The Barcelona Review

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imagenEn Leópolis

Eduardo Moga

 

 

Miren y yo nos dirigimos al cementerio Lychakiv, fundado en 1786 –y, por lo tanto, uno de los más antiguos de Europa–, otro de los grandes atractivos de Leópolis. Me gusta visitar los cementerios de las ciudades, y a Miren también. Son muy relajantes y se aprende mucho en ellos. También son muy reveladores del carácter y las costumbres de la ciudad a la que pertenecen. Los cementerios y los barrios pobres son donde se esconde el verdaderoespíritu del lugar. Highgate, en Londres, es una metrópolis de la muerte; Montmartre y Montparnasse deberían ser declarados patrimonio de la humanidad; el cementerio de Montjuïc, en Barcelona, uno de los pocos del mundo que miran al mar, da la bienvenida, con lúgubre hermosura, a los cruceristas y navegantes que llegan a la ciudad; y la necrópolis que rodea a la colina de Eyüp, en Estambul, es uno de los lugares más caóticos y románticamente fascinantes que conozco. Lychavik no tiene el tamaño ni la grandeza de ninguno de ellos, pero sí es uno de los principales museos de escultura mortuoria del mundo: en sus cuarenta hectáreas de extensión, contiene unos 2 000 panteones y más de 500 esculturas fúnebres, algunas labradas por artistas tan relevantes como Julian Markowski, Tadeus Baroncz o Leonard Marconi.
       Para llegar hasta allí, recorremos la calle Pekarska, a cuyos lados se elevan academias y facultades universitarias –de Farmacia, de Veterinaria, de Anatomía Patológica–, un paseo en el que reina la tranquilidad, como prefigurando la tranquilidad definitiva que encontraremos cuando acabe, y donde se suceden los árboles frondosos y las casas llamativas, como una, de art déco, en el que me parece reconocer a un Viriato sobreimpresionado. Ya en el cementerio, paseamos por la maraña de caminos que se abren entre las tumbas y constatamos la presencia –mejor dicho, la ausencia– de muchos personajes destacados de la historia de la ciudad, como, en primer lugar, claro, Iván Franko, el escritor leopolitano por antonomasia, pero también la escritora Iryna Wilde, la poeta Maria Konopnytska o el arquitecto Zygmunt Gorgolewski, que diseñó el edificio de la Ópera y al que se impuso una importante condecoración austrohúngara por ello, pero que se suicidó cuando se empezó a rumorear que su gran obra, que se había hundido ya casi un metro, y en la que habían comenzado a aparecer grietas, no resistiría la acción del Poltva, el río subterráneo de Leópolis, que pasaba justo por debajo. (Luego se descubrió que el hundimiento y las fisuras se debían al asentamiento normal de la construcción, pero Gorgolewski, condecorado y todo, ya estaba muerto). Entre los cadáveres que aquí descansan también está el de Solomiya Krushelnytska, una cantante que actuó en muchas ocasiones en esa Ópera que fue el gran éxito y, a la vez, el fatal destino de Zygmunt Gorgolewski. Aunque la historia más famosa del cementerio de Lychakiv quizá sea la del pintor polaco Artur Grottger y su prometida, Wanda Monné. Artur le había expresado a Wanda su deseo de ser enterrado en él. Fallecido en París de tuberculosis –que es donde y de lo que morían todos los artistas del siglo XIX que se preciasen–, Wanda, a la sazón de 17 años, vendió todas sus joyas para pagar el traslado de los restos de su amado de Pere Lachaise a Lychakiv, e hizo que el célebre escultor Paris Filippi tallara el monumento funerario de Artur, según el diseño que ella misma había hecho. Y ambos, Artur y Wanda, descansan hoy juntos en el camposanto leopolitano.
       En Lychakiv hay también muchos cementerios dentro del cementerio: son pequeñas, o no tan pequeñas, necrópolis que agrupan a los muertos de la misma nacionalidad u origen que se han producido en las muchas guerras que han sacudido a la ciudad. La particularidad de estos enterramientos es que obligan a convivir, es decir, a conmorir, a los enemigos de esas guerras. Así, encontramos tumbas de soldados polacos y de rebeldes polacos; de patriotas ucranianos y de miembros del Ejército Rojo; de masacrados por los nazis y por los soviéticos. Las tumbas se extienden por las laderas de la colina en la que se asienta el cementerio, y se pierden entre la vegetación, cuyo papel, en este como en todos los del mundo, es fundamental para que Lychakiv no sea un mero jardín mortuorio, sino un verdadero lugar de descanso, tan caótico como la vida, tan hermosamente confuso como esta. Y hasta tan romántico, aunque Miren, que lo ha considerado así, puntualiza que no he de hacerle mucho caso, porque para ella «es romántico todo lo que tenga un poco de musgo». Per aspera ad astra, leemos en una lápida.
       Regresamos al hotel. De camino, damos con la estatua en bronce de uno de los hijos más célebres de Leópolis (cuando aún se llamaba Lemberg y pertenecía al imperio austrohúngaro), Leopold von Sacher-Masoch, que, además de escribir cuentos nacionales, imponentes novelas históricas y notables ensayos sobre las minorías étnicas austrohúngaras, dio nombre, «masoquismo», a ciertas prácticas sexuales recogidas y descritas en algunas de sus obras, como Agua de juventud y, sobre todo, La Venus de las pieles, publicada en 1870, que le reportó fama y reconocimiento especialmente en Francia, donde es sabido que estas cosas eróticas (y raras) gustan mucho. Sacher-Masoch sabía de lo que hablaba, porque él mismo se regocijaba con ellas: le gustaba, en particular, ser cazado por la mujer, como un conejo o un ratón. La estatua de cuerpo entero y tamaño natural erigida en su honor contiene curiosos simbolismos: en el pecho se abre un agujero por el que se ve, en un disco interior de cristal, a una mujer desnuda; sendas manos surgidas de la nada le sujetan los faldones de la levita; también unos dedos conforman la hebilla de un zapato; y uno de los bolsillos presenta un agujero por el que se puede meter la mano, aunque dentro no hay nada. Sacher-Masoch, por su parte, sostiene delante de sí dos guantes. Todo es muy prensil en esta figura; también sobrio y equilibrado, un tratamiento que me complace de quien normalmente se presenta como un depravado, y que solo exploró, sin otro perjuicio que el propio, si acaso, los límites de la sexualidad. Explorar los límites de las cosas, y sobre todo de cosas tan importantes como la sexualidad, es una de las grandes tareas de los artistas, y Leopold von Sacher-Masoch la cumplió sin indignidad.
       Seguimos el camino de regreso al hotel, pero decidimos hacer una parada en el café Viena, uno de esos locales, en la insoslayable avenida Svobody, que perpetúan aquellos cafés decimonónicos de la capital austríaca que acogían, a finales del s. XIX y principios del XX, a lo mejor de la rutilante intelectualidad del imperio. Esa es una diferencia fundamental con los cafés españoles: en estos se refugiaba la caterva de los bohemios y los muertos de hambre, junto con algún escritor del tres al cuarto que gustaba de apacentar con sus prédicas a los suyos en un reservado, mientras que en aquellos quienes se reunían, y exponían sus ideas, eran Sigmund Freud, Arthur Schnitzler, Hugo von Hofmannsthal, León Trotsky, Theodor Herzl y Thomas Bernhard, entre otros. En ellos se discutía, sí, pero sobre todo se vivía: el poeta Peter Altenberg, «el poeta sin casa», como lo llama Claudio Magris en El Danubio, residía literalmente en el café Central: entraba por la mañana, llevando en el brazo la ropa que se iba a poner para la noche, y se cambiaba en un reservado cuando llegaba la hora de salir. Allí se pasaba los días, leyendo, escribiendo, charlando con los amigos, tomando café y tarta sacher, escuchando la música de piano que se tocaba por la tarde,y recibiendo la correspondencia. Altenberg era uno más de aquellos que querían estar solos, pero que necesitaban compañía, como decía otro escritor austríaco, Alfred Polgar, uno de los favoritos de Kafka. Y también un afortunado, según el emperador Francisco José I: «Ustedes tienen suerte –dijo una vez a sus súbditos–: pueden sentarse en los cafés». El café Viena de Leópolis no tiene terraza, así que Miren y yo nos quedamos dentro, en un ambiente austero y relajado. Tomamos café, agua y zumo, y, sentados junto a una ventana, vemos al mundo pasar: muchos soldados en uniforme de camuflaje, y no pocos recién casados, aún con sus trajes nupciales. O la gente se casa aquí mucho más que en otros sitios, o es que lo hacen sobre todo en estas fechas. Pero estamos contentos: alguien nos ha dicho que cruzarse con una boda da suerte en Ucrania. […]


       [Fragmento de El mundo es ancho y diverso, de próxima aparición en Baile del Sol]

 

© Eduardo Moga

Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. Actualmente dirige la Editora Regional de Extremadura. Ha publicado más de veinte poemarios y desde 2013 destaca por su literatura de viajes.


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