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índex català   Junio-Julio 2007 no. 59

GR-83

Jorge Carrión

(Fragmentos del libro GR-83, Barcelona, 2007)

 

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2. Las cajas negras son de color naranja. El negro está en el interior, en el corazón del artefacto, donde se encuentran la placa de memoria y sus circuitos integrados. El corazón –siempre– memoria. También hay negro en el propio concepto: el accidente, la caída, el naufragio, el aterrizaje forzoso, el duelo, el luto, el misterio descifrable, el recuerdo: porque si el recuerdo fuera de algún color seguramente sería de ése. Pero el exterior de una caja negra es naranja flúor, con cintas que reflejan la luz, para facilitar la localización de ese almacén de memoria en caso de que deba ser rastreado. Además, en el exterior de la caja hay una baliza de localización subacuática, con un transmisor alimentado por una batería de litio (seis años de vida útil), que se activa en caso de accidente en medio líquido (hasta seis mil metros de profundidad) y emite pulsaciones que se detectan con un receptor especial (un máximo de treinta días).
       Una caja negra tiene una cápsula térmica que puede soportar 1.100 ºC durante un tiempo máximo de treinta minutos, un aplastamiento de cinco mil libras, un impacto de 2.250 kilogramos y hasta cuarenta y  ocho horas de inmersión en cualquier elemento líquido.
       Las presiones.
       Es un híbrido de datos mecánicos y de testimonio humano. Datos de vuelo y conversaciones en la cabina. Impulsos electromagnéticos y voces.
       Acaban de inventar la caja negra para humanos: C.P.O.D.: registra y almacena datos biológicos (cambios de ritmo cardiaco, cantidad de oxígeno en la sangre, temperatura, respiración, presión sanguínea) y coordenadas espacio-temporales. Itinerarios internos y externos, simultáneos.
       Quizá, algún día, todos llevemos una caja negra microscópica implantada en el corazón. Mientras tanto sólo nos queda la aproximación, el viaje que nos propone la ruta de la caligrafía o la tipográfica: sus raíles impresos: estas líneas.

 

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12. El ámbar gris se usa en perfumería. Pero cuando compras el perfume no sabes que esa substancia fue encontrada flotando en el mar, que su aroma fuerte y agradable deberá ser limpiado de la sal marina, que se creó en el intestino de una ballena. Tú sales a la calle, perfumado, ambarado, ambarino, intestinal, y no sabes nada de esa prehistoria. Así circulamos; así (a menos) nos va.

 

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31. En el camping de Vilamala un anciano nos dijo que de aquellas cosas sólo sabía su yerno. Estábamos en la vieja masía que hace las veces de restaurante, recepción y hogar de los dueños, mirando las reproducciones de viejos pósteres que decoran las paredes, y ante la pregunta de uno de nosotros sobre la procedencia de aquellas ilustraciones, respondió que había sido su yerno, que no sabía él nada al respecto. Todos los pósteres eran del primer tercio del siglo XX: sindicatos anarquistas, bibliotecas populares, propaganda anti-fascista. La espardeña pisando una cruz esvástica. Cuántas veces hemos visto esa imagen en nuestros libros de texto y en documentales de televisión. Pero el anciano no sabía nada, escudado en su sonrisa de póquer: esa historia no va conmigo, parecía decirnos, sentado en su rincón, las manos congregadas sobre el bastón, junto a la chimenea apagada. Se acordaba perfectamente de la geografía de la comarca de la Garrotxa, pueblo por pueblo, camping por camping, pero no era capaz de recordar cómo una sala de su casa había sido decorada con publicidad de los años treinta.
       Dos días después, siguiendo el riachuelo que culebrea hacia el Coll de Bucs, les preguntamos a los dueños de una casa por dónde proseguía el GR-83. Era una casa señorial, que se había anexado el antiguo molino con gusto de arquitecto contemporáneo. Aprovechaba la pendiente para fundir las escaleras privadas con el camino público. A la puerta, tras el último escalón, alrededor de una mesa de jardín disfrutaban los dueños y sus invitados de una barbacoa. Perdó, bon profit, ens podrien dir per on segueix la ruta?, les preguntamos desde lo alto. Que no teniu mapes?, con la boca llena, el anfitrión, òstia, és que sempre estem igual, ja estic fart de tant d’excursionista. La mujer, como un resorte, se levantó ante las imprecaciones de su marido, no sabríamos decir si avergonzada o acostumbrada, y nos indicó por dónde debíamos seguir.
       No, no tenemos mapas, quisimos haberle respondido, pero no porque no los deseemos, sino porque los vuestros no nos sirven; quisiéramos haberle escupido: están caducos, son falsos, dictados por la conveniencia, en el momento en que deberíais haber cambiado el rumbo ciento ochenta grados y no sólo diez, quince a lo sumo, al día siguiente de cuando dejó de llover, y ahora, cuando os habéis dado cuenta de que la llovizna es casi inofensiva, que ya no traspasa los tejidos de vuestros trajes, que no llega a los huesos, que no pudre, ahora habéis querido tener memoria, pero ya está corrupta, como los ayuntamientos que manejáis, secuestrados por los promotores inmobiliarios, vuestra democracia en manos de la cosa vostra; quisiéramos haberle gritado: para hacer mapas hay que tener buena memoria, y vuestros padres, que ahora son abuelitos venerables que se dejan entrevistar por televisión, abuelitos que aún piden permiso para hablar, para contar, para confesar, todo lo que no hablaron, todo lo que no contaron, todo lo que no tuvieron el valor de confesar, os piden permiso, vuestros padres convertidos en vuestros hijos, pequeños, quisimos decirle, hicieron mapas vacuos, no quisieron recordar y vosotros no quisisteis que recordaran, por eso reprodujisteis sus escalas desproporcionadas, sus curvas de nivel inversas, hasta ahora, un cuarto de siglo después, sesenta años más tarde, en que habéis decidido, dictado, dictaminado, ordenado, que al fin ha llegado el momento de hacer memoria, de profanarla, ahora que podéis sacarle doble partido, lucro económico en series de televisión, documentales, rutas turísticas, premios, novelas de éxito, exposiciones subvencionadas, y lucro ideológico en desvíos de mirada, para que atendamos a los años treinta y no a los setenta, el momento en que deberíais haber mapeado con tintas y escalas nuevas, ni tampoco a los ochenta y noventa, cuando os convertisteis en agentes inmobiliarios, en mafiosos, en especuladores políticos, en gestores culturales; quisimos desangrarnos por la boca, vomitándole, palabras-coágulos: ahora queréis que hablemos con los abuelitos, que se nos mueren, para que no os preguntemos a vosotros sobre la memoria reciente ni sobre vuestros trajes húmedos, que huelen a armario cerrado de paredes putrefactas, a mohín, a carne gangrenada.
       Quisimos decirle.
       Refrescarle la memoria, bajo aquel sol de justicia.
       Pero sólo le dijimos gràcies, molt amable, y seguimos avanzando: nuestro turno habría de llegar.

 

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39. En el Museo de la Ciencia de París se leía que el mundo era (es) azul como una naranja.
       La piel de la naranja, cortada en espiral: la hélice del ADN colectivo: nuestro camino digresivo, de meandros.
       Por eso haré ver que estoy en París y que vuelvo. Haré ver que el viaje que se acaba, el viaje real, tuvo el inicio de su regreso en París y que, desde allí, estoy volviendo. Haré verlo.
       Como si hubiera borrado tres de esos e-mails en cadena de corte político (Fwd: nada ha cambiado), recibidos desde tres direcciones diferentes, aunque fueran el mismo, aunque ya lo hubiera recibido otras veces, aunque seguramente lo volvería a recibir, como si lo hubiera borrado una vez más, consciente de que su persistencia boomerang me lo devolvería.
       Internet nos hace más textuales que nunca; también: cíclicos.
       Como si al salir de cibercafé, sin saber cómo, hubiera ido a parar al Sena, que seguía (el tiempo) fluyendo. Y al ver el esqueleto férreo del Pont des Arts me diera cuenta de que cada una de mis visitas a París se había correspondido con un escritor. J.C. y el Barrio Latino. W.B. en los pasajes y bulevares bretonianos. P.C. en la rue Émile Zola y el Pont Mirabeau. W.G.S. en la Biblioteca Nacional y en la Gare d'Austerlitz, la misma que había estado, que estaba –porque ya el subjuntivo se deshacía en el pretérito– en mis cuatro llegadas y en mis cuatro partidas.
       Me detuve a observar el puente, el abdomen apoyado en el muro que separa la carretera del río. Como el Pont Neuf, doscientos años más antiguo, el Pont des Arts, que se erigió en 1804 como un jardín casi ingrávido, de metal, es a un tiempo realidad arquitectónica y metáfora, unión física y conceptual de la orilla bohemia y la burguesa, los callejones universitarios del Barrio Latino y el poder híbrido que representa el Louvre, con sus edificios neoclásicos que almacenan riqueza artística adquirida y robada, obtenida por donación y por saqueo, y su pirámide transparente, simulacro postmoderno de las pirámides reales, las construidas por mano de obra esclava, cuyos tesoros se exhiben como propios en los sótanos del museo francés.
       Durante décadas fue una pasarela con peaje.
       Desde aquí, completamente convencido de que mi viaje empieza por terminar en París, rodeado por jóvenes, el Pont des Arts es quizá menos monumento, más símbolo, en atardecer ambarino con pátina de exhibición: luz a través de la vitrina que nos separa del mundo. Tres barcos chocaron contra él. Transcurridos ciento cincuenta y ocho años desde su construcción se produjo la primera colisión. Corría 1961. La segunda fue en 1973. La última y más catastrófica, en 1979: dañó sesenta de los ciento cuarenta y siete metros de acero.
       W.B., por tanto, lo atravesaba cuando aún se mantenía intacta la estructura que se había erigido entre 1801 y 1803, en el corazón de un París aún no roto, en un mundo aún no roto, pero cuyas grietas empezaban a crujir bajo las suelas del viajero; al menos en sus primeras visitas; en la última, en cambio, las grietas ya eran tan drásticas que socavaban los pilares de todos los puentes posibles. P.C. y J.C. tal vez se cruzaron alguna vez en esos metros en suspenso sobre el río, en los años sesenta. Poco tenían que ver sus combates respectivos. El poeta de la Bukovina murió en las aguas de este (aquel) río en 1970, de modo que no supo de las dos otras colisiones. Catorce años más tarde, una enfermedad carcomió la vida del escritor argentino. W.G.S., en fin, vivió el París muy posterior al mayo del 68 y a los puentes destruidos por la ocupación y por el azar, la ciudad de la democracia recalcitrante, olvidadiza, el mundo que ya veía en la arena adoquinada más que un proceso global de desertización.
       Trato de visionar a esos cuatro extranjeros –en sus diversos grados de exilio– caminando por esa pasarela frágil sobre el Sena, sus cuatro parises y el mío, persiguiendo sus sombras, persiguiéndome a mí mismo tras sus sombras, en un laberinto en que se sobreimprimían las huellas de mis pasos a las páginas que ellos escribieron. Miro el Pont des Arts por última vez y echo de menos la memoria fotográfica que nunca tuve.

 

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54. Y ahora, mientras trato de cerrar el documento de Word que fue cuaderno que está siendo libro, que se acaba, leo en el diario que ha nacido la Ibarra Real, de raíz ilustrada, pero monárquica, para disponer de una “letra genuinamente española, entre las romanas”. El mismo diseñador creó hace diez años la letra Hispana.
       Llevo días, semanas, meses textuales en Mataró, sintiendo cómo el viaje se acaba. Se ha inaugurado y se ha clausurado la exposición El Camp de la Bóta, de F.A. Por eso tengo esa lista de víctimas de mi ciudad. La lista que recibí por e-mail y que he conservado, doblada, durante todo este tiempo. No sé qué hacer con ella. No sé qué hacer con este texto, con este libro, con esta novela histórica. Siempre he trabajado en Book Antiqua, cuerpo 12: no sé qué hacer con esa incoherencia.
       Pasó el tiempo. En la inauguración, en el Museu de Mataró, de la exposición me encontré a F.A, ectoplasmático, cansado y atento, entre las fotografías y los videos. No estaban, en cambio, mis compañeros del viaje a lo largo el GR-83; no la visitaron. Sólo los viejos se interesaron por aquella exposición: en el fondo nosotros (mi generación, la de mis padres) los vemos con la piel amarilla, con la fisonomía del abuelo de los Simpson: obnuvilados frente a aquellos partes de fusilamiento, aquellas listas negras, aquellas fotos de familia amarilleadas por el tiempo.
       Pasó el tiempo. En los paseos que di por Mataró, ciudad recuperada después de una larga ausencia, descubrí que se habían abierto oficinas de turismo y que existía un plan para erigir un gran museo de la ciudad, un museo enorme que ocuparía las naves y las oficinas de una antigua fábrica. Estábamos en 2006 y mi ciudad casi natal, que había sido sobre todo industrial, que había contado con un astillero que ya nadie recordaba, que había nutrido de telas y de calcetines a media Madrastra, se estaba convirtiendo en un gran espacio turístico, parte minúscula de un estado-museo.

© Jorge Carrión, 2007

CarrionJorge Carrión (Tarragona, 1976) es doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra, profesor de literatura española en Aula Escola Europea y crítico cultural del suplemento Cultura/s de La Vanguradia. Autor del libro de artista GR-83 (Beca KRTU y Memorial Democràtic de la Generalitat de Catalunya; Autoedición, Barcelona, 2007; del que este texto es una suma de fragmentos), del libro de viajes La brújula (Berenice, Córdoba, 2006), de la novela corta Ene (Laia Libros, Barcelona, 2001) y de la traducción El sueño, de Bernat Metge (DVD Ediciones, Barcelona, 2006).

Véase del autor en TBR 38: “Roberto Bolaño, realmente visceral”.

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