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DOS VIDAS
Marzo 2018

 

1

       "Casi muero de su belleza", escribió.
       Villa Borguese. El memorial de Víctor Manuel. Las fuentes. Los pinos. La luz.
       No hay manera de saber si su infancia fue feliz.
       Aunque sí, hay una manera.
       Lo escribes: su infancia fue feliz.
       Había un piano vertical en la casa. Una radio enorme, un gramófono.
       Madame Butterfly.
       Ahora, un ávido émulo, escribe él: fragmentos de una ópera inconclusa.
       Tiene catorce años.
       Las palabras del político con el sonido defectuoso de la emisión: resistir.
       Una guerra y sus esquirlas: en los periódicos, en los boletines nocturnos. Avisos, quizás, para que las casas quedaran a oscuras.
       Si mira a su padre, puede razonablemente concluirse que se escrutaría en las facciones de aquel hombre de sesenta y cuatro años.
       Y de su madre. Cincuenta y dos.
       Tardes en que anochece con rutina. Los tres, frente a la estufa, en silencio.
       Escapa, escribes. Padres tan maduros, tan, por decirlo así, severos, que ponen a su alcance los signos de una vida futura y cuando él se dispone a seguirlos, lo miran con algo de aprensión.
       Había también en la casa marcos de ventanas perfectamente pulidos, suelos de madera que crujía bajo el peso de los cuerpos, cubertería de plata. Y, si se asomaban por la ventana, contemplaban en esfumado barcos de pesca regresando al puerto.
       Escapa, entonces, a Cheltenham.
       Veinte, treinta músicos en armonía en la pequeña sala de conciertos.
       Baudelaire en el tiempo libre que le dejan las clases, mientras sus compañeros corren salvajes en el campo de fútbol bajo la niebla.
       Por las tardes, teatro. La afirmación recogida de una biografía (“No parece el padre haber comprendido a los amigos que el hijo llevó a casa"). En una función de Hamlet se suicida: Ofelia, río abajo. "Vete a un convento", escucha de boca de Hamlet. La peluca lo vuelve irreconocible. El cuerpo incendiado, escribes, en la tramoya, desde donde observa el duelo final con Laertes. Y el crescendo de la música incidental que ha compuesto.
       En los barracones militares observa con detenimiento el espectáculo humano. Muchos de sus colegas de milicia no saben leer ni escribir. Hay un mundo, puede pensar, donde ocurren estos hechos. La cultura pisoteada, como papeles enfangados por la lluvia, arrastrados, disueltos.
       Le requieren en el servicio de inteligencia.
       Él. Inteligente. En los años de la posguerra.
       Pero no se han recogido testimonios de esa inteligencia durante su estancia en Viena. ¿Espió, descifró, transcribió?
       Solo sus cartas sobre la belleza.
       Nada sobre una cama caliente y un cuerpo abrazado a su cuerpo, ni la mirada hacia la ventana donde aparece el cuadro de un cielo gris a primera hora de la mañana.
       Él no dice buenos días.
       O me desperté de madrugada.
       Lo escribes: Besa la nuca. Le ajusta la corbata. Le estrecha el hombro. Le indica hacia Villa Borghese.
       El fondo de la oficina durante un año. Sin la perspectiva, cada momento de ese año es decisivo. La vestimenta militar, la (lo ves de este modo) pausa entre horas: una calle provinciana poco transitada por coches, edificios de piedra, la redacción de informes (sean cuales sean, no es más que una burocracia para que un sistema funcione: cartas a superiores, confirmación de recepción, listados de bienes, consignaciones de cuentas), la educada conversación, la banal conversación, arañas que penden de los techos de madera, el invierno frío, húmedo, la mano que empuña la manivela de la puerta de entrada, la despedida.
       Y por fin lo tenemos en Oxford. "No me enseñó nada. Todo lo que uno aprende debe aprenderlo por sí mismo".
       Escribe en el papel pautado. No importa qué. Música en variadas formas (óperas, piezas de cámara, orquestales, para voces). En lo esencial, su vida es la escritura de la música. Se la encargan o la crea en una habitación atestada de libros y papeles dispuestos en torres, a punto de desmoronarse.
       Una vida que no puede contarse.
       Sí, dejó Oxford, impartió clases de teoría musical, ocupó cargos administrativos y de gestión musical.
       En 1955 muere su padre a los 78 años. Poco después muere su madre. Escribes: se rehace del dolor.
       A la puerta de la casa, el sol le da de cara. Ha pagado 1.500 libras por la propiedad, una vivienda de dos plantas y dos habitaciones. No es que el tiempo se acelere (una convención que experimentas cuando viajas durante semanas y regresas y lo piensas: ahora: vertiginosa aceleración), pero cerca de los 40 años ya se bandea como un malabarista que mantiene cuatro bolas en el aire. Ninguna caerá. Y la repetición del ejercicio ya no causará asombro. Es su obligación.
       Escribes: mira la pared, las hendiduras en los tablones de madera, tararea el tema principal, el lechero llamará a la puerta, las primeras notas, y si, la estructura ababba, fluidez, la entrada de las cuerdas, el cristal empañado, la luz tenue, no lo limpió, la almohada blanda, comprar, la carta del maestro, constancia, halagos.
       Un hombre reservado, le recordó uno de sus conocidos.
       Cálido, afectuoso.
       Solitario.
       El sello discográfico publica los discos con obras de cámara.
       Hay una película, The girls, una adaptación de Lisístrata, dirigida por Mai Zetterling e interpretada por la plana mayor de los repartos de los filmes de Ingmar Bergman: Harriet Anderson, Bibi Andersson, Gunnel Lindblom, Gunnar Björnstrand, Erland Josephson.
       El hombre en su obrador. El mundo cae a pedazos. Sí, la cantata estará lista. Escritura de notas en la partitura. A esto se reduce la tarea. El fraseo, la armonía. Lo indefinible en palabras. La tarea del albañil. Ladrillo sobre ladrillo (símbolo como las corcheas). Sea La viuda de Efeso o Los papeles de Aspern. La vida como circuito. O como familia: su música y los concelebrantes. Lo vemos en Australia, entregando a la azafata el billete de vuelta a casa. Frente al auditorio de jóvenes alumnos. Mirando el reloj cuando siente fatiga después de dos horas escribiendo la biografía de. Es medianoche.
       El médico (así lo escribes) le dice que tiene cáncer.
       Un año después muere.

 

2

Los once hijos comen a sus horas, visten ropas sin descosidos, zapatos brillantes y brillan los ojos por la acción del sol.
       El padre ha muerto (de vuelta a casa a pie, bajo un calor implacable).
       Ella tiene dos años y una gran herencia familiar que administra la madre.
       Si escribe de sí misma, niña en formación, si escoge algunos rasgos, algunas actitudes, algunas reacciones (cuarenta años después), como si buscara una correspondencia entre esa hija y la mujer que la contempla, dice que veía ante sí, en sueños, un futuro brillante, "rabiosa cuando algo iba contra mi voluntad".
       Y en un gesto rabioso de adolescente deja de creer en la fe judía de sus antepasados. Sin remordimiento. Escribe de unos meses de estudio intenso, a los 16 años: “Fue la primera época completamente feliz de mi vida”.
       Dando un drive, la pelota atraviesa rozando la red y cae lejos de su oponente.
       Gana el partido.
       Tararea melodías de Fidelio, de Bach (“mundo de pureza y regularidad”). Entonces, la mujer no vota.
       Piensa: el acto público de entrar en el colegio electoral, acercarse a la urna con una papeleta en la mano, recibir la mirada inexpresiva del presidente, conducir la mano hacia la ranura, separar los dedos y dejar caer el sobre. Es esto lo que nos está vedado hacer.
       Escribe: "Perdí después el interés por este asunto".
       A los 22 años, el gesto de la mujer la sorprende.
       No es la hora de la misa y los cañonazos marcan el día.
       Dentro (así lo concibes: alguien se aparta de su camino para entablar una conversación íntima en una iglesia), la mujer habla (que nada malo caiga sobre ella y los suyos) y luego vuelve con la cesta de una compra precaria y de frutos pasados.
       Junto a la palabra Dios también se abren los cajones y el olor de la ropa húmeda se expande.
       Se corta las uñas de los pies y la saliva se le acumula en la boca (duda si escupirla, y tal vez se gira y la deja caer en un rincón).
       Refriega con la esponja el interior de los muslos y despierta como un torpe animal.
       Da vueltas al café y al atardecer le cansan los gritos de los niños que le llegan por el patio de luces.
       No hay oraciones para cada segundo del día, para cada estación, para cada hombre.
       Ese hombre educado que le habla, con el que pasea algunas tardes por un camino de tierra.
       ¿Le amas? se pregunta.
       Concibe el proyecto de un matrimonio, un lazo sagrado, un vínculo más allá de toda trivialidad.
       El mundo es así, conformado según sus normas sagradas.
       Pero él no acepta la unión.
       No te ama, se dice.
       Aun en el rito, el agua es fría y el cuello se le eriza cuando descienden desviadas algunas gotas (como si lo hicieran los dedos de un amante).
       Por un momento se ve enclaustrada entre libros.
       A la izquierda, a la derecha, frente a ella, pilas de libros, el horizonte de lomos.
       Husserl (tengo que decirle que).
       Santa Teresa (esta es la verdad).
       Una revelación.
       “Había dejado de practicar mi religión hebrea y me sentía nuevamente hebrea solamente tras mi retorno a Dios”, los hábitos que se deslizan por primera vez, sedosos, inmaculados, sobre su cuerpo en la frescura del convento.
       Potenz und Akt.
       Endliches und Ewiges Sein.
       Tomás de Aquino.
       Escribe: "Mi vida comienza cada mañana de nuevo y termina cada noche; más allá de esto no tengo ningún plan ni propósito".
       "No sabía que los hombres pudieran ser así", dice.
       ¿Cuál es entonces la materia de la vida?
       No la desvela, y sus debates, su entrega ascienden hacia una metafísica, se aleja. Figuras diminutas sin forma humana, como dibujos animados.
       Como si la vida fuera la preparación y la muerte la entrada a la vida, un acto de fe en torno al cual levanta pacientemente la estructura de una razón.
       No hay fe sin razón.
       (Pensándose de niña subraya su soberbia, la soberbia de creerse destinada a algo grande en la vida)
       "No sabía que los hombres pudieran ser así", dice.
       El viaje lo hace en tren.
       Es verano.
       La luz intensa, calurosa en el esplendor del mediodía.
       Los campos amarillos.
       Las ropas ligeras.
       Camisas medio abiertas de los campesinos, que se protegen del sol con sombreros de paja. Pero ahí siguen, inclinados en su tarea.
       El soldado sentado. Severo, en su cara no hay el mínimo gesto de relajación.
       Él también viaja, hace guardias, cumple órdenes. Y suda bajo su guerrera.
       Cuando su boca emite palabras, éstas son precisas, escuetas. Silencio, bajen, por aquí. Las pronuncia con firmeza, como cualquier soldado.
       El cuerpo se le entumece.
       Lo mueve para distenderlo.
       (Escribes: reza, mira al cielo, presiente la muerte o el confinamiento, no sabe el modo: ¿un disparo? Pronuncia las oraciones, como una invocación: de protección, de amparo, de entrega, en tus manos encomiendo. ¿Se abandona?)
       El tren se detiene. Las puertas se abren.
       Bajan centenares de personas.
       (Escribes: A las duchas. Las ropas al suelo. Mujeres desnudas. El pudor. Las indicaciones de los guardias. La habitación rectangular, amplia).

 

 

© Liborio Barrera

Liborio Barrera nació en Almendralejo, Badajoz, en 1963. Es autor de una novela, Tormentas (Llibros del Peixe, 2002); de un libro de relatos, Fuegos (La Gaveta, Editora Regional de Extremadura, 2003); de un volumen de periodismo, Entrevistas literarias (La Gaceta del Libro en Extremadura, 2005); y de dos diarios, Resistencias (Llibros del Peixe, 2004) y Como aire africano (Editora Regional de Extremadura, 2017). >
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