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Partir de cero
William Cuthbertson

DONNA DICE QUE es algo que se da sinceramente, algo que puedo compartir con algunas amigas que no se sentirán incómodas ni me darán la espalda como si les estuviera revelando una parte de mí que no deberían conocer. Sólo he repartido unas pocas invitaciones porque Donna quiere que sea un asunto privado, en el que podamos beber tanto vino de garrafa como se nos antoje y pasarnos las fotografías de nuestros novios, o de los novios de nuestras amigas, y hablar de lo que les hicimos a ellos y ellos a nosotras, ocasionalmente de lo que nos hicimos los unos a los otros en aquellos tiempos en que la competencia era dura.

Es lo que Donna llama mi puesta de largo, mi rito de paso, mi acceso a la categoría de mujer. Naturalmente, las tarjetas, que me han hecho en la copistería con una elegante cartulina de color crudo, ese color que Donna llama formalmente impuro, dicen que se trata de una fiesta de cumpleaños. Anne te invita a su fiesta de celebración oficial en motivo de tal y cual, dicen. Pero todas lo saben; Donna, cómo no, y Jolene y Julie, todas las invitadas están en el ajo. Es la fiesta de mis 17, cuando todas mis amigas y yo nos vamos a reunir para proclamar oficialmente el hecho de que ya soy mujer, de que - para cuando nos juntemos- ya habré echado el guante a mi chico número 17.


Phil, le llamamos. Éste es el apodo que Donna le puso, el mismo nombre que dio a su 16. Es algo torpe, todavía inseguro de sí mismo. Suele llevar esas camisas desteñidas que coge de su hermano, Roy, y es que a menudo usa prendas de Roy, especialmente desde que Roy se enroló en los Marines. Me era fácil ver cuándo llevaba una prenda de su hermano porque tenían esas manchas amarillentas debajo de los sobacos. Phil no tenía mucho dinero, de manera que tenía que arreglárselas con lo que podía.

Lo conocí en una de las reuniones de Donna, cuando su padre se marchó a Denver para firmar los papeles que le iban a liberar de esa pesadilla de matrimonio. Los dos usan esta expresión, Donna y su padre. Me parece que el padre de Donna sabe que nos vemos en su casa. Donna dejó de barrer después de que nos fuéramos, dejó de sacar la basura y vaciar los ceniceros, dejó de esconder las plantas de maría en su habitación. Las únicas medidas que ha tomado su padre son lavar los platos más a menudo y quejarse de que ahora la casa está hecha un asco. Le lanza a Donna alguna de esas expresivas miradas por encima del hombro.

Donna invitó a Phil por un presentimiento. Sabía que yo todavía andaba por el número 15 y que era uno más bien gilipollas. Sabía que me gustaría Phil, e incluso admitió que su 16 había sido igual. Se lo hizo con él una vez y como Dios manda, como dice ella, y luego se sorprendió esperando una llamada suya. Y no es que le gustara el chico realmente. Pero hay algo en este número, dice, que hace que una chica sienta deseos de instalarse en la parte trasera de un Volkswagen y fundar, allí mismo y sin más demora, una familia.

Siempre hablo de Donna. Me ha cuidado mucho. Es una chica de mundo. Ella fue la primera persona a quien conté lo de Jacob, mi número Cero. Donna dice que éste no cuenta, en realidad, porque fue sin quererlo yo. Nadie lo invitó, dice. Jacob es un primo mío que normalmente vive en California. Hace tres años vino a pasar el verano aquí con tía Kelly. Tía Kelly se pasó todo el tiempo sentada fumando mientras estuvo en casa; eso fue después de su divorcio, y una noche en que ella y mamá decidieron irse a fumar al bar, él entró en mi cuarto y empezó a hablarme.


En seguida te das cuenta cuando pasa algo raro, porque Jacob, que siempre se mostraba bastante seguro -delegado de clase, siempre participando en las asambleas, y habla de su profesor de Economía como tía Kelly solía hablar de Dios- entra en mi habitación como encorvado, encogido. Sonríe y vomita la misma verborrea tranquilizadora de siempre, al estilo de "Qué tal, preciosa, ¿qué estás leyendo?" y "¿Cómo anda nuestra cuarta y futura Brönte?" Pero sigue mirando a un lado y a otro, contando las ventanas. Con una mano agarrándose el hombro, apretando unos músculos que ni siquiera se veían. Tenía el brazo ahí colgado, como esperando permiso para hacer algo, como si deseara que lo soltasen. En su extremo imaginé que tenía unas fauces o unas garras o unos tentáculos, en lugar de dedos.

Se sienta en la cama a mi lado y con la mano normal, la mano libre, empieza a recorrerme la espinilla arriba y abajo. Todavía era temprano pero ya llevaba la ropa para meterme en la cama, esa camiseta que mi padre me envió de Washington. Probablemente todo empezó por culpa de aquella camiseta. En la carta, papá me decía que era lo bastante larga para tapar la cosa, pero lo bastante corta para resultar interesante. A mamá no le gustaron estas palabras. Le parecieron demasiado insinuantes. Dijo que eran típicas de un hombre solitario.

Mamá había enseñado Historia de la Mujer en la Escuela de Adultos, así que ella sabía lo que podía pasar con la camiseta, lo que significaba. Yo también sabía lo que pasaba. Ya había oído a Donna contar cosas de chicas sobre lo que hacen los tíos cuando tienen segundas intenciones, cómo muestran un total interés hacia ti y hacia lo que estás haciendo por espacio de unos quince minutos. Pero transcurridos los quince minutos empiezan a contestar a cualquier cosa que les digas con "Oh, sí" o "A-há", y así un ruidito tras otro. La teoría de Donna era que estos ruidos delatan lo que los hombres andan buscando. Decía que para el sexo la capacidad masculina para el lenguaje se desmorona.

Jacob no era distinto. Mientras sacudía la cabeza, observó el libro que fuera que estuviera leyendo.

-A-há, a-há -dijo-, y al minuto siguiente se había arrimado a mí y me recorría el cuello con la lengua.

Le empujo casi en seguida.

-¿Qué estás haciendo? Quita de ahí.
-¿Cómo? ¿Qué quieres decir?- dice él, mientras la mano vuelve a saltarle al cuello-. Sólo te estoy dando un besito.
-Ya. Con la lengua. Lárgate.
Entonces se detiene un segundo y se me queda mirando, directamente a los ojos, y juro que ésta es la última vez que alguien me hace esto. De algún modo su mano buena consigue colárseme debajo del muslo y ni siquiera se molesta en dar muestras de vacilación. Se limita a mirarme y dice:
-Eres una chica tan guapa.

Luego lo tengo encima. Sin rodeos. Sigo gritándole que me deje pero él me estira para apartarme del cabezal, me cuela bajo la ropa todos los dedos, que empiezan a recorrerme como si fueran cangrejos. No recuerdo lo que llevaba - bermudas, calzoncillos- pero no puede ser nada muy complicado porque algo se mete dentro de mí. Lo siento hasta en el espinazo.

Ésta es la parte de la que no me gusta hablar, lo que sentí cuando lo tuve dentro. No suelo comentarlo con nadie. Donna dice que hablar de ello debería resultar lo más fácil porque es cuando el cuerpo se vuelve insensible y la cabeza asume el mando, pero se lo conté a Don Philippe porque es gay y experimentó algo semejante. Don me contó que la primera vez para él fue como si el otro le hubiera clavado los pulgares en el ano y le hubiera partido en dos. Desgajado, dijo, como quien abre un melocotón.

Recuerdo lo que sentí cuando Jacob "alcanzó su veredicto", para decirlo con palabras de Donna. Estoy fría como un espárrago y al minuto siguiente siento que la sangre me hierve. Odié esa sensación. Todavía la odio pero Donna me ha ayudado, no ha dejado de hablarme hasta convencerme de que es algo bueno.
De manera que Jacob se corrió y pronunció su sentencia, unos cuantos gruñidos que interpreté como algo agradable, y luego se fue de mí. Languidece. Se levanta, me mira la nariz, que es lo más cercano al contacto de la mirada a lo que ahora puede llegar, y luego dice:
-Me parece que te voy a dejar que sigas leyendo.

La mano se le ha vuelto a colgar del hombro, pero entonces ya no le gusta demasiado porque deja caer los brazos fláccidamente a ambos lados del cuerpo. Mira alrededor de la habitación, contando las ventanas, quizás las puertas. Antes de marcharse, se vuelve hacia mí como si compartiéramos algún secreto extraño y dice:
-Mi madre seguramente no volverá en un buen rato. Estaré abajo. Ya sabes, por si quieres hablar.

Estoy estirada sobre la espalda mirando al techo. Tengo las piernas dobladas, como si las tuviera rotas o estuviera paralizada. Siento como si me hubieran vuelto a pegar la entrepierna con demasiado pegamento. Estoy muerta, mis ojos muertos siguen mirando fijamente hacia arriba y luego oigo la puerta cerrarse y a Jacob alejarse por el vestíbulo.


Phil no era así para nada y ésa era probablemente la razón de que me gustara. Por esto y porque era el 16. Donna dice que estas dos cosas a la vez pueden ser mortales para una chica, tener a un 16 y compararlo con un Cero.

Cuando Phil y yo salimos por primera vez, pocos días después de conocernos, me recogió con su Dodge amarillo y me llevó a casa de sus padres. Recuerdo que deseé que me hubiera dicho antes lo de ir a ver a sus padres porque no llevaba sostén. No quería llamar demasiado la atención. Ni siquiera quería conocerlos.

Los padres de Phil son el señor y señora Simpatía. No tienen una casa ni muy bonita ni muy repleta de cosas, pero no está mal. Ni manchas de café sobre la mesa ni platos sucios dejados por cualquier lado. La televisión estaba encendida en algún lugar de la casa, lo que me pareció un poco de mala educación, como quien, al hacer una visita interrumpe un melodrama, pero por lo general eran simpáticos. La Señora Simpatía llevaba un delantal todo estampado con campanillas.

Lo único extraño en esa velada, que acabó saliendo bien, fue que el padre de Phil me miraba de arriba a abajo. Le lanzó una mirada a Phil levantando una ceja, como si dijera: "¿Lo decías en serio, hijo? Total, para esto". Parecía que Phil me hubiera descrito como algo especial, la chica que iba a cambiar su mundo.
No me hago ilusiones en este sentido, de que vaya a convertirme en súper modelo o estrella de televisión, pero Donna dice que esto no lo es todo. Según ella, el tarro pequeño se rellena dos veces.

Después de la mirada del señor Simpatía, tenía ganas de marcharme y fingir que no habría 16, que no contaba con ello, que yo era de las que, ante una mirada de ésas por parte de un hombre, sacan pecho y siguen caminando. No necesitaba que ninguno de ellos me mirase y me juzgase. No necesitaba que ellos me dijeran cuánto valgo.

Estoy de pie frente a ellos como una estúpida, con la vista fija en los pies, mientras Phil carraspea y dice:
-Bueno, vámonos antes de que empiece la película, o cualquier otra cosa para sacarnos de allí.

Pero justo antes de salir, reaccioné. Donna siempre dice que cuando te sientes como si estuvieras frente a un jurado, tienes que hacer como si tú fueras el juez. Incluso si no eres capaz, lo único que debes recordar es que tú tienes lo que todos desean. El sexo se ha convertido como en un documento de identidad, dice. Como una tarjeta de crédito o un permiso de conducir. Todo el mundo tiene el suyo, ahí están el nombre y los números, y esta especie de poder te da acceso a un montón de cosas buenas. "Es como si fueras la Visa de Milo", dijo. "La American Sexpress".

De manera que justo antes de marcharnos -Phil está junto a la puerta, arreglándose la camisa, comprobando si tiene los zapatos bien abrochados- tiendo la mano para estrechársela a los Simpatía. Primero se quedan estupefactos, especialmente él, pero la señora Simpatía en seguida me devuelve el saludo, sonriendo, secándose la mano primero en el delantal, y eso me deja cara a cara con el señor Simpatía, el señor Suficiencia. Con cierto reparo me tiende la mano y se la cojo. Durante todo este tiempo su mirada sólo encuentra a medias la mía, como si reconociera mi presencia pero sin concederarme ningún mérito.

Le cojo la mano y me la acerco a la boca. Se la beso delante de Phil y de su madre, pero, mientras, miro al señor Simpatía a los ojos. Le beso la mano justo entre los nudillos del índice y el medio, ese lugar tan sensual, un truco que Donna y yo vimos en una película. La beso como si fuera la mano más apetitosa que jamás hubiera tocado, como si tuviera un poco de miedo a besarla demasiado tiempo, porque sabe tan bien que no quiero cogerle adicción. Luego me incorporo rápidamente, parpadeo unas cuantas veces y, para disimular mi sonrisa, miro fijamente al suelo.

Toda la familia se queda mirándome como si fuera o la chica más ingenua que han visto en su vida o una puta barata. Digo buenas noches y salgo directamente. Por suerte, Phil ya ha abierto la puerta, o de lo contrario mi Salida Triunfal, como dice Donna, se habría arruinado.

Cuando les conté esta historia a Donna y Jolene, se rieron muchísimo y Donna dijo que iba a contársela a sus primas en cuanto ellas le pidieran consejo para salir airosas de alguna situación. Jolene puso su mano sobre la mía. Me gusta esta historia porque fue cuando tuve la seguridad de que Phil sería mi 16, fue cuando le puse en la lista. En ese momento la suerte estaba echada y nadie iba a poder detenerme.

Al salir del cine, tras una estúpida película de acción sobre un tío cuyas novias aparecen muertas una detrás de otra, en plan como si esas mujeres no tuvieran ninguna importancia hasta que empiezan a desbaratarle al tío sus planes sexuales, noté que Phil estaba realmente nervioso. Toda la movida con su padre le debió de molestar un poco pero pensé que probablemente actuaba de modo extraño porque deseaba un buen beso de buenas noches.

Algunos tíos, algunos de los más simpáticos, siempre andan preocupados por esto. Es como un modelo a escala reducida de la teoría de Donna sobre lo de quedarse sin habla. Con la salvedad de que Phil seguía hablando. De hecho, me parece que nunca en mi vida había oído a un hombre hablar tanto durante tanto rato seguido. Hablaba del viaje que esperaba poder hacer en verano, de la granja de patatas en la que trabajaba para conseguir dinero.

Habló de la película, o empezó a hacerlo, hasta que le conté lo que decía Donna sobre los hombres que se sienten intimidados ante las mujeres fuertes, las mujeres que saben lo que quieren. Le conté que Donna decía que la mayor parte de las películas no hacían más que perpetuar el hecho de que los hombres tienen un ego muy frágil cuando se trata de sexo y que lo único que se les ocurría para enfrentarse a esto era o bien matar a la chica o hacer lo que acababa haciendo el tío de la película, que era mudarse con ella a otra ciudad completamente distinta, donde nunca más pudieran encontrarla los malos, donde pudiera sustraerse a la (por otro nombre) amenaza masculina. A eso Donna lo llamaba seguros para conejos, sólo que usaba una palabra distinta.

Esta teoría no me acababa de convencer. Me refiero a que no es la más original que he oído. Pero me parecía importante ver cómo reaccionaría Phil. Quería ponerlo a prueba y, con un poco de suerte, acabar concediéndole el beneficio de la duda. Me sentía culpable por la escena con su padre y quería que supiese que no les estaba comparando. Phil parecía un buen tío y bastante listo. Quería gustarle y quería que supiese que me gustaba. ¿Qué puede hacer una chica?, como diría Donna. Qué es una chica sin sus principios?

Se notaba que seguía pensando en si yo le iba a permitir o no que me besara. Miraba una y otra vez por el retrovisor, ponía el intermitente en cada cruce. Conducía como si su única preocupación en este mundo fuese demostrar lo prudente que era. Deseaba aquel beso.
Aunque, técnicamente hablando, no contestó, me gustó lo que hizo. Ignoró el tema. Fue algo honesto. Sonreí para mis adentros pensando qué le daría.

Cuando decide volver a hablar pregunta, si me quiero ir a casa o si quiero que compremos un refresco o algo y nos vayamos a dar una vuelta con el coche. Para entonces ya tenía claro que, si quería llegar al 16 y quitarme el 15 de encima, iba a tener que poner algo de mi parte.
Le digo que me encantaría beber algo pero que no me gusta mucho pasear en coche. En la carretera no bebo, le digo y -ja, ja- esto le relaja un poco.

Me lleva hasta un drive-in, algo del estilo del Arctic Circle antes de que McDonald's les llevara a la ruina, y compra unas latas de Coca-cola. Me saco un yogur del bolso. Le convenzo para que lleve el coche hasta un solar desde donde se ve una panorámica de la ciudad. Las casas allí arriba son muy bonitas, aunque no consigo imaginar cómo se lo hacen las familias para llenar todo ese espacio. Creo que se dedican a tener niños. Me imagino una habitación tras otra repleta de niños con inmaculados pañales blancos. Pero Donna me contó que un tío con el que anduvo vivía por allí arriba y que su casa estaba prácticamente vacía, menos por un sofá enorme que tenían en la sala de estar. Allí es donde lo hicieron, me dijo. Y había un eco tremendo. La única vez que se sintió como si estuviera en un escaparate de una tienda de muebles.

Phil aparca; estamos allí sentados, justo al final de una curva sin salida, y le pido que ponga la radio.
-¿Qué emisora?-me pregunta muy solícito.
-Me da igual -le digo, jugueteando con los pliegues de mi falda-. Algo que esté bien. Música de fondo.
Me pregunto si sigue preocupado por el beso que le voy a estampar en la cara. Sintoniza una emisora de canciones melódicas, con la salvedad de que todo lo que han robado para hacer las canciones son temas que fueron country en su vida anterior. Esto fue casi un punto en contra suya, dijo Donna más tarde, pero a mi me gustó, como todo lo demás.

Durante un rato me parece que Phil está desorientado, y yo sigo enfrascada en mis cábalas intentando imaginar hasta dónde quiero llegar exactamente, sopesando si me decido o no, a pesar de mis deseos de poner en evidencia al gilipollas de su padre, calculando durante cuánto tiempo después de un impresentable como el 15 debo esperar para seguir adelante con mi vida. Mi mente es como una balsa, estoy flotando a la deriva. Entonces hay un único segundo en que mi cabeza no está ocupada para nada con toda esta mierda, en que me encuentro pensando en cosas tipo la casa en la que me gustaría vivir y si debería tener hijos a pesar de lo que dice Donna. Recuerdo que me pregunté qué estaba haciendo allí de todos modos, cuando tenía pendientes cuatro capítulos de Huck Finn para Literatura, y ahí es cuando él aparece finalmente y me salva. Quiero decir que casi podía haberme olvidado de todos esos números y de este magnífico 16, pero afortunadamente Phil me pone la mano sobre la pierna -no el muslo, sino sobre esa parte blanda por encima de la rótula, lo cual es importante, dónde me pone la mano- y me pregunta puedo besarte?

Me quedo mirándolo fijamente, completamente en blanco, y entonces todo vuelve: el tío, el número, que es el penúltimo para llegar a 17, lo cual Donna dice que significa dejar atrás todas las horteradas tipo Sweet Sixteen a lo años 50 y pasar a ser una mujer, y al fin y al cabo ella empezó lo de las fiestas del 17 organizando una para el suyo.
Apresuradamente digo:
-Oh, vaya, lo siento.
Y ya está, allá vamos. Yo estoy encima, besándolo, en el pelo, en el cuello, en las mejillas, en la nariz. Finalmente llego a la boca y justo antes de tapársela con la mía le oigo decir:
-Oh, oh Dios -lo que Donna llama "sus memorables últimas palabras".

Ésta fue nuestra mejor noche, creo. Antes de que ninguno de los dos supiéramos lo que nos esperaba. Toda nuestra ropa está desperdigada. Él busca más allá de mis piernas intentando alcanzar la palanca para bajar el respaldo del asiento, yo me inclino hacia la radio para subir el volumen. Luego está dentro de mí y, por una vez, a pesar de todas mis dieciséis experiencias más el gran Cero, me siento a gusto, creo que me podría acostumbrar, que me gustaría dejar a un hombre penetrar en mi interior sin protección, sin hacer marcha atrás en seguida, sin tener que hacer nada más que relajarme y dormirme en sus brazos, mejor dicho, él en los míos, porque normalmente después me quedo llena de energía y nerviosa como si tuviera que hacer algo o ir a casa o a algún sitio.

Justo a tiempo me acuerdo de lo que Donna dice, que es que nunca hay que permitir a un hombre entrar en la tribuna del jurado. Me lo había recordado anteriormente, no sólo después del Cero, sino las otras veces que yo había comentado que por poco no había permitido que sucediera. Donna dice que una vez que un hombre ha podido entrar en la tribuna del jurado, querrá volver a visitarla una y otra vez. Para que un sistema jurídico funcione bien, dice, la elección del jurado debe ser aleatoria, y el que lo ha sido una vez no puede repetir, de manera que si tienes aunque sólo sea un desliz, tienes que trabajar el doble para impedir que vuelva a suceder. No estoy segura de que sea exacto, la parte jurídica, pero me parece que tiene razón de todos modos. Si hubiera dejado que Phil me penetrara sin protección, entonces no hubiera tenido ningún precedente, como dice Donna, para no permitirle entrar una segunda vez. Eso me dejaría, para decirlo con sus palabras, en situación de indefensión.

Estaba contenta de haber recordado el yogur. A algunos tíos les revienta que les dejes entrar y luego cambies el lugar de reunión, o el menú habría que decir en este caso. Phil se lo tomó bien. Probablemente ya había olvidado aquel primer beso. Le hablé del yogur y de lo que quería que hiciera y le di todos los detalles técnicos sobre qué sitio era mejor. Me preguntó qué tenía que hacer con los cereales, esa bolsita que viene con los Danone. Me reí y le dije que ya me los quedaba yo. Asintió y se puso a trabajar.

Donna insiste en que de todos modos es mejor, a la larga, porque le permite a la mujer sentirse más cómoda consigo misma, con su sistema. Cada vez que lo he hecho me ha parecido bien. El yogur oculta el sabor si al hombre no le gusta la idea y si se pasa un poco, Donna dice que le puedes aplastar los cereales en la cara y echar a correr.

Phil no puso ninguna objeción, como he dicho. Incluso estuve a punto de llegar yo también, a punto de que a mí también me sucediera. No ocurrió porque estaba demasiado preocupada pensando en limpiar después, en lo perdido que íbamos a dejar el coche.

Según Donna ésta es la razón de que me encariñara de Phil; por ser el 16 el número que es y porque con el 15 me había ido tan mal. Donna habló y habló de todas las razones por las que era del número, y no de él, de quien estaba colgada. Me acuerdo, justo antes de dejar de verle, después de haber estado saliendo juntos casi regularmente, de llevarme a ver más películas -películas que pensaba que no me ofenderían ni me harían salir disparada con aquellas teorías- y de llamarme a casa, incluso cuando estaba mi madre, me acuerdo de que un viernes Donna me estuvo hablando toda la noche de lo importante que era que no perdiese la cuenta de los números y que no abandonara cuando me faltaba tan poco para convertirme en mujer. Me acuerdo de esa noche en concreto porque la llamó, una y otra vez, su noche de bingo, como si quisiera que entendiera cuántos le podrían faltar a ella.
-Espero que comprendas lo mucho que te quiero -dijo-. Tenemos que apartarte de él, Anne. Este tío quiere que seas su amiguita.

Nunca le pregunto a Donna acerca de su sistema o de sus números. Ella tampoco habla nunca del tema, excepto cuando me dice cosas sobre cómo es un tío, cómo usa las manos o los ojos. De manera que, como quería demostrarle lo mucho que valoro su tiempo, y como pensé que podría comprender que honestamente aquello no tenía nada que ver con los números, pensé que le iba a contar algo sobre Phil y yo. Empecé a explicarle que era un chico muy dulce, que siempre me recogía puntual y que me invitaba una vez de cada dos para que ninguno de los dos gastáramos demasiado. Le hablé de aquella primera noche, y de la segunda y la tercera, de cómo cada vez que le besaba la piel me parecía tener la lengua conectada a una pila de 9 voltios. Le conté a Donna casi todo sobre cómo lo hacíamos, de qué maneras funcionaba y de qué maneras no. Le hablé de su pelo rebelde y de sus camisas manchadas y de cómo después de hacerlo estábamos tan relajados los dos juntos que le dejaba que permaneciera en mi boca hasta que se le volvía pequeña.

Donna no se lo tomó como yo pensaba. No sé lo que estaría pensando. Yo sólo le hablé de Phil para ayudarla a comprender, pero de algún modo aquello fue un error. Se me echó encima inmediatamente, cortándome, contándome toda clase de cosas que yo no sabía de Phil. Que, para empezar, si nos habíamos conocido era porque ella nos presentó, porque ella antes le contó todas las cosas que yo le dejaría hacer. Que ahora había otros tíos que le habían hablado de mí, que le habían contado cosas que yo le dejaba hacer a Phil y que estaban excluidas del sistema, cosas que no estaban permitidas.

Dijo que una cosa es dejar a un hombre entrar en el jurado, pero que si luego él empezaba a contárselo a otros, entonces estaba destruyendo el sistema. Me estaba despojando de todos mis poderes.

También lo dijo de otra manera.
-¿Cuándo vas a darte cuenta, Anne, de que a los hombres les trae sin cuidado quién seas? Eres un número para ellos, del mismo modo que ellos son números para nosotras. Si te entregas a este tío, tu nombre quedará por los suelos.

Intenté explicarle que Phil no era así, pero me mandó a la mierda y empezó a hablar más deprisa. También dejó de mirarme a los ojos. Era como si estuviera hablando con la plaza de aparcamiento de enfrente, o con la acera, o hablando consigo misma.
-Es mi sistema -dijo-. Si te crees que realmente vas a gustarle a un pedazo de mierda como éste o que él te tratará mejor que los demás, te estás engañando a ti misma. ¿Te acuerdas de tu Cero? Pues todos los hombres son un Cero, Anne. De ese agujero es de donde salen todos ellos. Un Cero. Buenos para nada. Una mierda.

No sabía qué contestar a todo esto. Me empecé a preguntar qué es lo que ocurría, por qué flipaba de esta manera con el tonto de Phil. Intenté imaginármelo haciendo algo de lo que Donna decía que era capaz de hacer, pero no lo conseguía. Era como si la cara de Jacob se superpusiera a la de Phil.

Donna ya lo había hecho antes, también se había ensañado con otra. Fue en una fiesta el año pasado, la fiesta del 17 de Penny. Penny llevaba sólo un año o así en el instituto y justo después de la fiesta se marchó. Su padre se había enterado, eso es lo que dicen las chicas. No me costaba imaginarlo, lo de que su padre se enterara. Podía imaginar cómo un padre reaccionaría ante su hija.

En aquel momento, Donna dijo que Penny se lo tenía merecido. Lo dijo porque después de cada número Penny iba por ahí intentando que todas las demás nos mosqueáramos.

Iba conmigo a gimnasia. Me acuerdo de un día en que con cada flexión de espalda repetía siempre el mismo número:
-Once -decía, alcanzándose los dedos de los pies con las manos-. Once.-Llegó hasta el extremo de mirarnos a todas y a cada una al tiempo que hacía esto, barriendo el suelo con su larga cabellera rubia. Once. Once. Pensé que se habría ahorrado esfuerzo haciéndose tatuar el número sobre los muslos, como rayas aerodinámicas.

Al día siguiente de que, por fin, llegara al17, Penny se presentó en el instituto con las invitaciones. Ni siquiera eran de las que había hecho Donna. Las de Penny eran de ésas brillantes de color azul, con las letras doradas y en cursiva. Me hizo pensar en una invitación al paraíso o para un restaurante que nunca me podría permitir. Jolene y yo estábamos allí y nos dio una invitación a cada una. Guiñaba el ojo, como si encima hiciera falta. También vimos que llevaba unas diez tarjetas más en la mano, lo que significaba que iba a invitar a más gente de la que forma parte del sistema. Nada de todo esto tenía muy buena pinta.

Pero cuando le tendió a Donna un sobre, Penny no hizo nada. Nada de guiños. Nada de ponerse el dedo en la barbilla, diciendo "Jolín, Donna". Nada de hacerse la inocente entonces. Le tendió la invitación y dijo:
-¿Verdad que vas a venir? Si no vinieras me sabría muy mal. Has sido una inspiración tan grande para mí.-Y luego soltó una risita, riéndose de su propia broma estúpida.

Donna la miró con furia, como si invitara a Penny a comerse su mismísima mierda.
Jolene y yo vimos a Penny deshacerse de Donna y escabullirse por el pasillo. Sabíamos que Donna tendría algo que decir sobre el tema.

Miró su invitación, leyendo cada una de las palabras media docena de veces. Luego nos miró a mí y a Jolene y dijo:
-¿Sabéis por qué hace esto?
-¿Por qué?-pregunté. Jolene frunció el ceño y se alejó.
-Porque es una gallina improductiva. Si todavía estuviera en esa granja de la que vino ya se la hubieran comido para ahorrarse el pienso.

Creí que la cosa acabaría aquí, que Donna dejaría en paz a Penny, la dejaría descarrilarse por lo que le quedaba de adolescencia. Circulaba el chisme de que Penny ya se había ligado a un 18 y ninguna de nosotras había oído jamás hablar de alguna que tuviera un 17 y se quedara con él. Donna dice que para entonces es demasiado tarde para dejarlo. Las chicas malas, dijo, son como los buenos relojes. Nunca se paran.

Pero veías cómo Donna deslizaba los dedos sobre el pliegue de la tarjeta, intentando mantenerla cerrada, doblando lo que estaba ya doblado. La cabeza de Donna iba a cien por hora.


Cuando nos reunimos todas en casa de Penny para la fiesta, la cosa empezó normalmente. Había unas cuantos tetra briks de vino que Jolene afanó de la despensa de su madre y había un poquito de hierba. Donna comentó que alguien nos estaba jugando una treta porque siempre había hierba suficiente para repartir, incluso cuando no conseguíamos alcohol. Casi se había terminado cuando Penny empezó. A mí siempre me sube en seguida, de modo que me acuerdo que iba ciega y estaba contando los agujeros que tengo en los zapatos, imaginando que representaban a mis ligues y recitando sus nombres si los sabía, practicando para cuando llegara mi 17, aunque todavía me faltaban unos cuantos.

Penny sacó las fotografías y las fue pasando. Me sorprendieron, estas fotos de los chicos. Una era una vieja foto de una fiesta de final de curso, con el tío rodeando con los brazos a una chica a quien se le habían cerrado los ojos por el destello del flash. La expresión de ella, así, congelada, con los ojos cerrados y sólo media sonrisa, me dio escalofríos. Me pregunté por dónde andaría ahora esa chica. En algunas fotos los tíos iban sin camisa y se inclinaban hacia la cámara. Me pregunté cómo habría conseguido Penny que hicieran eso, dejarse fotografiar justo después de los hechos. Me quedé alucinada con aquellas fotos. Me las acercaba a la nariz para ver si podía oler el hombre.

Penny se sentó encima de una mesa de centro, con todas nosotras sentadas en el suelo a su alrededor, como si fuéramos sus súbditos o algo así. Aquello parecía una reunión de girl scouts. Penny iba contando, como si lo hubiera memorizado, cuándo iba a levantar las cejas y cuándo se pondría el dedo sobre la barbilla. Era algo tan estúpido. Parecía tan falso. Nunca maquillaría una historia, pensé, aunque fuera realmente mala.
Al llegar al número 17, empieza a hablar del estupendo coche que tenía el tío, que estudiaba en la facultad, que la había llevado a cenar y le había comprado una botella de vino. Intenté imaginar la escena, cómo podría ser esto de salir a cenar y que las servilletas fueran a juego con el papel de las paredes y el reflejo de las velas hiciera brillar los vasos y los platos.

Seguí así durante un rato. Era demasiado bonito, pensé. Era demasiado bonito para ocurrirme a mí. Pensé que era demasiado bonito incluso para Penny, que siempre iba con faldas limpias y llevaba el pelo bien cepillado hacia atrás. Era un cuento de hadas. "¡Madre mía, qué coche tan estupendo! "¡Madre mía, que cama más chula! ¿Dónde andará el lobo?, me preguntaba yo. ¿Dónde está la bestia, dónde está el hombre?
Pero era perfecto. Él la desnudó, la trató bien, la besó en los labios.

Me sentí aburrida y miré a ver qué hacía Donna, si ella tampoco quería creérselo. Donna estaba apoyada sobre el codo, bebiendo a sorbos y echando caladas del canuto. No hacía ninguna interrupción.

Debíamos ser unas diez más o menos, porque muchas de las chicas ya se habían marchado, la mayor parte de las que Penny había invitado por su cuenta. Parecía que las demás lleváramos ropa prestada y que el estar allí era como rebajarse para ellas, con sus prendas de marca. El teléfono sonó en la cocina y Penny se sobresaltó, como si anduviera perdida por su sueño. Se levanta corriendo, con una mirada de exasperación, y descuelga el teléfono con voz enojada.
-Hola. Oh. No, estoy bien. ¿Y tú qué tal? -Era un hombre quien llamaba. Se notaba por el tono agudo con que ella terminaba las frases. -En serio -dijo-. No, no hay problema. Pero es que están aquí unas amigas. Sí. -Me incliné hacia Donna-. ¿Quién te parece que es?
Donna me miró como si no consiguiera recordar mi nombre.
-¿Eh? Oh. Anne. Probablemente sea su próxima gran captura. ¿Será el número 18? ¿Será él? -Luego empezó a reír. Soltando pequeños bufidos. Pude ver el color oscuro del vino que le bajaba de la nariz-.
Espera -dijo al tiempo que yo me apartaba-. ¿Sabes guardar un secreto? ¿Creo que nourre? ¿Es esto lo que significa convertirse en mujer?
Entonces algo me alcanza, me agarra y me frota para darme calor. Levanto los ojos. Es Donna. Sonríe, relajada. Tiene el cabello como un aura. Está ahí de pie, sonriente.
-Uno más y ya está, cariño. Uno más y ya serás una mujer como yo.
Me siento mareada pero no desfallezco. Donna no me suelta del brazo.



Copyright© W. Cuthbertson 1997

Traducción de Mireia Bas
English original
Poema de John Donne traducido por Carlos Bolívar Gómez,
Selecciones de Poesía Universal, texto bilingüe
Plaza y Janés, Barcelona, marzo 1981

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