The Barcelona Review

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(Un fragmento del cuento Cazadores, incluido en Koundara)

David Pérez Vega

 

Entonces yo aún trabajaba como teleoperador y un viernes que Irene había dejado a Lucía con sus padres, porque ella iba a la despedida de soltera de una amiga, salí a tomar unas copas con Rodolfo, un compañero de trabajo que había entrado en la empresa no hacía mucho y del que me había hecho amigo. Él era argentino y hablábamos sobre todo de fútbol, de la liga española, pero más que nada de la historia de los mundiales. La mayoría de los compañeros de trabajo no me habían interesado mucho hasta entonces; casi todos eran chicas muy jóvenes que no paraban de quejarse. Con Rodolfo conecté de inmediato, me atraía su vitalidad, su humor socarrón. Así que ese viernes yo estaba libre y él también y salimos a tomar unas copas. Le llevé a los bares de Malasaña a los que yo solía ir antes de estar casado y que Rodolfo no conocía.
       En algún momento, una vez traspasada la frontera entre las cañas de cerveza y las copas, la conversación se centró en el trabajo, o llevábamos ya tiempo hablando del trabajo, del mundo de los teleoperadores, y nuestra charla simplemente dio un pequeño giro hacia el pasado. Los dos coincidimos en que jamás habíamos pensado que íbamos a acabar ofreciendo servicios de internet por teléfono. Rodolfo me preguntó qué me habría gustado ser a mí de pibito. Recuerdo esa expresión porque me hizo gracia, como me hacían gracia el acento y las expresiones argentinas. Y, sentados sobre unos taburetes, en uno de los bares de Malasaña que había frecuentado tanto hacía unos años, le conté que de niño siempre había querido ser veterinario. Hasta una mañana de sábado, cuando tenía nueve o diez años, que me quedé sin saber qué querer ser de mayor.
       Ocurrió así: me gustaban los animales, los pájaros, los gatos, había deseado tener un perro en el piso de mis padres y ellos siempre se negaron. Mi abuelo criaba canarios y tenía un conejo en una jaula; a mí me encantaba visitarlo. Un día él me dijo que uno de sus amigos trabajaba de conserje en la facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense y que, el siguiente sábado, nos había invitado a visitar sus instalaciones. Fui con mi abuelo y mi padre; los tres en el coche de mi abuelo, un 127 viejo pero muy cuidado. Mi abuelo pudo dejarlo en un parking vacío y su amigo nos esperaba en la escalinata del edificio. Me llamó la atención aquel hombre, ya lo había hecho la semana anterior que aún trabajase y no estuviera jubilado como mi abuelo. El amigo tenía el pelo blanco, un poco largo, peinado con esmero hacia atrás. Unas densas patillas blancas se abrían paso entre las franjas entrecanas de un rostro sin afeitar desde hacía al menos una semana. Hablaba muy alto, gesticulaba en una curiosa mezcla de movimientos alegres y a la vez amenazantes. El aliento, cuando se inclinó para darme la mano, le olía a alcohol. Cuando nos condujo hasta una puerta lateral de la facultad me percaté de que cojeaba ostensiblemente. El balanceo de su cuerpo alrededor de una pierna rígida parecía otro de sus gestos alegres y amenazantes, como si todos esos gestos hubiesen sido desarrollados para cubrir o disimular la cojera.
       Lo que vi en el interior de aquel edificio me espeluznó. Avanzamos por un pasillo oscuro, con un suelo viscoso; nos asaltaban continuos ladridos lastimeros, dolidos, angustiados. Un pasillo con olor a medicamento y pantano. Recuerdo una sala iluminada por un resplandor pálido y en ella a un perro con tres patas y una rueda de madera alrededor del cuello; a unos estudiantes con batas, dos de ellos barbudos, en torno a un caballo, de extrema flaqueza, al que llamaban Rocinante; un roedor grande, un lirón o una marta, con una zona pelada y cosida, manchada de un líquido verdoso; un zorro sin pelo, con cicatrices como venas recorriendo su cuerpo; ratas de ojos hinchados en jaulas… En algún momento el amigo de mi abuelo abrió un cuarto donde correteaban pollitos amarillos, rápidos, extrañamente con aspecto sano, iluminados por bombillas que descansaban sobre el suelo. El amigo de mi abuelo me dijo que podía coger uno y llevármelo, si quería. Yo, atemorizado entonces, dije que no; pensé que era lo correcto decir que no, que si mi padre no quería un perro en nuestro piso tampoco querría un pollito. Cuando salimos de aquel edificio, cuando volvimos a la luz del sol y entramos en el espacio reconocible del coche de mi abuelo, me di cuenta de que sí que había querido, en realidad, llevarme el pollito. Mi abuelo y mi padre torcieron el gesto y me dijeron que ya era tarde. El abuelo arrancó y nos fuimos. Nunca más deseé ser veterinario. Tampoco llegué a la universidad, abandoné; los parques de Móstoles y la televisión me condujeron por otro camino.
       Rodolfo me había escuchado con interés y cuando finalicé me sonrió, con una mueca extraña que hubiera podido pasar por malvada. Me dijo que él también había visto perros de tres patas, con cicatrices, con las tripas fuera, con los intestinos manchados de tierra, y aun así de pie, ensangrentados, furiosos, allá en la Argentina. Pasó a hablarme de su barrio, al que denominó Ford Apache, y situó en un lugar llamado el Gran Buenos Aires. Torció el gesto —ahora sí, más que extraño, siniestro— y me contó, acercándose a mí, que el pasaje de avión para España lo había conseguido robando perros, entrenándolos y organizando peleas. Me habló de noches en las que él y sus amigos incursionaban en fincas de ricos, en parcelas de terrenos sin construir, pero donde los ladridos de los perros taladraban la oscuridad. Y cómo los cazaban, con comida en la que habían inyectado somníferos, con lazos; con palos, incluso. Recuerdo que le sonreí, sabiendo que él no estaba en esta ocasión de broma, perdido el tono de seductor de jóvenes teleoperadoras quejosas, y un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Me sentí sudoroso y frío, como si me hubiese adentrado en el territorio sin retorno de una pesadilla, como si fuese un niño atrapado en falta; aunque, al mirar a mi alrededor, podía aferrarme a las paredes de aquel local de Malasaña, donde me había sentido feliz tantas veces, unos años antes, con mis amigos de Móstoles.
       No mucho después, Rodolfo ascendió a gerente de nuestra sección en la empresa de telefonía móvil, y yo empecé a mandar currículos y a hacer entrevistas de trabajo. Necesitaba un cambio de aires, que me llegó unos meses más tarde.

 

© David Pérez Vega

David Pérez Vega (Madrid, 1974) es profesor de Economía y Matemáticas. Ha publicado las novelas Acantilados de Howth (2010), El hombre ajeno (2014) y Los portadoinsignes (2014). También ha publicado dos poemarios: Siempre nos quedará Casablanca (2011) y El bar de Lee (2013). Desde el año 2009 mantiene el blog de reseñas literarias Desde la ciudad sin cines.
Koundara (Baile del Sol, 2016), es su último libro publicado.


     

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