The Barcelona Review

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imagenLas ruinas del Imperio

David Aliaga

 

«Sólo queda lo ya sucedido y regresa,
de nuevo, para habitar una playa».
 Álex Chico: Ischía, Porto

 

ROMA NO ES ROMA. Es la cama deshecha del piso de estudiantes hasta la que me desmoronaba cuando volvía borracho y me quedaba dormido sin desvestirme; las paredes ocres y el cielo ahumado que me hacían añorar mi casa en noviembre; los botellines de cerveza y el ir de un bar a otro hablando a gritos; Silvio voceando que fuésemos a mear a la puerta del parlamento. No sé si para ti aún será el portal estrecho con los buzones desvencijados en el que nos besamos por primera vez, en el que te mentí cuando dije que prefería marcharme, y el comedor en el que hicimos el amor aquella madrugada.
       Me pregunto si fuiste la última inquilina de aquel piso antes de que decidiesen derruir la manzana para construir un hipermercado de tres plantas. Me gusta pensar que sí. Y que no ha habido otros hombres que te hayan besado los hombros mientras te embelesas mirando por la ventana del salón, que no invitaste a nadie más a ver películas de Antonioni o De Sica los domingos por la tarde.
       No había vuelto desde que acabó el curso. Apuré la beca de un trago. Regresé a Barcelona, me licencié, he ido trabajando aquí y allá, me casé con Eva y nos divorciamos. O, sería más preciso, ella se divorció y yo me quedé aún algunos meses instalado en una mecánica común que ya lo era. Dejé de hablarte, borré tu número de teléfono. Esa parte de la historia la conoces. Llegué a saber que te quedaste en Italia, te ofrecieron un puesto de becaria en el programa de doctorado y yo no regresé de visita, ni siquiera el día en que presentaste tu tesis. Ella y yo decidimos, como tantas otras cosas, que eras un riesgo inconveniente para nuestra felicidad.
       Pero aunque no he vuelto a buscarte, a veces trato de encontrarte con la mirada, sin quererlo, porque te advienen los ecos de aquel tiempo que resuenan cuando paseo por el centro o rebusco entre los montones de libros gastados que los viejos libreros siguen acumulando en cajas de fruta. Nos he encontrado a veces con la carpeta bajo el brazo y las mejillas incendiadas atravesando la plaza o al otro lado de esa ventana tras la que ahora hay neveras industriales repletas de fiambres envasados al vacío y filetes de pollo refrigerados.
       Los embutidos, sin grasas, de marca, están ordenados por tipos y fabricantes. Todas las variedades de queso en dos baldas. Emmental, gouda, camembert, brie, Jane Austen, Erri de Luca, Tólstoi, Ungaretti, Moravia. Novelas, antologías y poemarios amontonados que nunca dispusiste alfabéticamente. Podías alimentarte de páginas y tabaco todo un fin de semana.
       Las viandas sin cocinar forman un mosaico perfecto, como si no estuviesen allí para ser compradas, troceadas y arrojadas a la voracidad del estómago. Un hombre comprueba lo que ha escrito –tal vez su esposa– en un pedazo de papel y alza la vista hacia las estanterías. Parece desubicado. Debe de llevar años comprando la misma marca de cereales y se siente desconcertado al no hallarla en el pasillo de siempre. Debe decidir si prueba suerte en el que queda a la derecha o a la izquierda y así se ha quedado quieto, atónito, con su lista de la compra en una mano y la otra aferrada al travesaño metálico del carrito.
       Durante cinco minutos, quizá sean veinte, me entrego a la ocupación de seguirlo por entre los estantes de la tercera planta. Luego la segunda y finalmente la primera. Se detiene de nuevo, para localizar el suavizante al que indefectiblemente huele el cuello de cualquiera de sus camisas a cuadros, me vuelvo hacia los detergentes y me entretengo a comprobar que han cambiado el envase y el logotipo del que yo solía comprar. Signiorina Giovanna, casella sette. La caja de cartón rectangular con una franja azul marino atravesando el verde general es ahora una botella de plástico transparente que contiene una pasta aguamarina perlado que contrasta con la etiqueta de colores fluorescentes.
       La luz ilumina con la rabia de lámparas industriales la sección de limpieza y hogar. Empiezan a escocerme los ojos y, con demasiado abatimiento, como si pudiese quedarme dormido sobre el pasado, deseo echar la vista atrás, apartarla del brillo de lo nuevo hacia las fotografías desgastadas, la película a cámara lenta, en las que aparecíamos juntos. O con tu amiga Antonella. No te conté que antes de que nos besásemos, me había acostado con ella. En el mes de noviembre, poco después de que empezase el curso y cuando sólo era el estudiante de Erasmus sin nombre, el que malhablaba italiano, el que recostado en la silla contradecía a los alumnos brillantes con argumentos más espectaculares por desdeñosos que por ciertos.
       Me parecía una idiota. Supongo que yo también lo era. Pero a los veinte aún le encontraba sentido a quemarme la lengua lamiendo la piel de mujeres estúpidas si eran bonitas.
       Ahora hablo menos, beso menos. Siento la lengua adormecida y los huesos de la mandíbula pesados.
       Podría besar a la cajera Giovanna, por ejemplo, y sería como libar un filete de ternera a medio cocer. Carne sin vida. La de sus pechos, la de su cuello, la de sus labios o la de los míos. Es una mujer atractiva, pero su piel gastada siente desinterés por las caricias. O es la que envuelve las yemas de mis dedos.
       Le sonrío. Pago el periódico. Su turno acaba a las siete y la invito a cenar en la calle Giucciardinni, charlamos y bebemos vino y después del tinto andamos en silencio el uno al lado del otro hasta la habitación del hotel en el que me alojo. Anunciaban confort sencillo a escasos metros del Coliseo, lo que viene a ser un colchón duro y frío y ropa de cama acartonada.
       Hacemos el amor.
       Silencio.
       El cabezal no repica contra la pared, las bocas no suspiran ni gimen, la superficie del colchón no cede un milímetro al peso de nuestros cuerpos, una losa de mármol frío bajo mis rodillas. Su interior es tibio. La humedad tibia es desagradable, aunque funcional. También ella debe de sentir que mi erección está desprovista de ardor.
       No se quedará a dormir. Se asea  y se viste al otro lado de la puerta porque ya no quiere que vea su cuerpo desnudo. Si vives lejos, pediré en recepción que llamen a un taxi. Lo pido, de hecho.
       Ella vuelve a su casa y yo a la habitación 153.
       El tiempo ha renunciado a sí mismo en lo que subo las escaleras. Sábanas viejas, de tacto blando de humedad, una manta granate por encima, cojines bordados con motivos florales, bombillas que no ahorran en refulgencia amarilla y olor a sudor. Me miró con desdén desde la cama deshecha, sin camiseta, el botón de los vaqueros desabrochado y la cabeza recostada en tu pecho desnudo mientras me acaricias el pelo con los ojos cerrados, como si me tejieses. Nos miro, apoyo la mano en el pomo de la puerta, con una mezcla de admiración, nostalgia y miedo.
       El sol se va deslizando sobre Roma como una cucharada de miel que alguien ha derramado desde el este y avanza iluminando las viejas ruinas del imperio, de las que ya no podría decirse que sean blancas, ni esplendorosas, sólo testimonio inerte y desabrido de los días en que albergó en su vientre ruido de espadas, rugido de fieras, hambre.

 

© David Aliaga

David Aliaga (L’Hospitalet de Llobregat, 1989) es narrador, editor y ensayista. Ha publicado Inercia gris (2013), Hielo (2014) e Y no me llamaré más Jacob (2016).


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