Archivo | Brian Evenson | V.O. | Current issue contents | Índice del último número | índex (català)






UN AMOR FRATERNAL
(A Brother's Love)

Brian Evenson

      

Querida tía:

       Me ha alegrado mucho saber que todavía estás viva y que no me atribuirán tu asesinato como ya han hecho con los otros; la gravedad de tus heridas, sin embargo, me ha dejado consternado. Gracias a Dios hay catéteres y sillas de ruedas eléctricas. No obstante, tu lengua, si bien transcrita en el papel, sigue siendo tan viperina como siempre y, al parecer, conservas tu vieja e injustificada aversión hacia mí. Sinceramente, aun teniendo en cuenta tu estado y la función que de forma involuntaria yo he desempeñado en provocarlo, tus acusaciones son meras calumnias.
       Me siento muy solo y abandonado en este lugar, entre culpables pese a que yo, personalmente, soy inocente. Abunda por aquí la gente lista, pero no lo que se dice inteligente, así que me encuentro sin nadie con quien conversar. Debo admitir que no es la primera vez que esto me sucede y supongo que debería resignarme, pero en esta segunda ocasión me resulta menos llevadero dado que sé exactamente lo que me espera.
       Insisto en que no les hice nada a mis hermanas. Yo las quería. Si aún conservas un poco de amor por el único miembro que queda de la familia de tu hermana, harás algo para corregir esta injusticia.

       Siempre tuyo,
       


Querida tía:

       He leído dos veces tu contestación para estar seguro de haber entendido bien el contenido. Lamento que tu carta me resultara aún más insultante en la segunda lectura.
       Me he jurado no dignarme a escribir una respuesta completa, pero no he podido resistir aclarar un punto; a saber, una cuestión de terminología que, una vez corregida, arrojará una nueva luz sobre lo que tú presentas como prueba.
       Mis hermanas se asustaron al verme (y no «se aterrorizaron», como tu mantienes). Tomando en consideración la mala propaganda que de mí siempre habéis hecho tanto mis padres como tú en su presencia, no cabía esperar otra reacción. Pero eso no prueba nada en mi contra.
       Intenté en varias ocasiones hacer comprender a mis padres cuán poco natural y perverso era el trato que me dispensaban, y cuán perjudicial resultaba para mis hermanas así como para mí mismo. En efecto, siempre defendí los intereses de mis hermanas: justo unos horas antes de que muriesen mis padres les supliqué que accedieran a un reencuentro. Insistí en que para mis hermanas sería sumamente beneficioso volver a verme, dado lo unidos que habíamos estado. Les dije que había cambiado, y era cierto. Les propuse que, si así lo deseaban, estuvieran presentes durante nuestra reunión. Nadie tenía nada que temer.
       Estos fueron mis argumentos más sólidos, y en mentes más racionales habrían surtido efecto. Hasta mis padres expresaron su intención de recapacitar sobre el tema. Sin embargo, y desgraciadamente, los asesinaron antes de que tomaran una decisión. Convencido como estaba de que con el tiempo habrían aceptado mis argumentos y habrían permitido que me reuniera de nuevo con mis hermanas, me pareció que la orden judicial de no visitarlas no era tan imperativa como antes.

       Con cariño,
       
       

Querida tía:

       Cómo llegué hasta allí tiene su explicación. Después de hablar con mis padres me fui a dar una vuelta en coche, sin rumbo determinado, para intentar tranquilizarme y, de repente, me encontré en su calle. Había llegado hasta allí sin darme cuenta. Hubiera seguido mi camino pero el coche de mis padres no estaba aparcado y eso me hizo temer que de nuevo hubieran dejado a mis hermanas sin la adecuada vigilancia de un adulto.
       Detuve el coche para anotar este dato en el cuaderno que guardaba en la guantera antes de que la policía lo confiscase. Te sugiero que pidas autorización para leerlo. Lo encontrarás muy esclarecedor: prueba incontestable, con más de 300 ejemplos documentados, de que la conducta de mis padres para con mis hermanas oscilaba entre el abuso y el abandono. Tal vez la lectura de este cuaderno cambiara la opinión que tienes de ellos y de mí.
       Soy un hombre honesto. Por esta razón, antes de anotar una observación contraria a mis padres pensé que debía cerciorarme de que mis hermanas se hallaban realmente en casa. Sólo por este motivo tomé los prismáticos de debajo del asiento y los apoyé contra el vidrio coloreado.
       Tardé unos segundos en descubrir a mis hermanas, borrosas y aburridas tras las ventanas, víctimas manifiestas de la negligencia de nuestros padres. Una de ellas abrió la puerta y echó un vistazo al porche. Estaba tan guapa como siempre y estoy seguro de que la otra también lo estaría. ¿Qué daño puede hacerles, pensé, que simplemente las salude desde el coche? ¿Que simplemente hable con ellas a través de la puerta?
       No obstante, y toma nota de ello, tía, no establecí ningún contacto con ellas. No pude violar la orden judicial. Antes que nada y por encima de todo soy un ciudadano que acata la ley.
       
      Atentamente,
       


Querida tía:

       Me acusas de que supiera que mis padres habían sido asesinados antes de que se comunicara la noticia al público en general. De hecho, ésta es la única acusación con cierto peso. Si no hubieras estado tan mal herida y hubieras asistido al juicio, habrías visto que no tuve reparos en reconocerlo y que di una explicación.
       Después de marcharme de casa de mis padres, sin haber importunado a mis hermanas, me dirigí a la mía. Se me ocurrió tomar la carretera secundaria en lugar de la autopista porque pensé que la primera, a esa hora del día, sería más rápida. Al principio el tráfico era fluido, pero no tardó en congestionarse. Al rato distinguí un poco más adelante que un policía parado ante una valla impedía el paso y desviaba los coches hacia el arcén.
       -¿Qué ha sucedido? -le pregunté, mientas pasaba lentamente a su lado.
       -Un accidente -contestó-. ¡Circule!
       Esto es exactamente lo que me dijo el policía que después, en el tribunal, tuvo la desfachatez de afirmar que nunca me había visto. Si se hubiera presentado y hubiera admitido que me reconocía, ningún jurado habría osado condenarme.
       Me metí en el arcén y seguí avanzando despacio. En la carretera había un coche del mismo modelo que el de mis padres. Las ruedas crujieron al pasar por encima de los trozos de cristal. Cuando leí el número de matrícula caí en la cuenta de que se trataba, sin lugar a dudas, del coche de mis padres. Pasé sobrecogido junto a dos camillas cubiertas cada una con una sábana. Del lateral de una de ellas colgaba una mano que, al pasar yo, un camillero apartó de la vista.
       Esto, querida tía, fue la primera noticia que tuve de la muerte de mis padres. Estaba destrozado y seguramente sin la cabeza tan despejada como debería haber tenido, por eso creí que si me detenía y me hacía cargo de los cadáveres todavía complicaría más las cosas. Así que pasé de largo.

      Cordialmente,
       
      PD. A posteriori me resulta evidente que cometí una equivocación al no detenerme.
       
       
       
Tía:

       No hay ninguna contradicción. Yo sólo estaba obedeciendo a una ley superior. Estaba preocupado por el bienestar de mis hermanas, despojadas como estaban de padres. Me pregunté qué haría Jesucristo; y me respondí que lo único que un hermano podía hacer, tanto si se hallaba en libertad condicional como si no, era dar amor.
       Por esta razón volví por segunda vez a casa de mis padres. Cuando llegué os encontré a ti y a mis hermanas sacando maletas apresuradamente. Esperaba poder razonar contigo, convencerte de que era natural que yo consolara a mis hermanas, hubiera o no orden judicial de no visitarlas. En un principio parecías tener dificultades para entender lo que te decía, y después te negaste en redondo a escucharme. Recordarás que en medio de la conversación, y para mi desconcierto, te precipitaste gritando hacia el coche.
       Espero que veas ahora que tu comportamiento estaba totalmente fuera de lugar. Esto fue lo primero que alarmó a mis hermanas, no lo que yo hice. Pensando en su bienestar, te tomé por el brazo para tranquilizarte y no para reducirte, como tú afirmas. Lamentablemente hubo un forcejeo, te caíste y te hiciste daño.
       Como en ese estado no podías cuidar de mis hermanas, me sentí en la obligación de sacarlas de tu coche y meterlas en el mío.
       Lloraban, tal vez porque al fin comenzaban a sufrir el impacto causado por la muerte de nuestros padres. Les pedí que no llorasen y, rodeándolas a las dos con un brazo, las estreché contra mí. Sin embargo, seguían llorando. Les habías dado un susto de muerte, tía. Las estreché todavía más fuerte y les dije, con un tono consolador, que no había motivo para llorar. Como seguían sin serenarse, las apreté mucho más, hasta que al fin, conmovidas por la fuerza de mi cariño, se calmaron.
       Me avergüenza tener que admitir que estaba tan ocupado reconfortando a mis hermanas que me olvidé totalmente de ti. Al sacar el coche noté que pasaba por encima de algo, pero no se me ocurrió que podías ser tú hasta al cabo de unas horas. Si hubiera caído antes en la cuenta, juro que no te habría dejado en ese estado; pero no caí. Así de simple.
       Si se empeñan en castigarme, que me castiguen por haberte atropellado. Por lo que hice y no por lo que no hice.
       De todos modos, recuerda, tía, sólo fue un accidente. Le podría haber ocurrido a cualquiera.
       Perdóname.
       
       

      Segunda parte
       
       
       
Querida tía:

       He pasado el día sentado en mi habitación intentando comprender por qué no recibo tus cartas. Tal vez las envíes pero no me lleguen. Con lo que estábamos progresando... Me parece inconcebible que hayas decidido interrumpir la correspondencia.
       Por favor, dime en qué te he ofendido. Si lo haces, te prometo que haré lo que esté en mi mano para resarcirte.

       Con cariño,
       


Querida tía:

       Quiero estar abierto. Quiero saber qué opinas tú. Quiero entender, discutir mi caso hasta que lleguemos a un acuerdo. Pero, ¿cómo discutir contigo si no contestas a mis cartas?
       Los días transcurren lentamente aquí. Me parece que no les caigo bien a mis compañeros; notan que soy diferente. Tal vez perciban que yo soy inocente. Los que deben estar aquí, hombres listos que sí son culpables, reciben cartas con mucha frecuencia. Pero yo no recibo ninguna.
       Esperando saber pronto de ti.

       Con cariño.
       
       

Querida tía:

       Pienso, considerando
       
       

Querida tía:

       En lo que a mí concierne, puedes
       

      Tercera parte
       
       

Querida tía:

       Imagino que te gustará saber tanto mis móviles como la verdad acerca de la noche de los asesinatos. En efecto, no puedes deshacerte de mí sin conocerlo. No puedes juzgarme sin saberlo.
       Escríbeme y te lo contaré todo.

       Sinceramente tuyo,
       
       
       
Querida tía:

       Tu silencio resulta difícil de interpretar. No obstante, creo que sé lo que quieres. Te contaré un poco y, si quieres saber más, tendrás que escribirme una carta.
       Aquella noche, tras dejarte en el camino de acceso a casa, comprendí que lo mejor para mis hermanas era distraerlas, que recuperar a un hermano compensaría la pérdida de los padres. Con esta intención las llevé a un pequeño motel de las afueras de la ciudad, uno de esos sitos que ofrecen el reposo e intimidad necesarios para recuperarse. Pasé varias veces junto al motel mientras reflexionaba acerca de cuál era la mejor forma de actuar. Un poco más lejos, por las carreteras menos transitadas y cuando me pude meter entre unos árboles, detuve el coche. Ayudé a mis hermanas a bajar, las conduje hasta el maletero y las invité a meterse en él. Tal vez esto te parezca extraño, tía, pero es sólo porque no conoces las circunstancias: no tenía dinero para pagar una habitación para tres.
       En el hotel, el encargado, en camiseta y con la televisión a todo volumen, estaba sentado derramando su gordura por encima del cinturón.
       -Perdone -le dije-, ¿tiene una habitación libre, por favor?
       -Veinte pavos -contestó sin apartar la vista del televisor.
       Deposité un billete de veinte dólares en el mostrador. Él lo tomó con parsimonia y lo guardó no sé dónde debajo del mostrador, al tiempo que buscaba a tientas con la otra mano unas llaves en la pared. Las encontró y, mientras me las acercaba, empujándolas por encima del tablero, me miró por primera vez.
       -Detrás del edificio, la tercera puerta -dijo-. Me suena su cara.
       -¿Mi cara? -pregunté-. Imposible.
       -Seguro -insistió-. Usted ya ha pasado por aquí.
       -Yo nunca he estado aquí -dije-. Se está usted confundiendo.
       Sacudió la cabeza al tiempo que sus ojos se desviaban lentamente hacia la pantalla del televisor.
       Salí. En la parte trasera del motel, saqué a mis hermanas del maletero. Las dos se quedaron ahí paradas, pálidas, agarradas de la mano y con los ojos entornados a causa de la luz del sol, hasta que las acompañé a la habitación.
       La habitación en sí era, por no decir algo peor, desagradable, con una atmósfera viciada y un mobiliario de un diseño que dejaba bastante que desear. No era lo que yo esperaba. Es posible que mis hermanas también notaran lo inhóspito del entorno, porque llevadas por la angustia y la inquietud me pegaron.
       Intenté tranquilizarlas, pero en lugar de aceptar mi consuelo se deshicieron en lágrimas. Fui al cuarto de baño y les llevé un montón de pañuelos de papel, las abracé y las arrullé. Al poco rato ya las había entretenido lo suficiente como para que olvidaran la muerte de nuestros padres.
       No se durmieron, sin embargo, hasta la madrugada. A esas alturas, yo había pasado una noche movida y pese a mi cansancio era incapaz de conciliar el sueño. Necesitaba algo que me calmara los nervios.
       Me levanté, me puse algo encima y salí de la habitación. Todavía era de noche, en el aire flotaba el silencio previo al amanecer. Me subí al coche y estuve conduciendo hasta llegar a un área de servicios abierta las 24 horas. Pedí en la ventanilla un café. Había pensado tomármelo en el aparcamiento, pero como el café estaba hirviendo, decidí volver al motel. Me preocupaba que al abrir y cerrar la puerta de la habitación despertara a mis hermanas de su precario sueño, así que no entré y preferí quedarme en el coche, reclinar un poco el asiento y beber allí el café.
       Casi había terminado la taza cuando la puerta del encargado del hotel se abrió y él salió disparado con un trozo de cañería en la mano. Se dirigió a la ventana de mi habitación y miró hacia dentro, colocándose las manos ahuecadas a los lados de la cara a modo de anteojeras. Permaneció así casi todo el tiempo que tardé en apurar la taza y luego regresó a su puesto.
       Tras bajarme del coche, me dirigí a la oficina. El encargado había dejado la puerta entornada, así que entré. Lo sorprendí detrás del mostrador, con una mano se sostenía el auricular junto a la oreja y con la otra estaba marcando. Al advertir mi presencia devolvió lentamente el auricular a su sitio.
       -¿A quién estaba llamando? -le pregunté.
       -A nadie -respondió.
       -Venga, hombre -le dije sonriendo-. A alguien estaría usted llamando, ¿no?
       -A información meteorológica -contestó-. No podía dormir.
       -¿Está seguro de que llamaba a información?
       -Escuche, se lo ruego -dijo-. No quiero líos.
       Pasé al otro lado del mostrador.
       -¿Qué estaba mirando por la ventana? -pregunté-. ¿Qué esperaba encontrar?
       Fue más o menos por entonces cuando se hincó sobre los pedazos de grasa de sus rodillas y empezó a lloriquear. Dijo que no le diría nada a la policía y que podía confiar en él. Poco después hicimos una especie de trato.
       Si me escribes y me lo pides con amabilidad, tal vez te lo cuente todo acerca de esto, acerca de lo que pasó en realidad.
       
       
       

Querida tía:

       Al parecer has perdido tu capacidad para escribir. Pese a ello, y aunque abandonado, yo no te abandonaré. Obviaré los detalles más importantes pero te contaré el resto. Los detalles, las partes cruciales también, las partes que sólo yo conozco te las contaré si me lo pides. Todo lo que quiero es que me dediques unas cuantas palabras que me sirvan de consuelo.
       Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado?
       Una vez cerrado el trato, me venció lo avanzado de la noche. Cuando regresé a mi habitación estaba tan oscuro que no se veía nada, llegué a tientas hasta la cama y palpé la parte que me correspondía para cerciorarme de que no iba a tumbarme encima de una de mis hermanas. Tras desvestirme, me eché en la cama y cerré los ojos.
       Bastaron unos pocos segundos para que me percatara de que algo no funcionaba. El silencio era excesivo. Me puse de lado y alargué la mano para tocar a mis hermanas. No estaban en la cama. Las llamé. Me levanté y encendí las luces.
       La habitación estaba vacía, los muebles algo desordenados. No estaban ahí. Busqué debajo de la cama y en los armarios, pero no encontré a mis hermanas por ningún lado.
       Admito que al principio pensé que se habían levantado y huido, pero resultó ser algo mucho peor. Al abrir la puerta del baño, advertí que habían corrido la cortina de la ducha. Aparté la cortina y ahí estaban.
       Juro que ésta fue la primera vez que las vi muertas. No soy culpable de su asesinato.
       Por lo que respecta al encargado del motel, deduzco por los artículos de prensa que también él ha muerto, que lo mataron del mismo modo que a mis hermanas, pero por alguna razón que desconozco nunca me atribuyeron su asesinato. ¿A que resulta sospechoso? ¿No parece como si alguien estuviera encubriendo algo? Si todos fueron asesinados del mismo modo, ¿por qué no endosarme a mí todos los crímenes?
       He estado reflexionando mucho acerca de quién es el auténtico asesino. Escríbeme. Estoy deseando intercambiar información.

       Con cariño.
       
       


Querida tía:

       No sé qué más puedo ofrecerte para que reanudes tu correspondencia conmigo. ¿Es que no te interesa conocer la verdad? ¿No te gustaría oír lo que les he ocultado a todos los demás?
       Voy a decirte una cosa, si quieres llegar hasta el auténtico asesino, soy el único con información suficiente para indicarte la dirección correcta. No diré nada más hasta que reciba noticias tuyas.
       Lo de la sangre que encontraron en mi ropa se explica fácilmente. Escribe y te lo contaré. No sólo lo de la sangre, sino también lo de la sustancia, al parecer de sus ojos, que me quedó debajo de las uñas de los pulgares. Tengo explicación para todo. ¿No te pica un poco la curiosidad?
       


Querida tía:

       ¡Qué día tan feliz! Me han interrogado de nuevo y por las preguntas que me han hecho no cabe duda de que han leído mis cartas. O bien las han interceptado o bien has tomado la decisión de enseñárselas tú misma. Prefiero suponer lo último: demuestra que todavía conservas cierto interés por mí.
       Te diré, como les he dicho a ellos antes, que no sólo no soy culpable de asesinato, sino tampoco de los delitos menores. Nunca toqué a mis hermanas salvo con un espíritu de cariño fraternal. Tanto esta vez como todas las demás nuestras relaciones fueron totalmente sanas.
       Además, hiciéramos lo que hiciésemos mis padres tienen la culpa, pues ellos me enseñaron todo lo que sé. Mis hermanas estaban sedientas de cariño. Si se perdió el control de la situación, mis padres fueron los responsables. Yo y mis hermanas somos inocentes.
       Además, ¿qué hay de malo en un poco de amor fraternal?
       Siempre he tenido los cuerpos de mis hermanas en la mayor estima. Cualquier agresión a sus cuerpos no fue obra mía, sino del auténtico asesino. ¿No quieres saber quién es el auténtico asesino?
       Te lo diré, tía, te lo diré. Pero antes necesito sentir un amor de tía. Necesito una tía que se preocupe por mí lo suficiente como para enviarme unas cuantas cartas. Necesito una tía que tenga el valor suficiente para sonsacarme la verdad. Si demuestras ser una tía así, te la diré.
       Tú también tenías hermanos. Deberías saber cuán puro es el amor fraternal. Intenta recordarlo. Una vez que lo hayas recordado, podré confiar en ti.
       Con mi confianza puesta en ti desde ahora,
 
      Tuyo siempre,
       
       
       
    


Traducción: Susana Andrés   
© Brian Evenson 1997