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imagenTamara Romero

Cabalatrix ha abandonado el edificio

 

Hacía ya unos meses que Frank Parsimonia se preguntaba hasta qué punto era adecuado seguir invitando a la cíborg Cabalatrix a su programa de televisión. Sobre todo por cuestiones de seguridad. Observó las caras de sus admiradores pegadas a la ventana del estudio y temió por la repentina fragilidad del vidrio doble. Durante unos segundos vio ese mundo exterior híperexcitado irrumpiendo en su programa, cristal quebrado y sangre desbordada mediante.
          Pero aquello seguía sin suceder. La pecera resistió imperturbable los envites de losseguidoresde Cabalatrix, a pesar de que ella todavía no había hecho acto de presencia delante de las cámaras. Cada vez había más gente ahí fuera. Tendrían que pensar en serio en la posibilidad de trasladar el programa a uno de los estudios interiores o instalar vallas protectoras que separaran a la revolucionada audiencia del vidrio.
          Frank dirigió la mirada hacia su productora. Junto a ella estaba ya Cabalatrix, lista para salir al escenario. La cíborgsonreía y saludaba con sus delicadas manos color nácar a la audiencia que la esperaba a las puertas del edificio, a través de aquella ventana indiscreta. Al locutor seguía impresionándole todas las semanas su escandalosa presencia. Llegaba con un séquito de personajes mudos vestidos de negro que la rodeaban y protegían como si fueran nazarenos y ella un venerado paso católico. Ella. Nunca había dicho Cabalatrix que fuera una mujer o que se identificara con uno u otro género, a pesar de sus rasgos metálicos, que se revelaban demasiado delicados. Medía más de un metro noventa y de su cráneo nacía una melena roja que se desprendía incandescente sobre su robusta espalda. Tenía ojos azules demasiado humanos y la piel compuesta de retazos de acero y dermis en un perfecto desorden, cubierto por un traje de neopreno que se adhería a su silueta.
          Nadie sabía con certeza de dónde había salido Cabalatrix. Según ella, se despertó una mañana en lo alto de una duna del desierto de Kalahari siendo consciente de su identidad. Caminó durante días en busca de la civilización. Exactamente en el mismo instante, otros nueve cíborgs se levantaron en otros nueve desiertos del planeta y anduvieron hasta encontrar un pueblo. 
          ¿Podía cuestionarse esta versión? Por supuesto. Obviamente alguien las había colocado allí y las activó desde la distancia, pero ellas no querían hablar sobre esa posibilidad. Optaron por un relato casi bíblico, narraron cómo su creador había recubierto sus pies de piel humana para que fueran conscientes de la arena hirviente del desierto y del dolor que podía provocar cuando el sol alcanzaba su zénit.
          El clamor del afortunado público invitado y el aumento en un par de grados de la temperatura del estudio solo podía significar que Cabalatrix ya entraba en el plató. Saludó a la audiencia como una reina del baile de fin de curso y alcanzó a acariciar la cabeza de una niña. Extendió la mano derecha metálica para sujetar la que le lanzaba Frank a través de la manga de su americana de color borgoña. Sonrió. Ya había aprendido a sonreír con diligencia.
          Frank Parsimonia entrevistaba a lacíborg Cabalatrix en su programa todas las semanas. El acuerdo al respecto era bastante claro: ella respondía cada una de las preguntas y hablaba acerca de sus impresiones sobre los primeros meses conviviendo con humanos. A cambio respetaban una peculiar voluntad. Desde la segunda semana en que Cabalatrix visitó el plató de La Botella Medio Llena exigió que al final de cada entrevista le dejaran a solas con la cámara durante tres minutos. No necesitaba más tiempo. La cíborgpedía silencio absoluto y un primer plano fijo de su rostro. La emisión no podía interrumpirse bajo ningún concepto durante ese tiempo.
          En esos instantes se encaraba directamente con la audiencia que la veía desde sus casas. Sus ojos sobrenaturales se encendían como luciérnagas enfermas y transfería su verdadero mensaje a los televidentes. ¿Cuál era ese mensaje? Nadie lo sabía aún. Solo hablaban las cifras: la audiencia había aumentado de manera constante semana a semana y eso era lo que importaba a los directivos de la cadena.
          Frank fue reticente desde un principio a la idea de dedicar un espacio semanal de su programa a la cíborg. No conocía el caso de ningún periodista que se hubiera visto obligado a entrevistar al mismo personaje con una cadencia semanal. Le preocupaban la repetición y el hastío, la caída del interés, la calidad de la conversación.
          Aquel día Frank Parsimonia se enfrentaba a la decimotercera entrevista a Cabalatrix. Revisó sus notas mientras ella se acomodaba en el sillón y extendía durante unos segundos más sus afectuosos saludos ante el público que se había congregado en la grada del estudio. Aquel día hablarían sobre la relación que mantenía Cab (así la llamaban las personas que la acompañaban, su séquito) con el resto de cíborgs que despertaron en el desierto. ¿Hablaban a menudo? ¿Cómo mantenían el contacto? ¿Planeaban viajar próximamente para reunirse?
          Frank releyó el resto de preguntas. Una semana más no aparecía en el guión la que él quería formular desde hacía tiempo: «¿Cuál es el mensaje que pretendes transmitir a la audiencia durante tus tres minutos de silencio?» Tal vez podría encontrar la manera de sortear las rígidas pautas que le había dado la productora. La conversación debía ser fluida y Cabalatrix estaba dispuesta a hablar de cualquier tema, exceptuando su mudo mensaje de ojos rojos. El resto de cíborgs, en otros puntos del mundo, habían encontrado también la manera de mirar a los humanos y hacerles llegar su discurso sin palabras. Ella era la única que lo hacía desde un plató de televisión.
          Amanda miraba desde los televisores de los vagones del metro de París.
          Corbaratrix miraba desde el interior de una estatua de piedra en una de las plazas más concurridas de Buenos Aires.
          Cobalto observaba apostada a los pies de la Gran Esfinge de Guiza en El Cairo, convertida en una atracción turística más. Altos mandatarios de la iglesia copta habían intercedido a favor de que le permitieran acceder a las garras felinas de la esfinge. No en vano, Cobalto había despertado muy cerca; en el Desierto Blanco, muy cerca del Oasis de Bahariya. Su estatus, pues, era casi el de una deidad del periodo dinástico.
           El resto estaba «en proceso —decía Cabalatrix—. Escogiendo su mirador». Cualquier directivo de televisión en su sano juicio habría censurado la «ocurrencia» de que alguien permaneciera inmóvil durante más de un minuto delante de la cámara sin pronunciar palabra, pero sorprendentemente, desde que la invitada llevaba a cabo aquella práctica, la audiencia no había hecho más que aumentar. No solo en los hogares. La masa de gente que se acercaba a los estudios los días en que Cabalatrix los visitaba se había triplicado. Todos los que permanecían delante de la pantalla resaltaban las propiedades «sanadoras» de los ojos iluminados de lacíborg. Las calles y comercios se vaciaban, los bares enmudecían durante el tiempo en que las miradas recibían el fragor venido de las dunas.
          Había una persona que todavía no había accedido a aquella hipnosis colectiva. Se trataba de Frank Parsimonia y durante el tiempo en que Cabalatrix miraba a los televidentes, él se perdía en las notas que guionizaban el siguiente bloque de su exitoso programa. A veces contemplaba el perfil de su invitada y percibía el resplandor rojo de sus ojos mecánicos, pero evitaba observar cualquiera de los monitores que tenía a su alcance. «Esto tiene tintes sectarios» había dicho varias veces en la reunión con los productores y los directivos de la cadena. «Ella nos está utilizando». Habían sido sentencias pesimistas, pues sabía que el programa había multiplicado sus ingresos en publicidad. Ninguno de los presentes en la sala estaba dispuesto a dejar marchar a Cabalatrix. Antes lo sustituirían a él. Pero lo bueno era que mientras la tuviera sentada a su lado no tendría que mirarla a los ojos. 

*

¿De qué hablan los cíborgs con estatus de estrella ante una audiencia millonaria?
          —Una semana magnífica, Frank, colaborando con científicos del Centro Bassin en sus instalaciones. Todas seguimos buscando a nuestro padre, pero no me cabe duda de que lo encontraremos. Por eso es tan importante una plataforma desde donde expresarnos.
          —¿Os sentís abandonadas?
          —Nada de eso, nos sentimos liberadas, con plena capacidad para tomar nuestras propias decisiones. Aun así, queremos conocer nuestro origen.
          —Cuéntanos, ¿tenéis alguna reunión prevista?
          —No puedo darte detalles, pero es voluntad de las diez reunirnos en una de las dunas que nos vio nacer. Solo hemos de escoger cuál.
          —Al equipo del programa le encantaría acompañarte a esa reunión —comentó Frank, respaldado por un repentino clamor del público, extendiendo tentáculos empáticos—. Sabes que te consideramos parte de la familia. Nuestra audiencia desearía ser testigo del encuentro con tus hermanas. ¿Os plantearíais una mirada conjunta?
          La maquillada sonrisa de Cabalatrix se congeló en los monitores. Dos de los personajes vestidos de negro que la acompañaban y que permanecían sentados junto a la productora en un rincón del estudio se incorporaron de golpe. Frank estaba saltándose el acuerdo tácito de no preguntar acerca del «mensaje». El presentador captó rápidamente el gesto. Los acompañantes de la cíborgeran personal del Centro Bassin, la entidad investigadora que la había acogido tras su larga travesía. A Frank le había parecido este un movimiento muy cuestionable. Despiertas en medio del desierto, mitad humano y mitad máquina, y lo primero que se te ocurre es acudir a que te estudie un grupo de científicos. Lo segundo es acudir a la tele.
          «No juzgues a los invitados», se recriminó Frank.
          La cíborg, que ya había asimilado las dinámicas de la televisión en directo, entendió que tenía que contestar la pregunta, aunque fuera dando un elegante rodeo.
          —Nada me complacería más que enviaros el «mensaje» en compañía de mis hermanas del desierto —dijo, recomponiendo su falsa y telegénica sonrisa—. ¡Pero no adelantemos acontecimientos!
          La charla discurrió durante algunos minutos más, tras los cuales la imponente figura de Cabalatrix se irguió en el sillón de entrevistada para encarar el primer plano de rigor y encender su mirada como si de dos fósforos se tratara. Aquel día, sin embargo, Frank Parsimonia no miró sus papeles, sino que se dedicó a observar los rostros presentes que habían caído en el hechizo voluntario una semana más.
          No le gustó lo que vio.
          No era nada concreto. Era solo un mar de ojos atendiendo al mismo punto con suma atención. Era la rigidez de aquellos rostros lo que le molestaba, como si murieran durante tres minutos. Como todas las semanas al terminar su circo, la cíborg pestañeó lentamente, se levantó del sillón y se marchó por donde vino, acompañada por un entusiasta aplauso. Acto seguido, el millonario corte publicitario.
          —Cabalatrix ha abandonado el edificio —anunció Frank Parsimonia a la vuelta de publicidad, exhibiendo sus dientes blanqueados.
          El público expresó su pesadumbre con un suspiro de fastidio conjunto. El programa siguió con contenidos más triviales y menos interesantes.

*

La semana siguiente fue la primera en la que en la reunión de producción se planteó la posibilidad de dejar «descansar» la entrevista a Cabalatrix durante una semana. La causa era mayor: un desmayo colectivo después de que la cíborg Atalanta, residente en Tokio, enviara su «mensaje». En su caso, su rostro se asomaba durante tres minutos todas las semanas desde uno de los paneles luminosos del famoso cruce de peatones de Shibuya. Centenares de japoneses cayeron desplomados sobre el asfalto, creando un caos circulatorio en el centro de la ciudad, debido al número de dotaciones de emergencias que tuvieron que desplazarse hasta allí.
          Frank Parsimonia sonrió, esperanzado ante la posibilidad de esquivar la entrevista a Cabalatrix aquella semana, o tal vez durante algunas más, hasta que aquel entuerto se deshiciera. No había habido heridos de consideración y el resto de cíborgs habían seguido enviando su mensaje con normalidad en distintos puntos del planeta durante la semana, pero habían saltado algunas alarmas. En lo que concernía a la cadena, no se había recibido ninguna llamada de instancias superiores que sugiriese la interrupción del espacio de Cabalatrix. Mitigado el tenso debate interno, y dado que no hubo que lamentar ninguna tragedia tras el gran susto de Shibuya, se concluyó que no había ningún motivo para interrumpir el espacio.

*

Ha pasado una semana más y los admiradores de Cabalatrix ya rodean el estudio de televisión como zombis a la caza del último hombre vivo. Desde el interior se oye el creciente rumor de la multitud y Frank Parsimonia teme por los cimientos del edificio. La muchedumbre aumenta cada semana que pasa y ese es un excelente motivo para acabar de una vez con esta farsa. Ha estado pensando seriamente en presentar su dimisión al frente del programa y sabe que a los directivos de la cadena no les supondría un gran disgusto. Es más, no le parecería nada descabellado que le ofrecieran el puesto a la mismísima Cabalatrix, quien ya se mueve por el estudio como un tiburón domesticado para nadar entre niños. Ya se acerca de nuevo, enhiesta como una antorcha, rodeada de sombras negras y serviles.
          No obstante, Frank no piensa marcharse sin hacer su trabajo, que no es otro que preguntar lo que todo el mundo tiene derecho a saber: hacer que diga algo con sentido. Los aplausos decaen solo porque la cíborg está a punto de hablar. Ella lo llama «dirigirse a la nación».
          —Cabalatrix, ¿qué opinas de lo que ha sucedido en Tokio tras la emisión del mensaje de tu compañera Atalanta? Algunos medios de comunicación lo han calificado como un episodio de histeria colectiva.
          Frank Parsimonia debe quitarse el auricular por el que recibe las órdenes de su productora, quien ya grita junto a su tímpano para que no se desvíe del guion pactado. La cíborg sonríe y el presentador es consciente de su vacuidad, sobre todo cuando Cabalatrix contesta con una pregunta:
          —¿Tú qué crees que ha pasado, Frank?
          —Sugestión contagiosa. En definitiva, creo que no ha pasado nada. Una simple anécdota. Pienso que el hecho de que todos los transeúntes que miraban a la pantalla cayeran desplomados en aquel momento nada tiene que ver con el mensaje que Atalanta les enviaba.
          Ella sonríe, se encoge de hombros, y cambia de tema con habilidad, llenando minutos de emisión hasta que llega el momento que anhela: mirar a la cámara y encender su mirada para alumbrar los pobres espíritus de los televidentes. Pero aquel día Frank Parsimonia decide no perderse en sus papeles. No. Aquel día se sumará al placebo colectivo y se enfrentará a los ojos de la cíborg nacida entre las dunas del desierto.
          Por tanto, el conductor del programa se levanta cuando Cabalatrix se yergue en el sillón de invitada, dispuesta una vez más a conectar con la audiencia en silencio. Frank abandona su guion y sale del plató para encarar uno de los monitores y por primera vez recibir el influjo vacío de los ojos de aquel ser magnético. La observa con atención y al mismo tiempo bucea en su interior en busca de algún cambio en su organismo, pero no nota absolutamente nada. ¿Será el único al que aquello le parece la mayor de las estafas? Mira a su alrededor para comprobar que nadie más desvía la vista. Todo sigue igual. Es un mensaje vacío. Allí no hay ninguna verdad, se trata de puro ruido lumínico. La verdadera incógnita es por qué solo él se ha dado cuenta.
          ¿Solo él se ha dado cuenta?
          En ese momento, los ojos de Cabalatrix se cierran y lacíborg se desploma en el sillón. Algo la ha desactivado. El letargo parece irreversible. Las sombras negras que la acompañan corren en su busca, la elevan en volandas y la llevan, inerte, al cuartel general del Centro Bassin. Frank Parsimonia recupera su posición en el plató, tras la pausa para publicidad y cuando el piloto de su cámara se enciende, pronuncia por última vez las palabras que tanto le gustan:
          —Cabalatrix ha… abandonado… el edificio —Sonríe ajeno al destello rojo y luminoso que ahora coloniza sus pupilas.       

 

© Tamara Romero


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Tamara Romero nació en Barcelona y es autora de ‘Her Fingers’ (Eraserhead Press, 2012) y de ‘Pérfidas’ (Aristas Martínez, 2014), ‘La momia y la niñera’ y la colección de cuentos ‘Cuarto acercamiento al ovni’ (Sociedad Júpiter, 2016). Algunos de sus relatos han aparecido en Strange Horizons, Supersonic Magazine o Presencia Humana, entre otras revistas y antologías.