| Índice del último número | archivo por entrevista con Scott Heim y crítica de "In Awe" | English Original
Extracto de In Awe (EL ASOMBRO)

CAPÍTULO DOS
Septiembre

En otoño los días son cada vez más oscuros y en la ocuridad aparece la lluvia, insistente, quieta y narcótica, el castigo de la ciudad. Las calles se inundan por la noche y se resecan por la mañana. Las hojas caen pronto, marrones como el signo del mes, debilitadas por el frío y el viento. Por la noche la brisa viene del suroeste arrastrando una acaramelada estela de McIntosh y Red Delicious desde los manzanares que delimitan Lawrence. Pero principalmente huele a lluvia. La gente deja de sonreír. En los establos los caballos relinchan y en las perreras los perros aúllan, como hacen los animales antes de los tornados o los terremotos, harmonizando las voces para interrumpir el sueño.

El río Kansas es una herida que divide la ciudad en dos partes. Las tormentas lo han hecho furioso. Se debate y se agita y exhuda neblinas de un amarillo pálido. Un par de estudiantes de la universidad se han dado por desaparecidas desde el principio del semestre de otoño, y un titular en el periódico responsabiliza al río: LAS MAREAS POSIBLES RESPONSABLES DE LAS DESPARICIONES DE LAS CHICAS. Los habitantes murmuran otra cosa, no se fían de nadie.

Medianoche singnifica el toque de queda en el Hogar Sunflower. Boris apaga la lámpara, se estira, cierra los ojos. Se concentra en el río y en la lluvia, en su degenerada pelea, y no puede dormir. La pegajosa oscuridad persiste, se cierra en torno a su garganta, y a pesar de ello Boris se aferra a la colcha. Ha cambiado la de Sunflower por una que pispó a su última familia de acogida que todavía tiene el rivete manchado de mercromina y el olor a jabón impregnado en el forro. Boris respira ese aroma mientras todo el mundo se duerme. Cerca, Carl, su compañero de habitación; los demás veintidós quinceañeros cuyas habitaciones dividen el pasillo; el par de supervisores nocturnos que duermen en camas adyacentes abajo. Boris percibe su pérdida de conciencia, olas opresivas que se detienen, se dispersan y lo dejan solo por fin.

Las imágenes de Sarah y Harriet se le aparecen, y, entre sus caras apenadas, Marshall. Boris intenta reemplazar los pensamientos sobre el funeral de hoy con las estudiantes desaparecidas. Se imagina el descubrimiento de un cuerpo: sucederá, está seguro, pronto. Sueña con cazadores vestidos con monos y sombreros de camuflaje que apisonan los bosques al norte de la ciudad. Uno de ellos, inspeccionando los matorrales y los montones de abono en busca de rastros de venados, vislumbra algo extraño con los binoculares. Suena un disparo; otro, y otro. Encuentran su cara que asoma entre montones de hojas, los ojos velados los miran, la carne del color de la patata pelada, los labios helados soportando la sangre seca. Boris hace inventario de los detalles. Un repicar de campana de iglesia a lo lejos, sordos crujidos de la hierba, un arco de pájaros carroñeros deseando picotear los nudillos y los dedos de los pies. El canto de los estorninos atrapado en los oídos sordos. La avispa succiona el último resto de esencia de la lengua.

Su habitación se encuentra en el extremo más oscuro de la nave, como una cámara secreta de cuento de hadas. Por dentro, a pesar de ello, es de una vulgaridad incluso austera, nada de castillo de la Bella Durmiente ni de madriguera de Barba Azul. Boris llegó ese primer día con dos maletas, un álbum de fotos medio lleno y el Seven Up que compró en la estación. Sorbió los últimos restos con una pajilla masticada y reprimió el impulso de retroceder con una mueca ante la habitación que le asignaron. Todavía la odia: como todas las demás de Sunflower consiste en cuatro paredes pintadas de blanco y cerradas por un techo estucado, desnuda excepto por un solitario crucifijo dorado sobre cada cama. Los carteles, las fotografías y los tablones de corcho no están permitidos. Dos armarios, dos cajoneras, dos mesas con sillas a juego. Boris ha aprendido retazos de historia leyendo los grafitos a bolígrafo de la mesa; las muescas de legiones de huérfanos del pasado y prófugos, pirómanos menores de edad y rateros. ¡Delincuentes, ovejas negras, ladrones! Boris ha oído las historias, los rumores. En la habitación de encima duerme una chica que se abrió dos verticales gemelas en las muñecas con un cuter porque su madre le prohibió asistir a la fiesta de graduación del instituto. Al otro extremo de la nave hay un chico que atacó a tres amigos con un martillo de goma. Hubo una vez, en otro tiempo, más de una década atrás, en que incluso Sarah estaba aquí, cautiva durante su adolescencia maltratada y vagamente criminal.

Boris reclama la cajonera de la izquierda. A diferencia del de Carl, el cajón inferior está cerrado con llave. Boris tiene la llave guardada en el interior de una Biblia, un pequeño Nuevo Testamento de mesilla cuya cubierta tiene el color y la textura de una lima. Sunflower ofrece una Biblia a cada residente, pero Boris sólo la abre para recuperar la llave. Ha revelado su paradero a Sarah y a Harriet, y les ha dicho que pueden abrir el contenido del cajon en caso de que yo sea asesinado o me convierta en objetivo de una bomba terrorista o desaparezca misteriosamente de la capa de la tierra .

Carl duerme, los ojos y la boca cerrados, las costillas visibles y los calzoncillos blancos. Es nuevo en la escuela superior, dos años más joven que Boris, pero podría parecer mucho mayor bajo esa luz pobre. Ésta se desparrama a través de los parteluces de la ventana e ilumina los pelos rubios sobre el labio que Carl nunca se afeita. Las pestañas, tiesas como de murciélago. Se da la vuelta, apartando la cabeza de la vista, y Boris, asegurada su intimidad, se incorpora de la cama y extrae la Biblia de debajo del colchón. Los números digitales del reloj sobre la mesilla de noche destellan la 1:04 en color borgoña -Sarah no aparecerá hasta dentro de cincuenta y seis minutos- así que se dirije de puntillas a la cajonera e introduce la llave.
En el cajón, entre un montón de cosas, se encuentra la Caja de los Sufrimientos. Boris la considera una pieza única , una escultura excelente que Sarah realizó quince años atrás cuando todavía era veterana en Lawrence West. Se parece a una cuna pequeña de sesenta centímetros de largo por treinta de ancho y de profundidad, los lados están hechos con astillas de madera y huesos de animal y están forrados con tela metálica. Dentro descansan más huesos, agujas enhebradas, cristales rotos, plumas, espinas de rosal y varios recuerdos de un pasado lejano y reciente. Sarah se la regaló a Boris un mes atrás: Feliz cumpleaños por adelantado . Su única condición fue que la mantuviera oculta y fuera aumentando su contenido tal como ella había hecho durante los años. Es como un trabajo en proceso , le dijo Sarah. Utilízala. Llénala con cualquier clase de recuerdos. Lo que sea un símbolo de tu dolor. Sarah incluyó sus últimos objetos -uno de los brazaletes trasparentes del hospital de Boris, un puñado de uñas de Boris que ella le cortó- y se la ofreció.

Al fondo de la Caja de los Sufrimientos hay piezas y trozos de la anterior vida de Sarah. Mechones de pelo; los anillos idénticos que ella y Marshall llevaron una vez; una foto destrozada y arreglada con celo de un chico efectuando un pase con una raqueta de tenis. Sirven para teñir de cierto colorido un pasado monocromo que Sarah se muestra reticente a revelar. En otra de las fotos de la caja, Sarah tiene una sonrisa aborregada al mostrar un dibujo al carboncillo de Marshall. Lleva una blusa ajustada, demasiado maquillaje, y sobre las mejillas le caen rizos de color amarillo-henna como de duendecillo. Al dorso de la foto se lee: Primer Premio. Concurso de la Escuela Superior de Arte del Condado de Douglas . Sarah insiste en que, por aquel entonces, casi todo el mundo excepto unos cuantos chicos escogidos, la odiaban a morir; a pesar de eso, Boris se imagina que debió de ganar fama gracias a su arte. Ella consiguió el primer puesto en el mismo concurso que Boris espera ganar este año.

En lugar de arte visual, Boris proyecta presentar La marcha de los zombis , su novela de terror todavía incompleta. Las páginas que hasta ahora ha garabateado están apiladas con su diario entre la Caja de los Sufrimientos y la pared derecha del cajón. Boris construirá la historia en torno a Sarah, Harriet y él mismo; al principio pensó en cuatro personajes, pero después de lo de Marshall redució el abanico. El argumento se centra en sus tribulaciones, en las horas más terroríficas y horribles de sus pasados. Un fatal accidente convierte a los protagonistas en zombis, que se levantan de las tumbas para cazar a todos aquellos que les han maltratado o rechazado. En lugar de inventarse las situaciones, Boris piensa basarlo todo en la verdad. Además de detallar sus propias experiencias en su cuaderno de notas de la escuela, recoge cartas de Sarah y de Harriet, confesiones que etiqueta con una S o una H gigante arriba de cada página.

Carl se mueve. Boris cierra el cajón, espera una docena de segundos antes de volver a abrirlo. En el concurso del año anterior presentó un relato no del todo autobiográfico sobre un niño adoptado que incendiaba los escenarios de las casas de sus falsos padres. Era nuevo en Lawrence, entonces, acababa de ser abandonado por otra familia, y lo único que recibió por sus esfuerzos fue una banda de participante. El concurso premió a estudiantes que presentaron pinturas, poemas y grabaciones de canciones compuestas por ellos; el trofeo fue para una chica rolliza que una vez le llamó marica en clase. Su escultura de un fénix feroz emergiendo entre llamas de papel maché todavía se yergue en la oficina del subdirector.
Boris añade la tarjeta del funeral de hoy en la caja; la luz del exterior hace brillar las palabras escritas con tinta en la parte superior:

Marshall David Jasper
3 de junio de 1963 - 15 de septiembre de 1995

En el dorso, un dibujo al pastel de unos rayos de sol a través de una vidriera acompaña un poema perteneciente al discurso del cura de la iglesia. Boris coloca el trozo de papel en una esquina de la caja, pero le parece fuera de lugar: justo aquí, encima del montón, a lo mejor más secreto incluso que las fotos y los recuerdos de Sarah, más que su novela, se encuentra el devocionario de Boris a Rex Jackson.

Rex. ¿Cómo podría Boris describirle? Meses atrás, cuando Sarah le preguntó, no pudo hacerlo. Dios. Rex. Bueno, es, bueno, hermoso. Rex, el flipe mas brutal de Boris, va a la misma escuela. Un año por delante de Boris, aunque a años luz de conocer la profundidad de su amor.

La primera vez que vio a Rex sintió como una ducha de champán frío. Boris, recién trasladado, se dirigía a álgebra. El destino de Rex parecía ser clase de taller, ya que en lugar de libros y lápices, llevaba entre las manos un martillo y un bloc de papel de lija. Andaba con un contoneo despreocupado, de borracho. Unos arañazos le manchaban las rodillas como si fueran gotas de mermelada de mora, y unas manchas de barro le oscurecían los jeans. Al final del casillero, una discusión entre dos vacilas derivó en pelea, y el rostro desinteresado de Rex emergió en dirección a la bronca. La luz fluorescente le rodeaba, graciosa, como un halo. Boris vio belleza en él: afilada como una dulce aguja que le chupara los sentidos hasta dejarle débil e inmóvil de desfallecimiento. Una chica le tiró uno de los libros que tenía en la mano. En el tiempo de recogerlo del suelo Rex se había evaporado.

Más tarde, ese mismo día, le vio, le vio, otra vez. Rex encajaba como una pieza de puzzle en el molde que Boris había decidido que era su tipo después de observar a los chicos durante algunos años: alto, delgado aunque ancho de espaldas y con un aire de incomodidad ante lo que le rodeaba. El cabello tan negro que de lejos parecía pintado, y probablemente parecería de regaliz en un primer plano aunque Boris no había intentado, todavía no ha intentado, aproximarse hasta ese punto. Los ojos, de un verde que desarman. Orejas grandes. Manos y pies grandes. Lo mejor de todo, una nariz moldeada, casi romana, en el centro exacto del rostro. Algunos considerarían que la nariz de Rex es demasiado grande; para Boris es un milagro llovido del cielo. Sueña con tocarla, con atraparla entre los labios, con lamerle el pulido cartílago.

Después de dos semanas de observarle, Boris inauguró su colección. Si Rex fallaba al intentar atrapar una tortita de azúcar lanzada por una admiradora, Boris esperaba hasta que podía recogerla sin ser visto. Sisaba las tarjetas de préstamo de la contracubierta de los libros de la biblioteca, la firma inclinada hacia la izquierda de Boris repetida con tinta diferente en cada una. Boris remoloneó fuera de las aulas, aprendió el horario de Rex, se arriesgó a colarse en clase fuera de hora. Se embolsilló tornillos abandonados del proyecto de taller de Rex; recogió pedazos de fango seco de las huellas de las bambas de Rex; una toallita de papel marrón manchada por unas manos aceitosas. ¿La placa R. JACKSON que colgaba de un gancho en el tablero de la sala de torneo de ping pong? Pispada por Boris. ¿La galletita azucarada con forma de carita sonriente que Rex no quiso comerse durante el almuerzo? Robada de la basura y guardada en una bolsita de celofán. Boris encontró, incluso, letras de grupos heavy-metal recién escritas con un rotulador grueso en el armario del gimnasio de Rex. Intentó transferirlas como una imagen de espejo a un pañuelo de papel aplicándolo sobre la tinta fresca y mojándolo con el dedo ensalivado. EL FUEGO QUE SIENTO ME LLEVAR AL INFIERNO / SI QUIERES SEGUIRME, CARIÑO, SIMPL... el resto es ilegible.

La colección de Rex empezó meses atrás, mucho antes de que Sarah le diera su caja de huesos y tela metálica que la acogería. Ahora, en septiembre, la lluvia cae y se levanta y arranca hojas de color tostado de los árboles. Boris se ha enseñoreado de su cajón con una devoción de evangelista. La Caja de los Sufrimientos, La marcha de los zombis y su preparación, todo lo que ha cogido, arañado y reunido de Rex. Tiene que haber algo que desear, ¿no? ¿Algo por lo que vivir? Seguro que Rex no sueña con dirigir la palabra al débil y afeminado de Boris. Pero la ligera posibilidad de que quizá, sólo quizá, Rex pudiera hacerlo mantiene a Boris en marcha.


Cuando encontró a Sarah y Harriet y Marshal, hacía menos de un mes que había aterrizado en Sunflower. Se había aprendido de memoria los nombres y los apellidos de todo el mundo. Sabía, por lo que veía desde la ventana de su habitación, cuándo las luces de los vecinos se apagarían y cuándo se encenderían; los horarios de los envíos por correo y de los paseos de los perros. Esta vez no se preocupó de sentirse ligado, sin duda ya había conocido a la que sería la última de sus familias de acogida. Clavado: esta media casa, este Sing Sing, el último tramo en este centro de acogida del cual se libraría a los dieciocho. Boris no discutía cuando los supervisors daban órdenes. Lavaba platos, plegaba la ropa en ordenados montones. Dos veces por semana realizaba servicios comunitarios como voluntario, como los demás chicos. Entre los trabajos menos atractivos había el de cortar el césped en City Hall, el de repintar las fachadas de las tiendas, el de husmear por la basura de los arbustos al lado del río después de la celebración del Cuatro de Julio. Estas faenas se encargaban a los prófugos, a los agresores y a los suicidas patosos, a los gamberros quinceañeros que coleccionan faltas como si fueran sellos.

Pero dejaban que los chicos acogidos eligieran sus deberes, y Boris escogió el trabajo en el hospital. Los martes y los jueves, después de la escuela, se iba directo al Lawrence Memorial con los libros de los deberes y los auriculares, cuyos afilados rugidos gemelos le penetraban el cerebro. Se dio cuenta de las mujeres en su primera semana allí. Qué marginado no reconoce a otro, las miradas enfrentadas con el mismo nivel de admiración que de recelo, como si el ser un inadaptado fuera un premio a la mejor competición. Pero Boris, en la escuela, era demasiado tímido para acercarse a ninguno de ellas. Las dos mujeres esperaban en la puerta mientras él limpiaba, el empapelado de la pared como un difuso halo de polvos de limón detrás de ellas. La mujer mayor parecía un gorrión engalanado. Canturreaba para ella misma, miraba el reloj y canturreaba un poco más, esta vez un poco más alto. El pie de la mujer más joven seguía a la perfección un ritmo de fox trot mientras aguantaba un bol de plástico del tamaño de una escupidera. Cacauetes con cáscara: Boris los olía, la oía masticarlos. Su camiseta mostraba un fotograma de Psicósis -una alcachofa de ducha lloviznando agua vista desde abajo- y aunque a Boris también le gustaban las películas de terror, no pudo reunir el valor de acercarse.

De todas formas, ella se dio cuenta de que miraba.
-Soy Sarah, ella es Harriet.
Algo dulce se traslució en sus ojos que hizo sentir a Boris que ella le reconocía, que preveía su futuro. Dirigió un gesto a la escoba de cerdas verdes y al recogedor.
-Coge cacauetes. ¿Eres un voluntario o el de mantenimiento?
El pitido de un reloj alarma; la tos rasposa de alguien.
-No. Soy un chico acogido.
Más tarde, Boris estaba apoyado al lado de la ventana de la habitación mordiéndose una uña. Harriet estaba al lado de su hijo, acercaba un vaso de papel a los labios de Marshall y le acariciaba el cabello. Cuando Sarah les presentó, pasó información que había recogido en el pasillo: Boris era nuevo en la ciudad y vivía en Sunflower "como yo, a principios de los ochenta, hace siglos" .

Marshall llevaba un parche sobre un ojo. Un gota a gota clavava su cordón umbilical a uno de sus antebrazos. Al lado de la cama había catálogos de semillas, revistas ecuestres, una guía de viaje de Europa con una foto de un chico medio desnudo y con una cola de caballo en la portada.
-Qué hay -le saludó Marshall.
Su rostro parecía inhumano, mantecoso, y verle sonreír y hablar era como ver una a pintura cobrar vida.
- ¿Qué tal por Sunflower? Cuando yo tenía más o menos tu edad, me colaba para ver a Sarah. Dios, parezco un viejo.
Cuando Boris abrió la boca sólo le salió un tartamudeo. Se aclaró la garganta y le devolvió una sonrisa.
-Ya no es tan interesante ahora. Soy como un residente. Sólo los supervisores tienen un nombre nuevo. A nosotros nos llaman CINC*, chicos necesitados de cuidados . Molaría más que nos llamaran KINK*. Pero lo pronuncian SINK*. Por eso, hasta que alguien me vuelva a acoger, soy un CINC. Pero ya casi tengo diecisiete años, y nadie va a acogerme ahora, ¿no? Esperarán a que me gradúe y luego formaré parte de la historia.
- Bueno -dijo Marshall.
Se hizo un incómodo silencio. Harriet miró a Marshall, a Boris, a Marshall; al final escogió una revista de caballos y reemprendrió el canturreo. La melodía chocaba con el pitido del aire acondicionado.
-Bueno, Boris -dijo Marshall-, es raro el día en que recibo visitas de menor rango que la reina y las princesas. Y las enfermeras, no puedo olvidarlas.
La habitación olía a incienso que, según Sarah, era una mezcla de aromas curativos preparada por el herbolario para acabar con olor del hospital.
-No está permitido aquí -comentó-, pero las enfermeras están seguras de que yo y Harriet somos unas brujas-guión-lunáticas y nos dejan en paz.
Harriet rió. Boris también rió, y se paró cuando ella se paró. Boris miró por la ventana: una mujer empujaba un cochecito doble; los árboles dejaban paso a otros árboles; un rastrillo estaba tirado con los dientes hacia arriba, una etiqueta cuadriculada en el mango. Un jardinero desenrollaba trozos de césped como si fuera una alfombra y juntaba las tiras paralelas de verde con un utensilio de plata cuyo reflejo corría por la ventana de Marshall.

Cuando Harriet salió hacia la sala de descanso, Marshall bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
-Es lo que crees que es - le dijo
Le explicó que ya no estaba tan enfermo, ya no. A lo mejor conseguiría ir a casa al día siguiente; sólo necesitaba juntar fuerzas. Boris se mordió un milímetro más de uña hasta que Harriet volvió. Sí, todavía le quedaba tiempo fuera del hospital a Marshall. Y luego más tiempo en el hospital, Y luego, y luego.
-Fijáos en el pelo rojo de este chico -exclamó Marshall a las mujeres. Señaló a Boris con el brazo que tenía a la vista, haciendo temblar el tubo del gota a gota-. Y justo al lado: las pestañas y las cejas son casi rubias. Chico, serías una chica muy guapa.

De niño, Boris hubiera salido corriedo y sollozando de la habitación por un comentario como ése. Pero ahora no. Casi le gustaba esa gente. Y el chico se estaba muriendo.
Pasó el resto de horas de visita hablando, hablando más. Pronto Harriet dio unos golpecitos en la silla de al lado de la cama de su hijo y Boris, sintiendo un calor que le llenaba el pecho, se sentó. Compartieron pedazos de una manzana y cuatro vasos de papel con té de menta. Harriet empezó a canturrear una canción nueva; Boris, al reconocerla, cantó con ella. En algún momento, Sarah le cogió de la mano.
- ¿Recuerdas lo que dijiste de que nadie querría acogerte? -le preguntó. Boris se encogió de hombros. -Dijiste quién me querrá , ¿no? Bueno, pues olvídalo. Nosotros te acogeremos.
Asintió con la cabeza al mirar a Marshall y a Harriet y luego se tocó la barbilla con un dedo.
- Es oficial. Ahora eres nuestro.


Boris, dormilón, pensaba esperar a que, a las 2 am, la bocina de Sara que se lo llevara de allí. En lugar de eso, se adormece y la cama se convierte en una barca que lo lleva hacia los sueños de Rex que siempre intenta soñar, sin éxito. Mientras duerme, un desfile de mosquitos se cuela por la ventana abierta. En cuestión de minutos hacen el mal: se lanzan en picado sobre la piel que Boris ha dejado al descubierto. Las cadera, los hombros y los antebrazos se le llenan de ronchas rojas. Le despierta el zumbido metálico de un mosquito que le chilla dentro del oído, tras el rastro de olor de su corazón fragante.

La habitación se ilumina con lo que al principio parece luz, unos destellos eléctricos de color rojo que hacen que la austeridad que le rodea se aclare, se oscurezca, se aclare... Boris se siente confuso, como si se hubiera despertado en el centro de un tornado. Se friega los ojos heridos por la luz, se despereza, se inclina hacia la cama de Carl. Sólo es el reloj digital que destella. Ha pasado la tormenta. Sí, oye el trampolín tembloroso de un trueno. Cuenta seis destellos en la esfera del reloj. El corte eléctrico ha borrado la hora, 12:00, 12:00, pero está seguro de que son cerca de las dos, justo las dos, o un poco más tarde.

Algunas noches, cuando acaba el turno en la parada de camiones/tienda de alimentos de la interestatal, Sarah le secuestra. Dan una vuelta por Lawrence con la misma falta de propósito de los sonámbulos. Ella le provoca a que salga desde el aparcamiento, un roce de alas contra el cristal de la ventana, tal como hace el diablo en una de sus películas de terror favoritas. Como esta noche no oye nada, Boris se levanta con el temor de que le haya abandonado.
Mira, fuera, la llovizna y la frondosidad de un sauce llorón. El Volkswagen se encuentra en el aparcamiento, entre el coche de uno de los supervisores y una camioneta de transporte de Sunflower. Allí está la silueta de Sarah, haciéndole señales detrás del parabrisas roto. Boris empuja la ventana hacia arriba para poder pasar todo el cuerpo. Aquí nada se cierra por fuera: la gente no puede entrar, seguro, pero tal como Carl le informó una vez, alguna cláusula legal prohibe a los supervisores que encierren a los chicos. Hace pasar el cuerpo por el vano de la ventana y atraviesa el aparcamiento -un grillo deja de cantar, el rugido del motor de una camioneta al pasar, ¿le habrá visto alguien?- y coge la manecilla de la puerta. La palabra MARICONES, pintada con espray, se parte por la mitad y se vuelve a juntar al cerrarse la puerta.

Las luces de la calle imprimen pequeños espejos en el parabrisas, como caleidoscopios sobre el cristal roto. Sarah hace marcha atrás y acelera hacia fuera, el único faro dispara un haz de luz tembloroso a través de la cortina de lluvia. La ventana del conductor, destrozada por los gamberros, está tapada con cinta adhesiva y celofán; a través de él, la luz destella, verde y misteriosa, sobre el pelo de Sarah.
-Tengo notícias -dice Sarah, los ojos clavados en la carretera-. La policía ha encontrado a una de las chicas desaparecidas. El mismo día del funeral, y encuentran uno de los cuerpos.
- ¿Qué más sabes? -Boris se sacude, como un setter, el agua de la frente -. ¿Dónde estaba? ¿Lo dijeron en las notícias? ¿Qué pasó?
- Lo escuché en la radio. Acabó río abajo. Muerta, es lo único que sé.

Boris resiste el impulso de encender la endeble radio para oír más información. Sarah siempre la tiene enciendida, a toda pastilla, (la emisoria del colegio, uno de los selectos casetes de Boris), pero esa noche está en silencio. Y mientras otras veces huele a gasolina o a embutidos de la tienda de alimentos, esa noche el olor se parece más al del licor. Boris sabe que no está pensando en la chica muerta. La observa, procurando leer alguna emoción en su rostro.
- ¿Estás bien?
- Se está caliente, aquí -contesta Sarah. Una pausa doble, y luego-: Si estoy bien... La verdad, no siento casi nada. Hubiera sido distinto si no hubiera tardado tanto. No ha sido como si un asesino se hubiera colado dentro para apuñalar a una persona saludable y con una esperanza de vida de cincuenta años. -Esboza una media sonrisa, satisfecha con la respuesta-. Supongo que por aquel entonces sentía más cosas. Cuando me dijo por primera vez que estaba enfermo.

Sarah señala la puerta del lado y Boris gira la manivela. Pequeñas gotas de agua se cuelan por la rendija y vuelan hasta su hombro y su frente. La goma de los limpias rechina al barrer las hojas y los bichos hacia el montón de la parte inferior del parabrisas. La calle Rhode Island, New Hampshire, Massachusetts, Vermont. El VW serpentea colina arriba hacia la universidad, el motor ruge por el esfuerzo, el faro mueve el índice blanco por encima de las casas. Alguno de los nidos aparecen más oscuros que los demás, la luz robada por los latigazos eléctricos. Pero el campo está iluminado, las farolas despliegan blancos paraguas de luz delante de los edificios de Ciencias y de Humanidades, del museo de Historia. El Kansas Union es el más brillante de todos, su marquesina de cristal glaseado exhibe carteles de las próximas películas y avisos que ofrecen una recompensa por las estudiantes desaparecidas.

Sarah reduce al límite de 30 kilómetros por hora del campus; gira en el desvío hacia el campanario central. Una señal: CAMPANARIO CONMEMORATIVO DE LA UNIVERSIDAD DE KANSAS. Enfrente, la estructura levanta su cima iluminada hacia las nubes, como un faro cercado por la lluvia.
-A Marshall le encantaba este lugar -le dice Sarah.
Boris asiente. Sabe qué pasa aquí después del anochecer. Los hombres dejan los coches y desaparecen entre las sombras de roble y álamo. Dos caminitos se dividen como arterias desde el rectángulo de cemento del campanario; uno conduce hacia los coches aparcados bajo el toldo de las copas de los árboles, el otro sigue una bajada hacia un valle umbrío entre el campanario y el estadio de fútbol. Diseminados por el valle se ven arbustos, sicomoros y moreras cuyos brazos se entrelazan. Pero hay ninguna linterna, ninguna luz. Solamente los hombres, escondidos en la oscuridad: Boris imagina cuidadosos pasos, roces, el callado minueto de las risas.

No mucho antes de volver al hospital, Marshall trajo a Boris y a Sarah aquí y les explicó con voz de guía turístico los sitios secretos por donde había transitado, los nidos aislados para el sexo. Dos llagas se entreveían por el vello de color carbón del brazo de Marshall, unas manchas de un rosa violáceo bajo la luz del campanario.
-Por aquí -dijo.
Sarah paseaba, se adelantaba dando saltitos y hacía una pregunta tras otra. Boris quería que Marshall le contara con detalle sus experiencias, pero se sentía demasiado incómodo para preguntar. Desde entonces, en privado, ha imaginado chicos bajo los árboles del campus mirándole mientras él se aproxima.

Un coche de policía pasa patrullando, el oficial mira desde dentro el lío de grafitos, y Sarah aparca un momento. A su lado hay un Mustang rojo, detrás de cuyo volante se ve una figura. Boris es demasiado vergonzoso para mirar. En la falda de la colina de enfrente, más allá del campanario y densamente protegido por los árboles, se encuentra el Lago Potter. Traiciona su nombre, pues más que un lago es una charca manchada de hojas de lirios de agua y aneas y protegida por un pequeño puente de ladrillo. En él los estudiantes se besan y lanzan pan a los patos durante el día. Por la noche todo el mundo evita el lugar. Segun una historia, un estudiante de filosofía se ahogó en el Lago Potter. Cada año los estudiantes renuevan los rumores: "Se oyen extraños ruidos por la noche, como de alguien que se asfixia" , "Ví una silueta que salía tambaleándose del agua" , etcétera.

-Este lugar no es muy transitado -le dice Sarah-. A Marshall le gustaba venir cuando llovía. El mal tiempo hace salir a los yonkis más duros. -Alrededor de ellos, los caminos parecen de caramelo; Sarah hace marcha atrás, concentrada, para salir del aparcamiento-. No soy una de esas amigas que te sermonean y te sermonean. Pero escucha: Marsh conocía a uno que fue atacado con un bate de béisbol aquí. -Sale del camino del campanario y se aleja del campus-. Está muy aburrido esta noche. Vámonos hacia el norte. Vamos a ver hasta dónde ha subido el agua.

El coche se llena de un raro silencio. Boris, inseguro de cómo romperlo, observa el mundo desde la ventanilla. Allí, como a través de unos lentes de color: los destellos de la feria al sureste, la Fiesta del Condado de Douglas que se está celebrando en la ciudad. Las luces se prolongan hacia el cielo otorgando una calidad de ópalo al cúmulo de nubarrones, y a Boris le parece como si lo llamaran.

En la parte norte de Lawrence hay bares oscuros, tiendas de antigüedades y de curiosidades, un video que exhibe carteles de labios y ángeles y armas. Sarah aparca en la calle Locust, en el cruce del puente. Saca un paraguas de detrás de su asiento y sale para cruzar la calle.
- Vamos.

Boris la sigue, se agarra un momento al signo de APARCAMIENTO DEL LAGO DE LAWRENCE y luego a los tramos escalonados de la barandilla. Se agacha para atarse el zapato; ve trocitos de cristal, un trocito amarillo de ticket de párking desechado, un anzuelo triple roto y unas pinzas de pescar. A esta hora, el puente es espectral; no hay conductores, no hay coches pegados a los brillantes haces blancos ni a las luces de un rojo marrasquino.

Sarah escoge un punto, barre el asfalto de guijarros y se sienta. Se abrazan a los raíles verticales metálicos y dejan colgar las piernas por el borde. Boris, acro e hifrofóbico, aprieta los dientes y observa. El río ha subido desde la última vez que Sarah le trajo aquí, tres años atrás. Corre a través de la abertura de la Presa de Bowersock y choca contra las piedras del terraplén y los contrafuertes de cemento cubierto de grafitos. De día tiene un color como de té con leche; ahora sólo es negro. Se agita, espumea y se bebe la incabable lluvia. En una de las orillas más abajo, un trío de pescadores lanzan el sedal a los bagres. Entran en el agua, tiran del sedal y vuelven atrás mientras los anzuelos se agitan en la brumosa cortina de agua.

Décadas atrás se filmó en este mismo sitio una película llamada El carnaval de las almas . Sarah ha visto la película siete veces, y se sabe de memoria líneas enteras del diálogo de la heroina. Incluso una vez la vio con Boris, en la granja, mientras Harriet, en la cocina, machacaba hierbas con la mano de mortero para llenar las cápsulas de plástico vacías de Marshall. Sarah vocalizaba las palabras, casi todas, mientras la luz marciana del televisor le dibujaba luciérnagas en la cara. En la pantalla, los zombies, hieráticos, emergían de las aguas nauseabundas con los párpados manchados de khol y las ropas oscuras goteando. Boris intentará describir esa apariencia escalofriante en algunas escenas de los muertos vivientes de su novela.

Boris seca la humedad de su reloj: son casi las tres. Si los supervisores le pillan escapándose otro vez, eso significará dos faltas, una noche extra de lavar platos. La carrera de los supervisores hasta el teléfono de la sala principal de Sunflower, el clac-clac-clac de un furioso 911. De momento la policía no ha molestado a Boris. Espera que todo siga igual.

Un camión pasa de largo envuelto en humo. Hace temblar el puente y se interna en la parte norte de Lawrence, la zona más pobre de la ciudad. Donde vive la gente triste como le dijo Sarah. Donde vive ella, también. Boris sigue su mirada que se dirige a lo lejos, lejos, al lugar plagado de malas hierbas donde el pequeño grupo lanza los anzuelos a los peces. Podría estar pensando en películas de zombis, en sus dientes aserrados y sus garras como cuchillos, pero lo más probable es que esté pensando en el funeral.

-No sé nada de pesca -le dice Boris-, pero he oído que cuando hay tormenta muerden. -Este intento de distraerla le suena artificial, así que vuelve a probar-: Estoy añadiendo cantidad a la Caja de los Sufrimientos.
Un segundo de más pasa hasta que Sarah responde.
-Fantástico. A lo mejor tendremos que fabricar una mayor.
Boris cierra el puño y lo coloca ante los labios de Sarah. Lo hacen a veces: el presentador de las noticias haciendo una "entrevista" con un "micrófono" para el "discurso" de la estrella.
-Dígame, señorita Hart -empieza Boris-, ¿qué quiso decir exactamente cuando creó su pieza de arte?
Sarah apoya la cabeza contra los railes de la barandilla y después se acerca el micrófono.
-Ésta tenía que representar el hecho de que atesoramos cosas materiales durante la vida. -Baja la voz, seria, con una expresión negligente de haberlo visto todo-. Pero cuando morimos esas cosas no significan nada porque estamos allí dentro con huesos, plumas y porquería, la gente se entierra con sus joyas y sus ropas buenas pero en cuestión de meses... ya sabe. -En este momento la voz natural de Sarah aparece de nuevo, ya se acabó el hacer ver, y Boris aparta la mano de delante de su boca-. Es como Marshall -dice ella-. Ya lo sabes. Cómo se le veía y todo. Bueno, no sé qué estoy diciendo en realidad.

La brisa asusta a las ramas más alejadas y a los tiesos y finos juncos que se balancean en la superficie. Hace volar el cabello de Sarah y le sacude las gotas de lluvia.
- Bueno, la caja es tuya ahora. Me juego lo que sea a que la has llenado de... ¿de qué? ¿Más de esto y de aquello de Rex, espero?
- Nunca le conseguiré -dice Boris-. Tengo un terrible miedo a llegar a los cuarenta años y estar todavía enamorado de este ser perfecto de la escuela superior, como siguiéndole todavía en secreto y llenándome los bosillos de todo lo que él tira. No tiene ni idea de que estoy vivo pero, ¡Dios!, es tan perfecto. Si yo fuera tan bello me aseguraría de hacerme famoso.
Sarah deja de masajearse la frente y traslada la mano a la cabeza de Boris.
- Para ya. Tú eres hermoso. Tienes unos labios preciosos y un cabello genial, ¡y tus mejillas! Te envidio.
Boris tiene miedo de que, al decirle eso, Sarah sólo esté adoptando la obvia actitud de un adulto que ofrece consuelo maternal.
-Rex está ciego si no se da cuenta de lo que tienes de genial. Si yo fuera él estaría totalmente enamorada de ti.

El terraplén de piedra de su izquierda está cubierto de redes enmarañadas y de los restos de dos tilos: un cúbito y un radio gigantes escupidos del agua y abandonados hasta quedar secos. Un sendero de bicis se curva hacia la oscuridad; los árboles donde, en ciertos momentos de inciertos años, las águilas calvas vienen a posarse. En algún lugar de esa oscuridad, también, el imponente almacén de grano cerca de la casa de Sarah.

Los pescadores chapotean más lejos, río abajo. Boris pilla algo del jaleo, por encima incluso del rugir del oleaje bajo sus pies. Uno de los hombres aguanta una luz que araña los juncos y mancha el agua de un color como de huevo. Boris cierra los ojos -el rostro de Rex, tan fácil de invocar, el rostro de Rex- y pronuncia en voz alta las palabras que escribió semanas atrás en una de las páginas de su diario secreto.
-Quiero poner la lengua dentro de su boca durante tanto tiempo que acabe memorizando cada arista y cada textura y cada ángulo de cada uno de sus dientes. Quiero saborear su comida y tras ella, incluso, la pasta de dientes de la mañana.
Al acabar de decirlo ve que Sarah intenta sonreír aunque sin disimular, no del todo, los restos de agotamiento y dolor de ese largo día. Boris paladea la equivocación, caliente y seca en la boca y sabe que hubiera debido pensar en Marshall, hubiera debido contener la expresión de sus propios deseos oscuros y rojos.
- Lo siento -le dice.
- No lo hagas -contesta Sarah-. Nunca ocultes lo que sientes. Quiero que me lo digas todo, cuando tú quieras.
Boris, después de dos respiraciones:
- Vale. Lo haré. -Un coche pasa rugiendo-. Entonces quiero que tú también me lo digas todo.
- Lo haré.

En una película, uno de los dos hubiera dicho "te quiero" en este momento. En la vida real, Sarah lo dice a veces, pero a Boris siempre le parece inadecuado. Cambia de pensamientos recordando las tardes a principio de verano, los días sin escuela, antes de la enfermedad de Marshall. El sol abrasaba, negándose detener su ardor, y burlándose de los adivinos que predecían su inminente deterioro. Sarah lucía un bronceado temprano de color cacao. Cuando le recogió de Sunflower, Marshall iba sentado en el asiento de copiloto y Boris subió atrás con Harriet. Ella le cogió los dedos y las pecas que tenía en las manos eran tan delicadas como los puntitos de las mariposas nocturnas. Mientras Sarah concucía por las calles turbias por el calor, Harriet hablaba de las travesuras de sus gatos y de la chaqueta que estaba tejiendo para Marshall. Sacó sorpresas de los bolsillos de la bata, cosas que, dijo, "Marshall ya no quiere" . Un caramelo de naranja-limón grande como una naranja; una uña de águila que encontró entre las retorcidas raíces de un árbol moribundo; un pez-oráculo de goma roja que, según se dobla o se riza en la palma de la mano de Boris, predice futuros días de éxito o dolor o alegría.

Al recordar todo esto, y porque quiere que Sarah también lo recuerde, Boris abre la boca para hablar. Y de pronto, Sarah se pone de pie. Boris se detiene y sigue la dirección de su dedo. Allí, en el margen del río, donde las olas rompen y arañan el terraplén de rocas.
-Shhh -hace Sarah, a pesar de que Boris no ha dicho una palabra.
Se sube al primer raíl horizontal de la barandilla y asoma la cabeza por encima de ella, peleando contra la inquietud que siente en las alturas. Un solo destello de luz de una farola alcanza las sombras, pero Boris ve algo. Al principio cree que es una bolsa blanca de basura que flota con furia en la superficie. Pero no, parece más sólido.

Sarah pasa por su lado con el paraguas en la mano y corre por el camino entre la calle y el puente.
-Es un cuerpo -dice mientras corre.
Boris la sigue al final del puente donde las rocas descienden. Sus pensamientos se dirigen hacia la segunda chica desaparecida. Sus compañeras han anunciado una recompensa de diez mil dólares por cualquier información. ¿La habrán encontrado ellos, Boris y Sarah, sólo unas horas después del descubrimiento del primer cuerpo?

En la abertura de la presa el rugido del agua se hace más intenso y el olor es un matrimonio de tormenta de septiembre y peces en descomposición. Rápido, rápido: Boris tropieza en la avalancha de rocas, tiene la mirada clavada todo el rato en lo que es, efectivamente, un cuerpo. Es la segunda chica. Lo sabe. Ha sido asesinada y tirada como basura. Los mosquitos acribillan el aire y Boris los auyenta. A lo lejos los pescadores se empujan como pigmeos hacia ellos. Un pensamiento frenético le pasa por la cabeza: ¿querrán ayudar, querrán compartir el dinero de la recompensa? Cada vez cae con más fuerza sobre cada roca y va acercándose a la orilla del río.

Sarah, nueve metros por delante, llega antes. Deja caer el paraguas, se arrodilla para poder alargar un brazo. Una visión del Carnaval de las almas cruza por la mente de Boris y se jugaría lo que fuera a que Sarah está en otro lugar, soñando que sus actos son parte de la película. Sarah grita, pero en lugar de un chillido de terror es un ¡oh! disgustado. El agua se agita en un rápido torbellino, Sarah alcanza a coger el cuerpo por el cabello y da un fuerte tirón para acercarlo. La cabeza choca contra las rocas con un ruido inhumano. Boris corre cinco, seis pasos más, apoya la mano en al espalda de Sarah y observa el descubrimiento.

- Mierda -dice Sara-, mierda, mierda -en un tono que le dice que ella, también, soñaba con la recompensa. El cuerpo -Boris lo ve al arrodillarse- no es el de la víctima de un asesinato en absoluto, sino algo artificial, un maniquí hecho de plástico duro como los que se utilizan en las clases de primeros auxilios. Boris vio uno parecido en una de las asambleas de la escuela. Este modelo, de mujer, es sorprendentemente real a pesar de la piel blancuzca e inflexible. Tiene el cabello negro como el café, endurecido y pegado por el musgo. Los ojos, casi cerrados, parecen heridas o manchas de tinta Rorschach. Los labios, pintados de un rojo artificial, están entreabiertos de una forma casi seductora y de ellos cuelga un cangrejo; trocitos de algas de color espinaca y restos de espuma en las mejillas la hacen parecer más delgada. Sarah lo limpia todo. El cuerpo, desnudo, no es hueco sino que está lleno, por dentro y por fuera: fría piel de plástico, ojos de plástico, posiblemente estómago y pulmones y corazón de plástico. Sarah y Boris la examinan de cerca, fuerzan la vista a causa de la falta de luz. El maniquí está dañado, maltrecho; tiene partes rotas o cortadas. Uno de los pechos está machacado; en el otro una mano temblorosa ha dibujado un pezón escarlata con un rotulador grueso. Un dedo falta aquí; atro allá, y allá. Los brazos están tatuados con diversas perforaciones y heridas. Unos agujeros pequeños cubren uno de los hombros de plástico; Boris los palpa y le parecen señales de dientes, marcas de mordeduras.

Sara se arrima al maniquí y sigue la entrepierna con el dedo índice.
- Es un coño de imitación. Tócalo.
Boris, mientras lucha con una oleada de rubor, clava tres dedos dentro. Un agujero taladrado entre las piernas, una cavidad más profunda que la longitud de sus dedos. Le hace recordar una vez, años atrás, durante una excursión para pescar con una de sus familias de acogida, metió la mano en un cubo de tripas de carpa. La sensación es la misma: el agujero del maniquí esta relleno de algo esponjoso, como de tiras de carne húmeda y gelatinosa que Boris arranca. Casi lo siente latir en la mano, como tendones de carne cruda, y se acerca los dedos a la cara.
- No es musgo. Huele a hígado.

Sarah se da cuenta de algo más. Alguien ha escrito unas letras en el estómago de la muñeca, ha garabateado una palabra sobre la piel vainilla con el mismo color del pezón. Boris lee las letras, pero no tienen ningún sentido. Algunas partes de la palabra se han desprendido, y los agujeros o las mordeduras lo confunden más.
-O, S, T, I, T, -lee Boris.
-Horrible, es horrible. -Sarah limpia la pierna de arena harinosa y de musgo viscoso-. Alguien la ha utilizado para follar. Alguien bastante perturbado, por lo que parece. Debe de haberse cansado de ella y la debe de haber tirado aquí.

Sarah apoya la palma sobre las líneas faciales y la hunde más en los sedimentos. Cuando se levanta, Boris ve que su rostro expresa simplemente miedo y dolor. Boris quiere darse media vuelta, dejarse envolver por el viento.
-Estoy triste -le dice Sarah-. No sé por qué. Me siento como si debiera rescatarla. Envolverla con un cubrecama o algo. -Se cruza de brazos, abrazándose; después intenta levantarla-. Pesa. Ayúdame a llevarla. Yo la cogeré por la cabeza, tú cogela por los pies.

Ahora, un olor de carne podrida y, más intenso, de tierra vieja y fangosa. Boris iza su extremo y respira por la boca. Sarah se coloca el paraguas bajo el brazo y coge en brazos la cabeza del maniquí. Suben despacio por el terraplen, asegurando bien los pies en las rocas, y llevan el maniquí hasta el coche. Sarah maldice en voz baja; Boris se da cuenta de que tiene las mandíbulas apretadas y los ojos inquietos como la llama de una vela. Bajo su rostro, el rostro pagano y arruinado del maniquí, tan desagradable que provoca náuseas. Para meter el cuerpo en el estrecho portaequipajes delantero del VW, Boris tiene que empujar hacia dentro, con más fuerza, y al hacerlo, un dedo del pie sale disparado. Se agacha a recogerlo; sin darse cuenta, Sarah cierra el maletero. De cara a ellos, el grafito: HIJOS DE PUTA DE MIERDA.

Boris cierra la puerta tras él. Su expresión de clavado-en-su-sitio ocupa todo el espejo y Boris mira hacia otra parte. El olor se le ha pegado a los dedos, el olor de sus pies, de su estómago, de su agujero manufacturado; respirarlo le produce una fuerte náusea. No quiere que el maniquí esté en el coche de Sarah. Los ojos rasgados, la baba de agua negra y llena de bacterias en la boca artificial, la palabra en código garabateada sobre el cuerpo violado y sacrificado.

Sarah sube al coche. Boris abre la boca pero, sea lo que sea, lo que quiere decir se le atraganta. Sarah pone en marcha el coche, quita el freno y acelera.
- Marsh y yo hicimos una clase de primeros auxilios una vez -le dice Sarah-. De esto hace años. Yo tenía que hacerla por algo. A lo mejor fue durante mi corta estancia en Sunflower. Seguramente pensaban que era bueno para nosotros. Marshall lo hizo sólo por la experiencia. -El olor a agua envuelve a Sarah también, un recuerdo del plástico y las algas del cuerpo. -Es extraño, pero el maniquí que utilizamos se parecía un huevo a éste. Idéntico. Marshall hizo esto de primeros auxilios mejor que yo. Siempre tuvo la idea de que algún día salvaría la vida a alguien.

Pasan de largo por gasolineras, bancos vigilados por enormes banderas, restaurantes oscuros excepto por los carteles luminosos. Boris no se ha sentido mal durante el funeral de Marshall. Ahora todo es distinto. Quiere hacer marcha atrás, retroceder al puente, rodear a Sarah con los brazos y tenerla cerca, tenerla con amor. Ella le dirá que le quiere, que todo irá bien. El repetirá sus palabras: Todo irá bien . Y a lo mejor, algún día Boris encuentra el valor para protegerla del mundo, de un daño peor que el que se ve en El carnaval de las almas o en otras películas. Él le protegerá los ojos de visiones horribles, como la del renacer de la niña sintética en la orilla del río.

El coche gira por la calle que desemboca, sin otra salida, en el centro de acogida. La mirada de Sara se para un momento en el retrovisor y luego atraviesa a Boris.
- ¿O, S, T, I, T,? ¿Qué es? ¿Tiene algo que ver con las chicas desaparecidas? ¿Tú qué crees?

Boris no contesta. Todo le parece un poco distorsionado. Su cuerpo inclinado hacia delante, el mundo un poco más inclinado de la cuenta de su eje. El cuerpo del maniquí reposa delante de ellos, envuelto en las sombras del maletero de Sarah. Dentro de unos minutos Boris volverá a dormir, se meterá en su cama de Sunflower. Si pudiera, programaría sus sueños para olvidarlo todo. El día de hoy, el funeral, el par de horas de esta noche; la expresión agotada de Sarah. Quiere que el sueño le haga olvidar la lluvia, el maniquí, olvidar OSTIT. Y sí, también, olvidar este venenoso e insondable mundo, buenas noches, buenas noches, que duermas bien.


Copyright© Scott Heim, 1997,
publicado por HarperCollins Publishers Inc
Traducción de Carol Isern                                          English Original

* CINC son las siglas de "Children in need of care". Cambiando la pronunciación tendríamos un juego de palabras intraducible: KINC, que significa "chalado" y SINK, que significa "hundido". (Nota de la traductora)

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