la cinta violeta. En aquel entonces las flores me parecían sólo eso: flores, un toque de color para alegrar el piso. Vivo en el último piso de un edificio art-déco que tiene el jardín en la parte de atrás, y, como mi piso da a la calle, la única manera que tengo de ver flores es comprándomelas yo.
       La verdad es que no necesitaba las visitas al depósito para llegar a fin de mes, pero algo de dinero extra siempre es bien recibido. Hay médicos que se niegan a hacer este trabajo. A otros, y sobre todo en el caso de nuestro hospital, los desaniman los pasillos subterráneos, las cañerías con goteras, las paredes pintadas al temple y cubiertas de vaho... En realidad, sólo se trata de echar un vistazo al cadáver, comprobar que no tiene ninguna marca sospechosa y firmar el impreso correspondiente: nada del otro jueves. También es cierto, sin embargo, que la primera vez que bajé a la morgue, el cambio repentino de temperatura después de haber recorrido los pasillos empañados del sótano me provocó un ligero mareo. Antes incluso de haber visto a Patrick rodeado de camillas y cadáveres, incluido el que tenía sobre la mesa con el pecho abierto.
       Patrick se dio cuenta y se brindó a preparme una bebida caliente mientras me ofrecía asiento. En visitas sucesivas, observamos siempre el ritual de sentarnos y charlar un rato sin hacer caso del cadáver de turno. A Patrick parecía no afectarle en absoluto aquella yuxtaposición trivial de vida y muerte, y yo me las ingeniaba para aparentar indiferencia al objeto de no ofenderlo. Por la cantidad de preguntas que me hacía sobre la vida en los pisos superiores, y por la manera como me interrogaba sobre el funcionamiento interno del centro, acabé creyendo que el pobre vivía aislado en las entrañas del hospital. Llegué incluso a pensar que tal vez le daba miedo subir y mezclarse con los pacientes y con el resto del personal. ¿Era la posibilidad de contaminarlos con su mera presencia lo que le preocupaba? Lo dudo.
       Patrick tenía treinta y tantos o cuarenta y pocos años y el pelo rubio rojizo, llevaba unas gafas con montura de plástico más bien pasadas de moda y una bata gris parecida a la que llevan algunos tenderos de pueblo. Con manchas desagradables. Yo traté de no pensar en él como en una forma de vida inferior por el simple hecho de trabajar en la morgue, algo que los médicos hacemos con frecuencia. También es cierto que los empleados del depósito, por su parte, no son conocidos por su conversación ni por su don de gentes: no deja de ser lógico. En el caso de Patrick, además, se daba la circunstancia de que era hijo único. Con el tiempo, sin embargo, nuestras charlas fueron abarcando diversos temas, y llegó el día en que tuve que plantearme los motivos que me empujaban a seguir bajando a la morgue una vez establecido el hecho de que Patrick se sentía atraído por mí.
       Admiradores no me faltaban, y, en un par de casos, me atrevería casi incluso a hablar de candidatos a pretendientes. Si alguno de los dos me hubiera interesado especialmente, ya me habría encargado de dar esperanzas al interesado. En el hospital había un médico, de mi misma categoría pero de una especialidad diferente, que me había invitado a salir un par de veces. Si hubiera insistido un poco, si hubiera demostrado un poco más de decisión, podríamos haber acabado por consolidar algún tipo de relación al cabo de unos cuantos meses. Pero tanto él como el otro candidato, el que no era médico, me habían parecido demasiado débiles. Y no me extrañaría nada que yo a ellos les hubiera parecido demasiado agresiva. En ese caso, los que me conocen bien saben hasta qué punto estaban equivocados, porque soy una auténtica gatita. Si hay algo que me gusta es que que me dominen.
       Patrick también era apocado. En parte, creo yo, debido al abismo profesional que nos separaba y a su exarcebada conciencia de clase. En parte, también, a una timidez innata y de lo más comprensible en un hombre con una vida social tan limitada como la suya. Digamos que no era el tipo de persona que necesita lápiz y papel para recordar todas sus citas. El pobre veía más nombres en las etiquetas del depósito que en su agenda. Y fue precisamente su perserverancia a pesar de los pesares la que consiguió cautivarme. Durante meses, observé sus maniobras de aproximación, y el sonido de su voz al otro lado del cable telefónico: "Tengo un número dos. ¿Bajas?" consiguió animar alguna que otra tarde de tedio. Como ya he dicho, el dinero extra me iba bien, y treinta y tres libras a cambio de echar una miradita y una firma no estaban nada mal.
       Ni siquiera me molesté el día que metió la pata presumiendo de haber visitado la página de internet que reproduce imágenes de personas que han sufrido amputaciones múltiples. Sobre todo porque lo hizo al cabo de pocos minutos de que yo hubiera visto, por primera vez desde el principio de mis visitas a la morgue, una chispa de vida en sus ojos. El incidente ocurrió cuando, al ir a sentarme, pisé algo mojado con el talón y resbalé. Para no perder completamente el equilibrio, me incliné todo lo que pude hacia adelante, justo enfrente de él. Sé por el espejo qué porcentaje del escote dejé al descubierto en aquel momento, pero, aunque no hubiera espejos, lo sabría igualmente por la expresión de la cara de Patrick. Digamos que se me vio casi todo. Llevaba años prometiéndome a mí misma que el día menos pensado me pasaba por Rigby & Peller para que me hicieran un sujetador a medida, pero el caso es que aún no lo había hecho, y la verdad es que, desde que me eché unos cuantos kilos encima al dejar de fumar para celebrar mi primer contrato fijo, prácticamente no tengo ningún sujetador de mi talla.
       Patrick desvió la vista enseguida, pero no lo bastante como para ocultar ese destello de emoción que confirmaba mis sospechas. El cadáver que había bajado a examinar aquel día era de un amputado, y creo que el propósito de Patrick al hacer referencia a las fotos de internet era salir de la incómoda situación en la que él mismo se había metido segundos antes al bromear sobre mi sentido del equilibrio comparándolo con el del fiambre.
       Fue un par de días más tarde, es decir, durante mi siguiente visita a la morgue, cuando Patrick me preguntó si me apetecería tomar una copa con él después del trabajo, una copa de verdad en el mundo real. Sí, dije yo, por qué no.
       Una vez en el pub, nos sentamos en un rincón, lejos de los demás bebedores. Patrick nunca me había hablado de su situación personal, presente o pasada, y yo nunca le había preguntado nada al respecto. Con la mirada fija en mis manos, colocadas la una encima de la otra sobre la mesa, enfrente de mí, me confesó que le parecía una mujer hermosa. Muy hermosa. Y, para disimular los nervios, se llevó enseguida la jarra de cerveza a los labios. Yo le cogí la mano libre y se la estreché. Desconcertado, bebió un trago de cerveza que le empapó la comisura de los labios, y dejó la jarra sobre la mesa. Luego atrapé con fuerza su rodilla izquierda entre mis piernas, se la solté, tiré un posavasos al suelo a propósito, y me agaché a recogerlo. Tan despacio como pude, y asegurándome de que él disfrutaba de una buena panorámica. Cuando volví a erguir la espalda, lo encontré ruborizado y sonriente.
       Cogimos un taxi hasta mi casa y, durante las siete horas siguientes, follamos, hicimos el amor o como se diga, prácticamente sin parar. De madrugada, cuando volvía de la cocina después de beber el enésimo zumo de naranja de la noche, quise avergonzarlo por haber hecho referencia a aquellas fotos de amputados, y me dejé caer de rodillas sobre la alfombra con las manos a la espalda. Patrick saltó de la cama, imprimiendo un cómico balanceo a su pene aún en erección, y me penetró allí mismo, en el suelo. Yo me hice la manca para seguirle el juego. Saltaba a la vista que mi fingida indefensión lo volvía loco.
       Pronto hicimos nuestros pinitos en el mundo del sadomasoquismo; para atarme, utilizábamos corbatas, cinturones de toalla y correas de cuero. Patrick sentía curiosidad por el gancho que había en el techo del salón. Según me había dicho el de la inmobiliaria, el anterior propietario del piso lo había colocado para poder izar el piano desde la ventana. Durante las tres semanas siguientes, nos acostamos juntos cuatro o cinco noches por semana, siempre en mi piso. Cuando no estábamos follando, lo estábamos dejando para ir a trabajar; el resto del día vivía en un estado perpetuo de excitación y atolondramiento. No estaba enamorada, eso lo tenía claro, pero estaba loca por él. Más de una vez me sorprendí pensando si no nos estaríamos arriesgando demasiado teniendo en cuenta... en fin, todo. Pero no hice caso. Ahora, al echar la vista atrás, me doy cuenta de que ya entonces aquella relación me provocaba una ansiedad que yo me negaba a reconocer. Patrick empezó a atarme cada vez más fuerte, y yo no supe oponerme a sus deseos con la decisión necesaria. De hecho, él interpretó mi actitud como un simple acicate.
       El día que se presentó en casa con una soga me puse nerviosa de verdad.
       --Ah no, eso sí que no --protesté cuando señaló el gancho del techo.
       Patrick dejó la cuerda en el suelo, se bajó la cremallera del pantalón y empezó a masturbarse, algo que yo era incapaz de contemplar sin sentir el deseo irreprimible de intervenir. Así pues, me arrodillé frente a él y me puse a chupársela. Él se inclinó para quitarme la parte de arriba y luego me bajó los tirantes del sujetador. Mientras, me llevé las manos a la espalda para desabrochármelo. Patrick colocó una mano cálida sobre mi pecho izquierdo y me apretó suavemente el pezón. Yo seguí a lo mío, de abajo arriba, de abajo arriba, siempre con movimientos largos. Entonces él me levantó con un solo brazo --el trabajo en el depósito le había desarrollado la musculatura-- y me llevó hasta la cama.
       Después de corrernos los dos, nos quedamos el uno junto al otro, con la cabeza vuelta hacia la puerta del dormitorio y la mirada fija en el gancho del salón.
       --Por favor --insistió por última vez. Me encogí de hombros.
       La excitación pueril que se apoderaba de él mientras me ataba de pies y manos resultaba de lo más enternecedora.
       --Tú confía en mí --dijo.
       Con mucho cuidado, anudó la soga al gancho y comprobó que éste aguantaría mi peso; sólo entonces me soltó.
       Puede que fuera el estar cabeza abajo lo que terminó de modificar mi punto de vista. Patrick se quedó en un rincón masturbándose mientras yo me balanceaba de un lado a otro incapaz de mover brazos ni piernas, como si me los hubieran amputado. No me pareció bien que se limitara a mirar y a montárselo él solito. No disfruté con ello. Y dejé de confiar en él.
       Más tarde, cuando ya me había desatado y yo ya le había dicho que quería pasar la noche sola, encontré la tarjeta de Ben en el felpudo, le llamé y estuve hablando un rato con él. Me propuso salir a tomar algo y, como pensé que me convenía hacer algo normal para variar, acepté.
      
      
3.
      
       El incidente del gancho lo cambió todo. Chloë me prohibió volver a su piso y, por el tono que empleó, me di cuenta de que la cosa iba en serio. Pensé que a lo mejor se echaba a llorar, pero no lo hizo. Al menos por teléfono.
       Tampoco volvería a firmar ningún otro certificado de defunción, me dijo.
       Intenté razonar con ella, pero no quería ni oír hablar del tema.
       A partir de entonces casi todo el dinero de los partes fue a parar a los bolsillos de un médico de urgencias, un tipo robusto y de mejillas sonrosadas que se hacía llamar Bryan Demeter. Nunca le ofrecí té. El trámite de firmar los certificados de defunción ya no duraba más de lo que tardaban los de la funeraria en llevarse el cadáver.
       Empecé a fumar. Oí decir que Chloë había solicitado una plaza de especialista en Aberdeen. Traté de ponerme en contacto con ella, pero siempre me decían que estaba reunida. Podría haber subido a buscarla a su planta, pero no lo hice. No pasé de la planta baja. Al pie de las escaleras había una puerta --cuya llave guardaba yo-- que conducía al patio de luces de la vieja sede del hospital, sin más límite que el cielo azul en lo alto. Como en el depósito estaba prohibido fumar, solía salir al patio a fumar. Levantaba la cabeza y me quedaba mirando los pisos superiores. Allí, en algún lugar, está Chloë, me decía, y me preguntaba si volvería a verla jamás.
       A unos dieciocho metros del suelo había una red de seguridad que cerraba el patio de luces. Un día me di cuenta de que a un pájaro se le habían quedado las patas enredadas en ella y no había podido escapar. Había muerto de hambre y de sed. Boca abajo.
       Tiré el cigarrillo al suelo, lo apagué de un pisotón, y cerré la puerta con llave para volver a mis cadáveres. Entre ellos estaba el de una joven que nos habían mandado de urgencias aquella misma mañana. Bryan Demeter la había examinado en el momento de su ingreso y me había hablado de ella; no sé qué le había hecho creer que me interesaría. Se llamaba Caroline, y la habían golpeado brutalmente en la cabeza con una silla de su propiedad diseñada por Philippe Starck. Garabateadas con pintalabios rojos en el espejo de su tocador habían aparecido las palabras: "A la mierda la clase media". La policía localizó el pintalabios en el piso de alquiler del novio de la joven, un tal Graham. Según parece, se entregó sin oponer resistencia.
      

© 1997 Nicholas Royle

Biografía | English Original



Traducción: Mercè López Arnabat

"De pies y manos" ("Trussed") se publicó en la antología Sex, Drugs, Rock’n’Roll, edición a cargo de Sarah LeFanu, publicada por Serpent’s Tail, 1997. Pedidos: Internet Bookshop. Esta versión electrónica de "Trussed" publicada por The Barcelona Review por cortesía del autor y Sarah LeFanu. Este cuento no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de utilización

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