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Los 1000 libros que hay que leer después de morir

 

Edgardo se dio cuenta de que iba arrastrando los pasos, como si no quisiera llegar al quiosco. Al fin y al cabo, seria la última vez. Lo que no sabía era si esa morosidad deliberada en su marcha se debía a estar disfrutando de aquel momento, y querer prolongarlo, o, por el contrario, a que no le apetecía en absoluto llegar hasta allí. Edgardo, por su carácter, no solía preocuparse por sus propias motivaciones o procesos interiores.
       -¡Por fin estás aquí! –le saludó Genoveva, la quiosquera-. Menudas ganas debías de tener,  ¿verdad? Anda, que si te digo que este domingo no ha llegado el pedido igual te da  algo...
       A Edgardo le dio un vuelco el corazón, y no tuvo más remedio que reconocer ante sí mismo que el alivio era la emoción predominante. Una semana más... aquello era un montón de tiempo.
       -Pero la semana que viene lo tendrás, ¿verdad? –acertó a balbucear.
       -¡No seas tonto, que era una broma! Ten, aquí tienes la última entrega de tu colección.        Deberíamos haber llamado a un periodista para que sacara una foto. ¡Veinte años has tardado en acabarla! ¡Si yo no me había ni casado cuando empezaste, que aún andaba por aquí con las trenzas ayudando a mi padre en el quiosco de vez en cuando!
       Con cierto temblor en las manos, Edgardo recibió el negro tomo envuelto en plástico que la quiosquera le había tendido. Automáticamente, sacó de la cartera las trescientas veinticinco pesetas que costaba el libro, y se las tendió.
       -¡Pero si ni siquiera lo has mirado! Seguro que no sabías qué título era. ¡Disfruta un poco más del momento, chiquillo, que no todos los días acaba uno una colección de mil entregas!
Atraídos por las voces de Genoveva, se había formado un corrillo de curiosos.
       -¡Veinte años! ¡Se dice pronto!
       Edgardo se obligó a fijar la mirada en la cubierta del libro negro, que rezaba lo siguiente:


Manuscrito encontrado en Zaragoza
Jan Potocki
Colección “Los mil libros que hay que leer antes de morir”



       En el canto del libro estaba impreso, en letras doradas, el ordinal “1000”.
       -¿Y se los ha leído todos? –preguntó una niña.
       -Seguro que no –aseguró su madre, como si Edgardo no estuviera delante.
       Este suspiró, y se dispuso a regresar a su minúsculo piso. No tenía nada que contarle a todos aquellos curiosos, que jamás comprenderían la magnitud de su proyecto. Tenía por delante una semana entera, en la que le daría tiempo de sobra a leer aquel tomo, y después, por fin podría realizar el proyecto con el que tanto había soñado: quitarse la vida con la conciencia tranquila por haberse leído las grandes obras maestras de la historia de la humanidad. De ese modo, habría cumplido con la tarea más digna que puede tener un ser humano en este mundo.
       Aun tenía ciertas dudas respecto al método. Había estudiado a conciencia los numerosos suicidios literarios, tanto reales como ficticios, en busca de inspiración, para encontrar el método más trascendente y cargado de sentido. El propio Potocki, por ejemplo, pasó años limando una pieza de plata que había limado de un valioso azucarero hasta hacer que cupiera perfectamente en su pistola. Estaba convencido de estar transformándose en un hombre lobo, y llegó a pedirle al párroco de su pueblo que bendijera el proyectil para asegurarse de que este cumpliría su cometido. Por no hablar de Zweig, Woolf, Hemingway, Plath, Márai, London, Nerval, Mishima, Howard, Pavese, Maiakovski, Levi, Sexton, Akutagawa, Disch, Lugones... Al final se había decidido por el sistema más indoloro, consolándose con algunos ilustres precedentes.
       De ser consciente de ello, a otra persona le habría resultado llamativa la gran cantidad de suicidas que había entre los mil autores escogidos para la colección. Pero para Edgardo aquello era completamente lógico, si no inevitable. Por una parte, quien hubiera diseñado aquella morbosa colección y hubiera decidirlo darle el color de las tumbas, sin duda compartía alguna obsesión con el lector más fiel de ella. Por otra, ¿como sería posible escribir un texto de calidad sin la conciencia omnipresente de la muerte? Si había tantos escritores suicidas no era solo porque la misma sensibilidad extrema que les había llevado al oficio de las letras les hubiera hecho insoportable la vida, sino porque la cualquier reflexión continuada, para una mente lo bastante perspicaz, no ofrecía otro destino posible que la interrupción de la existencia.
       Ya en su habitación, contempló la doble estantería de volúmenes negros, en la que solo quedaba un hueco libre. Tenía ganas de colocarlo en su lugar para saborear la completitud de su colección, de aquella obra magna a la que tanto esfuerzo había dedicado. Tenía mucho más mérito haber empleado su inteligencia y su tiempo en leer todos aquellos clásicos que, como había considerado de adolescente, escribir alguna novelucha prescindible. 
       Por otra parte... no solía dedicarle mucho tiempo a pensar en aquello, en la sombra negra que se agazapaba en los rincones más oscuros de su mente. Lo cierto era que no había conseguido terminar todos aquellos libros. En algunos casos... en muchos, para ser sincero, quizá en la mayoría... solo había leído las primeras páginas. Desde su punto de vista, “El hombre sin atributos” se podría haber llamado perfectamente “El libro sin atributos”. El grado de sopor en el que le habían sumergido las obras de Herman Broch o de James Joyce le había impedido, tras varios intentos, pasar de la página 70. Y así con casi todos. Pero al verlos colocados en la estantería, como un glorioso ejército, la prueba irrefutable de su presencia casi le hacía creer que sí los había leído.
       Le quitó cuidadosamente el plástico al volumen, y entonces algo cayó al suelo. Se trataba de un tríptico de promoción editorial, muy parecido al que le había convencido para iniciar aquella colección veinte años atrás. De hecho, por un momento pensó que la editorial había puesto en marcha de nuevo el mismo proyecto, ya que la fotografía mostraba una gran cantidad de libros de lomos negros. Sin embargo el título de aquella colección era distinto, nada menos que:
       “Los 1000 libros que hay que leer después de morir”
       A Edgardo le recorrió un gustoso escalofrío. Aquel era el tipo de humorada que siempre le arrancaba una sonrisa. El precio de los libros no figuraba por ninguna parte, ni en pesetas ni en óbolos. Quien se hubiera inventado aquella plaisanterie lo había hecho a conciencia, desde luego. Revisó la lista de los mil libros, y frunció el ceño al comprobar que no conocía ni uno solo de los títulos. Todos le parecieron extraordinariamente sugestivos. Era una lástima que no existieran.
       Había planeado dedicar el resto del día a leer, pero al final, entre unas cosas y otras, no le dio tiempo. Se fue a dormir con la convicción de que un titulo tan corto solo requeriría una jornada, y que después tendría el resto de la semana para poner en orden sus asuntos pendientes antes de dar el paso que lo llevaría al infinito.
       Debió de tener sueños inquietos, porque despertó con la boca seca. Tanteó la mesilla en busca de  un vaso de agua, pero en lugar de este, sus dedos tropezaron con el folleto publicitario. Este presentaba un aspecto muy diferente al que había lucido la noche anterior: el papel estaba amarillento y quebradizo y la tinta descolorida, como si hubiera transcurrido medio siglo. 
       Aquella era la prueba que necesitaba Edgardo. Su escepticismo se disolvió como una bocanada de humo en el aire límpido de un valle alpino. Siempre había tenido el pálpito de que existía otra vida tras la muerte, una mucho más interesante, reservada, quizá, solo a aquellos que habían dedicado mucho tiempo a pensar en ella. El mundo de los devotos de la muerte, en cierto modo. La lista de títulos que tenía ante sus ojos así lo demostraba. “La canción afilada por las nieblas”, “Sed abisal” o “La daga Esternón sumergida de nuevo en la carne” prometían fantasmagorías evanescentes, quimeras en las que el lenguaje manifestara la potencia que la realidad le arrebataba con tanta frecuencia. Todos aquellos títulos le parecían maravillosamente fértiles, promesas de una eternidad entera de placeres literarios de los que los libros del mundo de los vivos no eran sino una sombra descolorida e insípida. Por eso no había podido disfrutar adecuadamente de muchos de los mil títulos más importantes de los vivos: aquel, definitivamente, no era su mundo.
       No tenía ganas de leerse aquel último libro. La urgencia de realizar el tan ansiado acto suicida le quemaba las entrañas. Aun tenía algún asunto por resolver, pero se trataba de cosas menores. Las copias de su testamento llevaban años depositadas en los lugares adecuados. No, no debía dejarse distraer por menudencias burocráticas de las que les amargaban la existencia a los vivos: tenía que aprovechar aquel maravilloso, eufórico impulso. ¿Cuántas veces había temido no ser capaz, en el último momento, de dar el paso final? Al fin y al cabo el maldito instinto de supervivencia, su peor enemigo, llevaba milenios de evolución afilando sus estratagemas. Pero aquel día, él sería más fuerte. Se le llenaba el pecho de un osado orgullo al pensarlo.
       Casi en modo automático, al haber anticipado e incluso ensayado tantas veces aquella secuencia, vació su cuerpo en el cuarto de baño, se puso su mejor traje,  preparó un café humeante, abrió solemnemente el armarito de terciopelo negro del salón, extrajo de su interior la cápsula de cianuro, la vertió en el delicioso líquido, se sentó en su cama, y bebió de un par de tragos el dulce y cálido líquido que lo llevaría más allá, al lugar superior.
       Edgardo despertó en su cama sintiendo un gran dolor de cabeza. Estaba muy aturdido. ¿Qué había sucedido? ¿Era aquello la muerte?
       Estaba en un lugar muy parecido a la habitación que había abandonado al dejar atrás en el mundo de los vivos, solo que por la ventana no penetraba ninguna luz. Esto estaba en concordancia con la teoría de Speisman y Hölur acerca de que la otra vida es una copia casi idéntica de nuestro mundo.
       Hizo el esfuerzo de levantarse, y caminó con ansia hasta la estantería, deseando descubrir que los antiguos y aburridos volúmenes se habían transformado en la maravillosa colección que tanto deseaba y merecía. Sin embargo, los mil títulos eran exactamente los mismos de siempre, aquellos estériles y caducos discursos moralistas acerca de los problemas de los hombres blancos del primer mundo, tan carentes de espiritualidad e imaginación.
       Sintió mareo y una arcada. Regresó al lecho, evitando un amago de caída por pérdida de equilibrio, y se dejó caer, tratando de comprender la situación. De la calle le llegó el ruido de la sirena de una ambulancia, y la ráfaga de luz del vehículo penetró por la ventana. No le quedaba más remedio que rendirse a la evidencia: seguía en el mundo de los vivos. Contra todas las estadísticas, la dosis de cianuro había incumplido su cometido. Edgardo acababa de ingresar en el selecto club del 3% de personas que sobreviven al más famosos de los venenos. Solo le había producido un largo sopor.
       Entonces recordó la existencia del panfleto, y se apresuró a volverse hacia la mesilla de noche en su búsqueda. El pedazo de papel seguía allí, y había envejecido otros cincuenta años. Edgardo lo releyó ansiosamente, sediento de cualquier tipo de señal o respuesta. Y por fin la encontró. El día anterior había pasado los ojos varias veces por aquella frase sin ser capaz de comprenderla:
       “Esta elegante y exclusiva colección solo podrá ser disfrutada por aquellos que hayan completado la lectura de nuestra anterior serie, “Los 1000 libros que hay que leer antes de morir”. En cierto modo, se trata de una recompensa a su tesón”.
       El papel se deshizo entre sus manos y quedó reducido a un pulvísculo de olor acre que se mantuvo suspendido en el aire durante unos segundos.
       Edgardo supo entonces que no podría morir hasta haber leído, a conciencia, aquella colección de mil volúmenes; hasta que hubiera pasado los ojos por la última letra de la ultima de sus más de 400.000 páginas. Ni las pistolas, ni las horcas, ni los vigésimos pisos podrían librarle de la obligación de tragarse todos aquellos ladrillos, esos tostones infumables encumbrados por decenas de críticos apestosos. Y le quedaban muchos, muchos años por delante.

 

© Sofía Rhei


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Sofía Rhei nació en Madrid en 1979, y estudió Bellas Artes en varios países. Ha sido aupair, monitora de campamentos en Minnesota, profesora de dibujo, traductora, pinche de cocina, redactora publicitaria, profesora de idiomas para bebés, lectora profesional y librera. Hasta el momento ha publicado 37 libros.