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       English Original | Sobre Teresa Peipins
      
 Como Elvis  
         por_Teresa Peipins
      
     

      Mi padre murió el mismo año que Elvis. Eso me servía para marcar el paso de los años. Ese verano la radio fue la primera en comunicarnos la noticia. Por aquel entonces no significó gran cosa, Elvis ya estaba pasado. Su aloha televisivo desde Hawai mostraba a un hombre gordo embutido en un traje blanco. En mi pueblo había unas chicas de mi clase que lo habían visto en un concierto. Se fueron a verlo a las cataratas del Niágara, a un centro de convenciones de ésos que todavía podía llenar, pero ésas fueron las chicas que acabaron quedándose embarazadas en el último año del instituto y desaparecieron del mapa.

       Sus castas películas me eran muy familiares: las había visto junto a mis padres en la tele, solían pasarlas los viernes por la noche. Todas eran prácticamente iguales: Elvis en una casa encantada, en la playa, o en un rodeo. La chica siempre era guapa y dulce. Ese tipo de películas me dejaban totalmente fría. Yo me montaba en coches veloces con "Maggie May" de Rod Stewart en mis oídos, o me sentaba en casa suspirando con Joni Mitchell y su eterna búsqueda del dolor. No había sitio para Elvis.

       No fue hasta los treinta que su sonrisa me cautivó, quizás fue la curvatura de sus labios. Vi un documental lleno de medias verdades y sacudidas de cadera que, sí, me conmovió, llegó a tocarme hasta lo más hondo.

       El desdén no había hecho su aparición todavía. Llegó cuando, en un pueblecito del oeste de Ontario, me di cuenta del parecido existente entre Elvis y el marido de una amiga. "No hay duda de por qué me case con él, ¿no?", me espetó desafiante. Ahí estaba, en una inmensa planície extendiéndose hasta la eternidad, compartiendo su vida con un hombre de largas patillas.

       Un programa de Eduardo Galeano, corresponsal en un país ultrajado, hablaba de los años setenta y de Elvis. En su dormitorio de Graceland, un Elvis gordo y en pañales disparaba a la televisión cada vez que ésta emitía algo que no era de su agrado. Busqué el motivo y lo encontré en una vida en la que no existía un "no". Elvis, escondido de las miradas cual Howard Hughes, se hinchaba a base de beicon requemado y puré de patatas. Cualquier antojo le era satisfecho. No se hacía nada por sacarle de las drogas: por aquel entonces debía ser el modo más fácil de tratar con él. Me embargó una extraña compasión.

       La palabra favorita de mi padre era "no". Estaba atrapado en un país desquiciado muy lejano al suyo. ¿Qué efecto tenía venir de un minúsculo lugar en el mapa para caer en la enorme extensión de América? La locura básicamente. Él llegó al mismo tiempo que toda esa Mario Lanza manía. Mi madre, mucho más joven, se tragaba con devoción todas esas películas. Se conocieron y tontearon en la ciudad, y acabaron en una granja.

      Pero mi padre aspiraba a ser moderno. Fue él quien me compró la primera minifalda (de un rosa chillón) que fue vista en el pueblo. Le gustaba Elvis, incluso tenía un aire al cantante. Su pelo negro azabache nunca encaneció y su musculatura se mantuvo firme hasta bien entrados los sesenta, gracias a los esfuerzos realizados al trabajar en la granja. Mis padres se sentaban uno junto al otro en la escalera de la casa, cansados de labrar, segar y plantar. Así es cómo los recuerdo: sentados ahí, mientras yo me avergonzaba ante la posibilidad que mis amigos pudieran verlos al pasar con sus coches.

       Era como si viviéramos en mundos aparte. Yo nunca participaba en las duras tareas pero siempre me beneficiaba de ellas. Siempre me sorprendían con algún gatito recién nacido. Comía cerezas, ciruelas y guisantes frescos, mientras observaba como su locura iba en aumento.

       Eso era algo sobre lo que mi madre y yo debatíamos largo y tendido, sin llegar nunca a conclusión alguna. Ella lo achacaba a sus largos años de toma de medicamentos para paliar el asma. Y aseguraba que este hombre era completamente diferente a aquel con quien se casó en su día. Yo no estaba tan segura, y la atribuía a una enfermedad masculina, a una explosión de cólera que se desvanecía al poco tiempo.

       Y sin embargo, una amabilidad sin límites lo embargaba todo. Ahí había un hombre que no se había comprado nada nuevo en años para que su familia pudiera tenerlo todo. Un hombre que nos pelaba frutas y nos cascaba nueces que nunca llegaba a probar. Todo era simpre para nosotras.

       Primero se vio afectada su memoria. No eran grandes cosas: el olvido de un fogón encendido, el agua desbordándose en los abrevadores del granero... Todo debía comprobarse varias veces al día; discretamente, claro, no fuéramos a despertar sus sospechas o enfados.

       Acabó convirtiéndose en algo odioso. Mi tío abuelo, por parte de madre, se jubiló y vino a vivir a nuestra espaciosa granja. Una noche mi padre lo echó; no hubo provocación ni discusión alguna. Ahí estaba el pobre viejo en medio de la carretera a altas horas de la noche. Yo lo observaba desde la ventana de mi habitación. Mi madre gritaba con rabia y miedo.

       Mi padre tenía colgada en la pared del porche una escopeta que utilizaba para cazar ciervos y conejos. No era muy bueno, no creo que ni tan siquiera disfrutara del deporte de la caza, así que apenas la tocaba. Un día, como tantos otros, el autobús me dejó en mi parada. Cansinamente, subí la colina y me encontré unos trozos de vidrio dispersos por la escalera de la entrada. Crujieron bajo mis pies. Mi mano tembló al asir el pomo. Él estaba sentado en el salón, con la cabeza enterrada entre las manos.

       Un silencio desasosegante llenaba la habitación. La alfombra estaba cubierta de vidrios. Sentí los fragmentos como si se me clavaran en la cara. No podía moverme. ¿Dónde estaba mi madre? Quería dar media vuelta y correr, pero crucé la habitación y me dirigí hacia la cocina como transportada en sueños. Ella estaba sentada prácticamente del mismo modo que él.

      -Podría haberme matado.

      No fue la única vez.

      Yo pretendía ignorarlo. Pretendía interesarme por la trigonometría y por quién era popular y quién no en el instituto. A los dieciséis años me aficioné a llevar una gorra de lana sobre mi grasienta cabellera y era incapaz de retener en el estómago lo que ingería.

       La mayoría de los días transcurrían con normalidad. La escopeta desapareció, luego se escondieron las llaves del coche. Eso no evitó que utilizara sus puños. Había marcas en casi todas las paredes. El miedo, cual humo de tabaco en un bar, pendía sobre nosotras.

       Yo contaba los días. Tenía dos calendarios: uno con dibujos impresionistas de lirios y bailarinas, y otro con espacios en blanco para escribir cosas en ellos. Los llenaba con fotos de gente que recortaba de las revistas. En mis juegos privados esas personas hablaban entre sí, vivían en bonitas casas, eran felices.

       Al caer la noche, el corazón me palpitaba de terror. Podía oír su voz hasta muy tarde. Entonces llegaban unas cuantas semanas normales y yo casí me olvidaba del tema. Un día marcó a las vacas con líneas. Yo las observé como si fueran marcas tribales que, una vez descifradas, me ayudarían a comprenderlo todo.

       Finalmente, en septiembre, llegó su hermano, un hombre al que apenas conocíamos. Conversaban en una lengua extraña. Mi padre lo siguió dócilmente hasta un gran sedán de color gris.

      -¿Dónde va?

      -Necesito un descanso, o acabaré por volverme loca. Se va a Canadá, al norte. ¿Recuerdas aquel lago que visitamos? No, eras demasiado pequeña entonces.

       Yo miraba con una mezcla de alivio e incredulidad. No dijo adiós. Pegó su cara a la ventana y nos miró. Mi madre lloraba. No volvimos a verle.

       Al principio llegaron cartas escritas por el hermano. En octubre volvieron a Toronto. Mi padre visitaba un doctor una vez por semana, un hombre que hablaba su idioma. Ni rastro de los actos violentos. Quizás lo sedaban para mantenerlo tranquilo. A mí me parecía que había dejado de existir.

       La tranquilidad lo embargó todo. Podía dormir y comer otra vez. Leía un montón de novelas y veía películas nocturnas hasta muy tarde. Mi madre solía llorar por la noche. Vendimos los animales y mi madre encontró un trabajo en la cocina de un restaurante. Ahí hacía yo de camarera los fines de semana.

       Una mañana de diciembre sonó el teléfono. Apenas eran las siete, y la oscuridad todavía reinaba.

      -Se fue.

      -¿Qué? -Por un instante estuve a punto de preguntar quién. Estaba sentada ante un plato de cereales.

      -¿Qué ocurrió?

      -Parece que fue un ataque al corazón.

      Nos quedamos las dos en casa preparándonos para el gran viaje hacia el norte. Entonces pregunté lo que temía preguntar:

      -¿Crees que es hereditario?

      Sonrió.

      -Cariño, tuvo una vida muy dura. ¿No recuerdas las fotografías? Comía de las basuras; pasó la guerra. Tu vida es tan diferente...

      -¿Pero cómo ocurrió?

      -Quizás allí alguien pueda decirnos algo.

       El lugar al que llegamos era diferente. No había nadie de su familia que hablara inglés. Apenas recordaban a mi madre y actuaban cómo si ella fuera la culpable de todo. Eran viejos. Yo los miraba con recelo. Las mujeres portaban pañuelos en la cabeza y vestían de negro.

      Ibamos en el coche funerario. Mi madre parecía más joven que nunca. La observé preguntándome qué le había llevado a escoger a ese hombre, y a su oscuro y desconocido mundo. Oímos la ceremonia sin entender palabra. Una de las mujeres puso una foto en mi mano. Era él: joven, atractivo, glorioso. Sonreí a mi madre y la entendí. Pero para mí, él continuó siendo inaccesible, esa parte de mí que no me atrevía a explorar, esa parte que me hacía temblar en la noche.

 © 1998 Teresa Peipins

Traducción: Cristina Hernández Johansson

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