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La proyección de diapositivas
por Matt Marinovich

Traducción del inglés por
Ana Alcaina

 

 

 

    Éste es mi hermano. No me preguntéis de dónde ha sacado la furgoneta de repartir la leche ni esa gorra torcida. Yo acababa de bajarme del avión. Acababa de llegar y me encontré con todo el tinglado. Si no fuese porque he dejado el alcohol, creo que hasta me habría alegrado y todo.

* * *

    Ésta es la autopista que tomamos para volver del aeropuerto. Luces eléctricas borrosas.
    —Estás malgastando el carrete —me dijo mi hermano.
    —¿De dónde has sacado la furgoneta? —le pregunté.
    —La he tomado prestada —me contestó con acritud—. Sólo por hacer un poco de cachondeo.

* * *

    Una pandilla de chicos blancos en el aparcamiento que hay fuera del bloque de mi hermano. No hacen nada en todo el día, sólo vagar por ahí con sus camisetas de baloncesto y comportarse y hablar como una banda de negros. Alguien había lanzado una botella al aire, pero aquí todavía no se ve cómo cae al suelo.

* * *

    Ésta es muy fácil de interpretar: mi hermano, su mujer, Deb, y yo comiendo comida china en el restaurante más grande del mundo. Había siete salones distintos para cada uno de los continentes y todas las camareras tenían que vestirse según el lugar donde estaban. En África no comía ni Dios. México estaba abarrotado de críos.

* * *

    El mueble-bar de mi hermano, cerrado a cal y canto. En su interior, todas las palabras dichas por las que no me perdonará en la vida.

* * *

Mi hermano durmiendo con la boca abierta, estirado en el sofá. «Ahora que siempre estoy sobrio -- le dije --, me gusta quedarme toda la noche despierto hablando.»   Fijaos en que el cenicero está hasta los topes de cigarrillos, mis cigarrillos. Aun después de que se quedara dormido, seguí hablando. De Patty, básicamente.

* * *

    El patio. Un pegote de zona verde que trajeron hasta aquí en camiones. El resto era polvo y suciedad y paradas de autobús y ventanillas negras con grandes pósters y letras rojas que decían: «¡Defensa personal! ¡Empiece ya!» Nunca había visto tantas clases de defensa personal en mi vida. Toda la gente con la que me cruzaba por la calle parecía experta en artes marciales. Hasta las personas mayores. Cuando le pregunté a una viejecita dónde quedaba una calle, me rodeó haciendo un semicírculo y flexionó una rodilla.

* * *

    Eso se supone que es un halcón. Es el puntito negro que se ve sobre el tejado. Todos los días, una mujer con pinta demacrada y vestida con un chándal blanco salía a pasear a su gato y el animal se agarraba con todas sus fuerza al pavimento por miedo del halcón.
   —Le salvé la vida —me dijo un día que me la crucé al salir—. Un día más y se habría convertido en cenizas. Me agaché para acariciar al gato y descubrí que tenía un ojo completamente blanco.
   —¿Es que lo han operado? —pregunté.
   —No —me dijo—. Saltó por mi ventana.

* * *

    Un arco iris de camino a Big Sur. Paramos el coche en el arcén y Deb me hizo sacar la foto.
  
   —¡Qué bien! —exclamó—. Cuando vuelvas a tu casa, podrás verlo cada mañana y te alegrará el día.
   Ahora lo estoy mirando y sólo puedo pensar en su carita blanca, en aquellas diminutas gafas de sol y en la enorme visera azul que llevaba a todas partes.

* * *

    Aquí estamos en un área de descanso. Ése es el Volkswagen de un tío que se había dedicado a pegarle miles de muñequitos de juguete a su coche con pegamento. Soldaditos de plomo, dinosaurios de plástico, elefantes en miniatura... Nos quedamos allí de pie, mirando el coche y diciendo cuáles eran nuestros favoritos. Más que cualquier otra cosa, parecían la clase de trastos que te regalan en las cajas de cereales. Yo estaba señalando un Chewbacca de la capota cuando el tío salió del bosquecillo, limpiándose la porquería incrustada en los pantalones. Llevaba el pelo greñudo y grasiento, lleno de canas, y aparentaba unos setenta años. Pasó junto a nosotros sin decir una sola palabra. Dio un portazo y empezó a tocar el claxon hasta que entendí el mensaje. El sonido era muy débil, como si hubiese ido de costa a costa con el coche. Lo vimos salir del aparcamiento, y volvió a hacer sonar el claxon cuando una familia que llevaba una cesta de picnic se tropezó con él.
   —A lo mejor no es suyo el coche —dijo mi hermano.

* * *

    Aquí es. Para llegar hasta este sitio tuvimos que conducir casi seiscientos kilómetros. Lo que se ve en el saliente es mi pie derecho. No te puedes acercar más. Hay una placa conmemorativa en el lugar donde una pareja de recién casados desaparecieron para siempre barridos por una simple ráfaga de aire.

* * *

    Ésta está al revés. Ése es mi hermano y su mujer, de pie junto al saliente. Ponen la misma cara cuando creen que están en algún lugar importante. Parece como si estuvieran tratando de entender a alguien hablando en una lengua extranjera.

* * *

    He aquí un oso pardo agachado en mitad de un río. De vez en cuando daba un zarpazo en el agua. Mi hermano se pasaba todo el rato susurrándome al oído y diciéndome:  , pero yo no estaba tan seguro. Veía el fondo del río, lo veía todo y no vi pasar nada más que unas pequeñas ramitas y unas cuantas hojas muertas.        —Me alegro de que estés aquí —me dijo.
     —Yo también —le contesté.
     —Quiero a Deb —me dijo.
     —Es fantástica —le contesté.
     —Soy un hombre afortunado —me dijo.
     —Eso son cinco mentiras seguidas —le contesté, sonriéndole. Enseguida vi que se había ofendido muchísimo. Me tiró al suelo de un empujón y se fue. En el río, el oso levantaba el hocico con tristeza y olisqueaba el aire.
     —¿La hueles? —le grité con imprudencia—. ¡Es la puta verdad!

* * *

    Éste es el principio de un bosque arrasado por el fuego. Podías pasear por él durante kilómetros y kilómetros, pero sólo recorrimos unos cuantos metros porque la mujer de mi hermano se deprimía mucho al ver aquel paisaje.
    —No puedo creer que alguien haya sido capaz de hacer esto —decía—. Es terrible...
A mí me parecía algo hermoso. Un tipo cualquiera enciende una cerilla y ahí estamos nosotros, paseando por su sueño. No se oye ni un solo ruido. Nada hay en este páramo que pueda ser objeto de la codicia del resto del mundo.

* * *

    Ésta la hice para acabar el carrete. Una foto desde el avión. Las típicas montañas marrones. El plexiglás está un poco sucio, así que no se ve del todo bien.

* * *

    Ésta está desordenada, se supone que tenía que aparecer justo antes de la anterior. Es un negro gordo que había en el aeropuerto y que le vendía a la gente textos de inspiración poética escritos en tarjetas plastificadas. Le dio a todos los de mi fila una tarjeta y luego volvió para recogerlas. Un ejecutivo corto de vista se puso la tarjeta a dos centímetros de sus gafas. «¡Ajá », dijo . «¡Ajá » Y empezaron a salirle los colores de manera alarmante, pero cuando el negro volvió se la devolvió inmediatamente y no dijo una sola palabra. Ni siquiera lo miró. El mío era un poemita corto sobre la fe y la responsabilidad. Había dos angelitos tocando sendas guitarras eléctricas de pie encima de una tarta nupcial hecha de nubes. Le di cinco dólares por el poema y me lo guardé en el bolsillo.
    —¿Los escribe usted? —le pregunté.
    —Sí señor —me contestó mientras deslizaba una goma elástica sobre un fajo de billetes sucios de un dólar. Sin embargo, cuando se alejaba le oí mascullar entre dientes algo sobre lo tirados que estaban, sobre lo gilipollas que éramos todos y sobre el tamaño del alfiler que le gustaría clavarnos en los ojos.

* * *

    Mi hermano diciéndome adiós desde una distancia prudente. La luz que choca contra los grandes ventanales inclinados es demasiado intensa, de modo que no podéis verle la cara.

FIN

© 1999 Matt Marinovich

Traducción del inglés por Ana Alcaina
Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.

biografías

Matt Marinovich

Matt Marinovich vive en Boston, Massachusetts. Ha publicado relatos en revistas como la Mississippi Review, Mudfish, Quarterly West, 5_Trope, entre otras.

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