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DARA, DARA, DUM

 

Era como aquella musiquilla de ukelele, dara, dara, dum, dara, dum, dum, dara. Se metía en su cabeza,  la desordenaba  y, poco después, resultaba casi imposible sacarla de allí sin que el engranaje de las piezas del mecano tuviese el sentido inicial o, al menos, un sentido.  Siempre había tenido problemas para la fijación  de algunas palabras, una especie de dislexia ortográfica. Por ejemplo, vaca y baca. Uno de los casos más recurrentes de la docencia pero aun así, y sin poder argumentar éste u otro motivo, el mamífero se confundía con el artilugio de porte y viceversa. Reescribía con una b al primero y con una v al segundo o, a veces, justo lo contrario que, por otro lado, sería lo correcto.
     Pero estas minucias habían dejado de importarle hacía tiempo. Llegados a determinado punto de notoriedad, no existe la posibilidad del retroceso y, el retroceso, es algo que combinaba difícilmente con su temeraria ambición. Si la farsa es creíble la realidad puede ocultarse.
     Veamos.
     Hablaba como una diva. Pensaba como una diva. Andaba como una diva. Exigía como una diva. Se exhibía como una diva. No obstante, sería cómico pensar que era consciente de ello. Pero antes de llegar al photocall, todos sabían que llamarle escritor era convertirle en una diva sin haber escrito jamás una línea en condiciones. Sin embargo, de vez en cuando, dudaba, se veía sobrepasado por las circunstancias. Y en el piso de alquiler donde se ocultaba, una vez desnudo de ropas y disfraces, la realidad imponía sus nombres. No sumaba más ventas que las que su imaginación había calculado. No disfrutaba más éxito que el estar vivo. No era más rey que en el retrete del cuarto de aseo. Y, con absoluta discreción, pagaba sus propias ediciones en dinero negro.
     Por las mañanas, enfundado aún en sueño, ponía el café a calentar y, recién sacada la taza del microondas, se sentaba con ella delante de la máquina de escribir. Rechazaba el ordenador por estética. Sobre su mesa de trabajo había una lupa, un reloj, una brújula, una pistola y una fotografía de su hijo que, a la postre, parecía lo único normal. También un paquete abierto de cigarrillos. Nunca había fumado. En la mesita auxiliar, un ventilador de comisaría argelina. Desde que tomó la decisión de escribir, de llamarse escritor y de imprimir sus tarjetas de visita con el apelativo de escritor, su cuerpo había adoptado unas posturas antinaturales. Porque los escritores son enfermos y la naturaleza es lo contrario de la enfermedad. La naturaleza, cuando enferma, muere. Se convenció a sí mismo de que el hábito sí hace al monje y que no vale con ser escritor, sino que es preciso parecerlo. Por eso, el tiempo había creado en él un estado de hipnosis que le impulsaba a pretender sin ser, a entrar sin haber abierto. Sobre el suelo, junto a su cama, descansaba una edición antigua de El Príncipe, de Maquiavelo. Apenas tenía tiempo para leer. Esto lo había confesado en una emisora radiofónica y, la verdad, tampoco había sorprendido a nadie. Que no leía, o que casi no había leído, era fácil de deducir. Lo que le pedía el cuerpo era escribir. No parar de escribir. Escribir sin arte ni oficio, a tumba abierta. No obstante, aquella edición raída respaldaba sus convicciones y le recordaba que, para alcanzar sus fines, cualquier camino era válido. Mataría por una segunda edición, de hecho, ya había matado. Había matado personajes, editores, compañeros de piso, azafatas, jóvenes ilusas de clubes de lectura a las que sonreía y a las que, en realidad, despreciaba; en fin, había matado, que era lo suyo. Destilaba el odio sostenido de quien necesita hacer un hueco, un hueco inmenso, prominente y, claro, es precisa la exclusión. Mataría, si fuera necesario, a su propia madre, valga la metáfora.
     Y como los tiempos son un designio con que la fortuna nos bautiza o nos ahoga, no era menos en su caso. Utilizaba las redes sociales sin escrúpulos. En su página web aparecía, de inicio, su rostro sonriente, con una corona de laurel y una copa de Château Grillet. En Wikipedia, su entrada, mimosamente cuidada por él mismo, era más extensa que la de otros ídolos del género como Henning Mankell o Asa Larsson. Wikipedia no distingue el ego propio o el ajeno, lo vano o lo sustancial. Está ahí para todos y para ninguno, para la promoción de un enciclopedismo democrático y tantas veces vacuo. Él lo sabía, y esta expansión virtual era una de sus pocas certezas.
     Pero sin duda lo que más sorprendía era como el personaje de la saga que comenzara hace más de quince años, el detective privado Alex McCoy, había dejado de ser un irlandés de Nueva York, apuesto y con traumas de niñez, para diluirse en la imagen de su creador. Así, personaje y autor, ambos lineales y anodinos, tanto monta, dejaban de ser vidas paralelas y comenzaban a cortocircuitarse como las líneas de un gráfico a color de cotizaciones de bolsa. De esta manera, cuando –a veces era el caso- presentaba un nuevo libro, uno realmente no sabía si estaba ante el autor de la novela o ante el propio McCoy.
    Con el tiempo, quién iba a decirlo, todo terminó por remansarse. Y lo hizo de la forma más inesperada. Jamás ninguna reseña seria. Jamás ningún reconocimiento que no hubiese sido promovido por él mismo. En su última entrega, durante el comienzo de un viaje a la India que el detective se disponía a hacer para descubrir un asesinato, la palabra “burro” apareció escrita con uve: vurro. Dara, dara, dum, dara, dum, dum, dara. La crítica, callada hasta la fecha, fue implacable. Los lectores, castigados, volcaron su indignación contra su grafomanía y mediocridad. Él trató de zafarse atacando a los correctores, a la imprenta, a una bajada de tensión en la red, incluso al software. Pero la nota de prensa del editor no dejaba lugar a engaño: después de cuatro galeradas, ninguna corrección les había sido devuelta por el autor, por lo que allí se decía lo que era o se era lo que se decía.

 

 

© ANTONIO RESECO

ANTONIO RESECO nació en Villanueva de la Serena (Badajoz) en 1973. Es Licenciado en Derecho por la Universidad de Extremadura. Publica en el año 2000 su primer libro Jardín Buscado. Desde entonces han aparecido los poemarios Un lugar conocido (2002), Anotaciones del viaje (2005), El Otoño cotidiano (2005), Geografías (2006), Huidas (2009) London Bureau (2012), Casi no existir (2015) y Posdatas (2017), este último ilustrado por la pintora Pilar Molinos.
     Ha publicado docenas de artículos, relatos y crítica literaria en distintas revistas y ha sido incluido en diversas antologías. Ha traducido del catalán las obras del dramaturgo Emili Baldellou Esbarjo (2005) y Fer un café (2009). Por otro lado, obra suya ha sido traducida al portugués y al catalán.
     En 2012 fue editada su primera obra de teatro, Dickens no tiene corazón y el libro de relatos El conejo, la chistera y el mago sin memoria.
     En 2018 aparecerá su libro de narrativa, El café portugués.
    Cofundador y director de la editorial Littera Libros, en la actualidad es vicepresidente de la Asociación de Escritores Extremeños
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