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Matilde



Me enteré del fallecimiento de Matilde durante la hora de comer del lunes que siguió a la primera comunión de mi sobrino mayor. Llegué a la oficina cinco minutos tarde, como de costumbre, sujetando con la mano derecha el vaso acartonado del café con leche y un sándwich envuelto en papel de aluminio que mi marido me había dejado preparado justo antes de acompañar a los niños al colegio dos horas antes, cuando yo me encontraba todavía en la cama apurando los últimos minutos de sueño. Al entrar por la puerta de mi departamento, nada fuera de lo corriente permitía intuir un acontecimiento extraordinario, y fue al sentarme en mi escritorio cuando finalmente percibí que aquel lunes era completamente distinto a los que lo habían precedido durante los dos años que llevaba trabajando en la empresa.


Mi primer encuentro con Matilde tuvo lugar en el ascensor a las dos semanas de haber sido contratada en mi puesto actual. El bloque de oficinas en el que se ubicaba la empresa me resultó imponente incluso durante las tres entrevistas previas a la incorporación, y necesité algunos meses para acostumbrarme a los largos pasillos y a las decenas de mesas colocadas en paralelo y repartidas a lo largo de una sala inmensa y rectangular con paredes pintadas de un gris claro y sobrio que hacía juego con el tapizado de las sillas y con la pintura decapada de la madera del mobiliario auxiliar. La aparición de Matilde en el interior de aquel ascensor trastocó la uniformidad que definía ese entorno en el que yo no había podido integrarme aún, y su aspecto estrambótico, casi ridículo, parecía responder a una cuota de excentricidad mínima y calculada por parte de nuestros superiores que debía recordarnos a los empleados cuál era la antítesis de la elegancia y la formalidad monótonas a las que debíamos ceñirnos los demás.


Matilde olía a lejía y amoniaco. Era menuda y delgada, con el pelo ralo teñido de rojo, y el uniforme de color azul eléctrico que llevaba le venía al menos dos tallas grande. Maltilde se doblaba los bajos de los pantalones demasiado largos, y al hacerlo mostraba al mundo los calcetines de rayas rojas, verdes, naranjas y amarillas que sobresalían de sus impecables zapatillas blancas con velcro. Buenos días fueron las primeras palabras que le dirigí al subirme a aquel ascensor tan solo ocupado por su frágil presencia y por un cubo de color rosa chillón en el que reposaba la fregona que ella sujetaba con firmeza. Entonces, Matilde me miró con una expresión a medio camino entre la emoción y la condescendencia, y murmuró algo que quizás fue un buenos días, o quizás no. Entonces, cogiéndome desprevenida, Matilde se acercó a mí y me agarró la mano izquierda con una fuerza que me sorprendió. Acercó su rostro a mis dedos y, tras examinarlos detenidamente, los soltó y volvió a situarse en la misma posición exacta que había mantenido sin inmutarse antes de realizar aquel gesto brusco. Qué feo que una mujer se muerda las uñas, musitó entonces Matilde, mientras meneaba la cabeza hacia los lados, una mujer con las uñas mordidas es como un hombre con las cejas depiladas, concluyó.


Quise decir algo en aquel momento, defender mis uñas o escudarme en mi libertad individual para morder lo que me diera la gana siempre que fuera de mi propiedad, pero en vez de eso me quedé muda, callada, contemplando la figura femenina que me miraba desde su metro cuarenta y cinco de estatura. Escondí las uñas en un acto reflejo hasta dejar que mis manos se convirtieran en puños rígidos con el pulgar cobardemente oculto por los demás dedos. Pero Matilde no se dio por vencida y, justo antes de que la puerta del ascensor se abriera en la primera planta, me ordenó que le dijera en qué mesa estás, planta, lateral, al lado de qué ventana, y cuando mis labios se entreabrieron para preguntar el porqué de aquella pregunta, Matilde pareció adivinar mis pensamientos y aclaró que necesito saberlo para poder entretenerme un rato en la limpieza de tu teclado y en el tapiz de tu silla, que las uñas mordidas se quedan enganchadas en las fibras y entre las teclas como garrapatas.


Al abandonar aquel cubículo claustrofóbico en el que tenía la sensación de haber pasado las últimas nueve horas con aquella mujer, tan solo fui capaz de decir, con la mente saturada y las palabras perezosas, planta cinco, hilera de mesas del lateral izquierdo, la cuarta mesa entrando por detrás y... La puerta del ascensor me dejó con la última palabra en la boca. Sin embargo, al día siguiente, entendí que Matilde había anotado mentalmente las instrucciones y que había localizado mi escritorio sin problemas a pesar de la austeridad de mis indicaciones atropelladas. Un post-it amarillo pegado en la pantalla de mi ordenador rezaba las palabras, escritas sin mayúsculas ni acentos ni signos de puntuación, ‘me he pasado 30 minutos quitando uñas matilde’. Ese día, al despegar el post-it y tirarlo a la basura, inspiré profundamente el aire químico que me rodeaba, y detecté el olor invasivo, repulsivo, de la lejía y el amoniaco: el aroma que desde entonces asociaría a aquella mujer pequeña y antipática con la que -lo descubrí más tarde- todos evitaban coincidir en el ascensor. Noté cómo unas leves náuseas acudían a mi estómago tras la inhalación demasiado intensa de aquellos olores fuertes; tuvieron que pasar tres semanas más hasta que mi olfato se acostumbró a ellos.


Los post-it amarillos de Matilde, repetitivos e irritantes, solían recibirme, pegados en la pantalla limpia de mi ordenador, todos los martes, jueves y lunes por la mañana, puesto que los lunes, miércoles y viernes, alrededor de las tres y hasta las nueve de la tarde, eran los días en que ella se dedicaba a la limpieza de las plantas que tenía asignadas, entre las que figuraba la mía. Invariablemente, el contenido de sus mensajes hacía referencia a mis uñas mordidas, a la faena que representaba para ella tener que invertir más tiempo en mi mesa debido a ese asqueroso vicio, y a veces concluía su reprimenda con ‘un saludo’ escrito en letras mayúsculas, como si con ese énfasis deseara compensar la hostilidad del resto de mensaje. Un día me decidí a dejar mi propio post-it pegado en la pantalla para que Matilde se lo encontrara el viernes por la tarde, cuando yo ya no estuviera en la oficina. No escribí nada especial en él: tan solo le pedí que redujera la dosis de lejía que vertía en el cubo de la fregona porque últimamente ese olor me hacía vomitar, y le di las gracias. Al lunes siguiente, a primera hora de la mañana, la respuesta escueta y amarilla de Matilde me esperaba en el lugar habitual: ‘niña, yo creo que estás embarazada’. Matilde tuvo razón.


El lunes siguiente a la comilona para celebrar la comunión del hijo de mi hermano, noté que mi escritorio olía diferente y que no había rastro de post-it en la pantalla de mi ordenador. Durante los veinte minutos de descanso que nos concedían a media mañana para tomar un café, le pregunté a mi compañera si sabía si le había pasado algo a la señora de la limpieza del pelo rojo, o si por casualidad desde ahora sería otra la empresa que iba a ofrecernos ese servicio. Mi compañera, con expresión confundida, me dijo que no lo sabía, y al preguntarme por qué lo dices, yo me encogí de hombros y le respondí que nada, por nada, simple curiosidad. Al cabo de media hora, tras realizar una minuciosa búsqueda en nuestra página web, pude localizar el nombre de la empresa de limpieza que teníamos contratada. Al llamar al número y describir a Matilde, la persona que me atendía suavizó el tono de su voz y me respondió que lamento comunicarle que la señora Matilde falleció el viernes por la mañana repentinamente. Tras un breve silencio en el que no pude decir nada, aquella voz del otro lado del teléfono murmuró si podía ayudarme en algo más, pero al preguntarle si sabía algo sobre el funeral o el tanatorio me dijo que lo siento, no puedo darle más información.


Al colgar el auricular, me observé con detenimiento las uñas largas y esmaltadas, y me di cuenta de hasta qué punto eran un logro personal de Matilde que seguramente le habría proporcionado cierta satisfacción durante los últimos meses, al comprobar que no había ya rastro de uñas en la tapicería de mi silla, ni en el suelo, ni en el teclado. Quizás por esa razón, Matilde pasó a dejarme mensajes algo más cordiales y amistosos en los post-it amarillos más recientes, como aquel que rezaba: ‘hoy he puesto menos lejía come más pescado y bebe agua’. Recuerdo que, al leer ese post-it, tardé unos segundos en concluir, aliviada, que sus recomendaciones nutricionales no inauguraban nuevas intromisiones en mi vida y en mis costumbres, sino que apenas eran unos pocos y benévolos consejos para embarazadas. Se los agradecí en el siguiente post-it.


El mismo lunes en que me enteré de la desaparición de Matilde, terminé mi jornada laboral inmersa en el estado de ánimo que me había acompañado durante todo el día, y al llegar a casa me encontré a mi hija mayor, Paula, mirando con preocupación el charco de pis del gato que cubría doce centímetros cuadrados de sala de estar. En ese instante, y casi sin hacer caso a la niña ni al peludo y meón Sherlock, me dirigí automáticamente al armario de la cocina y vertí en el cubo de la fregona un chorro de lejía antes de añadir agua al recipiente. Al empezar a fregar el charco con el producto, mi hija se apretó la nariz con las manos mientras con cara de disgusto exclamaba ay, mamá, qué asco, no me gusta. Yo no dije nada, no respondí a su comentario: seguí dibujando trazos circulares de agua y lejía por toda la habitación. Al cabo de unos minutos, Paula, seguramente cansada de que sus muecas de desagrado fueran ignoradas, desapareció de la sala de estar junto con el gato. Fue entonces, a solas con la fregona, cuando quizás me di cuenta de hasta qué punto aquel olor resultaba especial para mí. Seguí fregando la cocina, el pasillo, la terraza. Fregué durante tanto tiempo que el olor de la lejía perduró en mis fosas olfativas durante al menos cuarenta y ocho horas. Al tercer día, cuando mi aroma habitual regresó y mis hijos volvieron a abrazarme sin reparos y sin contener la respiración, yo me despedí de Matilde, y me di cuenta de que la echaría de menos. A menudo me la sigo imaginando sentada en mi escritorio, con sus calcetines de colores a rayas, su pelo rojo y su uniforme demasiado grande, despidiéndose también de mí en un post-it amarillo.

 

© Laura Gost


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Laura Gost (sa Pobla, Mallorca, 1993) tiene la carrera de Comunicación. Ha escrito y publicado varios relatos y obras de teatro, y también ha trabajado como guionista en unos cuantos proyectos: la última película recientemente estrenada cuyo guión firma es el cortometraje de animación 'Woody & Woody', un homenaje a Woody Allen. En 2016 ganó el premio Art Jove de Literatura.