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índex català   Junio-Julio 2007 no. 59

Reseñas59

 

Afterpop: La literatura de la implosión mediática
Eloy Fernández Porta


Crítica de la razón gastronómica
Javier Pérez Escohotado


En el remolino
José Antonio Labordeta

 

portadaAfterpop
La literatura de la implosión mediática
Eloy Fernández Porta
Berenice, Córdoba, 2007

Eloy Fernández Porta es autor de tres libros de relatos. El primero, Los minutos de la basura (Montesionos, Barcelona, 1997), es bueno. El segundo, Caras B (Debate, Barcelona, 2001) es buenísimo. Y el tercero, Bibliografieras, no ha aparecido todavía aunque algunos de los relatos que lo integran sí han sido publicados en revistas y antologías de varios países. El primero tuvo una recepción discreta, lo cual es lógico teniendo en cuenta que los libros de relatos aquí no venden, que lo editaba una editorial independiente, y que era el primer libro de un autor muy joven. El segundo tuvo una buena recepción crítica, aunque muy por debajo de lo que hubiese merecido. Caras B es un libro abrumador y delicioso, insolente, divertido e inteligente (un atentado terrorista literario, dijo Rodrigo Fresán en la presentación de Barcelona cuando decir estas cosas todavía no era pecado) que puede compararse con muy pocos libros de relatos escritos en castellano durante los últimos años, y que en el momento en que se reedite volverá a parecer absolutamente nuevo.

Si me refiero a la recepción que han tenido estas obras, es porque ése es uno de los temas del último libro de este escritor, Afterpop. La literatura de la implosión mediática, un libro de ensayos editado recientemente por la editorial Berenice. La literatura cambia constantemente y con ella cambia la forma de leerla, especialmente la forma crítica de leerla y las herramientas que es necesario poner en juego cada vez. Y en este continuo desplazamiento siempre se ha producido el mismo desfase entre una cosa y la otra. Las nuevas propuestas narrativas, especialmente las que juegan a romper el cerco de la tradición y coquetean con la categoría de lo nuevo, suelen tenérselas que ver con un espacio crítico poco preparado, poblado por profesionales cómodamente instalados en las formas narrativas que son capaces de entender, y dispuestos a procesar aquellas propuestas con estos esquemas. Es un malentendido que se repite de forma periódica con la aparición de cada vez más textos, y contra el que se propone este libro.

La cesura entre estos dos universos narrativos es precisamente el punto de partida de este libro. De un lado estaría la literatura vulgarmente asociada con el concepto de alta cultura, que tiene forma de novela y categoría de seria. Del otro la literatura vulgarmente asociada con el concepto pop, que en muchos casos se gana la etiqueta por el mero hecho de contener la palabra Coca-Cola, y que a nivel de recepción crítica suele ser tratada con cierta condescendencia y con reflexiones planas del estilo “es una novela influenciada por la tele”. Afterpop se propone analizar a fondo estas percepciones de forma integral, fijándose tanto en el acto de creación y las corrientes estéticas como en las formas de distribución de los productos que genera y los mecanismos de recepción y promoción. Todo desde un par de premisas iniciales: las conclusiones estéticas, lo que es o no es literatura seria y alta cultura, depende de un juego de poder regulado en el contexto matrix del mercado, y este juego de poder tiene un alto componente generacional y unas implicaciones básicamente económicas. El ejemplo del que arranca el libro, para entendernos, es una comparativa entre dos libros, Cuando fui mortal de Javier Marías, el libro vulgarmente entendido como serio escrito por un autor serio, y El hombre que inventó Manhattan de Ray Loriga, el libro vulgarmente entendido como poppy y juguetón escrito por un autor despeinado. La propuesta de Afterpop es meterse a fondo en estas percepciones gratuitas y eliminar todos los “vulgarmente” que a mí, por ejemplo, en este párrafo, me han servido irónicamente para no aclarar las ideas que he ido soltando, y que menos irónicamente es un protocolo de análisis crítico de uso común.

De ahí, de tanto “vulgarmente”, que la etiqueta de pop a Fernández Porta le resulte insuficiente. De ahí la propuesta de la etiqueta “afterpop” para referirse a un tipo de creación artística que ya no cabe en la anterior. Y de ahí lo que me parece el elemento más potente y legitimador de este libro de ensayos: la forma en que está escrito, una forma nueva para hablar de una cosa nueva. Cada uno de estos ensayos está escrito con la artillería conceptual de un sofisticado académico, con el atrevimiento, la agresividad  y el desparpajo de un escritor punk, y con la erudición desmedida de un auténtico erudito en cultura pop que controla por igual el lenguaje de la crítica musical, cinematográfica, de telebasura, de cómic, de moda, de tendencias, etc.

Todo ello convierte Afterpop en un libro denso, complejo y de lectura lenta, además de hilarante y, sobre todo, brillante. Un libro que con el tiempo funcionará como manual pero que mañana mismo puede usted leer como un análisis del presente, y no sólo del presente literario. Por otra parte, la doble vertiente de este escritor, la ficción y el ensayo, cada vez se muestran más convergentes. Este libro de ensayos está escrito con un millón de licencias más propias de la ficción que del ensayo (vulgarmente serio). Sus relatos cada vez tienen un mayor componente ensayístico y una mayor carga de crítica cultural. Y su columna mensual en la revista Quimera, titulada “Terrorinfo”, está en un territorio igualmente confuso y fértil. 
Robert Juan-Cantavella

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El almuerzo de Montaigne y la Crítica de la razón gastronómica

portadaCrítica de la razón gastronómica
Javier Pérez Escohotado
Global Rhythm, Barcelona, 2007.

Es la hora de la comida. El lector se dispone a disfrutar de un par de horitas de plácida degustación, en soledad, sentado a la mesa: a la izquierda un lápiz de punta afilada y una pluma que ¡ay! ya no es de ganso;  a su derecha, a modo de servilleta, un papel blanco. Abre el menú, de excelente diseño; el autor, Javier Pérez Escohotado, le ofrece nueve platos –algunos  ligeros, otros de saborear más lento– y un sorbete final, a modo de bibliografía; platos que, de entrada, decide aceptar en el mismo orden en que aparecen; no le cabe duda de que el autor –al que se niega a llamar chef, maître o restaurador, palabras abominables que él nunca usaría– ha querido combinar adecuadamente la distinta textura y consistencia de los platos.

Se sirve el primero, en realidad un entrante, un plato para hacer boca (apenas siete paginitas) que lleva por título “Gastronomía recreativa: Ferrán Adrià, industria y milagro”. Pronto ve a qué se refiere la última pareja de palabras: alude al famoso episodio cervantino de las bodas de Camacho, en el que la agudeza, el ingenio (la ‘industria’) vencen al supuesto milagro. El lector recuerda otro texto, un cuento de El conde Lucanor, el dedicado a “Don Illán, el gran maestro de Toledo”, magníficamente glosado por Azorín (otro buen catador), en el que también se mezclaban ambos ingredientes, con unas perdices asadas de por medio. En este cuento el ingenio lo pone el autor, Don Juan Manuel, y el lector siente que algo mágico, maravilloso, ha ocurrido mientras iba leyendo el relato, sin que deje de asombrarse por ello.

También en el plato que está ahora degustando tiene cierta sensación enigmática: ¿qué opina en realidad Javier Pérez de Ferrán Adrià: industria o milagro? Este entrante, cuyos ingredientes no acaba de reconocer, le ha dejado la boca seca. Pide, a modo de segundo plato, la bebida: “El vino entre los judíos, moros y cristianos en la España medieval”, un recorrido por el kosher, el haram y el licitum (los términos con que se refieren al vino cada una de estas tres religiones). Javier Pérez explica cómo el uso de esta bebida, históricamente, se ha movido entre la salud y la moral, entre el exceso (la ebriedad) y la religión (la sobriedad). El autor nos pone en guardia: se empieza por prohibir el vino y se acaba por pedir la abstinencia de la carne (en sus dos acepciones). Los guardianes de la moral no quieren que nos ocurra lo que a aquel personaje de Galdós, que enloquecía cada vez que probaba las chuletas. Lo mejor es la moderación: seamos, pues, abstemios moderados.

Toca ahora un intermedio dulce: abordamos “Xocoa y los nacionalismos de base trófica” (con Barcelona de fondo), un artículo que hubiera podido firmar perfectamente Manuel Vázquez Montalbán, donde queda claro que no todo es lo que parece. Todavía con el sabor del chocolate con naranja amarga en la boca, llegamos al plato dedicado a Berceo. En él encuentra el lector consideraciones antropológicas y literarias que le resultan sugerentes; además visita, de la mano del autor, San Millán de la Cogolla y Santo Domingo de Silos, y se entera de los milagros de los santos que hoy se han convertido en topónimos. El lector se siente satisfecho, sobre todo, cuando llega (a partir del equilibrio y la armonía de las potencias del sistema hipocrático) a la imagen del “paraíso en la tierra”, con la que se identifica plenamente.

“Teoría de la tapa o la franquicia como problema” es un texto sorprendente, donde Javier Pérez pone en juego toda su habilidad lingüística y sus dotes de poeta, desde la paradoja inicial para definir a la tapa (tapa = fugacidad + persistencia en el tiempo) a la agudeza expresiva (“la tapa es la jibarización del plato”). La lírica y el costumbrismo, en fin, se dan la mano en la página 87: “La tapa semantizada brilla sobre el mostrador de madera de roble como una mariposa palpitando sobre una rodaja de pan o reposa ordenadamente, plateado boquerón brillante, en compañía de sus semejantes sobre una bandeja que todavía puede ser de duralex”.

Mientras el comensal lector leía algunas páginas anteriores, ha visto asomar la cabeza, en varias ocasiones, a don Pedro Laín Entralgo, médico, ensayista y académico que tuvo sus días de gloria durante los años oscuros de la dictadura. Ahora, cuando llega a “El pensamiento gastronómico de Manuel Vázquez Montalbán”, rememora cuál fue el primer libro que Carvalho quemó en su chimenea de Vallvidrera (Tatuaje): España como problema, del ínclito profesor. Los jugos gástricos se le activan al recordar que este mismo autor escribió unas memorias tituladas Descargo de conciencia: de nuevo, moral y gastronomía frente a frente.

Es el artículo dedicado a Montalbán uno de los que más le gusta al lector: conoce muchos de sus ingredientes pero queda sorprendido de la habilidad para cocinarlos de Javier Pérez. Le resulta algo conocido y desconocido al mismo tiempo. La mera lectura de algunos de sus apartados ya le parece sugerente: “Ética y estética del hambre: el hombre es lo que come”, o este otro: “La utopía: placer, saber e imaginación”. Al hilo de estos y de cierta frase que hizo famosa el profesor José María Valverde por los mismos años en que ‘reinaba’ Laín, se le ocurre otra: “Nulla diethetica sine ethica”, “no hay dietética sin ética”, o lo que es lo mismo “no hay buena comida sin reflexión posterior”.
Los tres últimos capítulos están enlazados temáticamente. El primero da una interpretación convincente y quizá definitiva del refrán “Buena olla y mal testamento”, en clave conversa, escéptica y erasmista. La frase está extraída del proceso al bachiller Medrano, viejo conocido del autor, y personaje a quien dedica el penúltimo de sus textos “Cárcel y dieta de Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo”. La simple lectura de las “cédulas gastronómicas” que éste escribía desde la cárcel y con las que pretendía aliviar su régimen carcelario, son un auténtico placer. No se resiste el lector a copiar algún fragmento: “Señor, por me hacer merced, me haga buscar en todo Toledo un poco de vino que sea bueno... y envíeme un poco de queso añejo y, si es posible, la sábana. Y negocie cómo salga de aquí presto”. Gastronomía y libertad.

El último plato se nos sirve bajo la advocación laica de Erasmo y Vives, a cuya luz se lee el Libro de cocina de Ruperto de Nola, traducido del catalán en 1525 por vez primera, y reeditado en las prensas logroñesas de Miguel de Eguía, el conocido impresor, amigo del humanista holandés. El hecho de que esta obra sea, según los especialistas, “el verdadero libro de cocina de la España del siglo XVI” da una relevancia mayor a esta “conexión erasmista” descubierta por Javier Pérez.

¿Hemos terminado? No. Falta el sorbete –la bibliografía– y la reflexión final: ¿El hombre es lo que come? Sin duda; pero también es lo que lee. Hoy comamos y leamos que mañana ya veremos. Camarero: ¡un café!                                                         
Joaquín Parellada

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Lucidez, piedad, perdón

portadaEn el remolino

José Antonio Labordeta, 
Anagrama, Barcelona, 2007

Si algo caracteriza a este honesto personaje en todos los ámbitos en los que ha desarrollado su ya dilatada andadura es la evidencia de una prolongada experiencia emocional y la fidelidad a unos orígenes. José Antonio Labordeta es un hombre con el que la cultura y gentes de este país se encuentran en deuda y no sólo por su honestidad. Poeta más que estimable -y hermano de un gran poeta, Miguel- novelista, cantautor y mucho más, en todas facetas en que ha intervenido ha dejado huella de su talla intelectual y humana: desde los complicados comienzos de la añorada revista Andalán, su experiencia docente, su ejemplar paso por la política e incluso por un medio tan innoble en la actualidad como la televisión -donde ha dejado la impronta de un saber que va muchísimo más allá de la campechanía y que entronca con insignes figuras de nuestra narrativa de los cincuenta- en definitiva, su vasta huella de hombre de cultura y la férrea lealtad a unos principios irrenunciables han jalonado el discurrir de su varia actividad. Como apunta el también aragonés José Carlos Mainer en la enriquecedora introducción de la novela, la popularidad de Labordeta ha oscurecido al escritor vocacional, iniciado como muchos coetáneos en el ámbito de una prosa acorde para expresar la desolación que destilaba aquel mundo insatisfactorio.

Aunque el punto de partida de esta pequeña joya literaria se sitúa en los albores de la Guerra Civil y los sucesos que en ésta tienen cabida en los días inmediatos a la sublevación militar del 18 de julio, no ha querido el autor con ello profundizar en el acontecimiento histórico o en los enfrentamientos ideológicos que en él tienen cabida; su intención, por contra, le ha llevado a ubicarse justo en el umbral de la tragedia, donde la inminencia de la atrocidad y la pérdida de la razón conducen al desenfreno y la ausencia de toda humanidad. Una guerra civil produce un ingente material oral con el que las generaciones venideras quedan atrapadas recreando sus historias, leyendas, música y mitología, materia troncal de la que arranca la historia narrada. Labordeta añade a su interés por estas historias la fascinación por los factores inevitables del destino y la fatalidad. La misma mezcolanza de realidad y fantasía de la que procede el universo de Faulkner y todos los autores que han unido la tragedia de la guerra a la fantasía heroica.

El título, En el remolino, expresa con acierto la inexorabilidad de esas fuerzas y cómo arrastran a toda una danza de personajes condenados de antemano y sin posibilidad de quedar dignificados en el desarrollo del relato. En un pueblo pequeño e innominado tiene lugar una historia de persecución, de venganza y desamparo, una partida sanguinaria para dar caza y muerte al usurero local Braulio, en la que participan todos sus convecinos, desde Pascual al joven Angelito, sin que la autoridad del cura don Rogelio ni el juez don Luis sea capaz de afrontar los acontecimientos. Un puñado de personajes cuyo coro de voces sirven a Labordeta para plasmar con cruda limpieza la pérdida de control que acontece cuando la normalidad y la conciencia han desaparecido. La tensión trágica del relato, marcada por un tiempo fragmentado, encuentra en el interior de los personajes su mejor medio de expresión aprovechando la calidad de su peregrinar confuso, sin apenas concesiones a la prosa adornada. Como poeta, el autor se ve atrapado con fascinación por la densidad de espacios y personajes; la trama es sólo un destino hacia el que todas fatalidades, el odio y la guerra convergen.

            La prosa del relato surge como consecuencia de la tensión albergada en el interior de los personajes y la temporalidad, alterada, parte de la sinrazón final para iniciar el camino de regreso hacia el punto de partida. El deambular errático, desprovisto de cualquier referencia cronotópica estable, se encuentra complementado por un registro coral acorde al espíritu de la horda persecutoria, fiel al que fuera el título originario de esta pieza, Cada cual aprenda su juego. El áspero paisaje se adapta constantemente a las necesidades escénicas del relato; así, acaba anegado por la lluvia como la propia boca de los muertos y barrido con posterioridad por un aire desolado que recordará en el futuro la perpetuación del dolor y la soledad a la que ha sido condenada esta comunidad. En definitiva, un breve e hipnótico novelón revelado sin el sectarismo ni los discursos ideológicos grandilocuentes que suelen aderezar este tipo de relatos, más bien formulado con sabia lucidez y la piedad de una conciencia tranquila.
Carlos Vela

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tbr junio - julio   n° 59

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